TRAS LAS HUELLAS DE TARZÁN – Breve Historia del “Hombre Mono” en la Gran Pantalla


Por LEONARDO L. TAVANI
Pocas veces en la historia de la literatura popular un autor supo de antemano que su nueva creación sería un rotundo éxito. Pocas o más bien una sola: la de Edgar Rice Burroughs (Chicago, 1875 – Tarzana, 1950) sería la gran excepción que confirmaría la regla. Tarzan of the Apes fue apenas su segundo relato, publicado en la revista All-Story Magazine en octubre de 1912, luego de dar a luz —en febrero de ese año— Una Princesa de Marte, su cuento debut y primero de la saga de John Carter. Esta novela corta pasó sin pena ni gloria y, cuando menos en un principio, no le reportó más que unos pocos dólares. Pero mientras escribía su nueva historia Burroughs percibió claramente que el destino le depararía algo cercano al bronce. Contrario a la usanza de la época y a los métodos de contratación de las revistas “pulp”, el escritor insistió ferozmente (con una previsión digna de un vidente) en conservar todos los derechos de autor y, al siguiente año, registró “Tarzán” como marca. Estos fueron los cimientos sobre los que construyó (junto a las 25 novelas posteriores del célebre personaje) un fabuloso imperio financiero que aún hoy perdura y genera millones de dólares a sus sucesores. Demos un paseo en liana, entonces, para ir tras las huellas de Tarzán.
Burroughs, autor de Tarzán

            A su manera, Burroughs fue un personaje muy cercano al perfil de Errol Flynn, a quien dedicamos un divertido artículo a principios del año anterior. Aventurero, intrínsecamente inquieto, mujeriego, poco respetuoso de las normas establecidas y bastante cabeza hueca, el joven Edgar no lograba sentar cabeza ni hallar una ocupación que lo satisficiera. Se educó en la Academia Militar de Michigan y llegó, incluso, a servir un tiempo en un regimiento de infantería, pero finalmente abandonaría el camino de las armas para intentar, como él mismo narraría en su autobiografía, nada menos que 12 empleos diferentes, desde oficial de policía hasta buscador de oro en el Klondike. Admirador confeso de Sir Henry Rider Haggar (creador de personajes como Allan Quatermain o “Ella”/Ayesha) y sus aventuras africanas, luego de su primera historia marciana se abocaría a redactar la novela que lo lanzaría a la fama. Tarzán cambiaría su vida y ciertamente lo estabilizaría. No sería su única saga, por cierto, ya que con el tiempo proseguiría  (con más suceso) la de John Carter y emprendería otras más, tales como el ciclo de Pellucidar —iniciado con En el Corazón de la Tierra (1914)— o la serie comenzada con Piratas de Venus (1932). Pero el Hombre Mono eclipsaría siempre a todas las demás. Se trataba de una fantasía desbocada, en la que el bebé recién nacido de un aristócrata inglés, Lord Greystoke, destinado como embajador en África, acaba siendo adoptado y criado por grandes simios luego que sus padres mueran trágicamente en medio de la jungla. Los monos hablan y se comunican con Tarzán tal y como lo haría cualquier hijo de vecino, y el muchacho —que va creciendo conforme adquiere cuasi sobrenaturales dones de fuerza y vitalidad— tiene la misma inteligencia y cordura que si hubiera sido educado en Eton u Óxford. Pero la gracia, el encanto que esta historia destilaba, se hallaba fundamentalmente en la época de su aparición y en el período en que estaba ambientada. En cuanto a la primera, se trataba del inicio mismo del siglo XX, caracterizado por una extrema secularización y el avance firme y “despiadado” de la ciencia y la tecnología, las que hacían añorar cada vez más una vida más simple y ligada a lo “esencial”; mientras que en cuanto a lo segundo, Burroughs tuvo la astucia de situar su trama precisamente en la segunda mitad del siglo XIX, para muchos una “Belle Epoque” irrecuperable, una auténtica “Xanadú” que evocaba, insistimos, una vida mejor y más sencilla. El cine y Burroughs estaban así a un paso de colisionar, y lo harían a toda orquesta.
Elmo Lincoln en el primer filme mudo del personaje
            En 1916 el productor (y pionero del séptimo arte) William Parsons se reúne con el autor y llega a un beneficioso acuerdo, del que surgirá la ya mítica Tarzan of the Apes (estrenada en Broadway en enero de 1918), joyita del período silente dirigida por Scott Sidney y protagonizada por el voluminoso Elmo Lincoln, cuyo nombre real era Otto Linkehelt y que había sido así rebautizado por el mismísimo Douglas W. Griffith, quien lo había dirigido en The Battle of Elderbush Gulch (1913). El filme, producido por la National Film Corporation of America, fue una de las primeras en recaudar más de un millón de dólares en taquilla, proeza que se puede entender mejor si se tiene en cuenta que en ese año el valor de la entrada oscilaba, de acuerdo a la calidad y ubicación de cada sala de cine, entre 25 y 55 centavos de dólar. Lincoln protagonizó la inmediata secuela, estrenada apenas 9 meses después, titulada Romance of Tarzan (Wilfred Lucas). Pero el codicioso Burroughs, descontento con los términos del acuerdo con Parsons, le vende los derechos de su novela The Return of Tarzan (segunda de la saga) a la Numa Pictures Corp., la que rueda la historia cambiándole el título por The Revenge of Tarzan (1920, Harry Revier).
Portada de la 1a edición de la novela
 Protagonizada por Gene Pollar en la piel del hombre mono, el devenido actor se llamaba en realidad  Joseph C. Pohler y hasta ese momento había trabajado como bombero en la ciudad de Nueva York. La Numa rodaría luego The Son of Tarzan (1920, Harry Revier & P.Flaven), filme con el ignoto P.Dempsey Taylor (quien usaba una horripilante peluca en pantalla), pero como sus ganancias no fueron las esperadas le venden la franquicia a la Western Film Corp., estudio que rescata a Elmo Lincoln para Adventures of Tarzan (1921, Robert F. Hill). En 1923 la marca estará en manos de la F.B.O. Corp., sello que lanzará Tarzan of the Jungle con un tal James H. Pierce a cargo del rol protagónico, quien era tan solo un atleta universitario, ciertamente, pero ocurre que acababa de convertirse en yerno de Burroughs, y ya se sabe que la caridad bien entendida comienza por casa. Para entonces Tarzán será una marca imbatible y ultra popular que tendrá su propio radioteatro semanal (Pierce, cuando no, fue el primero en ponerle voz radial), cómics como para empapelar Illinois y obritas teatrales infantiles que realizaban giras por todo el país, amén de la obvia catarata de filmes que inundaban las salas norteamericanas. Sin embargo, la historia de Tarzán estaba a punto de cambiar: se avecinaba el sonoro.

            Fue nada menos que la Universal, una de las “Mayors” y la primera reina absoluta del género de terror, la empresa que se interesó por el personaje al filo mismo del advenimiento del sonido. El estudio produjo dos seriales, el primero de ellos —Tarzan the Mighty (1928, 12 episodios)— fue el último silente y tuvo a Frank Merrill en el rol de marras. Campeón olímpico de gimnasia, su especialidad era las barras paralelas, además de destacarse en la cuerda y las anillas. Realizó él mismo todas las escenas de riesgo y fue en este serial que se introdujo el medio de locomoción favorito de Tarzán, el célebre desplazamiento con lianas. En 1929 se producirá el segundo serial, disponible en dos versiones (mudo o con música y sonidos sincronizados). Contando con el mismo protagonista, su título fue Tarzan the Tiger  y estuvo compuesto por 15 episodios. El célebre grito de Tarzán aparecerá por vez primera en este serial y será grabado personalmente por Merrill. Casi tres años después, cuando la MGM se haga con los derechos de la saga, sus eficientes técnicos de sonido reproducirán dicho grito a través de complicadísimos sistemas de grabación, cuyos méritos se apreciarán en la primera película para el estudio del león, Tarzan the Ape Man (1932, W. S. Van Dyke II), debut en la gran pantalla del ganador de la medalla olímpica en natación, Johnny Weissmuller, quien —poco después— aprendería a vocearlo por sí mismo, luego de estudiar durante semanas grabaciones de cantos tiroleses. 

Pero no nos adelantemos. A priori, el estudio no estaba interesado por la creación de Burroughs, pero ocurrió que el talentoso director W. S. Van Dyke II había dejado toneladas de material sin utilizar que se había rodado para Trader Horn (1931), aventura africana sonora filmada íntegramente en escenarios naturales. No era común tal osadía en la época, pero la MGM quería quitarle el cetro de reina del sonoro a Warner Bros., estudio que había golpeado primero con la nueva técnica, y para ello gastó una montaña de dinero a fin de lograr una aventura que luciera diferente a los habituales y típicos filmes rodados en  estudio. La compañía le compra los derechos a la Universal por relativamente poco dinero  y se lanza a la producción del filme citado. Louis B. Mayer insistió en persona para que Van Dyke se encargara de la cinta y el resultado no pudo ser más auspicioso. Famoso por rodar siempre con una sola toma de cada plano, el director logró una obra fascinante y maravillosa para la época. A los guionistas Cyril Hume e Ivo Costello se les ocurrió la mítica frase “Yo, Tarzán… tu, Jane”, así como toda una serie de genialidades que han dejado a esta producción entre las más queridas de la historia del cine. Al principio se pensó en casi todas las estrellas de mediana edad disponibles para el rol protagónico, pero fue precisamente Hume, que vio al joven Weissmuller en una piscina de hotel 5 estrellas, quien lo propuso al estudio. Nacido en 1904, había obtenido 5 medallas olímpicas como nadador además de otros trofeos internacionales, y sin dudas que poseía una magnífica e ‘impresiva’ apariencia en pantalla. La cinta se aleja a kilómetros de distancia de la creación de Burroughs pero lo compensa con la enorme belleza visual aportada por Van Dyke II y sus directores de fotografía, Harold Rosson y Clyde de Vinna, así como por la magia del guión y la sorprendente química entre Weissmuller y la entonces joven actriz Maureen O’Sullivan, la primera Jane de la pantalla grande. El filme tuvo un enorme suceso de público y crítica, aunque muchos prefirieron su secuela, Tarzan and His Mate (1934, Jack Conway & Cedric Gibbons). Exactamente en medio de ambas, en 1933, otra de las picardías contractuales de Burroughs hizo que Paramount pudiera contar temporalmente con los derechos para lanzar Tarzan the Fearless (Robert Hill), mediocre filme protagonizado por el “rey del serial”, Larry “Buster” Crabbe, el inolvidable “Flash Gordon” del cine.
Johnny Weissmuller, el tarzán mítico
            Burroughs, mientras tanto, ya era millonario y su enorme rancho, “Tarzana”, se había expandido tanto como para fundar la ciudad homónima. Pero el hombre no se privaba de ganar un sólo dólar más, así que —cansado de lo que creía era pura mezquindad de los estudios— funda la Tarzan Burroughs Entertainment (como filial de la Burroughs Inc.) con el único fin de rodar sus propias películas. La primera de ellas será The New Adventures of Tarzan (1935, Edward Kull), estelarizada por Bruce Bennett, la que será seguida por un serial de 12 episodios lanzado ese mismo año, dirigido por Kull y W. F. McGaugh y protagonizado por Herman Brix. El director Kull y el actor Bennett se reunirían nuevamente en Tarzan and the Green Goddess (1938), una de las últimas producciones de la compañía del autor, seguida ese mismo año por Tarzan’s Revenge (D. Ross Lederman). El problema para toda la competencia, cualquiera fuera la calidad de sus productos, se llamaba Johnny Weissmuller y la MGM. A pesar de tener numerosos rivales durante la década de los ‘30s, el actor reinó firmemente como Tarzán en la gran pantalla, sin discusión alguna y en absoluta soledad. Weissmuller fue el intérprete indiscutible para el rol hasta 1948, un récord insuperable en toda regla. Entre 1932 y 1942 rodó 6 filmes para la MGM, todos exitosos, que fueron (además de los dos ya citados) Tarzan Escapes (1936, Richard Thorpe), Tarzan Find a Son (1939, Thorpe; es el film en que encuentra a Boy, su hijo adoptivo), Tarzan’s Secret Treasure (1941, Thorpe) y Tarzan’s New York Adventure (1942, Thorpe), en la que, enfrentado a la Gran Manzana, exclama, “esta ser la Jungla de Piedra”. A finales de ese año, cuando el contrato con la Burroughs Inc caducaba, la MGM opta por abandonar la serie y los derechos son adquiridos por el veterano productor Sol Lesser, quien tenía entonces un acuerdo con la RKO Radio Pictures.
Jock Mahoney
 Lesser contrata a Weissmuller y a Johnny Sheffield (Boy), pero no a O’Sullivan, quien estaba harta de interpretar a Jane. El ex nadador estelarizaría 6 filmes para Lesser y el estudio de “King Kong”, arrancando con Tarzan’s Triumph (1943, William Thiele) y concluyendo con Tarzan and the Mermaids (1948, Robert Florey). Fueron unas películas muy imaginativas, por cierto, en las que Tarzán combatió contra los nazis, contra las amazonas y, cómo no, contra los dinosaurios (¡!). Que no se entienda mal, no fueron malas cintas, pero solo el amor que el público tenía por Weissmuller hizo posible que esta etapa de la saga fuera rentable. Poco después, agotado, el actor pasó a la tevé, dónde interpretó Jungle Jim. Pero Lesser, estoico como pocos, no iba a soltar a Tarzán así como así, solo a causa de la partida de Weissmuller, de modo que contrató a un joven actor, Lex Barker, quien debutó en 1949 con Tarzan’s Magic Fountain (Lee Sholen). Barker protagonizaría 6 filmes en total, de entre los cuales el tercero (Tarzan’s  Perils; 1951, Byron Haskin) sería el primero en colores, aunque no hubo más remedio que distribuirla en blanco y negro porque parte del material rodado se estropeó antes del revelado.
Lex Barker
            Luego de Tarzan and the She-Devil (1953, Kurt Newman) Barker abandona la saga y es sustituido por Gordon Scott, un ex guardaespaldas de 26 años cuyo nombre real era Gordon Werschkull. Su primera cinta fue Tarzan’s  Hidden Jungle (1955, Harold Schuster), a la que le siguieron cuatro más, entre ellas Tarzan and the Trappers (1959), la que había sido pensada como un serial cinematográfico pero que finalmente se exhibiría directamente en televisión. La década de los ‘50s fue un momento complicado para el personaje de Burroughs, ya que la calidad de los filmes de RKO fue mermando incesantemente y la saturación del público acrecentándose sin pausa. La segunda cinta de Scott como Tarzán (Tarzan and the Lost Safari, 1957; Bruce Humberstone) fue distribuida por MGM, ya que Lesser logró abandonar la RKO reteniendo los derechos de producción, y fue la primera de la saga rodada en CimemaScope. Tarzan’s Fight for Life (1958) también se filmó para la empresa del león y fue la última a cargo de Sol Lesser. Agotado de luchar contra las absurdas decisiones creativas y económicas de los estudios optó por renunciar al personaje. Su muchacho, Gordon Scott, se quedaría para Tarzan’s Great Adventures (1959, John Guillermin), primera a cargo de los nuevos poseedores de los derechos cinematográficos, Sy Weintraub y Harvey Hayutin, filme que incluyó en su reparto a un muy joven Sean Connery en un rol de reparto. Producida en y con capitales británicos, el filme fue distribuido por Paramount, dado que el estudio tenía contrato de reciprocidad con Gran Bretaña. Con Lesser ya fuera de escena y Weintraub intentando producir en Inglaterra, MGM recupera derechos e intenta un ‘reboot’ de la franquicia sin ninguno de ellos, estrenando en 1959 Tarzan The Ape Man (Joseph Newman), presentando en ella a un rubio y atlético protagonista, Dennis Miller. El filme pasó sin pena ni gloria y su “estrella” se vio relegada a una mediocre carrera en la tevé. La renovación de la figura de Tarzán estaría entonces en los dominios de la década de los ‘60s, en la que Weintraub y Hayutin lograrían modernizar y acercar a las nuevas audiencias al héroe de sus padres y abuelos. Pero también sería la época del agotamiento cinematográfico. Allá vamos.
Gordon Scott
            La nueva década arrancará con Tarzan The Magnificent (1960, Robert Day), la despedida de Gordon Scott del personaje. Considerada unánimemente como una muy sólida película, entretenida y atractiva, marcará el inicio de una novísima etapa para la criatura de Burroughs. Pero Scott tenía un pie en cada ciclo, por lo que su partida daría mayor peso a los cambios introducidos en la franquicia. El rol protagónico  recaería ahora en el competente Jock Mahoney, quien debuta con Tarzan Goes to India (1962, John Guillermin), entretenida y sólida producción que, al igual que sus dos predecesoras inmediatas, fue rodada en Londres, África Oriental y sur de la India, lo que le agregaba exotismo y vistosidad a la serie. Fue, indudablemente, la marca de fábrica de la compañía productora de Weintraub, Banner Productions, sin la cual —muy probablemente— Tarzán habría caído en el olvido rápidamente. Con igual empeño, la Banner se trasladaría a Tailandia para rodar Tarzan’s Three Challenges (1963, Robert Day), otra magnífica producción, la que sin embargo marcaría la partida de Mahoney. Tres años después, en 1966, Weintraub lo suplantaría por el ignoto Mike Henry, 18 años menor que su predecesor, quien se calzaría el taparrabos en Tarzan and the Valley of Gold (Robert Day). El filme, bellamente fotografiado en escenarios naturales de México, presentaba a un Tarzán que se parecía más a James Bond que al hombre mono, aunque resultaba muy entretenido. El actor, ex estrella del rugby americano, encarnaría al héroe en dos cintas más, Tarzan and the Great River (1967, R. Day) y Tarzan and the Jungle Boy (1968, Robert Gordon), ambientadas ambas en el Amazonas. Pero Henry partiría en medio de un escándalo legal tanto contra los productores, el estudio (la MGM nuevamente) y sus propios representantes. Weintraub supo ver a tiempo los problemas que las características del personaje traían en los nuevos tiempos. Los actores consagrados no querían un papel como ese por múltiples razones, los desconocidos ya no eran tan dóciles ni responsables como Weissmuller —un hombre de otra ética, o sea, otra época— y los costos de producción requeridos para competir con la tevé obligaban a que cada cinta fuera un éxito tremendo, lo que sucedía cada vez con menor frecuencia. Así entonces, el productor toma una decisión que daría un giro copernicano en la historia de Tarzán: la jungla africana se trasladaría a la tevé. Y allí surgiría un nombre muy, pero muy querido por todos los mayorcitos de 50 años: Ron Ely
Ron Ely, a la derecha
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            A partir de 1966 y por la cadena NBC el personaje de Burroughs haría de las suyas en un formato más amigable y reconocible. Ron Ely sería un intérprete ideal, dueño de un carisma y un registro ampliamente familiar, quien le daría a Tarzán un look moderno y, palabra peligrosa, “creíble”. Acompañado por el niño Manuel Padilla Jr. como Jay, el formato de episodios semanales resultó absolutamente perfecto para el personaje y concitó millones de fans alrededor del mundo. En cierto modo, la serie cimentaba su éxito en  el hecho de tomar la antorcha de la célebre  Daktari (¿Quién no recuerda a Clarence, el león bizco?), pero aggiornándola  a los años ‘70s y con un protagonista único y carismático. Aprovechando el éxito obtenido, Weintraub estrenó en cines tres episodios dobles de la serie, uno en 1967 y dos en 1968, debidamente reeditados y con algunas escenas agregadas (Tarzan: The Perils of Charity Jones / Tarzan’s Jungle Rebellion / Tarzan’s Deadly Silence). Sin embargo, debido a los altos costos de producción (los episodios se rodaban en México y una crisis económica local tornó desfavorable el cambio con el dólar) y a una merma leve en los ratings —que la cadena magnificó interesadamente— la serie se cancelaría luego de unas pocas temporadas. No se trataría, ciertamente, de un hecho aislado; sería resultado de un agotamiento producto del uso y abuso de la marca durante la segunda mitad de los ‘60s. Como de costumbre, los italianos produjeron varias versiones del personaje, suerte de “Spaghetti-Tarzán” a la carta y destinados al mercado angloparlante, cuyos productores se beneficiaban de los bajos costos de estos filmes y de su fácil distribución. Fueron años en que pulularon Tarzanitos y Tarzanudos de dudosa calidad: Tarzan Contra Gli Uomini Leopardo (1964, con Ralph Hudson y dirigido por Charlie Foster), Per Una Manciata D’0ro (1965, con Anthony Freeman e igual director) y Tarzan, il Favoloso Uomo Della Giungla (1972, con Johnny Weissmuller Jr.) son títulos que eximen de mayores comentarios. El hijo de Weissmuller, ya que lo citamos, puso la voz para el doblaje al inglés de una coproducción franco belga, titulada Shame of the Jungle (1975), cinta animada que se tomaba en solfa al personaje. Mucho antes, en 1957, los turcos tendrían su propia versión, Tarzan Istambulda, protagonizada por Balci Tamer (¿?), a la que le seguiría una tanda de cintas estrenadas a lo largo de los ‘60s. Evidentemente, la saturación y la mediocridad  estaban a la orden del día.
Greystoke, la Leyenda de Tarzán
            Los años ‘80s trajeron apenas dos versiones de nuestro personaje, extremadamente diferentes entre sí, por cierto. La primera, que debería causar vergüenza ajena, fue el banal intento del siempre polémico John Derek por explotar el físico de su entonces enésima pareja, Bo Derek, a la cual emparejó con un cuasi retrasado mental, el modelo Miles O’Keefe, para estelarizar así  Tarzan the Ape Man (1981), bodrio supino que debería borrarse de la faz de la tierra. Por fortuna, y con evidente ánimo de redención, en 1984 Hugh Hudson (el laureado director de Carrozas de Fuego/Chariots of Fire, 1981) estrena la excelente Greystoke: The Legend of Tarzan, Lord of the Apes. Estelarizada por el francés Christopher Lambert (El Siciliano/Subway/Highlander), el brillante guión de Robert Towne y Michael Austin toma la premisa de Burroughs pero en clave dramático realista. El Capitán D’arnot (Ian Holm) halla en la jungla a un blanco que actúa como un simio, incapacitado de hablar o desplazarse como humano, y por razones que el espectador deberá descubrir por sí mismo, llega a la conclusión de que es el hijo del 5to Lord Greystoke, veinte años atrás tomado por muerto junto a sus padres. Tanto su llegada a Inglaterra, dónde lo espera el 6to Lord, su abuelo (Ralph Richardson), así como el intento de reeducación en términos de“civilización”vs “barbarie”, son mostrados sin concesiones ni fantasía, clavándole una filosa daga a la soberbia cultural occidental, encarnada aquí en la auto satisfecha y colonialista  sociedad victoriana. De paso, el filme significó el debut cinematográfico de la bellísima Andie MacDowell, quien debió ser doblada puesto que el director detestaba su voz. Sólida, profunda, en parte desencantada con los valores de nuestra civilización, “Greystoke...”significó la feliz redención para un personaje que revolucionó el siglo XX y marcó la imaginación de generaciones.  Por ello, de aquí en adelante nuestro artículo hará silencio. Todo lo que vino después careció del interés necesario o de la calidad cinematográfica que haga valer la pena el esfuerzo. Apenas alguna película animada de Disney, explotando el éxito iniciado con La Sirenita; la versión live action de un conocido cartoon, protagonizado por Brendan Fraser; y poco, poquísimo más para contar. Recientemente, tres o cuatro años atrás, hubo otra cinta que intentó, sin éxito, capturar algo de la magia y encanto que parecen irremediablemente perdidos. Ni nos molestaremos en mencionarla, vea usted, dado que pertenece a la égida de las últimas versiones de Godzilla, Kong y afines: hacer dinero a puro efecto digital y con absoluto vacío argumental o temático. El “Rey de la Jungla”, indudablemente, pertenece al imaginario colonial victoriano —por un lado— y al positivismo iluminista que caminó de la mano con dicho ordenamiento político.
El cine, concretamente a partir del período sonoro, alteró el marco socio-político e histórico en que se movía el personaje —con la intención de transformarlo en un héroe polifacético y polimorfo— pero dicha traslación conllevó el riesgo de agotar la fuente de la que provenía su potencia simbólica: el ethos de un mundo salvaje todavía inexplorado, cuyas maravillas afiebraban la imaginación del atildado ciudadano decimonónico, enfrentado al pathos de un hombre bidimensional —hijo de dos mundos, pero defensor de uno solo— cuyos enfrentamientos con la “civilización” le recuerdan permanentemente la imposibilidad de conciliarlos. Si se nos permite la analogía, algo parecido ocurrió con la última (y demasiado postergada) aventura de Indiana Jones. La traslación temporal del personaje hacia finales de los ‘50s, deudora de la sola necesidad de justificar el inocultable envejecimiento de su protagonista, le restó magia a un guión de por sí pobre y autorreferencial. Moviéndose en los años ‘30s (como en “El Templo de la Perdición”) o en los primeros ‘40s (como en “Los Cazadores de…”), Indy se hallaba a sus anchas en un mudo que todavía presentaba  regiones sin descubrir, tierras inexploradas y maravillas por desenterrar; pero al filo de los ‘60s todo eso ya no era posible. No sólo la era atómica le había quitado mística a toda rémora de aquel viejo impulso civilizatorio, sino que esa sociedad hija del uranio hubo perdido el interés por las grandes empresas a favor de hurgar en los maravillosos y microscópicos universos de la ciencia. Por ello mismo fuimos tan entusiastas con Tomb Raider 2018, puesto que ese filme (del que no esperábamos absolutamente nada) nos sorprendió gratamente con su asombrosa capacidad de recrear una sólida y bella mitología. Insistimos, pues: Tarzán merece, como ocurrió con el filme de Hugh Hudson, un ámbito de libertad creativa, audacia emprendedora, un marco histórico adecuado a su narrativa y mucho, mucho talento tanto detrás como delante de cámara. Es un personaje que demanda ese talento incluso si se opta por retratarlo con un perfil bizarro o ‘kitsch’. Pero llegarán tiempos mejores, sin duda alguna: por algo el cine resiste, a pesar de todo y contra todos. Tarzán no está muerto. Está sentado sobre el lomo de Tantor, recorriendo la jungla imaginaria de nuestra niñez. Nunca estará solo.-

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