CINE Y FASCISMO: ALEMANIA e ITALIA (1925-1945)


Por Leonardo L. Tavani
Mussolini y Hitler en la visita que el Führer hiciera a Italia
Los dos regímenes más autoritarios de la Europa occidental en el primer tercio del siglo XX, el Nacional Socialismo de Hitler en Alemania, y el fascismo italiano de Mussolini y sus ‘Camisas Negras’, se interesaron vívidamente en el cine como vehículo  propagandístico y —por sobre todo— de “reeducación popular” en los “valores” y dogmas de cada régimen. Ambas dictaduras, que ciertamente llegaron al poder por el voto popular aunque una vez en él se convirtieron en totalitarismos violentos, xenófobos y racistas, comprendieron cabalmente la enorme capacidad de penetración cultural que el séptimo arte poseía entonces y aún posee. En los dos casos sus líderes se afianzaron en el gobierno de sus respectivas naciones precisamente cuando el período silente estaba dando las hurras y el sonoro comenzaba a expandirse. Si la televisión, que estaba próxima a surgir, o la internet misma hubieran existido entonces, sin dudas que habrían sido objeto del más férreo control por parte de ambos gobiernos. Demos un repaso, pues, a la historia del cine en el momento y la geografía más negros desde su creación: la del horror nazi-fascista y la instrumentalización que hiciera del séptimo arte para obligarlo a servir a sus oscuros fines. Hacia allí vamos.

Il Duce en una de sus teatrales poses mientras brinda un discurso
            El nacionalsocialismo (o fascismo) y la Internacional Socialista (o comunismo) —fuerzas políticas opuestas, aunque en ocasiones acabaran por ser complementarias—  tomaron su mayor impulso fruto de la situación sociopolítica (y económica) que dejó tras de sí la Primera Guerra Mundial. De inmediato, las grandes potencias occidentales intentaron ahuyentar el fantasma que estas fuerzas representaban, pero tan sólo Gran Bretaña, EE UU, Francia y los países escandinavos lograron preservar sus democracias. En el resto de Europa triunfaba el fascismo: Italia, con Benito Mussolini tomando el control total del país gracias a la “ayuda” brindada por el Gran Concejo Fascista; y Alemania, nación en la que el partido Nazi (Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores) de Adolf Hitler se alzó con la mayoría absoluta en 1933, quien sería proclamado “Führer” apenas al año siguiente. La profunda inestabilidad política que vivieron estas naciones durante el período en que estos autoritarismos se hicieron progresivamente dominantes, se vio claramente reflejada en el cine italiano y alemán de entreguerras.  En el caso de Italia, tal y como lo reflejamos en nuestro artículo acerca del “Péplum o el cine épico italiano” (de inicios del año pasado), el período 1900-1920 representó un esplendor inigualable para su naciente industria, pero su cinematografía experimentaría en la década de los ‘20s un marcadísimo declive fruto de una falta de capitales extranjeros, problemas en la distribución internacional de sus filmes y una incipiente carencia de talentos propios que suplantasen a la generación de los pioneros. De hecho, innumerables cineastas, técnicos y actores italianos emigraron a EE UU, Francia y Alemania durante ese período. Mussolini, empero, mostraría un marcado interés personal en el séptimo arte, al que entendía como un vehículo inigualable para plasmar la grandeza y vanidad propias de su nacionalismo hipertrofiado. En 1926 promulgó una ley que obligaba a sostener una cuota de pantalla del 10% de producciones locales al mes para cada sala de cine de la península. Posteriormente elevaría dicha cuota al 25 %, lo que obligaría a producir filmes propios a diestra y siniestra. El “Duce” forzó la expropiación y posterior nacionalización de la compañía ‘LUCE’, productora que se ocupaba principalmente de filmes educativos, dejándola directamente bajo su supervisión personal. A poco emitió un decreto en el que se le ordenaba producir y distribuir películas: “… de naturaleza esencialmente científica, histórica y patriótica… De corregir unos gustos del público corrompidos por películas cuyas cualidades morales y éticas han dejado con frecuencia mucho que desear.”

            La LUCE se transformó rápidamente en el gran vehículo de propaganda del Estado, en parte gracias al nuevo noticiario cinematográfico que lanzó al mercado, el “Luce Gazette”, así como por la producción de documentales que idealizaban y ensalzaban las virtudes del régimen y su líder. Il Duce, por caso, fue una epopeya en tres partes que transformaba a Mussolini y sus camisas negras en vástagos directos de Espartaco, mientras que Path of the Heroes (titulada y doblada al inglés para conquistar los mercados angloparlantes) era un relato poco menos que bíblico acerca de la invasión italiana de Abisinia en 1935-36. La proyección de los noticiarios LUCE era obligatoria en todas las salas de la península y se distribuían en el extranjero gracias a cuantiosos aportes de dinero público. A pesar de sus continuos intentos, al régimen fascista le resultaba muy difícil controlar los contenidos del cine de ficción, razón por la cual buscó soluciones en políticas muchas veces contrapuestas. En 1929 Mussolini prohibió por decreto la exhibición de películas extranjeras y encomendó la tarea de adaptar toda la industria local al sistema sonoro a Stefano Pittaluga, pionero de los primeros años del cine italiano. El decreto, sin embargo, se refería a filmes “hablados en lenguas extranjeras”, sutileza que le permitió al funcionario habilitar el doblaje de filmes franceses y americanos, los más populares entonces entre el público italiano. Al Duce no le hizo mucha gracia la picardía de su funcionario, pero —en una reunión privada celebrada entre ambos— Pittaluga lo convenció de la oportunidad y conveniencia de tal política como forma de evitar que los países vecinos se negasen a distribuir filmes italianos, debido a la falta de reciprocidad de la península. Pittaluga se comprometía a armar un consejo asesor que eligiera cuidadosamente los filmes a importar, evitando aquellos cuyos valores “burgueses” fueran demasiado evidentes. A su muerte fue sucedido por el escritor y crítico de arte Emilio Cecchi, quien se hizo cargo de los recién fundados Estudios ‘Cines’, con los que emprendió una agresiva política de producción de filmes de estilo sofisticado y cosmopolita. En 1933 promovió la primera colaboración cinematográfica con el régimen Nazi al convocar al director y guionista germano Walter Ruttmann para que adaptase una novela de Pirandello, Acciaco, de la que surgiría el filme Steel (o Arbeit Match Frei, 1933). Pero la empresa Cines no pudo por sí sola revitalizar la alicaída industria italiana y, en apenas un par de años, se declaró en quiebra. Mussolini, entonces, creó la Oficina General Para la Disciplina y Guía de la Producción Cinematográfica, organismo que controlaría  más eficientemente las etapas de ‘guionado’ y preproducción de cada filme, así como la estricta regulación de la etapa de exhibición. Pero aún así este no era un sistema tan riguroso como el impuesto por Goebbels en Alemania, que literalmente asfixiaba a los realizadores y les privaba de toda creatividad y autonomía.

            En tanto que los éxitos militares en el norte de África creaban la ilusión pública de un pasado y un presente imperiales, Il Duce favoreció exponencialmente la producción de un cine que reflejara esa cosmovisión. En 1935 aprobó la creación del Centro Sperimentale di Cinematografía, destinado a la formación de técnicos y directores y se lanzó a la construcción de los monumentales estudios  Cinecittá. Este auténtico homenaje a la “cultura” fascista se concluyó e inauguró en 1937, precisamente cuando la industria local había logrado recuperar gran parte de su esplendor, que no su calidad. Ahora bien, por debajo de la chapucera pátina ideológica de estos filmes se evidenciaba, sin embargo, una veta realista bien típica de toda la historia del cine italiano. Alessandro Blasetti (Roma, 3 de julio de 1900 – 2 de febrero de 1987), director y guionista que brilló en las décadas de los ‘30s y ‘40s, es un perfecto ejemplo de lo que decimos. En Sole (1929), su ópera prima, se ocupaba del tema del saneamiento de tierras por parte del gobierno con un estilo verista claramente precursor del neorrealismo de posguerra, muy similar al que campeaba en las cintas italianas previas a la Primera Guerra mundial. En su epopeya 1860 (1933), que retrataba un episodio de la campaña de Garibaldi por la liberación de Sicilia, se mostraba —sin embargo— más como un documentalista del pasado que como un exaltado apólogo de la gloria nacional, y todo ello a pesar de que el filme cumplía a rajatabla con el credo del Duce. Claro que en La Vecchia Guardia (1934) Blasetti ensalzaba a los fascistas que habían protagonizado la marcha sobre Roma de 1922, aunque en todas sus películas posteriores se evidenciaría un escaso o nulo interés propagandístico —algo que no pasaría desapercibido para las autoridades— tanto como para llegar a rodar La Corona di Ferro (1940), valioso antecedente para las películas históricas italianas de los ‘60s. Blasetti se consagró, más allá de los vaivenes políticos en los que se vio inmerso, a la idea de la creación de un cine con temática, desarrollo y esencia específicamente nacionalista. Como contrapartida, el otro gran director italiano de los ‘30s, Mario Camerini, se abocó a la producción de comedias livianas como una forma de esquivar la censura oficial. Obtuvo un enorme suceso internacional con Gli Uomini che Mascalzoni (1932), farsa protagonizada por el enorme Vittorio de Sica (quien aún no se había lanzado como director), pero cuatro años después fue literalmente obligado a dirigir el esperpéntico filme de propaganda Il Grande Appello (1936), otra épica ‘onanísticamente’ ensalzadora de la conquista de Abisinia. Era eso o pasar al ostracismo, si no algo peor. Sin embargo, su larga lista de comedias de “teléfonos blancos” (llamadas así por el típico color de los aparatos por los que dialogaban sus protagonistas femeninas), que Camerini utilizaba como medio de contrabandear otras ideas, fueron copiadas hasta el hartazgo por otros realizadores que supieron muy bien como introducir la ideología fascista en dichos entretenimientos “escapistas”.
Publicidad fascista promocionando la inauguración de los estudios Cinecittá
El género épico, por su parte, fue particularmente útil para el régimen fascista gracias a sus temas históricos y su nada despreciable utilización de signos y estandartes del pasado (tales como los símbolos romanos), que se asimilaban a la fuerte iconografía impuesta por Mussolini y los suyos. Scipione L’Africano (1938, Carmine Gallone), por ejemplo, transformaba la epopeya del protagonista (y a toda la gráfica visual del filme) en una oda nacionalista propia de la “valentía y amor por la patria” de los Camisas Negras. Lamentablemente, la calidad del cine italiano bajo el régimen fascista fue decayendo exponencialmente, a la inversa que su homólogo germano, el que a pesar del estricto control estatal y su venenoso contenido ideológico mantenía un muy alto nivel artístico, paradoja que no ha sido debidamente estudiada todavía. Exceptuando el legado de los Estudios Cinecittá, que a partir de los años ‘50s serían el escenario donde se rodarían casi todos los filmes épicos y bíblicos de Hollywood, lo que Il Duce y sus fascistas le dejaron a la cinematografía italiana fue un absoluto desastre, tierra arrasada que resultaría muy difícil de reconstruir. Para entenderlo, nada mejor que volver a Roma, Ciudad Abierta (1945, Roma, Cittá Aperta / Rome, Open City), la obra maestra de Roberto Rossellini, rodada íntegramente en las calles derruidas de la capital italiana y presentando —junto a actores consagrados— a personas comunes que aceptaron el desafío de ponerle el cuerpo a esta descarnada historia que fundó el Neorealismo.  Rossellini comenzó a filmar a principios de mayo de 1945, ya que si bien la guerra aun no había concluido formalmente, Mussolini —que había huido de Roma semanas antes junto a su amante, Clara Petacci— fue capturado y fusilado por partisanos el 28 de abril de ese año, en Giulino di Mezzegra, cerca del Lago di Cuomo. La caótica situación en la capital italiana, de virtual anomia, le permitió al cineasta una inesperada libertad de trabajo y una bienvenida liberación de las garras de la censura. Rodada cámara en mano y utilizando medios paupérrimos, la cinta es un descarnado retrato —urgente y necesario— del escenario de tierra arrasada que el autoritarismo dejó tras de sí. Pero antes de concluir el segmento dedicado a la tierra de Dante, bien vale la pena citar un filme alemán que marca como ningún otro la colaboración “cultural” entre ambos regímenes. Nos referimos a Condottieri (1937, Louis Trenker), suerte de “Cid Campeador” fascista en la que un grupo de soldados de fortuna (que visten sugestivas camisas negras) se alinean detrás de un líder carismático para lanzarse a la unificación de la Italia del siglo XVI. Sin palabras.
Hitler junto a Goebbels invitado a presenciar un rodaje
            En la Alemania Nazi, por su parte, se vivía una situación similar. A mediados de los años ‘80s se emprendió una revisión crítica de los filmes alemanes rodados bajo el III Reich, ejercida por una comisión interdisciplinaria auspiciada por una prestigiosa universidad europea —la que pretendía estudiar los métodos de propaganda tanto en el arte como en  lo que hoy llamamos “medios de comunicación audiovisual”, los que hasta el final de la guerra comprendían únicamente al cine y la radio— cuyas conclusiones en cuanto al séptimo arte sorprendieron sobremanera. Un artículo en la prestigiosa revista española Dirigido, de marzo de 1987, reveló que —según este estudio y al contrario de lo que se creía hasta entonces— los filmes alemanes de pura y descarnada propaganda no evidenciaban ninguna marcada distinción con los de tono puramente escapista. Ambas vertientes eran igualmente portadoras de idénticos posicionamientos y similares “mensajes”, más allá del género o el tono de sus tramas: interesante comprobación de la tenebrosa uniformidad ideológica impuesta al cine alemán desde el Reichstag. En lo que atañe a los cineastas independientes, el ataque hacia ellos comenzó, empero, bastante antes de la llegada de Hitler a la Cancillería germana. Los ideólogos del partido nazi odiaban el vigoroso realismo de la Neue Sachlichkeit  (‘nueva objetividad’) de finales de los ‘20s, tanto como detestaban la fuerte vanguardia artística que por entonces surgía en las grandes ciudades, y —cómo no— al prestigioso cine expresionista, por lo que propiciaron la creación de un denominado Servicio de Producción y Regulación Artística (algunas fuentes difieren levemente en cuanto al nombre de dicha comisión) en el seno mismo del partido nazi, el que se asociaría eventualmente a diferentes productores y distribuidoras para rodar y estrenar sus propias películas. Los cabecillas de esta comisión entablaron asimismo una feroz campaña contra las así llamadas “tendencias subversivas dentro del cine alemán”, la que incluía organizar “espontáneas” manifestaciones callejeras contra varias películas de los ‘30s que mostraban temáticas de fuerte contenido social y político. Una de las primeras víctimas de esta campaña fue ese monumental genio del cine llamado Georg Wilhelm Pabst (Raudnitz, Bohemia, 27 de agosto de 1885-Viena, 27 de mayo de 1967) —director de obras maestras como Pandora’s Box (1928, Die Buchse der Pandora), que convirtió en mito a Louise Brooks, o Die Freudlose Gasse (1925, The Joyless Street)— cuya cinta Westfront 1918 (1930), ambientada en la 1ra Guerra Mundial, fue absolutamente prohibida siete meses después de su estreno y, al cabo de intensas negociaciones emprendidas por sus productores, reestrenada a finales de 1931 aunque gravemente mutilada. Idéntico destino corrió Kameradschaft (1931, Comradeship), también de Pabst, que se ocupaba de la solidaridad internacional entre los obreros del carbón, filme que se salvó de milagro de desaparecer para siempre, ya que el régimen se encargó, afortunadamente sin suerte, de destruir todos los negativos y las copias positivadas.

            En palabras de Godard, el cine alemán de los últimos años ‘20s e inicios de los ‘30s, cuyo emblema fue el movimiento expresionista, “poseía una marcada ansiedad psicológica que convertía a sus películas en sugestivas y perturbadoras.” La sorprendente Mädchen in Uniform (Muchachas de Uniforme; 1931, Leontine Sagan), por ejemplo, estaba pensada como un alegato a favor de un sistema más humano y menos autoritario para la educación de pupilas, pero en cambio se convirtió en un fino y delicado estudio de la psicología femenina en un medio represivo y altamente ideologizado, amén de tratar temas cuasi tabú como el lesbianismo y el abuso psicológico y físico sobre las menores; e incluso en las películas aparentemente más escapistas de Fritz Lang, caso de El Testamento del Dr. Mabuse (1933, Das Testament der Dr. Mabuse), en la que el maníaco personaje del título intenta apoderarse del mundo a partir de la toma de un manicomio, se percibe la misma ansiedad psicológica y la persistente duda acerca de si los sanos y los locos no han intercambiado lugares. Sin embargo, esta riqueza conceptual quedaría hundida en las arenas de la represión y el terror: para principios de 1936 las purgas en la industria cinematográfica alemana ya eran cosa habitual; el éxodo de talentos era trágicamente masivo (Hollywood se benefició de ello recibiendo a genios como el propio Lang, William Dieterle, Robert Siodmak, Billy Wilder, Marlene Dietrich, Edgar G. Ulmer, Douglas Sirk, Conrad Veidt, Peter Lorre o Fred Zinnemann); se decretó la estricta prohibición para que los judíos trabajasen en las películas alemanas en cualquiera de sus formas (delante o detrás de cámara, y ni hablar en el rol de productores); también, y por increíble que parezca, se abolió la crítica cinematográfica y se penó severamente a cualquier medio gráfico o radial que difundiera la más mínima opinión técnica acerca de un filme nacional o extranjero, ya que cualquier ‘review’ posible surgía únicamente de las oficinas de prensa y difusión del Ministerio de Propaganda e Información y debía ser publicada tal cual se le enviaba al periódico de turno, so pena de clausura o prisión para sus directivos. La censura, de más está decirlo, se ejercía de manera implacable y bajo criterios severamente estipulados en guías publicadas y repartidas por el citado ministerio. Pero todo esto, en realidad, no fue más que una parte del siniestro engranaje ideado por Joseph Paul Goebbels (Reydt, 1897-Berlín, 1ro de mayo de 1945), el tristemente célebre ministro de Propaganda del régimen Nazi, conducente a lograr la nacionalización (o estatización, si se prefiere) de toda la industria cinematográfica alemana. El proceso, finalmente exitoso, contó con dos herramientas clave para ese fin, que fueron el paulatino control de toda la burocracia de la industria (gracias al absoluto señorío que el ministro ejerció sobre la “Reichsfilmkammer”, o Cámara del Cine), más el estricto control financiero  ejercido por el financista nazi Alfred Hugenburg sobre los estudios UFA. Hugenburg permitió que la compañía se fuera endeudando debido a los altos costes de sus últimas películas silentes, para así favorecer la dudosa política de fusión con las filiales alemanas de Paramount y MGM. Como dichas filiales no podían estrenar casi ninguna de sus cintas americanas debido a que casi todas ellas resultaban prohibidas o excesivamente mutiladas, acabaron por cerrar sus puertas y se marcharon del país, dejando a la UFA al borde de la quiebra. Astuta política de vaciamiento indirecto, el financista adquirió la empresa en dicho momento de debilidad para, en muy pocos meses, cerrarla definitivamente, no sin antes entregar todo el material técnico al Estado. Ya antes, a partir de 1933, los únicos que podían rodar filmes en Alemania eran los miembros de la Reichsfilmkammer, quienes gozaban de derechos exclusivos, se veían libres de toda competencia extranjera y pagaban menos impuestos que otras industrias. Dicha cámara otorgaba una serie de premios fiscales a los productores y además se encargaba de la calificación de los filmes, los que eran clasificados según sus valores culturales y políticos. En febrero de 1935 comenzó, además, a controlar todas las exportaciones de películas y noticiarios alemanes.

            Quienes hayan visto Django Unchained, de Quentin Tarantino, recordarán una divertida secuencia en la que el Dr. Schultz intenta resumirle a Django la mítica historia de Sigfrido y Brunilda, cuando —al mencionar la montaña en que la valquiria se halla prisionera— el esclavo pregunta: “¿Sucede en una montaña?”, a lo que el doctor replica, “por supuesto que transcurre en una montaña. Si es una historia alemana, siempre habrá una montaña.” Pues bien, más allá de los tradicionales mitos arios, todos ellos plagados de imponentes picos, las películas “de montaña” fueron un género clásico del cine germano desde sus inicios, siendo precisamente la UFA la empresa que mayor número de ellos produjo. Die Weisse Hölle von Pitz Palü (1929, Arnold Franck) o Der Rebell (1932, Louis Trenker), son magníficos ejemplos de este subgénero que desde el vamos lucía muy cercano a las ideas de pureza racial del nazismo, ya que sus picos cubiertos de nieves eternas y sus montañas jamás holladas por el hombre  representaban indudablemente al espíritu alemán, tanto como lo hacían sus héroes nobles y desinteresados, quienes reflejaban la prístina imagen del perfecto varón ario. Un ejemplo inconfundible de cine “alpino” completamente volcado a la ideología nazi fue Berge In Flammen (1934), del citado Trenkel. Inexorablemente, entre 1933 y 1934 este tipo de filmes ya se habían transformado en un perfecto vehículo de propaganda. Sin embargo, sería en el segundo semestre de 1933 que Hitlerjunge Quex (Hans Steinhoff) se convertiría en la primera película oficialmente pro nazi, luego de un fallido intento en abril con SA-Mann Brand, fiasco que fracasaría en taquilla a causa de su pobre guión, mala dirección y el hecho de tener una limitada producción y contar con actores poco conocidos. Goebbels renegó de ella y eligió a la segunda como la iniciadora de su plan de producción. Por otro lado, la compañía Tobis, rival de la UFA, se avino a seguir fielmente el credo de la Reichsfilmkammer para así poder seguir existiendo como empresa independiente, ilusión que le duraría muy poco. En esta primera etapa lanzaría el noticiario Deutsche Tonwoche, el que junto al Deutsche Wochenschau de la UFA sería utilizado descarada y miserablemente por Goebbels como pura propaganda del el partido nazi.
la protagonista de Viktor und Viktoria
 Por otra parte, resulta bien cierto que en ese momento alcanzaba con lamer las botas de algunos jerarcas del régimen para obtener prebendas tales como la autorización para fundar una productora propia o una parcial libertad en cuanto a la elección de temas. Ese fue el caso de la cineasta y documentalista Leni Riefenstahl (de la que ya hablaremos más extensamente en otro artículo), ferviente admiradora y amiga personal de Hitler, la que pudo montar su propia productora y contaba con virtual carta blanca para rodar a su antojo sin someter su trabajo a censura previa alguna. Claro que no le hacía falta, ciertamente, ya que Riefenstahl era una racista consumada, antisemita furiosa y supremacista aria en un nivel sólo comparable al del propio Führer, Martin Bormann o Rudolf Hess. Precisamente, será con su propia compañía que produzca y dirija el magnífico filme documental Triumph des Willens (1936, El Triunfo de la Voluntad), la que más allá de su abominable mensaje racista y autoritario es universalmente reconocida como genuina obra de arte; pero, hacia mediados de 1936, Riefenstahl cometerá varias indiscreciones propias de su carácter y perderá el favor de Hitler. Goebbels, que desconfiaba de ella tanto como del resto de los “artistas” que se creían parte de una cierta elite cultural, reclamó al Führer su cabeza, pero este conservaba una cuota de simpatía por ella (y no poca admiración , por cierto) y le perdonó —literalmente— la vida. El precio a pagar consistió, fundamentalmente, en perder su autonomía creativa y someter su productora al manejo del Estado.  Poco después, y como primer gesto de sumisión a Hitler, se vio obligada a rodar Olympia (1936) bajo la estricta supervisión personal del siniestro ministro de Propaganda e Información.
fotograma de "La Tienda en la calle Mayor"
            Más allá de los diversos géneros a abordar, todos los filmes del período nazi presentaban idénticos arquetipos y trataban un limitado número de temas “trascendentes”. Estos eran el culto al líder, la necesidad absoluta de disciplina y respeto a la autoridad, exaltación de la camaradería y lealtad entre “iguales”, además de mostrarse taxativamente favorables a la eutanasia y resultar furiosamente antijudías; por otro lado, estas películas también incluían un fuerte mensaje antibritánico, con especiales dardos hacia su imperialismo y su sistema político. En una de ellas se llega a tachar a Inglaterra de “la pérfida Albión”, frase que se volvería común entre los alemanes. Goebbels, sin embargo, buscaba que la propaganda ideológica funcionase “…de manera invisible, para permear la vida de toda la sociedad sin que nadie se dé cuenta de esta iniciativa propagandística.”, y es esta ideología encubierta la que paradójicamente torna fascinantes a las comedias y musicales alemanes de los ‘30s, como por ejemplo Viktor und Viktoria (1933), filme que inspiró a Blake Edwards su maravillosa Victor/Victoria (1982). El enredo sexual de su trama (una artista de cabaret fracasada finge ser un hombre que a su vez se traviste para actuar y cantar, al modo de las actuales drag-queens), se resolvía en clave de exaltación de los valores viriles arios, aunque —sorprendentemente— sin que ello signifique menoscabo para la mujer, ya que esta se ve “dignificada” por el sólo hecho de asumir la identidad de un varón. Pero, indudablemente, los filmes que más se recuerdan del período nazi —en cuanto a su capacidad de transmisión ideológica y adoctrinamiento— son aquellos cuya línea ideológico-argumental resulta más clara y directa, y se trata de los rodados a partir del estallido de la segunda guerra. Nos referimos a casos como Hans Westmar, Morgenrot o Die Letzte Compagnie (todos estrenados entre 1940 y 1944), filmes que —sin embargo— funcionan más como exaltación belicista y celebración del valor y abnegación del soldado alemán que como sutil infiltración psicológica. Y por supuesto, tenemos el caso de aquellos dedicados a personajes históricos célebres, cuyas figuras podían asimilarse directamente a la de Hitler. Ese fue el caso de las películas nazis dedicadas a Federico el Grande: Das Flötenkonzert Von Sanssouci (1930), Der Choral von Leuthen (1933) y Fridericus (1936), las que mostraban al rey y héroe prusiano como un auténtico “proto-Hitler”. Sobre ellas, decía Goebbels: “…Aunque se remonten a épocas históricas anteriores o transcurran en otros países, los argumentos de estas películas deben expresar el espíritu de nuestro tiempo, para poder hablar sobre él e influir sobre el mismo.” La ejecución práctica de este texto puede verificarse perfectamente con Das Mädchen Johanna (1935), filme en que Juana de Arco se transforma en una especie de Führer femenino que logra despertar del letargo a una nación ocupada y humillada; o con Des Kaiser von Kalifornien (1936), en la que un pionero alemán lucha por abrirse paso en América a finales del siglo XIX, intentando “civilizar” a sus pobladores gobernándolos según un claro modelo nacional-socialista.
Muchachas de Uniforme, de L. Sagan
            Otra faceta del cine de propaganda alemán estuvo encarnada en una larga serie de películas acerca de los exiliados y su anhelo de retornar a la patria. Flüchtlinge (1933), Ein Mann Will Nach Deutschland (1934) y Friessenot (1935), ahondaban en los supremos sacrificios que estaban dispuestos a realizar los exipatriados con tal de volver a su país, el que ahora (léase con Hitler y el partido nazi) realmente “había retomado la senda aria y nacionalista que nunca debió abandonar.” Todas estas, más las anteriores cintas de tinte bélico e histórico, se rodaban de acuerdo a un estricto programa de producción: nos referimos a la lista del “Staatsaufstragfilme”, o sea, “películas bajo contrato del gobierno”, lo que significa que surgían directamente del corazón de la administración Goebbels y se realizaban con fondos estatales. Como lo apuntamos más arriba, un repaso a la lista de títulos realizados bajo este programa ministerial revela la preeminencia de ciertos temas, tales como la disciplina entendida como cuestión de honor, la camaradería entre soldados, la autoinmolación y el odio a los judíos y los ingleses. Algunas de ellas fueron Zwei Gute Kameraden (1933), Soldaten-Kameraden (1936) o Kameraden Auf See (1938); sus títulos, aun sin hablar alemán, son por demás elocuentes. Uno de los más destacados directores de esta clase de cintas fue Karl Ritter, quien afirmaba a Der Spiegel (en 1938): “Mis películas tienen como tema la insignificancia de lo individual… se debe renunciar a todo lo personal en aras de nuestra causa.” Su filme Unternehemen Michael (1937) resultaba un claro ejemplo de este “credo”, ya que narraba  un trágico episodio de la Primera Guerra destinado a mostrarle a “…la juventud alemana que la autoinmolación tiene un supremo valor moral.” La profusión de filmes bélicos alemanes filmados durante toda la década de los ‘30s resulta todavía hoy un fenómeno de estudio, ya que en dicho período casi ningún otro país los rodaba (salvo mínimas excepciones, se entiende), lo que demuestra que el régimen nazi los utilizaba claramente como un modo de inculcar en los jóvenes la cultura militar y el sentido del deber y la abnegación por la patria. En lo que respecta al resto de los géneros, muy especialmente los de puro entretenimiento y escapismo, ya vimos que el nazismo también los instrumentalizaba como vehículo de adoctrinamiento. Goebbels afirmaba lo siguiente: “Incluso el entretenimiento baladí puede utilizarse de cuando en cuando para dotar de armas a la nación en su lucha por la existencia.” Otro ejemplo de lo dicho se halla en la enorme lista de filmes basados en operetas vienesas, rodados fundamentalmente entre 1932 y 1940, los que conjugaban una enorme belleza visual con una ineludible moraleja o mensaje aceptable para el régimen. La línea ideológica que las unía era tan evidente que, por ejemplo, en todas ellas se mostraba siempre a los austríacos como individuos diletantes, frívolos, decadentes, obscenos y amantes de los placeres innobles, de modo que se podía colegir con toda claridad que estaban urgentemente “listos” para ser gobernados (o sea, anexados) por Alemania.

            A igual que ocurrió con el cine italiano, tanto la nacionalización como el absoluto control estatal de la industria cinematográfica germana fueron políticas que  terminaron por destruirla casi por completo. A partir del fracaso de la campaña en la Unión Soviética, la angustiante escasez de fondos y la alarmante y creciente pérdida de vidas humanas motivaron la necesidad de abandonar progresivamente toda actividad civil que insumiera costos y materiales vitales, todo lo cual dejó al cine doméstico en terapia intensiva. Los aliados, una vez finalizada la contienda, hallaron que los Estudios otrora expropiados estaban en ruinas (si no bombardeados), el material técnico obsoleto o en mal estado, y la mayoría de sus técnicos y creativos exiliados, fugados o reclutados en el período de agonía del régimen. El estado de cosas era tan calamitoso que Alemania no pudo intentar siquiera la patriada italiana que significó el Neorealismo de posguerra. No tenía ni con qué ni con quiénes hacerlo. Lección que muchas veces se olvida, por cierto, este breve y mediocre repaso que hemos intentado debe servir como recordatorio del grado de destrucción, en todos los niveles de la vida socio-cultural de una nación, que provocan la implementación de la censura, la persecución ideológica, la omnipotencia del Estado y la sumisa entrega de las libertades tanto personales como grupales a un líder paternalista y omnipotente. Que no se repita la historia, pues, ya que si la primera vez resulta en tragedia, la segunda se troca en farsa: y las farsas, contrario sensu, suelen tornarse más sangrientas de lo que se piensa.-

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