“The Boys” & “Avengers: End Game” – Una Serie Estreno y un Filme de SuperHéroes: Dos Miradas Sobre un Mismo Fenómeno


por Leonardo L. Tavani
THE BOYS (2019) - 1ª Temporada. Serie Creada por Eric Kripke.
Amazon Studios. (Excelente ★★★★★)

¿Por qué filmar otra miniserie acerca de superhéroes si su proliferación mediática es tal que tienen saturados incluso a muchos de sus fans más acérrimos? La respuesta excede a cualquier artículo (incluido este), sencillamente hay que verla para comprenderlo. Y disfrutarlo, por qué no. The Boys tiene varias capas de lectura y un maravilloso subtexto, suerte de intertextualidad que va más allá de la narración misma para reflexionar acerca de la industria del entretenimiento y su desmesura presente. Ello se desprende a cada momento y de cada fotograma del show. Ashley Barret (Elisabeth Shue) dice, orgullosa: “Damas y caballeros, sin duda es un buen momento para el negocio de los superhéroes. Nuestro ingreso neto subió un 14%, nuestra última película, ‘G-Men: Guerra mundial’, acaba de generar casi $2 000 millones en todo el mundo. Y este otoño, comenzaremos a construir el nuevo parque temático en París.” Bien podría ser el discurso real del CEO de Marvel Studios o del director artístico de Disney Pictures, pero el personaje de la actriz es el de la directora ejecutiva de marketing y adquisiciones de Vought International, una corporación literalmente “dueña” de las vidas, las carreras y las imágenes públicas de todos los superhéroes que pululan por América.
Ashley discute, por ejemplo, con un gobernador acerca de cómo y por cuánto dinero “cederle” a uno de sus muchachos, y cuando el mandatario comete el error de mencionar una enigmática sustancia química relacionada con los ‘súpers’, ignora por completo que una hora después ello acarreará que su avión sea derribado. Y no precisamente por un misil. Pues bien, esta doble lectura, esta saludable desmitificación, recorre todos y cada uno de los 8 episodios de The Boys, permitiendo una crítica aguda tanto a la industria, insistimos, como a la cultura misma. La norteamericana, quizás por su ética protestante originaria —o por la variante puritana que le dio vida— es una sociedad que cree firmemente en el individualismo y descree con idéntica tenacidad en lo que el resto de occidente denomina “tejido social”. Por ello, cuando Hollywood esgrimió alguna respuesta ante los ataques a las libertades civiles que implicó el macartismo, lo hizo estrictamente en términos individualistas. Un héroe solitario se enfrenta a un colectivo culpable y, a la larga, logra doblegarlo. Pero, nótese bien, dicho colectivo ni siquiera es tal: se trata de apenas un grupo malamente cohesionado por el temor, la culpa o un deformado sentido de lealtad, que le reporta (casi) siempre a un líder tiránico que los controla porque tiene la llave de sus consciencias. La magnífica Conspiración de Silencio (Bad Day at Black Rock; 1955, John Sturges) y la excelente A la Hora Señalada (High Noon; 1952, Fred Zinnemann) representan sendos ejemplos de lo que intentamos establecer. En la primera, incluso, se llega al límite de atacar al recién llegado (Spencer Tracy) por el simple hecho de haberse bajado del tren. No se espera a saber qué quiere ni qué diablos busca; como forastero, su sola presencia desafía el status quo y el poder del líder (Robert Ryan). Pero, paradójicamente, sólo este “outlander” puede, cual Quijote angloparlante, “desfacer el entuerto”, ya que los locales están, o bien demasiado comprometidos para liberarse por sí mismos, o demasiado alienados como para que les importe. Pues bien, The Boys cuestiona precisamente esta ética dudosa a la que contrapone un pathos grupal no exento de tensiones. Si el “equipo”, si el “grupo”, no es precisamente el concepto que lidera la mente americana, entonces el forzado “team” que se unirá para derrocar a los ‘súpers’ será igualmente caótico, rebelde y poco profesional. O sea, cohesionado a los golpes. 

            La cosa, en The Boys, es así: Estamos en Nueva York, este mismo año. Las calles y los cielos de la ciudad están dominados por “Los Siete”, el grupo de élite de entre los superhéroes. Todo lo que respecta a ellos, desde su accionar público hasta su imagen publicitaria, pasa por la cúpula de la corporación Vought. El público los ama, el sistema los vende como una mercancía más. Pero estos titanes no parecen ser un genuino modelo de conducta, antes bien, esconden tantas miserias como el más desdichado de los mortales. Claro que el ciudadano desdichado promedio no suele asesinar a sangre fría, violar jovencitas ni drogarse con súper sustancias. ¿Queda claro de qué va esto? Decir más implicaría un mega spoiler, así que lo dejaremos a vuestra imaginación. Lo que ustedes ya han adivinado es que, si cosas de este calibre son las que ocurren en este universo, entonces deben existir inevitables daños colaterales. Pues bien, el disparador de la trama, precisamente, corresponde a la reacción por uno de estos “daños involuntarios”. De aquí en más, la serie presentará una maquinaria de eventos verdaderamente escalofriantes, de una violencia, una prepotencia y una desproporción inusitadas. Nada es sagrado en The Boys, nada merece piedad. Como por ejemplo la religión, una de las víctimas preferidas de esta historia. Y con toda justicia, pueden creerlo, ya que nunca se había mostrado antes —en un producto de pretensiones masivas— una crítica tan certera, realista y descarnada acerca de este fenómeno tan ambiguo como ineludible. El discurso que de pronto escupe Annie (Starlight, la única heroína con el corazón puro y rectas intenciones) en la feria religiosa, es uno de esos raros momentos perfectos que quedará grabado en la memoria de todos los espectadores. Este crítico, lo jura, aplaudió. Pero, salvo ella —insistimos— todos los demás, incluido el protagonista, Hughie, tienen lados oscuros que no aceptan poseer o con los que no saben lidiar. Aquí no hay discursos biempensantes acerca de la tragedia que implica la venganza; puede que ello sea cierto, pero cuando te han quitado abruptamente lo que más amas lo único que quieres es revancha. En The Boys hasta los pusilánimes pueden, al cabo, demostrar y demostrarse que valen mucho más de lo que aparentan.

            The Boys, a su manera, es también un western contemporáneo. Si bien no hay aquí praderas interminables ni pueblos dominados por un terrateniente, la dialéctica que se establece en su narración obedece a patrones harto identificados con dicho género. De igual modo en que la ley en el salvaje oeste solía quedar en manos de pistoleros y asesinos apenas reformados, quienes aceptaban portar una placa por un módico sueldo y la ventaja de ya no estar en los avisos de “buscado”, aquí la justicia y sus servidores se muestran impotentes ante este verdadero ejército de “especialistas” que les arrebatan su propia razón de ser.  Con estudiada zalamería, Homelander (¡vaya nombre!) resuelve sus controvertidas intervenciones con la misma frase: “ustedes son los verdaderos héroes; ustedes son los que importan…”. De igual modo, la corporación Vought opera de idéntica manera que aquellas primitivas empresas cuyo poder económico y territorial asfixiaba al pequeño colono y doblegaba las conciencias de los gobernadores. Y también como en el oeste bravo, la justicia por mano propia y la actividad de un ‘grupejo’ de impresentables resulta la única manera de conseguir algo parecido a la justicia, aunque en el camino haya que dejar algunos jirones perdidos de ética, moral y decencia. En otro orden simbólico, la serie presenta además una sorprendente y rupturista mirada acerca de los roles sexuales y de género entre las personas. ¿Por qué? Pues porque escapa a los recientes discursos paradojalmente hegemónicos de la progresía intelectual de nuestra hora, políticamente correctos hasta la náusea, para en cambio hacerse cargo de conductas tan aberrantes como demasiado usuales, a las que ilustra sin pretensión de obtener visa de progresismo, sino con descarnado realismo. En ese tenor, ciertos hechos que le suceden a Annie resultan modélicos y están resueltos con inteligencia y sobriedad. Nada más podemos clarificar sobre el punto sin correr el riesgo de revelar parte del argumento que el espectador debe descubrir por sí mismo. Pero de todos modos nos vemos urgidos por apuntar algo más acerca de la cuestión. Homelander, el primero de entre los ‘súpers’ y su líder natural, presenta características psicológicas cuando menos inusuales, y no es la menor de ellas su patológica obsesión por Ashley. Madre soltera (y tardía, ya que tiene algo más de 50 años), la directora de la división “superhéroes” intenta por todos los medios extraerse leche materna para que su bebé se alimente con ella, y cuando lo hace, Homelander la espía con su visión de rayos X manifestando un rencor y una furia competitiva contra la criatura que realmente aterra. En otros momentos, cuando el monstruoso “héroe” necesita tranquilizarse, lo hace acurrucándose como un bebé en el regazo de Ashley y mordisqueando sus senos. Freud no podría haberlo ilustrado mejor. The Boys cuenta con momentos así y también con otros verdaderamente hilarantes, pero estos últimos no provienen de una mirada puramente cómica acerca de este universo, sino de una profunda ironía que se desprende de las contradicciones más íntimas de estos sujetos. The Deep, por caso, el “Aquaman” de este equipo, experimenta varios conflictos cuando se lo confronta con su conducta de abusador sexual, y en un momento que podríamos clasificar como de “auto redención”, intenta rescatar un delfín de un acuario para devolverlo al mar. Los resultados, que de ningún modo develaremos, concluyen en un gag de antología, pero el espectador —siempre consciente del tono y cariz de lo que está viendo— no puede evitar mitigar tanta hilaridad por causa del profundo y desolador patetismo que toda la secuencia implica. En esta serie, hasta el humor viene con “yapa”.

            The Boys, sin duda, no agota sus polisémicas interpretaciones en los aspectos que hemos reseñado hasta aquí, sino que dispara muchas otras temáticas para la discusión que verdaderamente la enriquecen. Hay reflexiones muy agudas acerca de la pérdida de libertades civiles en aras de la “seguridad nacional”, disquisiciones acerca de la auténtica autonomía del Congreso frente al poder de corporaciones con agenda propia, meditaciones acerca de si el individuo es más bueno “porque” se lo vigila o “cuando” se lo controla, etc., etc. Y todo ello sin renunciar jamás a divertir y sorprender al espectador. Por lo demás, desde las interpretaciones —todas ajustadísimas y logradas— hasta los rubros técnicos —impecables— la serie ofrece una realización integral verdaderamente perfecta, capaz de llegar a muchos públicos diferentes y atraparlos a todos con diferentes armas. Una saludable sorpresa y una vuelta de tuerca para un género que ya estaba necesitando de un giro inesperado. ¡Y vaya si lo obtuvo! ¡A no perdérsela!

Avengers: End Game (EE UU, 2019) Dir.: Anthony & Joe Russo.
(Muy Buena ★★★★)

            Ahora nos ocuparemos del estreno cinematográfico más esperado del año, la súper taquillera Avengers: End Game. Poco importan los pomposos nombres con que la propia productora (Marvel Studios) haya bautizado a su colosal tanda de filmes, sean estos “Fase 3”, Fase 4”, Universo expandido”, etc., etc.; lo que verdaderamente cuenta es la inteligente y fantástica movida industrial que, apenas comenzado el presente siglo, ha revolucionado el alicaído negocio cinematográfico mundial. No estamos cualificando dicha estrategia, sino apuntando la magistral alquimia que logró, en un momento en que la piratería digital y la masificación de la web crecieron exponencialmente, que la gente volviera masivamente a las salas de cine. Ya lo hemos hecho en otros artículos, pero citaremos una vez más al director, guionista y productor James Mangold (Knight and Day), quien apuntó —mientras rodaba la última y descarnada película acerca de Wolverine— que el género de superhéroes se había convertido en el western contemporáneo, de ahí su proliferación y la variada cantidad de lecturas y sentidos que podían aportar tales películas. Si bien en parte es cierto, ya hemos refutado esta idea en nuestro artículo del pasado año acerca del agotamiento de esta temática argumental. No volveremos sobre ello. Pero aunque quizás nos equivocamos en dar por muertas a estas pelis, ya que escribimos y publicamos dicho artículo precisamente cuando se habían acumulado varias cintas con magras recaudaciones, y otras —como Thor Ragnarok, de ese mismo momento— dueñas de una narrativa para el vómito, lo cierto es que el resultado en taquilla del filme que ahora nos ocupa (el más taquillero de la historia, desbancando a la horripilante Avatar) no significa absolutamente nada: la gente va masivamente a verlas porque es la salida obligatoria de estos tiempos posmodernos. 3-D, 4-D, IMAX, el hecho de que ya no existan salas de cine propiamente dichas —sino complejos comerciales con gigantescos patios de comida y salas de diversión y juegos—, todo ello contribuye a que estos fenómenos de taquilla lo sean en tanto y en cuanto implican novedosos fenómenos sociológicos y culturales. El autor recuerda con precisión las interminables colas en el viejo cine San Martín de La Plata (cuando aun pertenecía a sus originales dueños y todavía era una maravillosa sala con pantalla CinemaScope) para ver La Misión (The Mission; 1986, Roland Joffe); durante interminables semanas, al pasar frente a la plaza homónima, se veían las enormes filas de personas sobre la vereda de avenida 7, en un fenómeno que se repetía con muchos otros filmes dramáticos, y no sólo con los ganadores del Óscar, como el citado. ¿Alguien piensa sinceramente que hoy día una cinta acerca de las misiones jesuíticas en plena selva brasileño-argentina, ambientada en el siglo 18, convocaría tales masas de espectadores? En todas las cadenas de cines, las salas que proyectan dramas o comedias dramáticas concitan poco más de una docena de personas por función, y eso con mucha suerte; mientras que las cintas de fantasía, aventura, terror y animación se llevan todo el público disponible. La gente ve otros géneros, a no dudarlo, pero lo hace en su casa. El éxito de Netflix (y demás plataformas) en ese terreno lo demuestra. Esta es la victoria empresarial que mencionábamos al inicio, que los filmes basados en cómics han logrado mantener, e incluso incrementar, la asistencia masiva a las salas cinematográficas, impidiendo —por ahora— la implosión del negocio de la exhibición. Resumiendo, Avengers: End Game (independientemente de su calidad) ostenta un récord tan vacío como fútil: si hubiera competido con la inolvidable, eterna y maravillosa Ghostbusters (Los Cazafantasmas; 1984, Ivan Reitman) en ese mismo año (y si se hubiera rodado con la calidad de efectos visuales de su época, se entiende), la peli de Marvel sería hoy un vago recuerdo en la memoria de los ultra fanáticos de las historietas de dicha casa editorial, mientras que el filme de Reitman seguiría siendo lo que efectivamente es en el presente, un fenómeno cultural amado incondicionalmente por padres e hijos, quienes se transmiten la pasión por las dos cintas de la franquicia desde el hogar. Y eso es porque una está hecha con una calculadora en la mano y una planilla de Excel en la otra, mientras que su predecesora fue concebida —además del obvio interés por ganar dinero— con amor, pasión y compromiso con el cine, además de reunir a un grupo de talentos increíbles. En fin, hecha esta aburrida aclaración, vayamos al punto.

            Avengers: End Game es una muy buena película que, como primera reacción, motiva a pensar en el catastrófico desastre que fue Justice League hace dos años y medio. Queda claro que se puede hacer una peli que reúna a una multitud de superhéroes y que resulte, cuando menos, medianamente digna. Continuación y conclusión directa de su predecesora, Infinity War, el gran acierto de su primera parte consiste en no jugar con sorpresas absurdas y aceptar lo narrativamente establecido: Thanos triunfó, los Vengadores perdieron miserablemente, y la mitad exacta de la vida inteligente de todo el universo fue desintegrada en una fracción de segundo. Tal como lo prometió, el villano colgó los guantes y se retiró al planeta donde había jurado acabar sus días en soledad. Pero nuestros heroicos sobrevivientes no logran encajar el golpe y cada cual lo procesa a su manera. Un hecho fortuito permitirá a Scott Lang, Ant-Man, regresar del reino cuántico 5 años después del genocidio galáctico. Aunque no domina la física implicada, su experiencia le permite deducir una posibilidad de viaje en el tiempo que, tal vez, podría solucionar las cosas. Este es un muy, pero muy simplificado resumen de unos pocos hechos del primer cuarto del filme. De allí en más, luego de convencer a duras penas a ciertos personajes reticentes a participar, comienza la acción propiamente dicha, la que se divide, a su vez, en dos segmentos. El primero de ellos consiste en el proceso de dilucidación del viaje temporal. El segundo, más peligroso y azaroso, implica la división en 5 equipos que intentarán robar cada piedra del infinito en distintos puntos del pasado, ya que todas coincidieron —en algún momento— en nuestro planeta. Todas excepto una, la que se halla en un remoto planeta que exige un sacrificio supremo para obtenerla. Así pues, nuestros amigos se lanzarán a esta quimérica cruzada sin garantía alguna de éxito, pero como puede suponerse, los viajes  temporales pueden desencadenar paradojas que acaben muy, pero muy mal. El Thanos del pasado  se enterará de lo que ya pasó en su futuro y descubrirá que sus enemigos están ahora en su “presente” intentando cambiar lo sucedido. Con la confianza que le brinda saber que, como mínimo, le quedan unos años para triunfar sobre ellos, se lanza a destruirlos nuevamente y acabar de una vez por todas con ese tan molesto planeta llamado Tierra. El filme, repetimos, arranca realmente muy bien, y luego de un prólogo que deja un sabor amargo en la boca, ya que se trata de la confirmación de la impotencia de los Avengers frente a los hechos consumados, viene un largo segmento de tono agridulce y melancólico. Ni el mundo ni los superhéroes sobrevivientes logran adaptarse al “después” del genocidio, y si bien esta parte opera como una suerte de anti-clímax, no es menos cierto que su resolución es muy buena y por ello mismo mantiene al espectador atento ante lo que ocurre y bien dispuesto para lo que vaya a pasar. Por paradójico que pueda sonar, teniendo en cuenta la ultra fantasiosa trama de base, las cosas en la primera mitad del filme se mantienen en una saludable carretera de realismo, si es que tal palabra pueda aplicarse aquí. Todo suena orgánico e, incluso, creíble. La segunda mitad, entonces, se adentra furiosamente en el universo de la sci-fi comiquera sin abandonar, por cierto, el tono dramático y operístico que caracteriza a toda la cinta.

            Ahora bien, “End Game” presenta algunas pocas debilidades que bien pueden disculparse por causa de su propia materia prima. Excepto los X-Men, que al momento de concebir este proyecto todavía no pertenecían formalmente a Disney (vía la compra de Fox), el filme requiere la presencia de todos los personajes de la franquicia, y ello redunda en ciertas arbitrariedades absolutamente inevitables: muchos de ellos aportan apenas el rostro y otros, más afortunados, siquiera logran traficar unas líneas de diálogo. Es comprensible, ya que hacerlo de otra manera hubiera, como mínimo, redundado en una cinta de 4 o 5 horas de duración, y no las ya extensas 3 que presenta. Algunos héroes, en la colosal batalla final, surgen más como un Deus ex Machina que como un recurso válido del guión, y otros —de los que se esperaba la victoria definitiva— quedan reducidos a un arbitrario segundo plano. (Atención, sigue un spoiler parcial) Lo diremos sin vueltas: Captain Marvel debía ser la que derrote finalmente a Thanos, ya que acababa de estipularse (en su película inmediatamente presedente) que era todopoderosa (ella fue “bañada” con la energía misma del Bing-Bang), y su primera aparición en este filme, salvando a cierto personaje, así lo confirma. Pero, en una decisión polémica, ese rol queda en manos de otro héroe, al que indudablemente se pretende “premiar” tanto como al actor que lo interpreta, y cuyo final se veía venir desde kilómetros de distancia. Decisión extraña, insistimos, tanto más porque al cabo de su metraje (y a despecho de todo lo que se había anunciado previo a su estreno), End Game “mata” a tan sólo dos personajes, escaso precio para semejante guerra interplanetaria. La solución adoptada, que de todos modos es muy buena, recuerda al reciente final de Game of Thrones, en la que varios personajes tuvieron en sus manos resoluciones que, narrativamente hablando, no les correspondían a ellos, debilitando un poco la fuerza simbólica de la conclusión de la serie. Insistimos con el hecho de que esto no sucede necesariamente con End Game, pero sí que extraña y —parcialmente— decepciona que Capitana Marvel no tenga el sitio que merecía en esta trama. Por otra parte, el filme sigue presentando el nivel usual de humor que todos los productos Marvel vienen portando desde hace algunos años. Esta vez no molesta tanto, quizás porque el tono elegíaco de la cinta se aliviana bastante con estos momentos, y también porque nunca va más allá de filosos dardos verbales y algunas que otras chicanas simpáticas entre los súper colegas; nada que ver, afortunadamente, con el desmadre de Thor Ragnarok. Ahora bien, si uno de los personajes corre mayor peligro de caer por un precipicio, ese es precisamente Thor. Su deplorable estado físico y emocional, fruto de una profunda frustración neurótica, está casi siempre al límite del ridículo y mantiene así el recuerdo de su última y abominable película en solitario. Por suerte, la secuencia en la que se reencuentra brevemente con su madre muerta pone las cosas en su lugar y aleja los fantasmas que este personaje introducía hasta allí en el filme, mérito, además, del bien hacer de René Russo, gran actriz que a puro oficio y talento permite reencauzar a Thor en la narrativa de la cinta. Es cierto, también, que Avengers: End Game carece de la magia y de esa especial fuerza intrínseca que transmitió Wonder Woman (2017), para la competidora D.C., y Captain America: The First Avenger (2011), para la propia Marvel; pero la explicación para ello radica en el hecho mismo de producir docenas y docenas de filmes similares, además de enlazar sus tramas para crear una línea narrativa general que concluya como esta lo hace. Es demasiado, estimados amigos. Puede hacerse, y de hecho, aquí están las pruebas que lo confirman. Pero, volviendo a nuestro ejemplo comparativo anterior, si Game of Thrones no pudo cerrar su historia satisfactoriamente a causa de no cesar de abrir y disparar líneas y líneas argumentales —y de multiplicar personajes hasta el infinito, muchos de los cuales se debieron podar temporadas antes—, cómo no va a suceder algo parecido en el cine, que carece de la flexibilidad, en cuanto a cantidad de episodios y número de temporadas a emitir, que sí tienen la tevé tradicional, la de suscripción y/o la de streaming. Y llegados a este punto es que justificamos el hecho de haber unido en un mismo artículo dos productos similares en género pero producidos para medios diferentes, ya que pretendemos sugerir que, en verdad, los superhéroes se hallan más cómodos en la pantalla chica que en la grande. Como lo dijimos más arriba, puede que hayan salvado al cine (al norteamericano, cuando menos) del éxodo total de espectadores, pero lo cierto es que la clase de narrativa que les viene como anillo al dedo no se halla en la pantalla grande. Miren si no a nuestra amada Star Trek (Viaje a las Estrellas): cuando abandonó la tele, la necesidad de crear filmes que resultaran más grandes que la vida atentó contra la propia saga, cuyo encanto e inteligencia se lucían en el formato de episodios semanales, pero que en cines (salvando a grandes productos como lo fueron La Ira de Khan, Aquel País Desconocido o First Contact) perdió parte de su propia personalidad y esencia. Todo lo dicho hasta aquí, empero, no quita que Avengers: End Game ha resultado una muy digna conclusión para una ciclópea serie de filmes que han capturado a las audiencias de todo el mundo. La mayor libertad creativa que permite una serie como The Boys tal vez le quite algo de brillo comparativo al filme de Marvel, pero absolutamente nunca le quitará espectacularidad, ni mucho menos su indiscutible calidad. ¿Alcanza con eso? La respuesta, como siempre, la tienen ustedes. Nosotros optamos por solazarnos con el bellísimo y nostálgico epílogo del filme, un guiño para aquellos que saben que el verdadero amor atraviesa todas las barreras del tiempo y el espacio. ¿Qué más pedir?.-

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