Por
Leonardo L. Tavani
Altísimo,
casi interminable, dueño de una figura que imponía presencia y respeto, de
aspecto cuidado y siempre impecable, culto y refinado, Vincent Price llegó al
cine proveniente del teatro, siendo su impactante voz y su magnífica dicción
las que, a la larga, le depositaron en las tenebrosas mazmorras del género de
terror, al que dotó de una dignidad actoral que casi nadie había logrado antes.
Aunque nunca quiso que se lo recordara únicamente por sus papeles de malvado,
ya que había tenido una dilatadísima carrera antes de aquellos, lo cierto es
que sin necesidad alguna de prótesis o maquillaje, le bastó con la sorprendente
fuerza expresiva de su mirada, con su porte victoriano y su voz inolvidable
para hacerlos suyos y reinar en absoluta soledad. Fue un hombre renacentista:
coleccionista y marchante de arte, cocinero y exquisito gourmet, crítico
gastronómico, crítico de arte, articulista y conferencista, miembro de grupos
de lectura y debate, poseedor de tres títulos universitarios y dos doctorados…
en fin, un hombre tan singular, y a la vez tan ignorado —tan oculto detrás de
su encasillamiento en el género gótico— que merecía un artículo que lo revelase
en toda su polifacética magnitud. Acompáñennos a recorrer la vida y la obra de
un actor singular y un ser humano de múltiples dimensiones. Vincent Price.
Vincent Leonard Price nació el 27 de
mayo de 1911 en Saint Louis, Missouri, fruto de un matrimonio cuya pasión por
las artes y la alta cultura se contagiaría bien pronto en el pequeño “Vinnie”.
Ambos progenitores eran docentes universitarios, provenían de sendas familias
adineradas del sur profundo americano y tenían una especial predilección por el
coleccionismo de arte. Tal pasión fue indudablemente inoculada por ellos en el
vástago predilecto de la familia, ya que Vincent inició su colección privada de
pinturas a la prematura edad de doce años, al adquirir —con el dinero que su
orgulloso papá le había obsequiado— un cuadro impresionista en una subasta
privada. Desde entonces no pararía de incrementar su colección, una pasión que
lo llevaría a abrir una serie de galerías de arte y a convertirse en crítico y
marchante. Pero no nos adelantemos, que ya llegaremos a ello. El ambiente de
alta cultura en que Vincent se crió indudablemente le influenció en muchas y
múltiples formas, como por el ejemplo el meticuloso detalle que ponía en su
aseo y cuidado personal, marca de fábrica que ya se advierte en fotos
familiares tomadas entre sus once y doce años. Comenzó a usar su característico
bigote a los 16 años, al que dedicaba horas de intensivo trabajo, y se jactaba
de vestir con los mejores sastres de su ciudad. A solo tres semanas de cumplir
dicha edad su familia lo envía a un largo viaje por Europa, con el fin de
embeberse en el ambiente cultural del Viejo Mundo y acrecentar sus estudios. Su
residencia temporal estaría en Londres, dónde se sentiría a sus anchas, y desde
allí realizaría viajes permanentes a París, Praga, Viena, España, etc.,
visitando los mejores museos del continente.
Más tarde, de vuelta en América, obtendría su doctorado en Historia del Arte más una Maestría en Lengua Inglesa por la Universidad de Yale, todo ello a mediados de 1933. Casi de inmediato se trasladará a Nueva York, en dónde comenzará su carrera docente. Luego regresará a Inglaterra, a fin de graduarse como Doctor en Bellas Artes por la Universidad de Londres, título que obtuvo en 1936, siendo el renacentista Alberto Durero el objeto de su tesis. Ahora bien, el joven Vincent (quien pintaba desde su infancia) intensificó sus intentos artísticos precisamente durante su estancia en la capital británica, alentado por el clima bohemio en que se movía, pero de algún modo llegó a convencerse de que jamás sería un buen pintor, lo que le motivó a virar sus intereses hacia el mundo del teatro. Price amaba la docencia, pero necesitaba “ejercer” aquello acerca de lo que enseñaba, y dado que su capacidad de autocrítica le vetó todo intento futuro de reincidir en la pintura, comenzó a frecuentar los revolucionados cenáculos del teatro londinense de los años ‘30s.
Más tarde, de vuelta en América, obtendría su doctorado en Historia del Arte más una Maestría en Lengua Inglesa por la Universidad de Yale, todo ello a mediados de 1933. Casi de inmediato se trasladará a Nueva York, en dónde comenzará su carrera docente. Luego regresará a Inglaterra, a fin de graduarse como Doctor en Bellas Artes por la Universidad de Londres, título que obtuvo en 1936, siendo el renacentista Alberto Durero el objeto de su tesis. Ahora bien, el joven Vincent (quien pintaba desde su infancia) intensificó sus intentos artísticos precisamente durante su estancia en la capital británica, alentado por el clima bohemio en que se movía, pero de algún modo llegó a convencerse de que jamás sería un buen pintor, lo que le motivó a virar sus intereses hacia el mundo del teatro. Price amaba la docencia, pero necesitaba “ejercer” aquello acerca de lo que enseñaba, y dado que su capacidad de autocrítica le vetó todo intento futuro de reincidir en la pintura, comenzó a frecuentar los revolucionados cenáculos del teatro londinense de los años ‘30s.
junto a la bellísima Gene Tierney en "Laura" |
Vincent se unió a un elenco estable en 1935,
recomendado por unos amigos de la universidad, debutando poco después en un
melodrama titulada Chicago, en el que interpretaba a un policía. A esta obra le
seguiría Victoria Regina, en la que se puso en la piel
del Príncipe Alberto, y sería con ella que atraería la atención de productores
y directores. Su voz meliflua y sus modales grandilocuentes, así como su fuerte
presencia en escena (Price medía casi 2 metros de altura y poseía una sólida
contextura física), le garantizaron un futuro auspicioso. La obra realizaría
una gira por América, haciendo primera escala en Broadway, donde cosecharía un
gran éxito y le significaría al actor su primer contrato para el cine. El
ofrecimiento inicial provendría de un cazatalentos de la MGM, pero Price
optaría por aceptar los términos de un agente de la Universal, compañía para la
cual rodaría Service de Luxe (1938,
Rowland V. Lee), su debut en la gran pantalla y primer coestelar, al lado de la
por entonces muy famosa Constance Bennett. Ese mismo año Vincent se casaría con
su primera esposa, la actriz Edith Barret. Poco después, ya en 1939, el mismo
director lo convocaría para Tower of London, en la que
compartiría cartel con dos glorias del cine de terror —Basil Rathbone y Boris
Karloff— (casi una premonición acerca de
su futuro en la gran pantalla), interpretando al Duque de Clarence. Su figura
impactó tanto que la Warner lo pidió prestado para encarnar a sir Walter
Raleigh en The Private Lives of Elizabeth And Essex (1939), gran joya
dirigida por Michael Curtiz y protagonizada por Bette Davis y Errol Flynn.
Lució tan bien en ella que su futuro artístico quedaría asegurado, así como se
volvería un lugar común la creencia de que había nacido inglés, y no como el perfecto
caballero sureño que en efecto era. Durante 1940 rodó nada menos que cinco
películas: desde una biografía de Brigham Young hasta la adaptación de una
novela de Hawthorne; pero la última de ellas, The Invisible Man Returns
(Joe May) sería, en efecto, la primera de género terrorífico que le tocaría en
suerte. Aunque no era el protagonista, su futuro comenzaba a perfilarse con cierta
certeza. Luego de esta producción la Universal decide no renovarle el contrato
y Price queda a la espera de un incierto golpe de suerte. Ocurrió que si bien ya
había llamado la atención de público y crítica, el actor aun no era considerado
una estrella y su altura comenzaba a dificultarle las cosas. Muchas de las
grandes figuras del Hollywood clásico eran de baja estatura, como por ejemplo Humprey
Bogart, Alan Ladd (quien padecía una verdadera obsesión por el tema), Dan
Duryea o Claude Rains, y en sus contratos figuraban cláusulas que impedían
emparejarlos con otros intérpretes demasiado altos, lo que le dificultó
enormemente al actor su crecimiento en la industria.
Price debió esperar hasta 1943 para firmar contrato con 20th Century Fox, estudio que le permitió (al igual que lo había hecho Universal) mantener sus representaciones teatrales en paralelo. Ese mismo año debutaría para la empresa en la oscarizada The Song of Bernadette (Henry King), filme de gran éxito, y en los años siguientes actuaría en otros 11 para la compañía. La década de los ‘40s, sin duda alguna, fue la del gran éxito comercial del actor, en la que interpretó a galanes atormentados, hombres de Ley y arribistas sin escrúpulos. Trabajó junto a la maravillosa y bella Gene Tierney en tres ocasiones, pero se lo recuerda especialmente por la primera de ellas, Laura (1944, Otto Preminger), mitad drama y mitad policial negro en el que interpretaba a un indolente gigoló perfectamente dispuesto a casarse con la protagonista por puro interés. Pero como lo hemos apuntado más arriba, Price poseía una “grandiosidad gótica” —“operística”, si se quiere— y una sutilísima manera de autoparodiarse que le valieron ganarse la imagen de galán perverso y malvado, aunque manteniendo siempre un perfil refinado y atildado. Esa imagen quedaría definitivamente plasmada en dos cintas consecutivas que estelarizó, Shock (1946, Alfred L. Werker) y Dragonwick (1946, Joseph L. Mankiewicz). En la primera de ellas (y haciendo gala de todo su magnetismo), encarnaba a un psiquiatra que intentaba volver loca a una paciente que le había visto cometer un asesinato, y en la segunda (una verdadera joyita que vimos hace apenas unos meses, brillantemente remasterizada) realizaba un verdadero tour-de-force actoral, interpretando a un orgulloso “landlord” que acababa por odiar e intentar matar a su mujer (Gene Tierney). Su particular y absolutamente perfecta dicción (de hecho, se lo conoce como el único actor al que ningún Estudio tuvo que mandarlo jamás con un “dialogue coach”) le consiguieron en esa década sus primeros trabajos en la radiofonía norteamericana, siendo durante años la voz protagónica del radioserial “El Santo”. Esta sería una época dorada para Price, ya que sería dirigido por grandes talentos como Anatole Litvak, Henry King o Gregory Ratoff, y actuaría al lado de estrellas del calibre de Henry Fonda, Peggy Cummings, Victor Mature, Gregory Peck, Cecil Hardwicke o Edmund Gwenn.
"La Canción de Bernadette" |
Price debió esperar hasta 1943 para firmar contrato con 20th Century Fox, estudio que le permitió (al igual que lo había hecho Universal) mantener sus representaciones teatrales en paralelo. Ese mismo año debutaría para la empresa en la oscarizada The Song of Bernadette (Henry King), filme de gran éxito, y en los años siguientes actuaría en otros 11 para la compañía. La década de los ‘40s, sin duda alguna, fue la del gran éxito comercial del actor, en la que interpretó a galanes atormentados, hombres de Ley y arribistas sin escrúpulos. Trabajó junto a la maravillosa y bella Gene Tierney en tres ocasiones, pero se lo recuerda especialmente por la primera de ellas, Laura (1944, Otto Preminger), mitad drama y mitad policial negro en el que interpretaba a un indolente gigoló perfectamente dispuesto a casarse con la protagonista por puro interés. Pero como lo hemos apuntado más arriba, Price poseía una “grandiosidad gótica” —“operística”, si se quiere— y una sutilísima manera de autoparodiarse que le valieron ganarse la imagen de galán perverso y malvado, aunque manteniendo siempre un perfil refinado y atildado. Esa imagen quedaría definitivamente plasmada en dos cintas consecutivas que estelarizó, Shock (1946, Alfred L. Werker) y Dragonwick (1946, Joseph L. Mankiewicz). En la primera de ellas (y haciendo gala de todo su magnetismo), encarnaba a un psiquiatra que intentaba volver loca a una paciente que le había visto cometer un asesinato, y en la segunda (una verdadera joyita que vimos hace apenas unos meses, brillantemente remasterizada) realizaba un verdadero tour-de-force actoral, interpretando a un orgulloso “landlord” que acababa por odiar e intentar matar a su mujer (Gene Tierney). Su particular y absolutamente perfecta dicción (de hecho, se lo conoce como el único actor al que ningún Estudio tuvo que mandarlo jamás con un “dialogue coach”) le consiguieron en esa década sus primeros trabajos en la radiofonía norteamericana, siendo durante años la voz protagónica del radioserial “El Santo”. Esta sería una época dorada para Price, ya que sería dirigido por grandes talentos como Anatole Litvak, Henry King o Gregory Ratoff, y actuaría al lado de estrellas del calibre de Henry Fonda, Peggy Cummings, Victor Mature, Gregory Peck, Cecil Hardwicke o Edmund Gwenn.
nuevamente con Tierney, en "Dragonwick" |
Mientras su cachet comenzaba a dispararse y la
crítica le era favorable, sus inquietudes artísticas pasaban a multiplicarse:
junto al actor George MacReady, gran amigo suyo, abriría una coqueta galería de
arte en Beverly Hills. La experiencia duró poco, pero la galería obtuvo un gran
éxito, por lo que años después abriría otra en Nueva York, en el Village, la
primera de una modesta cadena que al cabo de una década vendería por un precio
nada despreciable. Desde muy joven el sueño de Price había consistido en
democratizar las artes plásticas (tanto en lo concerniente al artista como al
receptor/comprador), para así masificarlas y quitarles el aura de elitismo,
cuestión que desarrolló en uno de los libros que escribió sobre el tema, en el
que puso el mayor de los énfasis en lo concerniente a la estimulación,
protección y subvención de los jóvenes y nóveles artistas plásticos. Es también
en esta época que Price pasaría a formar parte de numerosos círculos de lectura
(gran tradición americana, por cierto), en los que pudo exponer sus personales
ideas acerca del arte y la cultura. Se volvió un conferencista habitual de
estos cenáculos, especialmente en los períodos en que sus obligaciones
cinematográficas se lo permitían, mientras que —paralelamente— inició una nueva
carrera como crítico y cronista gastronómico. Price había sido un exquisito
gourmet desde la adolescencia, si no desde antes, dado que su padre —que además
de todo era un experto cocinero y enólogo— lo había introducido concienzudamente
en dicho mundo, por lo que ahora (entre finales de los ‘40s e inicios de los
‘50s) el actor completaría su formación en estas áreas y se lanzaría de lleno
en sus brazos. Como se ve, la personalidad del actor era mucho más fascinante y
compleja de lo que se podría pensar, tanto como para merecer —según palabras de
uno de sus biógrafos— el término de “hombre del Renacimiento”, debido a sus
múltiples intereses y su ideología profundamente humanista.
En
los primeros años ‘50s debutaría en la
televisión, medio para el que no sólo actuaría en especiales dramáticos, sino
en el cual tendría sucesivos ciclos sobre arte y cocina gourmet. Sin embargo,
como lo apuntamos más arriba, su cachet había subido exponencialmente (así como
los problemas de emparejamiento) y la Fox, por tanto, decide no renovarle el
contrato. Trabajaría sucesivamente, entonces,
para la RKO, la Universal y la MGM en filmes de variable calidad, aunque
él mismo y el público rescatarían siempre su magnífica interpretación del
Cardenal Richelieu en The Three Musketeers (1948, George
Sidney), maravillosa versión en Technicolor
de la inmortal novela de Alexandre Dumas, en la que compartió cartel con Lana
Turner, Gene Kelly y Van Heflin. En 1949 se casaría con la que sería su segunda
esposa, Mary Grant, diseñadora de modas en la Paramount y, como él mismo,
amante de las bellas artes y la gastronomía. Este período de su vida, altamente
exitoso tanto en lo personal como en lo respectivo a sus trabajos para el mundo
del arte y la cocina, resultó —sin embargo— algo endeble en el aspecto cinematográfico.
Por aquellos años aun predominaba el sistema de “contrato fijo” con los
Estudios (que recién caería en desuso avanzados los años ‘60s), por lo que
haberse vuelto un intérprete “free lance” acabaría por dañar su carrera.
Lamentablemente, el actor se vio obligado a aceptar numerosos roles en
películas mediocres precisamente cuando entraba en su cuarta década de vida,
momento en que muchos estudios solían relegar a sus intérpretes ofreciéndoles
papeles menores, a menos —claro— que se
tratase de figuras consolidadas como Bogart o Wayne. Así y todo, pudo darse el
lujo de aparecer en algunas producciones de gran calidad, como la bíblica The
Ten Commandments (1956, Cecil B. de Mille) o The Baron of Arizona
(1950, Samuel Fuller). Y aunque, como vimos, Price ya había dado algunos pasos
en el género gótico (además de la comedia de terror Abbott and Costello Meet
Frankenstein -1948, Charles Barton- en la que ponía la voz para el
hombre Invisible), su formal debut en el ámbito del terror se daría en 1953 con
un filme de la Warner, hoy considerado un clásico de culto: Museo
de Cera (House of Wax; Andé
De Toth).
Probablemente la más popular de la era del 3-D, la cinta presentaba a Price como un escultor en cera traicionado por su socio, quien supuestamente muere en el incendio ocasionado por este. Horriblemente desfigurado, vuelve de la muerte para vengarse de sus enemigos, a los que usa como base de sus nuevas esculturas. La película fue un éxito rotundo, siendo asimismo muy celebrada como la que mejor utilizó el sistema en tercera dimensión desde su lanzamiento. Paradójicamente, Vincent había cuestionado la elección del director, ya que De Toht era tuerto y se suponía que eso lo ponía en inferioridad de condiciones para trabajar con el director de fotografía. Así entonces, y aunque todavía participaría de otro tipo de producciones, el género de terror le estaría esperando con los brazos más que abiertos, sellando en parte su destino, el que se consumaría finalmente en 1958 con The Fly (La Mosca, de Kurt Neumann), mítico filme en el que su convicción y prestancia lo convertirían en el impensado protagonista, a pesar de que su rol era en verdad el del hermano del científico que mutaba en la criatura mitad mosca. Como era de esperarse, esta popular cinta llamó la atención del productor, director y guionista William Castle, célebre por sus “gimmicks” (trucos que preparaba dentro de salas de cine selectas para asustar a los espectadores), quien lo convocó para protagonizar la recordada House of Haunted Hill (1958, W. Castle), primera en la larga (y ya agotadora) saga de filmes sobre casas encantadas. También a las órdenes de Castle, rodará en 1959 The Tingler, excelente filme acerca de un médico forense (Price) que descubre cómo unas horribles criaturas parásitas crecen adheridas a la espina dorsal de las personas. Ese mismo año concluiría para el actor con la secuela de su anterior suceso, The Return of the Fly (Edward Bernds), en la cual su protagonismo sería absoluto. Comenzaba, entonces, la década de los ‘60s, y con ella llegaría el período más fascinante en la carrera de Vincent Price: su encuentro con Edgar Allan Poe y Roger Corman. Allá vamos.
Posando en broma junto a Alfred Hitchcock |
Probablemente la más popular de la era del 3-D, la cinta presentaba a Price como un escultor en cera traicionado por su socio, quien supuestamente muere en el incendio ocasionado por este. Horriblemente desfigurado, vuelve de la muerte para vengarse de sus enemigos, a los que usa como base de sus nuevas esculturas. La película fue un éxito rotundo, siendo asimismo muy celebrada como la que mejor utilizó el sistema en tercera dimensión desde su lanzamiento. Paradójicamente, Vincent había cuestionado la elección del director, ya que De Toht era tuerto y se suponía que eso lo ponía en inferioridad de condiciones para trabajar con el director de fotografía. Así entonces, y aunque todavía participaría de otro tipo de producciones, el género de terror le estaría esperando con los brazos más que abiertos, sellando en parte su destino, el que se consumaría finalmente en 1958 con The Fly (La Mosca, de Kurt Neumann), mítico filme en el que su convicción y prestancia lo convertirían en el impensado protagonista, a pesar de que su rol era en verdad el del hermano del científico que mutaba en la criatura mitad mosca. Como era de esperarse, esta popular cinta llamó la atención del productor, director y guionista William Castle, célebre por sus “gimmicks” (trucos que preparaba dentro de salas de cine selectas para asustar a los espectadores), quien lo convocó para protagonizar la recordada House of Haunted Hill (1958, W. Castle), primera en la larga (y ya agotadora) saga de filmes sobre casas encantadas. También a las órdenes de Castle, rodará en 1959 The Tingler, excelente filme acerca de un médico forense (Price) que descubre cómo unas horribles criaturas parásitas crecen adheridas a la espina dorsal de las personas. Ese mismo año concluiría para el actor con la secuela de su anterior suceso, The Return of the Fly (Edward Bernds), en la cual su protagonismo sería absoluto. Comenzaba, entonces, la década de los ‘60s, y con ella llegaría el período más fascinante en la carrera de Vincent Price: su encuentro con Edgar Allan Poe y Roger Corman. Allá vamos.
Pocos intérpretes podrían, en
retrospectiva, jactarse de la buena estrella que para Price significó la
convocatoria del director, productor y guionista Roger Corman, junto al
contrato ofrecido por la American International Pictures (AIP). Meses atrás
publicamos aquí mismo un extenso artículo acerca del ciclo de películas
inspiradas en Poe, dirigidas por Corman y escritas por Matheson, en el que
profundizamos tanto en la carrera del director como en los avatares de la
citada compañía productora. Para no repetirnos, los remitimos a dicho artículo.
Aquí nos importa el punto de vista del actor, para el que esta reunión fue algo
así como maná caído del cielo. Corman le había propuesto a la AIP,
concretamente a James H. Nicholson, iniciar una saga de filmes basados en Poe,
rodados a bajo presupuesto y reutilizando tanto decorados como tomas secundarias. La primera sería, por
supuesto, House of Usher (también Fall
of House of Usher, 1960), cinta en la que no habría monstruo alguno, ya que
el “monstruo” sería la mansión misma así como las miasmas de depravación e
incesto que desprendía el linaje Usher. Corman convenció a la productora,
obtuvo un modesto presupuesto de u$s 270.000 (cuyas dos terceras partes se
fueron en el cachet de Price) y logró lo impensable: un fenomenal suceso de
taquilla y un filme cuyo clima opresivo, atmósfera asfixiante y crescendo
dramático no dan tregua. De no ser por los ancestrales prejuicios de la
Academia, Price debería haber ganado el Óscar a mejor actor por su rol de
Roderick Usher, al que dota —simultáneamente— de crueldad y patetismo, humanidad
y distanciamiento, temor y oculto deseo. Pero esta sería apenas la primera de
una serie de 8 impactantes películas, en cada una de las cuales (dos de ellas
se rodaron en Inglaterrra) nuestro protagonista llegó a límites insospechados
en cuanto al arte de la actuación. Nuestros favoritos personales son dos: su
Próspero de La Máscara de la Muerte Roja (1964, Masque of Red Death), lección de actuación difícil de olvidar, y su
Fortunato del segundo episodio del filme Tales of Terror (1962), adorable
autoparodia construida con un humor y una sutileza difíciles de igualar. Todo
el ciclo, obviamente, le brindó al actor la posibilidad de explorar
situaciones, sentimientos y extremos de locura y obsesión más propios de
Shakespeare que del horror gótico, ya que esta genial idea de Corman abrió las
puertas a una comprometida forma de bucear en los abismos de la psique y el
deseo. No resulta casual que utilicemos dos veces seguidas esta última palabra,
ya que los personajes de estas tragedias “victorianas” descubren que están
irremediablemente condenados a repetir los errores de sus ancestros por su
patológica incapacidad para abrazar el deseo. En ellos, esta pulsión se
transforma en una fuerza corrosiva y degradante, con la que no saben ni pueden
lidiar, y es esta incapacidad la que los transforma en monstruos, o si se
quiere, en depravadas caricaturas de seres humanos.
Por todo lo dicho, podemos afirmar que la década de los ‘60s fue una de las más ricas para el actor, aunque dicha aseveración no debería ocultar el hecho de que —al mismo tiempo— aceptó participar en filmes de paupérrima calidad. Ejemplos de ello son Beach Party (1963, William Asher), olvidable comedia musical que merece la quema, la endeble The Last Man on Earth (1964, Sidney Salkow), errática y anticlimática adaptación de la novela de Matheson “Soy Leyenda” (coproducción con Italia), o el aberrante drama House of 1000 Dolls (1967, Jeremy Summers), coproducción ítalo-británica que solo merece el olvido. Así y todo, son mayoría las producciones de gran calidad que Price alternó a lo largo de toda la década. Incluso una comedia disparatada producida por la AIP, Dr. Goldfoot and the Bikini Machine (1965, Norman Taurog), logra brindar momentos de buena comedia. “Spoof” de la saga Bond, en la que el actor se divierte y nos divierte con su sano sentido de desmitificación, el mayor defecto del filme consiste en haber confiado el rol protagónico al inepto de Frankie Avalon, estrella del rock de los ‘60s devenido actor, cuyo papel estaba claramente concebido para un Jerry Lewis o un Don Adams. Por lo menos, la canción del título interpretada por las Supremes produce un inocultable shock de nostalgia. Sin embargo, si de comedia se trata, Price volvería a reírse de sí mismo brindando una performance superlativa en The Raven (1963, Corman), interpretando a un hechicero de capa caída cuyo rival se ha apoderado, además de su magia, de su propia esposa. En este género, además, nuestro protagonista participaría de una muy buena y sólida película, What’s a Nice Girl Like You…? (1971, Jerry Paris), en la que compartiría cartel con grandes figuras como Brenda Vaccaro, Jack Warden y Roddy McDowall.
Como "EggHead" en la serie "Batman" |
Por todo lo dicho, podemos afirmar que la década de los ‘60s fue una de las más ricas para el actor, aunque dicha aseveración no debería ocultar el hecho de que —al mismo tiempo— aceptó participar en filmes de paupérrima calidad. Ejemplos de ello son Beach Party (1963, William Asher), olvidable comedia musical que merece la quema, la endeble The Last Man on Earth (1964, Sidney Salkow), errática y anticlimática adaptación de la novela de Matheson “Soy Leyenda” (coproducción con Italia), o el aberrante drama House of 1000 Dolls (1967, Jeremy Summers), coproducción ítalo-británica que solo merece el olvido. Así y todo, son mayoría las producciones de gran calidad que Price alternó a lo largo de toda la década. Incluso una comedia disparatada producida por la AIP, Dr. Goldfoot and the Bikini Machine (1965, Norman Taurog), logra brindar momentos de buena comedia. “Spoof” de la saga Bond, en la que el actor se divierte y nos divierte con su sano sentido de desmitificación, el mayor defecto del filme consiste en haber confiado el rol protagónico al inepto de Frankie Avalon, estrella del rock de los ‘60s devenido actor, cuyo papel estaba claramente concebido para un Jerry Lewis o un Don Adams. Por lo menos, la canción del título interpretada por las Supremes produce un inocultable shock de nostalgia. Sin embargo, si de comedia se trata, Price volvería a reírse de sí mismo brindando una performance superlativa en The Raven (1963, Corman), interpretando a un hechicero de capa caída cuyo rival se ha apoderado, además de su magia, de su propia esposa. En este género, además, nuestro protagonista participaría de una muy buena y sólida película, What’s a Nice Girl Like You…? (1971, Jerry Paris), en la que compartiría cartel con grandes figuras como Brenda Vaccaro, Jack Warden y Roddy McDowall.
Dr. Goldfoot and the Bikini Machine |
Vincent Price protagonizaría aún
otros filmes con guiones del talentoso Richard Matheson (todos ellos para la
AIP), tales como la genial The Comedy of Terrors (1964, Jacques
Tourneur), deliciosa comedia macabra acerca de un enterrador en bancarrota que
—para revitalizar el negocio— debe “conseguirse”
sus propios clientes (en la que compartió cartel con Boris Karloff , Basil
Rathbone y Peter Lorre), o la divertida aventura de sci-fi Master of the World
(1961, William Witney), atractiva adaptación de dos relatos de Jules Verne,
pero el resto de sus cintas de este período carecen de la firmeza argumental y
la solidez cinematográfica de las anteriores. Se puede rescatar, sin embargo,
su segunda y última colaboración con Tourneur (debido a la súbita muerte del
director apenas rodada), que fue War Gods of the Deep (o City
Under the Sea) (1965), bastante digna producción de espíritu
‘verniano’. En cuanto a su vida extra cinematográfica, fue también durante los
‘60s que Price, instado por su amigo el marchante Sears Roebuck, comienza a
encargarse de la selección de obras de arte de jóvenes artistas para su
compra-venta y distribución en galerías especializadas de toda la nación. Para
diciembre de 1969 había supervisado la adquisición de 55.000 obras —que Sears vendió a precios que oscilaron entre
los 35 y los 3.500 dólares— a las que Price acompañó de unas breves reseñas
críticas que posteriormente se compilaron en un único volumen ilustrado. Como
afirmó en un artículo para The NewYorker, su “sueño
de democratizar el arte se hacía realidad”. Además del citado volumen,
durante esta década Vincent publicará dos libros que le reportarán muchas
satisfacciones, Drawins of Delacroix (1962) y The Come Into The Kitchen Cook
Book (1969); y en cuanto a la televisión, además de sus habituales
ciclos de cocina y arte, Price conseguirá un enorme suceso interpretando en
varias ocasiones al “Bati Villano
Invitado” EggHead (Cabeza de Huevo) en la ya mítica serie Batman
(ABC, 1966-68), rol que aceptará a pedido de su segundo nieto, fan del show. Volviendo
al ámbito del cine, queda por completo en claro que para finales de los años ‘60s
e inicios de los ‘70s la identificación del actor con el género de terror
resulta un hecho consumado. Los filmes se suceden, aunque su calidad no sea
siempre la esperada: The Witchfinder General/The Conqueror Worm (1968), The
Oblong Box (1969), Scream and Scream Again (1970), More
Dead Than Alive (1969), The Trouble with Girls (1969) y Cry
of the Banshee (1970) sirven como claros ejemplos de ello. La cosa
cambiaría con una producción británica distribuida por AIP, la excelente
comedia negra The Abominable Dr. Phibes (1971, Robert Fuest), creativa y
sorprendente sátira oscura acerca de un médico desfigurado en un accidente que
se venga de todos los involucrados en la muerte de su esposa, a la que no
pudieron salvar de las consecuencias del mismo siniestro. Plena de sutilezas y
aciertos, no es el menor de ellos la muy simbólica banda musical compuesta por
muñecos mecánicos, así como la extraña, fascinante y enigmática presencia de
Vulnavia (Virginia North), la silenciosa asistente del Dr. La secuela de 1972
pierde, lamentablemente, gran parte de la concisión narrativa de su
predecesora. La década de los ‘70s, empero, será una época complicada para el
actor, cuando menos en lo concerniente a la calidad de los proyectos que se le
ofrecerán durante la misma.
El cine en general estaba cambiando, experimentando transformaciones de las que ya hemos hablado en otros artículos (muy especialmente en el que le dedicamos a El Exorcista), tanto como para que llegue a ganar el premio Óscar a mejor película una cinta como Rocky (1976, John G. Avildsen), y ahora el perfil con que se había encasillado a Price le jugaba en contra por muchas razones, puesto que el género gótico y sus derivados se hallaban entonces en franca decadencia. Recuérdese que la Hammer Film Production (ver nuestro respectivo artículo) comienza su acelerada caída en esta década, a pesar de brindar en ella no menos de 6 o 7 excelentes películas del género. Así y todo, en 1973 el actor protagonizaría el filme de terror que más amó y del que más orgulloso se sintió hasta su muerte, Theatre of Blood (Douglas Hickox), producción británica en la que se ponía en la piel de Edward Lionheart, un actor shakesperiano que comenzaba a vengarse de los críticos y colegas que se habían burlado de sus mediocres interpretaciones del Bardo. Acompañado por la mítica Emma Peel de la serie The Avengers, Diana Rigg, quien interpretaba a su cónyuge, durante el rodaje conocería a la actriz Carol Browne, la que un año más tarde se convertiría en su tercera esposa.
Autoparodiándose en The Muppet's Show |
El cine en general estaba cambiando, experimentando transformaciones de las que ya hemos hablado en otros artículos (muy especialmente en el que le dedicamos a El Exorcista), tanto como para que llegue a ganar el premio Óscar a mejor película una cinta como Rocky (1976, John G. Avildsen), y ahora el perfil con que se había encasillado a Price le jugaba en contra por muchas razones, puesto que el género gótico y sus derivados se hallaban entonces en franca decadencia. Recuérdese que la Hammer Film Production (ver nuestro respectivo artículo) comienza su acelerada caída en esta década, a pesar de brindar en ella no menos de 6 o 7 excelentes películas del género. Así y todo, en 1973 el actor protagonizaría el filme de terror que más amó y del que más orgulloso se sintió hasta su muerte, Theatre of Blood (Douglas Hickox), producción británica en la que se ponía en la piel de Edward Lionheart, un actor shakesperiano que comenzaba a vengarse de los críticos y colegas que se habían burlado de sus mediocres interpretaciones del Bardo. Acompañado por la mítica Emma Peel de la serie The Avengers, Diana Rigg, quien interpretaba a su cónyuge, durante el rodaje conocería a la actriz Carol Browne, la que un año más tarde se convertiría en su tercera esposa.
Junto al cantante Alice Cooper, en 1975 |
Entre sus muchas tareas, el actor
también se destacó —durante 8 años— por interpretar al siniestro maestro de
ceremonias del ciclo televisivo “Mystery”, que se emitía por PBS, la
tevé pública yanqui. Pero en cuanto al cine, sus actuaciones comenzaron a
espaciarse. No sólo se estaba poniendo mayor, lo que le impedía desplazarse con
la agilidad de antaño (requisito necesario para el tipo de roles que le estaban
destinados) tanto como le restaba chances de obtener protagónicos, sino que
—insistimos— el cine gore estaba mutando definitivamente hacia su vertiente “slasher”, o sea, la del reinado de las
cuchillas afiladas, los cuerpos destripados y los psicóptas caracterizados.
Quizás por ello mismo lo más requerido del actor en sus últimas décadas fue su
voz; su voz y su dicción, por cierto, atributos que jamás perdería: desde el
filme animado de Disney The Great Mouse Detective (1986),
pasando por la narración en off para la canción (y su respectivo video-clip) Thriller,
de Michael Jackson (1984), hasta llegar al cortometraje Vincent (1982), bellísimo
homenaje que le dedicó su gran fan, el director Tim Burton. De todos modos no
sería únicamente su garganta la requerida en dicho período, ya que durante los
años ‘80s hubieron otras producciones que requirieron de su presencia, aunque
indudablemente el actor no debió prestarse jamás a ellas: The Offspring (1986, Jeff
Burg), espantoso e ignominioso filme; y Dead Heath (1988, Mark Goldblatt), otro
‘derrape’ innombrable, no hicieron nada por incrementar su prestigio. Empero, por
fortuna existieron dos producciones dignísimas que resultaron un digno colofón
para su carrera: la primera de ellas fue Backtrack (1989), una película muy
sólida que sin embargo pasó por vicisitudes propias de una industria que ya
entonces comenzaba a olvidar su inteligente pasado.
Dirigida y protagonizada por Dennis Hopper, se trataba de un thriller dramático bien construido, en el que además actuaban muy buenos intérpretes como Jodie Foster, Joe Pesci, John Turturro y Dean Stockwell, pero el estudio decidió reeditar el filme a su manera, desfigurándolo, lo que motivó a que Hopper quitara su nombre de los créditos (tal y como haría después con su policial negro The Hot Spot —de 1990 y con Don Johnson— por idénticos motivos). Cuando en 1991 se la restauró a su corte original pudo apreciarse lo buena que era y el muy buen papel que le había tocado a Price. La segunda película a la que nos referíamos fue la bellísima y encantadora Las Ballenas de Agosto (1987, The Whales of August), drama profundo y espléndidamente rodado por el enorme Lindsay Anderson, ese gran director y autor británico que fuera uno de los íconos del New Free Cinema inglés y la New Wave. Este sería su primer rodaje en EE UU, país en el que se había negado sistemáticamente a trabajar, aunque sus resultados hicieron que realmente valiera la pena su espera. Junto a dos glorias del cine de Hollywood ya ancianas, la enorme Bette Davis y la reina del período mudo, Lillian Gish, Vincent Price supo construir un personaje entrañable y conmovedor, el conde ruso Nikolai Maranov, al que dotó de profunda humanidad y una cierta fragilidad. La despedida final llegaría, por cierto, con la melancólica El Joven Manos de Tijera (1990; Edward Scissorhands), indudablemente una de las mejores cintas de toda la carrera de Tim Burton, su admirador más célebre, quien le permitió decir adiós con esos sutiles flashbacks en los que Edward evoca a su “padre” y creador, al que conoce sólo como El Inventor. Con casi ochenta años y una insuficiencia cardíaca severa, dio vida, sin embargo, al creador de esa criatura tierna e ingenua a la que no logra acabar, ya que la muerte lo sorprende antes de concluirla.
el actor en sus últimos años |
Dirigida y protagonizada por Dennis Hopper, se trataba de un thriller dramático bien construido, en el que además actuaban muy buenos intérpretes como Jodie Foster, Joe Pesci, John Turturro y Dean Stockwell, pero el estudio decidió reeditar el filme a su manera, desfigurándolo, lo que motivó a que Hopper quitara su nombre de los créditos (tal y como haría después con su policial negro The Hot Spot —de 1990 y con Don Johnson— por idénticos motivos). Cuando en 1991 se la restauró a su corte original pudo apreciarse lo buena que era y el muy buen papel que le había tocado a Price. La segunda película a la que nos referíamos fue la bellísima y encantadora Las Ballenas de Agosto (1987, The Whales of August), drama profundo y espléndidamente rodado por el enorme Lindsay Anderson, ese gran director y autor británico que fuera uno de los íconos del New Free Cinema inglés y la New Wave. Este sería su primer rodaje en EE UU, país en el que se había negado sistemáticamente a trabajar, aunque sus resultados hicieron que realmente valiera la pena su espera. Junto a dos glorias del cine de Hollywood ya ancianas, la enorme Bette Davis y la reina del período mudo, Lillian Gish, Vincent Price supo construir un personaje entrañable y conmovedor, el conde ruso Nikolai Maranov, al que dotó de profunda humanidad y una cierta fragilidad. La despedida final llegaría, por cierto, con la melancólica El Joven Manos de Tijera (1990; Edward Scissorhands), indudablemente una de las mejores cintas de toda la carrera de Tim Burton, su admirador más célebre, quien le permitió decir adiós con esos sutiles flashbacks en los que Edward evoca a su “padre” y creador, al que conoce sólo como El Inventor. Con casi ochenta años y una insuficiencia cardíaca severa, dio vida, sin embargo, al creador de esa criatura tierna e ingenua a la que no logra acabar, ya que la muerte lo sorprende antes de concluirla.
El Joven Manos de Tijera |
Luego de esta nostálgica despedida,
Vincent Price casi no abandonaría su casa de Sunset Hills, California. Más allá
de sus problemas de salud, tras la muerte de su esposa en 1991 se sintió
devastado y entró en depresión. El 25 de octubre de 1993, a los 82 años, una
falla cardíaca masiva lo depositó en la inmortalidad. Ocurrió en Los Ángeles,
mientras estaba internado en uno de los más prestigiosos centros de salud de
esa ciudad. De pronto, a poco de conocerse la noticia, millares de admiradores
literalmente brotaron de la nada para acercarse a depositar flores en la puerta
del nosocomio. Estaban, en su mayoría, vestidos y maquillados como muchos de
sus personajes más recordados. Su desánimo final le había llevado a creer,
según contaron sus nietos, que el público lo había olvidado. Nada estaba más
lejos de la verdad. Alguna vez había declarado que se sentía orgulloso de haber
interpretado a una galería tan variopinta de villanos, ya que opinaba que ellos
eran los genuinos creadores del “suspenso” y sobre los que se sustentaba el eje
dramático de una buena trama. Tenía razón. Y sus fans se lo agradecieron. Vuelvan
a ver cualquiera de sus películas y entenderán por qué.-
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