por Leonardo
L. Tavani
THE BOYS (2019) - 1ª Temporada. Serie
Creada por Eric Kripke.
Amazon Studios. (Excelente ★★★★★)
¿Por qué filmar otra
miniserie acerca de superhéroes si su proliferación mediática es tal que tienen
saturados incluso a muchos de sus fans más acérrimos? La respuesta excede a
cualquier artículo (incluido este), sencillamente hay que verla para comprenderlo.
Y disfrutarlo, por qué no. The Boys tiene varias capas de
lectura y un maravilloso subtexto, suerte de intertextualidad que va más allá
de la narración misma para reflexionar acerca de la industria del
entretenimiento y su desmesura presente. Ello se desprende a cada momento y de
cada fotograma del show. Ashley Barret (Elisabeth Shue) dice, orgullosa: “Damas y caballeros, sin duda es un buen
momento para el negocio de los superhéroes. Nuestro ingreso neto subió un 14%,
nuestra última película, ‘G-Men: Guerra
mundial’, acaba de generar casi $2 000 millones en todo el mundo. Y este
otoño, comenzaremos a construir el nuevo parque temático en París.” Bien podría
ser el discurso real del CEO de Marvel Studios o del director artístico de
Disney Pictures, pero el personaje de la actriz es el de la directora ejecutiva
de marketing y adquisiciones de Vought International, una corporación
literalmente “dueña” de las vidas, las carreras y las imágenes públicas de
todos los superhéroes que pululan por América.
Ashley discute, por ejemplo, con un gobernador acerca de cómo y por cuánto dinero “cederle” a uno de sus muchachos, y cuando el mandatario comete el error de mencionar una enigmática sustancia química relacionada con los ‘súpers’, ignora por completo que una hora después ello acarreará que su avión sea derribado. Y no precisamente por un misil. Pues bien, esta doble lectura, esta saludable desmitificación, recorre todos y cada uno de los 8 episodios de The Boys, permitiendo una crítica aguda tanto a la industria, insistimos, como a la cultura misma. La norteamericana, quizás por su ética protestante originaria —o por la variante puritana que le dio vida— es una sociedad que cree firmemente en el individualismo y descree con idéntica tenacidad en lo que el resto de occidente denomina “tejido social”. Por ello, cuando Hollywood esgrimió alguna respuesta ante los ataques a las libertades civiles que implicó el macartismo, lo hizo estrictamente en términos individualistas. Un héroe solitario se enfrenta a un colectivo culpable y, a la larga, logra doblegarlo. Pero, nótese bien, dicho colectivo ni siquiera es tal: se trata de apenas un grupo malamente cohesionado por el temor, la culpa o un deformado sentido de lealtad, que le reporta (casi) siempre a un líder tiránico que los controla porque tiene la llave de sus consciencias. La magnífica Conspiración de Silencio (Bad Day at Black Rock; 1955, John Sturges) y la excelente A la Hora Señalada (High Noon; 1952, Fred Zinnemann) representan sendos ejemplos de lo que intentamos establecer. En la primera, incluso, se llega al límite de atacar al recién llegado (Spencer Tracy) por el simple hecho de haberse bajado del tren. No se espera a saber qué quiere ni qué diablos busca; como forastero, su sola presencia desafía el status quo y el poder del líder (Robert Ryan). Pero, paradójicamente, sólo este “outlander” puede, cual Quijote angloparlante, “desfacer el entuerto”, ya que los locales están, o bien demasiado comprometidos para liberarse por sí mismos, o demasiado alienados como para que les importe. Pues bien, The Boys cuestiona precisamente esta ética dudosa a la que contrapone un pathos grupal no exento de tensiones. Si el “equipo”, si el “grupo”, no es precisamente el concepto que lidera la mente americana, entonces el forzado “team” que se unirá para derrocar a los ‘súpers’ será igualmente caótico, rebelde y poco profesional. O sea, cohesionado a los golpes.
Ashley discute, por ejemplo, con un gobernador acerca de cómo y por cuánto dinero “cederle” a uno de sus muchachos, y cuando el mandatario comete el error de mencionar una enigmática sustancia química relacionada con los ‘súpers’, ignora por completo que una hora después ello acarreará que su avión sea derribado. Y no precisamente por un misil. Pues bien, esta doble lectura, esta saludable desmitificación, recorre todos y cada uno de los 8 episodios de The Boys, permitiendo una crítica aguda tanto a la industria, insistimos, como a la cultura misma. La norteamericana, quizás por su ética protestante originaria —o por la variante puritana que le dio vida— es una sociedad que cree firmemente en el individualismo y descree con idéntica tenacidad en lo que el resto de occidente denomina “tejido social”. Por ello, cuando Hollywood esgrimió alguna respuesta ante los ataques a las libertades civiles que implicó el macartismo, lo hizo estrictamente en términos individualistas. Un héroe solitario se enfrenta a un colectivo culpable y, a la larga, logra doblegarlo. Pero, nótese bien, dicho colectivo ni siquiera es tal: se trata de apenas un grupo malamente cohesionado por el temor, la culpa o un deformado sentido de lealtad, que le reporta (casi) siempre a un líder tiránico que los controla porque tiene la llave de sus consciencias. La magnífica Conspiración de Silencio (Bad Day at Black Rock; 1955, John Sturges) y la excelente A la Hora Señalada (High Noon; 1952, Fred Zinnemann) representan sendos ejemplos de lo que intentamos establecer. En la primera, incluso, se llega al límite de atacar al recién llegado (Spencer Tracy) por el simple hecho de haberse bajado del tren. No se espera a saber qué quiere ni qué diablos busca; como forastero, su sola presencia desafía el status quo y el poder del líder (Robert Ryan). Pero, paradójicamente, sólo este “outlander” puede, cual Quijote angloparlante, “desfacer el entuerto”, ya que los locales están, o bien demasiado comprometidos para liberarse por sí mismos, o demasiado alienados como para que les importe. Pues bien, The Boys cuestiona precisamente esta ética dudosa a la que contrapone un pathos grupal no exento de tensiones. Si el “equipo”, si el “grupo”, no es precisamente el concepto que lidera la mente americana, entonces el forzado “team” que se unirá para derrocar a los ‘súpers’ será igualmente caótico, rebelde y poco profesional. O sea, cohesionado a los golpes.
La
cosa, en The Boys, es así: Estamos en Nueva York, este mismo año. Las
calles y los cielos de la ciudad están dominados por “Los Siete”, el grupo de élite
de entre los superhéroes. Todo lo que respecta a ellos, desde su accionar
público hasta su imagen publicitaria, pasa por la cúpula de la corporación
Vought. El público los ama, el sistema los vende como una mercancía más. Pero
estos titanes no parecen ser un genuino modelo de conducta, antes bien,
esconden tantas miserias como el más desdichado de los mortales. Claro que el
ciudadano desdichado promedio no suele asesinar a sangre fría, violar
jovencitas ni drogarse con súper sustancias. ¿Queda claro de qué va esto? Decir
más implicaría un mega spoiler, así que lo dejaremos a vuestra imaginación. Lo
que ustedes ya han adivinado es que, si cosas de este calibre son las que
ocurren en este universo, entonces deben existir inevitables daños colaterales.
Pues bien, el disparador de la trama, precisamente, corresponde a la reacción
por uno de estos “daños involuntarios”. De aquí en más, la serie presentará una
maquinaria de eventos verdaderamente escalofriantes, de una violencia, una prepotencia
y una desproporción inusitadas. Nada es sagrado en The Boys, nada merece
piedad. Como por ejemplo la religión, una de las víctimas preferidas de esta
historia. Y con toda justicia, pueden creerlo, ya que nunca se había mostrado
antes —en un producto de pretensiones masivas— una crítica tan certera,
realista y descarnada acerca de este fenómeno tan ambiguo como ineludible. El
discurso que de pronto escupe Annie (Starlight,
la única heroína con el corazón puro y rectas intenciones) en la feria
religiosa, es uno de esos raros momentos perfectos que quedará grabado en la
memoria de todos los espectadores. Este crítico, lo jura, aplaudió. Pero, salvo
ella —insistimos— todos los demás, incluido el protagonista, Hughie, tienen
lados oscuros que no aceptan poseer o con los que no saben lidiar. Aquí no hay
discursos biempensantes acerca de la tragedia que implica la venganza; puede
que ello sea cierto, pero cuando te han quitado abruptamente lo que más amas lo
único que quieres es revancha. En The Boys hasta los pusilánimes
pueden, al cabo, demostrar y demostrarse que valen mucho más de lo que
aparentan.
The
Boys, a su manera, es también un western contemporáneo. Si bien no hay
aquí praderas interminables ni pueblos dominados por un terrateniente, la
dialéctica que se establece en su narración obedece a patrones harto
identificados con dicho género. De igual modo en que la ley en el salvaje oeste
solía quedar en manos de pistoleros y asesinos apenas reformados, quienes
aceptaban portar una placa por un módico sueldo y la ventaja de ya no estar en
los avisos de “buscado”, aquí la
justicia y sus servidores se muestran impotentes ante este verdadero ejército
de “especialistas” que les arrebatan su propia razón de ser. Con estudiada zalamería, Homelander (¡vaya
nombre!) resuelve sus controvertidas intervenciones con la misma frase: “ustedes
son los verdaderos héroes; ustedes son los que importan…”. De igual
modo, la corporación Vought opera de idéntica manera que aquellas primitivas
empresas cuyo poder económico y territorial asfixiaba al pequeño colono y
doblegaba las conciencias de los gobernadores. Y también como en el oeste
bravo, la justicia por mano propia y la actividad de un ‘grupejo’ de impresentables resulta la única manera de conseguir
algo parecido a la justicia, aunque en el camino haya que dejar algunos jirones
perdidos de ética, moral y decencia. En otro orden simbólico, la serie presenta
además una sorprendente y rupturista mirada acerca de los roles sexuales y de
género entre las personas. ¿Por qué? Pues porque escapa a los recientes
discursos paradojalmente hegemónicos
de la progresía intelectual de nuestra hora, políticamente correctos hasta la
náusea, para en cambio hacerse cargo de conductas tan aberrantes como demasiado
usuales, a las que ilustra sin pretensión de obtener visa de progresismo, sino
con descarnado realismo. En ese tenor, ciertos hechos que le suceden a Annie
resultan modélicos y están resueltos con inteligencia y sobriedad. Nada más
podemos clarificar sobre el punto sin correr el riesgo de revelar parte del
argumento que el espectador debe descubrir por sí mismo. Pero de todos modos
nos vemos urgidos por apuntar algo más acerca de la cuestión. Homelander, el
primero de entre los ‘súpers’ y su
líder natural, presenta características psicológicas cuando menos inusuales, y
no es la menor de ellas su patológica obsesión por Ashley. Madre soltera (y
tardía, ya que tiene algo más de 50 años), la directora de la división
“superhéroes” intenta por todos los medios extraerse leche materna para que su
bebé se alimente con ella, y cuando lo hace, Homelander la espía con su visión
de rayos X manifestando un rencor y una furia competitiva contra la criatura
que realmente aterra. En otros momentos, cuando el monstruoso “héroe” necesita
tranquilizarse, lo hace acurrucándose como un bebé en el regazo de Ashley y
mordisqueando sus senos. Freud no podría haberlo ilustrado mejor. The
Boys cuenta con momentos así y también con otros verdaderamente
hilarantes, pero estos últimos no provienen de una mirada puramente cómica
acerca de este universo, sino de una profunda ironía que se desprende de las
contradicciones más íntimas de estos sujetos. The Deep, por caso, el “Aquaman” de este equipo, experimenta varios
conflictos cuando se lo confronta con su conducta de abusador sexual, y en un
momento que podríamos clasificar como de “auto redención”, intenta rescatar un
delfín de un acuario para devolverlo al mar. Los resultados, que de ningún modo
develaremos, concluyen en un gag de antología, pero el espectador —siempre
consciente del tono y cariz de lo que está viendo— no puede evitar mitigar
tanta hilaridad por causa del profundo y desolador patetismo que toda la
secuencia implica. En esta serie, hasta el humor viene con “yapa”.
The
Boys, sin duda, no agota sus polisémicas interpretaciones en los
aspectos que hemos reseñado hasta aquí, sino que dispara muchas otras temáticas
para la discusión que verdaderamente la enriquecen. Hay reflexiones muy agudas
acerca de la pérdida de libertades civiles en aras de la “seguridad nacional”,
disquisiciones acerca de la auténtica autonomía del Congreso frente al poder de
corporaciones con agenda propia, meditaciones acerca de si el individuo es más
bueno “porque” se lo vigila o “cuando” se lo controla, etc., etc. Y
todo ello sin renunciar jamás a divertir y sorprender al espectador. Por lo
demás, desde las interpretaciones —todas ajustadísimas y logradas— hasta los
rubros técnicos —impecables— la serie ofrece una realización integral verdaderamente
perfecta, capaz de llegar a muchos públicos diferentes y atraparlos a todos con
diferentes armas. Una saludable sorpresa y una vuelta de tuerca para un género
que ya estaba necesitando de un giro inesperado. ¡Y vaya si lo obtuvo! ¡A no
perdérsela!
Avengers: End Game (EE UU, 2019) Dir.: Anthony & Joe
Russo.
(Muy Buena ★★★★)
Ahora
nos ocuparemos del estreno cinematográfico más esperado del año, la súper
taquillera Avengers: End Game. Poco importan los pomposos nombres con que
la propia productora (Marvel Studios) haya bautizado a su colosal tanda de
filmes, sean estos “Fase 3”, Fase 4”, Universo expandido”, etc., etc.; lo que verdaderamente cuenta es la
inteligente y fantástica movida industrial que, apenas comenzado el presente
siglo, ha revolucionado el alicaído negocio cinematográfico mundial. No estamos
cualificando dicha estrategia, sino apuntando la magistral alquimia que logró,
en un momento en que la piratería digital y la masificación de la web crecieron
exponencialmente, que la gente volviera masivamente a las salas de cine. Ya lo
hemos hecho en otros artículos, pero citaremos una vez más al director,
guionista y productor James Mangold (Knight and Day), quien apuntó
—mientras rodaba la última y descarnada película acerca de Wolverine— que el
género de superhéroes se había convertido en el western contemporáneo, de ahí
su proliferación y la variada cantidad de lecturas y sentidos que podían aportar
tales películas. Si bien en parte es cierto, ya hemos refutado esta idea en
nuestro artículo del pasado año acerca del agotamiento de esta temática
argumental. No volveremos sobre ello. Pero aunque quizás nos equivocamos en dar
por muertas a estas pelis, ya que escribimos y publicamos dicho artículo
precisamente cuando se habían acumulado varias cintas con magras recaudaciones,
y otras —como Thor Ragnarok, de ese mismo momento— dueñas de una narrativa
para el vómito, lo cierto es que el resultado en taquilla del filme que ahora
nos ocupa (el más taquillero de la historia, desbancando a la horripilante Avatar)
no
significa absolutamente nada: la gente va masivamente a verlas porque
es la salida obligatoria de estos tiempos posmodernos. 3-D, 4-D, IMAX, el hecho
de que ya no existan salas de cine propiamente dichas —sino complejos
comerciales con gigantescos patios de comida y salas de diversión y juegos—,
todo ello contribuye a que estos fenómenos de taquilla lo sean en tanto y en
cuanto implican novedosos fenómenos
sociológicos y culturales. El autor recuerda con precisión las interminables colas
en el viejo cine San Martín de La Plata (cuando aun pertenecía a sus originales
dueños y todavía era una maravillosa sala con pantalla CinemaScope) para ver La
Misión (The Mission; 1986,
Roland Joffe); durante interminables semanas, al pasar frente a la plaza
homónima, se veían las enormes filas de personas sobre la vereda de avenida 7,
en un fenómeno que se repetía con muchos otros filmes dramáticos, y no sólo con
los ganadores del Óscar, como el citado. ¿Alguien piensa sinceramente que hoy
día una cinta acerca de las misiones jesuíticas en plena selva
brasileño-argentina, ambientada en el siglo 18, convocaría tales masas de
espectadores? En todas las cadenas de cines, las salas que proyectan dramas o
comedias dramáticas concitan poco más de una docena de personas por función, y
eso con mucha suerte; mientras que las cintas de fantasía, aventura, terror y
animación se llevan todo el público disponible. La gente ve otros géneros, a no
dudarlo, pero lo hace en su casa. El éxito de Netflix (y demás plataformas) en
ese terreno lo demuestra. Esta es la victoria empresarial que mencionábamos al
inicio, que los filmes basados en cómics han logrado mantener, e incluso
incrementar, la asistencia masiva a las salas cinematográficas, impidiendo —por
ahora— la implosión del negocio de la exhibición. Resumiendo, Avengers:
End Game (independientemente de su calidad) ostenta un récord tan vacío
como fútil: si hubiera competido con la inolvidable, eterna y maravillosa Ghostbusters
(Los Cazafantasmas; 1984, Ivan
Reitman) en ese mismo año (y si se hubiera rodado con la calidad de efectos
visuales de su época, se entiende), la peli de Marvel sería hoy un vago recuerdo
en la memoria de los ultra fanáticos de las historietas de dicha casa editorial,
mientras que el filme de Reitman seguiría siendo lo que efectivamente es en el
presente, un fenómeno cultural amado incondicionalmente por padres e hijos,
quienes se transmiten la pasión por las dos cintas de la franquicia desde el
hogar. Y eso es porque una está hecha con una calculadora en la mano y una
planilla de Excel en la otra, mientras que su predecesora fue concebida —además
del obvio interés por ganar dinero— con amor, pasión y compromiso con el cine,
además de reunir a un grupo de talentos increíbles. En fin, hecha esta aburrida
aclaración, vayamos al punto.
Avengers:
End Game es una muy buena película que, como primera reacción, motiva a
pensar en el catastrófico desastre que fue Justice League hace dos años y
medio. Queda claro que se puede hacer una peli que reúna a una multitud de
superhéroes y que resulte, cuando menos, medianamente digna. Continuación y
conclusión directa de su predecesora, Infinity War, el gran acierto de su
primera parte consiste en no jugar con sorpresas absurdas y aceptar lo
narrativamente establecido: Thanos triunfó, los Vengadores perdieron
miserablemente, y la mitad exacta de la vida inteligente de todo el universo
fue desintegrada en una fracción de segundo. Tal como lo prometió, el villano
colgó los guantes y se retiró al planeta donde había jurado acabar sus días en
soledad. Pero nuestros heroicos sobrevivientes no logran encajar el golpe y
cada cual lo procesa a su manera. Un hecho fortuito permitirá a Scott Lang,
Ant-Man, regresar del reino cuántico 5 años después del genocidio galáctico.
Aunque no domina la física implicada, su experiencia le permite deducir una
posibilidad de viaje en el tiempo que, tal vez, podría solucionar las cosas.
Este es un muy, pero muy simplificado resumen de unos pocos hechos del primer
cuarto del filme. De allí en más, luego de convencer a duras penas a ciertos
personajes reticentes a participar, comienza la acción propiamente dicha, la
que se divide, a su vez, en dos segmentos. El primero de ellos consiste en el
proceso de dilucidación del viaje temporal. El segundo, más peligroso y
azaroso, implica la división en 5 equipos que intentarán robar cada piedra del
infinito en distintos puntos del pasado, ya que todas coincidieron —en algún
momento— en nuestro planeta. Todas excepto una, la que se halla en un remoto
planeta que exige un sacrificio supremo para obtenerla. Así pues, nuestros
amigos se lanzarán a esta quimérica cruzada sin garantía alguna de éxito, pero
como puede suponerse, los viajes
temporales pueden desencadenar paradojas que acaben muy, pero muy mal.
El Thanos del pasado se enterará de lo
que ya pasó en su futuro y descubrirá que sus enemigos están ahora en su
“presente” intentando cambiar lo sucedido. Con la confianza que le brinda saber
que, como mínimo, le quedan unos años para triunfar sobre ellos, se lanza a
destruirlos nuevamente y acabar de una vez por todas con ese tan molesto
planeta llamado Tierra. El filme, repetimos, arranca realmente muy bien, y
luego de un prólogo que deja un sabor amargo en la boca, ya que se trata de la
confirmación de la impotencia de los Avengers frente a los hechos consumados,
viene un largo segmento de tono agridulce y melancólico. Ni el mundo ni los
superhéroes sobrevivientes logran adaptarse al “después” del genocidio, y si
bien esta parte opera como una suerte de anti-clímax, no es menos cierto que su
resolución es muy buena y por ello mismo mantiene al espectador atento ante lo
que ocurre y bien dispuesto para lo que vaya a pasar. Por paradójico que pueda
sonar, teniendo en cuenta la ultra fantasiosa trama de base, las cosas en la
primera mitad del filme se mantienen en una saludable carretera de realismo, si
es que tal palabra pueda aplicarse aquí. Todo suena orgánico e, incluso,
creíble. La segunda mitad, entonces, se adentra furiosamente en el universo de
la sci-fi comiquera sin abandonar, por cierto, el tono dramático y operístico
que caracteriza a toda la cinta.
Ahora
bien, “End Game” presenta algunas pocas debilidades que bien pueden
disculparse por causa de su propia materia prima. Excepto los X-Men, que al
momento de concebir este proyecto todavía no pertenecían formalmente a Disney
(vía la compra de Fox), el filme requiere la presencia de todos los personajes
de la franquicia, y ello redunda en ciertas arbitrariedades absolutamente
inevitables: muchos de ellos aportan apenas el rostro y otros, más afortunados,
siquiera logran traficar unas líneas de diálogo. Es comprensible, ya que
hacerlo de otra manera hubiera, como mínimo, redundado en una cinta de 4 o 5
horas de duración, y no las ya extensas 3 que presenta. Algunos héroes, en la
colosal batalla final, surgen más como un Deus ex Machina que como un recurso
válido del guión, y otros —de los que se esperaba la victoria definitiva—
quedan reducidos a un arbitrario segundo plano. (Atención,
sigue un spoiler parcial) Lo diremos sin vueltas: Captain Marvel debía
ser la que derrote finalmente a Thanos, ya que acababa de estipularse (en su
película inmediatamente presedente) que era todopoderosa (ella fue “bañada” con
la energía misma del Bing-Bang), y su primera aparición en este filme, salvando
a cierto personaje, así lo confirma. Pero, en una decisión polémica, ese rol
queda en manos de otro héroe, al que indudablemente se pretende “premiar” tanto
como al actor que lo interpreta, y cuyo final se veía venir desde kilómetros de
distancia. Decisión extraña, insistimos, tanto más porque al cabo de su metraje
(y a despecho de todo lo que se había anunciado previo a su estreno), End
Game “mata” a tan sólo dos personajes, escaso precio para semejante
guerra interplanetaria. La solución adoptada, que de todos modos es muy buena,
recuerda al reciente final de Game of Thrones, en la que varios
personajes tuvieron en sus manos resoluciones que, narrativamente hablando, no
les correspondían a ellos, debilitando un poco la fuerza simbólica de la
conclusión de la serie. Insistimos con el hecho de que esto no sucede
necesariamente con End Game, pero sí que extraña y —parcialmente— decepciona que
Capitana Marvel no tenga el sitio que merecía en esta trama. Por otra parte, el
filme sigue presentando el nivel usual de humor que todos los productos Marvel
vienen portando desde hace algunos años. Esta vez no molesta tanto, quizás
porque el tono elegíaco de la cinta se aliviana bastante con estos momentos, y
también porque nunca va más allá de filosos dardos verbales y algunas que otras
chicanas simpáticas entre los súper colegas; nada que ver, afortunadamente, con
el desmadre de Thor Ragnarok. Ahora bien, si uno de los personajes corre mayor
peligro de caer por un precipicio, ese es precisamente Thor. Su deplorable
estado físico y emocional, fruto de una profunda frustración neurótica, está
casi siempre al límite del ridículo y mantiene así el recuerdo de su última y
abominable película en solitario. Por suerte, la secuencia en la que se
reencuentra brevemente con su madre muerta pone las cosas en su lugar y aleja
los fantasmas que este personaje introducía hasta allí en el filme, mérito, además,
del bien hacer de René Russo, gran actriz que a puro oficio y talento permite
reencauzar a Thor en la narrativa de la cinta. Es cierto, también, que Avengers:
End Game carece de la magia y de esa especial fuerza intrínseca que
transmitió Wonder Woman (2017), para la competidora D.C., y Captain
America: The First Avenger (2011), para la propia Marvel; pero la
explicación para ello radica en el hecho mismo de producir docenas y docenas de
filmes similares, además de enlazar sus tramas para crear una línea narrativa
general que concluya como esta lo hace. Es demasiado, estimados amigos. Puede
hacerse, y de hecho, aquí están las pruebas que lo confirman. Pero, volviendo a
nuestro ejemplo comparativo anterior, si Game of Thrones no pudo cerrar su
historia satisfactoriamente a causa de no cesar de abrir y disparar líneas y
líneas argumentales —y de multiplicar personajes hasta el infinito, muchos de
los cuales se debieron podar temporadas antes—, cómo no va a suceder algo
parecido en el cine, que carece de la flexibilidad, en cuanto a cantidad de
episodios y número de temporadas a emitir, que sí tienen la tevé tradicional,
la de suscripción y/o la de streaming. Y llegados a este punto es que
justificamos el hecho de haber unido en un mismo artículo dos productos similares
en género pero producidos para medios diferentes, ya que pretendemos sugerir
que, en verdad, los superhéroes se hallan más cómodos en la pantalla chica que
en la grande. Como lo dijimos más arriba, puede que hayan salvado al cine (al
norteamericano, cuando menos) del éxodo total de espectadores, pero lo cierto
es que la clase de narrativa que les viene como anillo al dedo no se halla en
la pantalla grande. Miren si no a nuestra amada Star Trek (Viaje a las Estrellas): cuando abandonó
la tele, la necesidad de crear filmes que resultaran más grandes que la vida
atentó contra la propia saga, cuyo encanto e inteligencia se lucían en el
formato de episodios semanales, pero que en cines (salvando a grandes productos
como lo fueron La Ira de Khan, Aquel País Desconocido o First
Contact) perdió parte de su propia personalidad y esencia. Todo lo
dicho hasta aquí, empero, no quita que Avengers: End Game ha resultado una
muy digna conclusión para una ciclópea serie de filmes que han capturado a las
audiencias de todo el mundo. La mayor libertad creativa que permite una serie
como The
Boys tal vez le quite algo de brillo comparativo al filme de Marvel,
pero absolutamente nunca le quitará espectacularidad, ni mucho menos su
indiscutible calidad. ¿Alcanza con eso? La respuesta, como siempre, la tienen
ustedes. Nosotros optamos por solazarnos con el bellísimo y nostálgico epílogo
del filme, un guiño para aquellos que saben que el verdadero amor atraviesa
todas las barreras del tiempo y el espacio. ¿Qué más pedir?.-
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