Mussolini y Hitler en la visita que el Führer hiciera a Italia
Los dos regímenes más autoritarios
de la Europa occidental en el primer tercio del siglo XX, el Nacional
Socialismo de Hitler en Alemania, y el fascismo italiano de Mussolini y sus ‘Camisas
Negras’, se interesaron vívidamente en el cine como vehículo propagandístico y —por sobre todo— de “reeducación popular” en los “valores” y dogmas de cada régimen. Ambas
dictaduras, que ciertamente llegaron al poder por el voto popular aunque una
vez en él se convirtieron en totalitarismos violentos, xenófobos y racistas,
comprendieron cabalmente la enorme capacidad de penetración cultural que el
séptimo arte poseía entonces y aún posee. En los dos casos sus líderes se
afianzaron en el gobierno de sus respectivas naciones precisamente cuando el
período silente estaba dando las hurras y el sonoro comenzaba a expandirse. Si
la televisión, que estaba próxima a surgir, o la internet misma hubieran
existido entonces, sin dudas que habrían sido objeto del más férreo control por
parte de ambos gobiernos. Demos un repaso, pues, a la historia del cine en el
momento y la geografía más negros desde su creación: la del horror
nazi-fascista y la instrumentalización que hiciera del séptimo arte para
obligarlo a servir a sus oscuros fines. Hacia allí vamos.
Il Duce en una de sus teatrales poses mientras brinda un discurso
El nacionalsocialismo (o fascismo) y
la Internacional Socialista (o comunismo) —fuerzas políticas opuestas, aunque
en ocasiones acabaran por ser complementarias—tomaron su mayor impulso fruto de la situación sociopolítica (y
económica) que dejó tras de sí la Primera Guerra Mundial. De inmediato, las
grandes potencias occidentales intentaron ahuyentar el fantasma que estas
fuerzas representaban, pero tan sólo Gran Bretaña, EE UU, Francia y los países
escandinavos lograron preservar sus democracias. En el resto de Europa
triunfaba el fascismo: Italia, con Benito Mussolini tomando el control total
del país gracias a la “ayuda” brindada por el Gran Concejo Fascista; y
Alemania, nación en la que el partido Nazi (Partido Nacional-Socialista de los
Trabajadores) de Adolf Hitler se alzó con la mayoría absoluta en 1933, quien sería
proclamado “Führer” apenas al año siguiente. La profunda inestabilidad política
que vivieron estas naciones durante el período en que estos autoritarismos se
hicieron progresivamente dominantes, se vio claramente reflejada en el cine
italiano y alemán de entreguerras.En el
caso de Italia, tal y como lo reflejamos en nuestro artículo acerca del “Péplum o el cine épico italiano” (de
inicios del año pasado), el período 1900-1920 representó un esplendor
inigualable para su naciente industria, pero su cinematografía experimentaría
en la década de los ‘20s un marcadísimo declive fruto de una falta de capitales
extranjeros, problemas en la distribución internacional de sus filmes y una
incipiente carencia de talentos propios que suplantasen a la generación de los
pioneros. De hecho, innumerables cineastas, técnicos y actores italianos
emigraron a EE UU, Francia y Alemania durante ese período. Mussolini, empero,
mostraría un marcado interés personal en el séptimo arte, al que entendía como
un vehículo inigualable para plasmar la grandeza y vanidad propias de su
nacionalismo hipertrofiado. En 1926 promulgó una ley que obligaba a sostener
una cuota de pantalla del 10% de producciones locales al mes para cada sala de
cine de la península. Posteriormente elevaría dicha cuota al 25 %, lo que
obligaría a producir filmes propios a diestra y siniestra. El “Duce” forzó la
expropiación y posterior nacionalización de la compañía ‘LUCE’, productora que se ocupaba principalmente de filmes
educativos, dejándola directamente bajo su supervisión personal. A poco emitió
un decreto en el que se le ordenaba producir y distribuir películas: “… de
naturaleza esencialmente científica, histórica y patriótica… De corregir unos
gustos del público corrompidos por películas cuyas cualidades morales y éticas
han dejado con frecuencia mucho que desear.”
La LUCE se transformó rápidamente en
el gran vehículo de propaganda del Estado, en parte gracias al nuevo noticiario
cinematográfico que lanzó al mercado, el “Luce
Gazette”, así como por la producción de documentales que idealizaban y
ensalzaban las virtudes del régimen y su líder. Il Duce, por caso, fue
una epopeya en tres partes que transformaba a Mussolini y sus camisas negras en
vástagos directos de Espartaco, mientras que Path of the Heroes
(titulada y doblada al inglés para conquistar los mercados angloparlantes) era
un relato poco menos que bíblico acerca de la invasión italiana de Abisinia en
1935-36. La proyección de los noticiarios LUCE era obligatoria en todas las
salas de la península y se distribuían en el extranjero gracias a cuantiosos aportes
de dinero público. A pesar de sus continuos intentos, al régimen fascista le
resultaba muy difícil controlar los contenidos del cine de ficción, razón por
la cual buscó soluciones en políticas muchas veces contrapuestas. En 1929
Mussolini prohibió por decreto la exhibición de películas extranjeras y
encomendó la tarea de adaptar toda la industria local al sistema sonoro a
Stefano Pittaluga, pionero de los primeros años del cine italiano. El decreto,
sin embargo, se refería a filmes “hablados en lenguas extranjeras”, sutileza
que le permitió al funcionario habilitar el doblaje de filmes franceses y
americanos, los más populares entonces entre el público italiano. Al Duce no le
hizo mucha gracia la picardía de su funcionario, pero —en una reunión privada
celebrada entre ambos— Pittaluga lo convenció de la oportunidad y conveniencia
de tal política como forma de evitar que los países vecinos se negasen a
distribuir filmes italianos, debido a la falta de reciprocidad de la península.
Pittaluga se comprometía a armar un consejo asesor que eligiera cuidadosamente los
filmes a importar, evitando aquellos cuyos valores “burgueses” fueran demasiado
evidentes. A su muerte fue sucedido por el escritor y crítico de arte Emilio
Cecchi, quien se hizo cargo de los recién fundados Estudios ‘Cines’,
con los que emprendió una agresiva política de producción de filmes de estilo
sofisticado y cosmopolita. En 1933 promovió la primera colaboración
cinematográfica con el régimen Nazi al convocar al director y guionista germano
Walter Ruttmann para que adaptase una novela de Pirandello, Acciaco, de la que surgiría el filme Steel
(o Arbeit
Match Frei, 1933). Pero la empresa Cines no pudo por sí sola
revitalizar la alicaída industria italiana y, en apenas un par de años, se
declaró en quiebra. Mussolini, entonces, creó la Oficina General Para la
Disciplina y Guía de la Producción Cinematográfica, organismo que
controlaríamás eficientemente las
etapas de ‘guionado’ y preproducción de cada filme, así como la estricta
regulación de la etapa de exhibición. Pero aún así este no era un sistema tan
riguroso como el impuesto por Goebbels en Alemania, que literalmente asfixiaba
a los realizadores y les privaba de toda creatividad y autonomía.
En tanto que los éxitos militares en
el norte de África creaban la ilusión pública de un pasado y un presente
imperiales, Il Duce favoreció exponencialmente la producción de un cine que
reflejara esa cosmovisión. En 1935 aprobó la creación del Centro Sperimentale
di Cinematografía, destinado a la formación de técnicos y directores y se lanzó
a la construcción de los monumentales estudiosCinecittá. Este auténtico homenaje a la “cultura” fascista se
concluyó e inauguró en 1937, precisamente cuando la industria local había
logrado recuperar gran parte de su esplendor, que no su calidad. Ahora bien,
por debajo de la chapucera pátina ideológica de estos filmes se evidenciaba,
sin embargo, una veta realista bien típica de toda la historia del cine
italiano. Alessandro Blasetti (Roma, 3 de julio de 1900 – 2 de febrero de
1987), director y guionista que brilló en las décadas de los ‘30s y ‘40s, es un
perfecto ejemplo de lo que decimos. En Sole (1929), su ópera prima, se
ocupaba del tema del saneamiento de tierras por parte del gobierno con un
estilo verista claramente precursor del neorrealismo de posguerra, muy similar
al que campeaba en las cintas italianas previas a la Primera Guerra mundial. En
su epopeya 1860 (1933), que retrataba un episodio de la campaña de
Garibaldi por la liberación de Sicilia, se mostraba —sin embargo— más como un
documentalista del pasado que como un exaltado apólogo de la gloria nacional, y
todo ello a pesar de que el filme cumplía a rajatabla con el credo del Duce.
Claro que en La Vecchia Guardia (1934) Blasetti ensalzaba a los fascistas
que habían protagonizado la marcha sobre Roma de 1922, aunque en todas sus
películas posteriores se evidenciaría un escaso o nulo interés propagandístico
—algo que no pasaría desapercibido para las autoridades— tanto como para llegar
a rodar La Corona di Ferro (1940), valioso antecedente para las películas
históricas italianas de los ‘60s. Blasetti se consagró, más allá de los
vaivenes políticos en los que se vio inmerso, a la idea de la creación de un
cine con temática, desarrollo y esencia específicamente nacionalista. Como
contrapartida, el otro gran director italiano de los ‘30s, Mario Camerini, se
abocó a la producción de comedias livianas como una forma de esquivar la
censura oficial. Obtuvo un enorme suceso internacional con Gli Uomini che Mascalzoni (1932),
farsa protagonizada por el enorme Vittorio de Sica (quien aún no se había
lanzado como director), pero cuatro años después fue literalmente obligado a
dirigir el esperpéntico filme de propaganda Il Grande Appello (1936),
otra épica ‘onanísticamente’ ensalzadora de la conquista de Abisinia. Era eso o
pasar al ostracismo, si no algo peor. Sin embargo, su larga lista de comedias
de “teléfonos blancos” (llamadas así por el típico color de los aparatos por
los que dialogaban sus protagonistas femeninas), que Camerini utilizaba como
medio de contrabandear otras ideas, fueron copiadas hasta el hartazgo por otros
realizadores que supieron muy bien como introducir la ideología fascista en
dichos entretenimientos “escapistas”.
Publicidad fascista promocionando la inauguración de los estudios Cinecittá
El
género épico, por su parte, fue particularmente útil para el régimen fascista
gracias a sus temas históricos y su nada despreciable utilización de signos y
estandartes del pasado (tales como los símbolos romanos), que se asimilaban a
la fuerte iconografía impuesta por Mussolini y los suyos. Scipione L’Africano
(1938, Carmine Gallone), por ejemplo, transformaba la epopeya del protagonista
(y a toda la gráfica visual del filme) en una oda nacionalista propia de la
“valentía y amor por la patria” de los Camisas Negras. Lamentablemente, la
calidad del cine italiano bajo el régimen fascista fue decayendo
exponencialmente, a la inversa que su homólogo germano, el que a pesar del
estricto control estatal y su venenoso contenido ideológico mantenía un muy
alto nivel artístico, paradoja que no ha sido debidamente estudiada todavía. Exceptuando
el legado de los Estudios Cinecittá, que a partir de los años ‘50s serían el
escenario donde se rodarían casi todos los filmes épicos y bíblicos de
Hollywood, lo que Il Duce y sus fascistas le dejaron a la cinematografía
italiana fue un absoluto desastre, tierra arrasada que resultaría muy difícil
de reconstruir. Para entenderlo, nada mejor que volver a Roma, Ciudad Abierta (1945,
Roma,
Cittá Aperta / Rome, Open City),
la obra maestra de Roberto Rossellini, rodada íntegramente en las calles derruidas
de la capital italiana y presentando —junto a actores consagrados— a personas
comunes que aceptaron el desafío de ponerle el cuerpo a esta descarnada
historia que fundó el Neorealismo. Rossellini
comenzó a filmar a principios de mayo de 1945, ya que si bien la guerra aun no
había concluido formalmente, Mussolini —que había huido de Roma semanas antes
junto a su amante, Clara Petacci— fue capturado y fusilado por partisanos el 28
de abril de ese año, en Giulino di Mezzegra, cerca del Lago di Cuomo. La caótica
situación en la capital italiana, de virtual anomia, le permitió al cineasta
una inesperada libertad de trabajo y una bienvenida liberación de las garras de
la censura. Rodada cámara en mano y utilizando medios paupérrimos, la cinta es
un descarnado retrato —urgente y necesario— del escenario de tierra arrasada
que el autoritarismo dejó tras de sí. Pero antes de concluir el segmento
dedicado a la tierra de Dante, bien vale la pena citar un filme alemán que
marca como ningún otro la colaboración “cultural” entre ambos regímenes. Nos
referimos a Condottieri (1937, Louis Trenker), suerte de “Cid Campeador”
fascista en la que un grupo de soldados de fortuna (que visten sugestivas
camisas negras) se alinean detrás de un líder carismático para lanzarse a la
unificación de la Italia del siglo XVI. Sin palabras.
Hitler junto a Goebbels invitado a presenciar un rodaje
En la Alemania Nazi, por su parte,
se vivía una situación similar. A mediados de los años ‘80s se emprendió una
revisión crítica de los filmes alemanes rodados bajo el III Reich, ejercida por
una comisión interdisciplinaria auspiciada por una prestigiosa universidad
europea —la que pretendía estudiar los métodos de propaganda tanto en el arte
como en lo que hoy llamamos “medios de
comunicación audiovisual”, los que hasta el final de la guerra comprendían
únicamente al cine y la radio— cuyas conclusiones en cuanto al séptimo arte
sorprendieron sobremanera. Un artículo en la prestigiosa revista española Dirigido,
de marzo de 1987, reveló que —según este estudio y al contrario de lo que se
creía hasta entonces— los filmes alemanes de pura y descarnada propaganda no
evidenciaban ninguna marcada distinción con los de tono puramente escapista.
Ambas vertientes eran igualmente portadoras de idénticos posicionamientos y
similares “mensajes”, más allá del género o el tono de sus tramas: interesante
comprobación de la tenebrosa uniformidad ideológica impuesta al cine alemán
desde el Reichstag. En lo que atañe a los cineastas independientes, el ataque
hacia ellos comenzó, empero, bastante antes de la llegada de Hitler a la
Cancillería germana. Los ideólogos del partido nazi odiaban el vigoroso
realismo de la Neue Sachlichkeit(‘nueva
objetividad’) de finales de los ‘20s, tanto como detestaban la fuerte
vanguardia artística que por entonces surgía en las grandes ciudades, y —cómo
no— al prestigioso cine expresionista, por lo que propiciaron la creación de un
denominado Servicio de Producción y Regulación Artística (algunas fuentes
difieren levemente en cuanto al nombre de dicha comisión) en el seno mismo del
partido nazi, el que se asociaría eventualmente a diferentes productores y
distribuidoras para rodar y estrenar sus propias películas. Los cabecillas de
esta comisión entablaron asimismo una feroz campaña contra las así llamadas
“tendencias subversivas dentro del cine alemán”, la que incluía organizar
“espontáneas” manifestaciones callejeras contra varias películas de los ‘30s
que mostraban temáticas de fuerte contenido social y político. Una de las
primeras víctimas de esta campaña fue ese monumental genio del cine llamado
Georg Wilhelm Pabst (Raudnitz, Bohemia, 27 de agosto de 1885-Viena, 27 de mayo
de 1967) —director de obras maestras como Pandora’s Box (1928, Die Buchse der Pandora), que convirtió
en mito a Louise Brooks, o Die Freudlose Gasse (1925, The Joyless Street)— cuya cinta Westfront
1918 (1930), ambientada en la 1ra Guerra Mundial, fue absolutamente
prohibida siete meses después de su estreno y, al cabo de intensas
negociaciones emprendidas por sus productores, reestrenada a finales de 1931
aunque gravemente mutilada. Idéntico destino corrió Kameradschaft (1931, Comradeship), también de Pabst, que se
ocupaba de la solidaridad internacional entre los obreros del carbón, filme que
se salvó de milagro de desaparecer para siempre, ya que el régimen se encargó,
afortunadamente sin suerte, de destruir todos los negativos y las copias
positivadas.
En palabras de Godard, el cine
alemán de los últimos años ‘20s e inicios de los ‘30s, cuyo emblema fue el
movimiento expresionista, “poseía una marcada ansiedad psicológica que
convertía a sus películas en sugestivas y perturbadoras.” La
sorprendente Mädchen in Uniform (Muchachas
de Uniforme; 1931, Leontine Sagan), por ejemplo, estaba pensada como un
alegato a favor de un sistema más humano y menos autoritario para la educación
de pupilas, pero en cambio se convirtió en un fino y delicado estudio de la
psicología femenina en un medio represivo y altamente ideologizado, amén de
tratar temas cuasi tabú como el lesbianismo y el abuso psicológico y físico
sobre las menores; e incluso en las películas aparentemente más escapistas de
Fritz Lang, caso de El Testamento del Dr. Mabuse (1933, Das Testament der Dr. Mabuse), en la que el maníaco personaje del
título intenta apoderarse del mundo a partir de la toma de un manicomio, se
percibe la misma ansiedad psicológica y la persistente duda acerca de si los
sanos y los locos no han intercambiado lugares. Sin embargo, esta riqueza
conceptual quedaría hundida en las arenas de la represión y el terror: para
principios de 1936 las purgas en la industria cinematográfica alemana ya eran
cosa habitual; el éxodo de talentos era trágicamente masivo (Hollywood se
benefició de ello recibiendo a genios como el propio Lang, William Dieterle,
Robert Siodmak, Billy Wilder, Marlene Dietrich, Edgar G. Ulmer, Douglas Sirk,
Conrad Veidt, Peter Lorre o Fred Zinnemann); se decretó la estricta prohibición
para que los judíos trabajasen en las películas alemanas en cualquiera de sus
formas (delante o detrás de cámara, y ni hablar en el rol de productores); también,
y por increíble que parezca, se abolió la crítica cinematográfica y se penó
severamente a cualquier medio gráfico o radial que difundiera la más mínima
opinión técnica acerca de un filme nacional o extranjero, ya que cualquier
‘review’ posible surgía únicamente de las oficinas de prensa y difusión del
Ministerio de Propaganda e Información y debía ser publicada tal cual se le
enviaba al periódico de turno, so pena de clausura o prisión para sus
directivos. La censura, de más está decirlo, se ejercía de manera implacable y
bajo criterios severamente estipulados en guías publicadas y repartidas por el
citado ministerio. Pero todo esto, en realidad, no fue más que una parte del
siniestro engranaje ideado por Joseph Paul Goebbels (Reydt, 1897-Berlín, 1ro de
mayo de 1945), el tristemente célebre ministro de Propaganda del régimen Nazi,
conducente a lograr la nacionalización (o estatización, si se prefiere) de toda
la industria cinematográfica alemana. El proceso, finalmente exitoso, contó con
dos herramientas clave para ese fin, que fueron el paulatino control de toda la
burocracia de la industria (gracias al absoluto señorío que el ministro ejerció
sobre la “Reichsfilmkammer”, o Cámara del Cine), más el estricto control financieroejercido por el financista nazi Alfred
Hugenburg sobre los estudios UFA. Hugenburg permitió que la compañía se fuera
endeudando debido a los altos costes de sus últimas películas silentes, para
así favorecer la dudosa política de fusión con las filiales alemanas de Paramount
y MGM. Como dichas filiales no podían estrenar casi ninguna de sus cintas
americanas debido a que casi todas ellas resultaban prohibidas o excesivamente
mutiladas, acabaron por cerrar sus puertas y se marcharon del país, dejando a
la UFA al borde de la quiebra. Astuta política de vaciamiento indirecto, el
financista adquirió la empresa en dicho momento de debilidad para, en muy pocos
meses, cerrarla definitivamente, no sin antes entregar todo el material técnico
al Estado. Ya antes, a partir de 1933, los únicos que podían rodar filmes en
Alemania eran los miembros de la Reichsfilmkammer, quienes gozaban de derechos
exclusivos, se veían libres de toda competencia extranjera y pagaban menos
impuestos que otras industrias. Dicha cámara otorgaba una serie de premios
fiscales a los productores y además se encargaba de la calificación de los
filmes, los que eran clasificados según sus valores culturales y políticos. En
febrero de 1935 comenzó, además, a controlar todas las exportaciones de
películas y noticiarios alemanes.
Quienes hayan visto Django
Unchained, de Quentin Tarantino, recordarán una divertida secuencia en
la que el Dr. Schultz intenta resumirle a Django la mítica historia de Sigfrido
y Brunilda, cuando —al mencionar la montaña en que la valquiria se halla
prisionera— el esclavo pregunta: “¿Sucede en una montaña?”, a lo que
el doctor replica, “por supuesto que transcurre en una montaña. Si es una historia
alemana, siempre habrá una montaña.” Pues bien, más allá de los
tradicionales mitos arios, todos ellos plagados de imponentes picos, las
películas “de montaña” fueron un género clásico del cine germano desde sus
inicios, siendo precisamente la UFA la empresa que mayor número de ellos
produjo. Die Weisse Hölle von Pitz Palü (1929, Arnold Franck) o Der
Rebell (1932, Louis Trenker), son magníficos ejemplos de este subgénero
que desde el vamos lucía muy cercano a las ideas de pureza racial del nazismo,
ya que sus picos cubiertos de nieves eternas y sus montañas jamás holladas por
el hombrerepresentaban indudablemente
al espíritu alemán, tanto como lo hacían sus héroes nobles y desinteresados,
quienes reflejaban la prístina imagen del perfecto varón ario. Un ejemplo
inconfundible de cine “alpino” completamente volcado a la ideología nazi fue Berge
In Flammen (1934), del citado Trenkel. Inexorablemente, entre 1933 y
1934 este tipo de filmes ya se habían transformado en un perfecto vehículo de
propaganda. Sin embargo, sería en el segundo semestre de 1933 que Hitlerjunge
Quex (Hans Steinhoff) se convertiría en la primera película
oficialmente pro nazi, luego de un fallido intento en abril con SA-Mann
Brand, fiasco que fracasaría en taquilla a causa de su pobre guión,
mala dirección y el hecho de tener una limitada producción y contar con actores
poco conocidos. Goebbels renegó de ella y eligió a la segunda como la
iniciadora de su plan de producción. Por otro lado, la compañía
Tobis, rival de la UFA, se avino a seguir fielmente el credo de la
Reichsfilmkammer para así poder seguir existiendo como empresa independiente,
ilusión que le duraría muy poco. En esta primera etapa lanzaría el noticiario Deutsche
Tonwoche, el que junto al Deutsche Wochenschau de la UFA sería
utilizado descarada y miserablemente por Goebbels como pura propaganda del el
partido nazi.
la protagonista de Viktor und Viktoria
Por otra parte, resulta bien cierto que en ese momento alcanzaba
con lamer las botas de algunos jerarcas del régimen para obtener prebendas
tales como la autorización para fundar una productora propia o una parcial
libertad en cuanto a la elección de temas. Ese fue el caso de la cineasta y
documentalista Leni Riefenstahl (de la que ya hablaremos más extensamente en
otro artículo), ferviente admiradora y amiga personal de Hitler, la que pudo
montar su propia productora y contaba con virtual carta blanca para rodar a su
antojo sin someter su trabajo a censura previa alguna. Claro que no le hacía
falta, ciertamente, ya que Riefenstahl era una racista consumada, antisemita
furiosa y supremacista aria en un nivel sólo comparable al del propio Führer, Martin
Bormann o Rudolf Hess. Precisamente, será con su propia compañía que produzca y
dirija el magnífico filme documental Triumph des Willens (1936, El Triunfo de la Voluntad), la que más
allá de su abominable mensaje racista y autoritario es universalmente
reconocida como genuina obra de arte; pero, hacia mediados de 1936, Riefenstahl
cometerá varias indiscreciones propias de su carácter y perderá el favor de
Hitler. Goebbels, que desconfiaba de ella tanto como del resto de los
“artistas” que se creían parte de una cierta elite cultural, reclamó al Führer
su cabeza, pero este conservaba una cuota de simpatía por ella (y no poca
admiración , por cierto) y le perdonó —literalmente— la vida. El precio a pagar
consistió, fundamentalmente, en perder su autonomía creativa y someter su
productora al manejo del Estado.Poco
después, y como primer gesto de sumisión a Hitler, se vio obligada a rodar Olympia
(1936) bajo la estricta supervisión personal del siniestro ministro de
Propaganda e Información.
fotograma de "La Tienda en la calle Mayor"
Más allá de los diversos géneros a
abordar, todos los filmes del período nazi presentaban idénticos arquetipos y
trataban un limitado número de temas “trascendentes”. Estos eran el culto al
líder, la necesidad absoluta de disciplina y respeto a la autoridad, exaltación
de la camaradería y lealtad entre “iguales”,
además de mostrarse taxativamente favorables a la eutanasia y resultar
furiosamente antijudías; por otro lado, estas películas también incluían un
fuerte mensaje antibritánico, con especiales dardos hacia su imperialismo y su
sistema político. En una de ellas se llega a tachar a Inglaterra de “la pérfida Albión”, frase que se
volvería común entre los alemanes. Goebbels, sin embargo, buscaba que la
propaganda ideológica funcionase “…de manera invisible, para permear la vida
de toda la sociedad sin que nadie se dé cuenta de esta iniciativa
propagandística.”, y es esta ideología encubierta la que
paradójicamente torna fascinantes a las comedias y musicales alemanes de los
‘30s, como por ejemplo Viktor und Viktoria (1933), filme
que inspiró a Blake Edwards su maravillosa Victor/Victoria (1982). El enredo
sexual de su trama (una artista de cabaret fracasada finge ser un hombre que a
su vez se traviste para actuar y cantar, al modo de las actuales drag-queens),
se resolvía en clave de exaltación de los valores viriles arios, aunque
—sorprendentemente— sin que ello signifique menoscabo para la mujer, ya que
esta se ve “dignificada” por el sólo hecho de asumir la identidad de un varón. Pero,
indudablemente, los filmes que más se recuerdan del período nazi —en cuanto a
su capacidad de transmisión ideológica y adoctrinamiento— son aquellos cuya
línea ideológico-argumental resulta más clara y directa, y se trata de los
rodados a partir del estallido de la segunda guerra. Nos referimos a casos como
Hans
Westmar, Morgenrot o Die Letzte Compagnie (todos
estrenados entre 1940 y 1944), filmes que —sin embargo— funcionan más como
exaltación belicista y celebración del valor y abnegación del soldado alemán
que como sutil infiltración psicológica. Y por supuesto, tenemos el caso de
aquellos dedicados a personajes históricos célebres, cuyas figuras podían
asimilarse directamente a la de Hitler. Ese fue el caso de las películas nazis
dedicadas a Federico el Grande: Das Flötenkonzert Von Sanssouci
(1930), Der Choral von Leuthen (1933) y Fridericus (1936), las
que mostraban al rey y héroe prusiano como un auténtico “proto-Hitler”. Sobre
ellas, decía Goebbels: “…Aunque se remonten a épocas históricas
anteriores o transcurran en otros países, los argumentos de estas películas
deben expresar el espíritu de nuestro tiempo, para poder hablar sobre él e
influir sobre el mismo.” La ejecución práctica de este texto puede
verificarse perfectamente con Das Mädchen Johanna (1935), filme en
que Juana de Arco se transforma en una especie de Führer femenino que logra
despertar del letargo a una nación ocupada y humillada; o con Des
Kaiser von Kalifornien (1936), en la que un pionero alemán lucha por
abrirse paso en América a finales del siglo XIX, intentando “civilizar” a sus
pobladores gobernándolos según un claro modelo nacional-socialista.
Muchachas de Uniforme, de L. Sagan
Otra faceta del cine de propaganda
alemán estuvo encarnada en una larga serie de películas acerca de los exiliados
y su anhelo de retornar a la patria. Flüchtlinge (1933), Ein
Mann Will Nach Deutschland (1934) y Friessenot (1935),
ahondaban en los supremos sacrificios que estaban dispuestos a realizar los
exipatriados con tal de volver a su país, el que ahora (léase con Hitler y el
partido nazi) realmente “había retomado
la senda aria y nacionalista que nunca debió abandonar.” Todas estas, más
las anteriores cintas de tinte bélico e histórico, se rodaban de acuerdo a un
estricto programa de producción: nos referimos a la lista del “Staatsaufstragfilme”,
o sea, “películas bajo contrato del
gobierno”, lo que significa que surgían directamente del corazón de la
administración Goebbels y se realizaban con fondos estatales. Como lo apuntamos
más arriba, un repaso a la lista de títulos realizados bajo este programa
ministerial revela la preeminencia de ciertos temas, tales como la disciplina
entendida como cuestión de honor, la camaradería entre soldados, la
autoinmolación y el odio a los judíos y los ingleses. Algunas de ellas fueron Zwei
Gute Kameraden (1933), Soldaten-Kameraden (1936) o Kameraden
Auf See (1938); sus títulos, aun sin hablar alemán, son por demás elocuentes.
Uno de los más destacados directores de esta clase de cintas fue Karl Ritter,
quien afirmaba a Der Spiegel (en 1938): “Mis películas tienen como tema la
insignificancia de lo individual… se debe renunciar a todo lo personal en aras
de nuestra causa.” Su filme Unternehemen Michael (1937)
resultaba un claro ejemplo de este “credo”, ya que narrabaun trágico episodio de la Primera Guerra
destinado a mostrarle a “…la juventud alemana que la autoinmolación
tiene un supremo valor moral.” La profusión de filmes bélicos alemanes filmados
durante toda la década de los ‘30s resulta todavía hoy un fenómeno de estudio,
ya que en dicho período casi ningún otro país los rodaba (salvo mínimas
excepciones, se entiende), lo que demuestra que el régimen nazi los utilizaba
claramente como un modo de inculcar en los jóvenes la cultura militar y el
sentido del deber y la abnegación por la patria. En lo que respecta al resto de
los géneros, muy especialmente los de puro entretenimiento y escapismo, ya vimos
que el nazismo también los instrumentalizaba como vehículo de adoctrinamiento.
Goebbels afirmaba lo siguiente: “Incluso el entretenimiento baladí puede
utilizarse de cuando en cuando para dotar de armas a la nación en su lucha por
la existencia.” Otro ejemplo de lo dicho se halla en la enorme lista de
filmes basados en operetas vienesas, rodados fundamentalmente entre 1932 y
1940, los que conjugaban una enorme belleza visual con una ineludible moraleja
o mensaje aceptable para el régimen. La línea ideológica que las unía era tan
evidente que, por ejemplo, en todas ellas se mostraba siempre a los austríacos
como individuos diletantes, frívolos, decadentes, obscenos y amantes de los
placeres innobles, de modo que se podía colegir con toda claridad que estaban
urgentemente “listos” para ser gobernados (o sea, anexados) por Alemania.
A igual que ocurrió con el cine
italiano, tanto la nacionalización como el absoluto control estatal de la
industria cinematográfica germana fueron políticas que terminaron por destruirla casi por completo. A
partir del fracaso de la campaña en la Unión Soviética, la angustiante escasez
de fondos y la alarmante y creciente pérdida de vidas humanas motivaron la
necesidad de abandonar progresivamente toda actividad civil que insumiera
costos y materiales vitales, todo lo cual dejó al cine doméstico en terapia
intensiva. Los aliados, una vez finalizada la contienda, hallaron que los Estudios
otrora expropiados estaban en ruinas (si no bombardeados), el material técnico
obsoleto o en mal estado, y la mayoría de sus técnicos y creativos exiliados,
fugados o reclutados en el período de agonía del régimen. El estado de cosas
era tan calamitoso que Alemania no pudo intentar siquiera la patriada italiana
que significó el Neorealismo de posguerra. No tenía ni con qué ni con quiénes
hacerlo. Lección que muchas veces se olvida, por cierto, este breve y mediocre
repaso que hemos intentado debe servir como recordatorio del grado de
destrucción, en todos los niveles de la vida socio-cultural de una nación, que
provocan la implementación de la censura, la persecución ideológica, la
omnipotencia del Estado y la sumisa entrega de las libertades tanto personales
como grupales a un líder paternalista y omnipotente. Que no se repita la
historia, pues, ya que si la primera vez resulta en tragedia, la segunda se
troca en farsa: y las farsas, contrario
sensu, suelen tornarse más sangrientas de lo que se piensa.-
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