VINCENT PRICE o El Macabro Arte de Estremecer


Por Leonardo L. Tavani
Altísimo, casi interminable, dueño de una figura que imponía presencia y respeto, de aspecto cuidado y siempre impecable, culto y refinado, Vincent Price llegó al cine proveniente del teatro, siendo su impactante voz y su magnífica dicción las que, a la larga, le depositaron en las tenebrosas mazmorras del género de terror, al que dotó de una dignidad actoral que casi nadie había logrado antes. Aunque nunca quiso que se lo recordara únicamente por sus papeles de malvado, ya que había tenido una dilatadísima carrera antes de aquellos, lo cierto es que sin necesidad alguna de prótesis o maquillaje, le bastó con la sorprendente fuerza expresiva de su mirada, con su porte victoriano y su voz inolvidable para hacerlos suyos y reinar en absoluta soledad. Fue un hombre renacentista: coleccionista y marchante de arte, cocinero y exquisito gourmet, crítico gastronómico, crítico de arte, articulista y conferencista, miembro de grupos de lectura y debate, poseedor de tres títulos universitarios y dos doctorados… en fin, un hombre tan singular, y a la vez tan ignorado —tan oculto detrás de su encasillamiento en el género gótico— que merecía un artículo que lo revelase en toda su polifacética magnitud. Acompáñennos a recorrer la vida y la obra de un actor singular y un ser humano de múltiples dimensiones. Vincent Price.
            Vincent Leonard Price nació el 27 de mayo de 1911 en Saint Louis, Missouri, fruto de un matrimonio cuya pasión por las artes y la alta cultura se contagiaría bien pronto en el pequeño “Vinnie”. Ambos progenitores eran docentes universitarios, provenían de sendas familias adineradas del sur profundo americano y tenían una especial predilección por el coleccionismo de arte. Tal pasión fue indudablemente inoculada por ellos en el vástago predilecto de la familia, ya que Vincent inició su colección privada de pinturas a la prematura edad de doce años, al adquirir —con el dinero que su orgulloso papá le había obsequiado— un cuadro impresionista en una subasta privada. Desde entonces no pararía de incrementar su colección, una pasión que lo llevaría a abrir una serie de galerías de arte y a convertirse en crítico y marchante. Pero no nos adelantemos, que ya llegaremos a ello. El ambiente de alta cultura en que Vincent se crió indudablemente le influenció en muchas y múltiples formas, como por el ejemplo el meticuloso detalle que ponía en su aseo y cuidado personal, marca de fábrica que ya se advierte en fotos familiares tomadas entre sus once y doce años. Comenzó a usar su característico bigote a los 16 años, al que dedicaba horas de intensivo trabajo, y se jactaba de vestir con los mejores sastres de su ciudad. A solo tres semanas de cumplir dicha edad su familia lo envía a un largo viaje por Europa, con el fin de embeberse en el ambiente cultural del Viejo Mundo y acrecentar sus estudios. Su residencia temporal estaría en Londres, dónde se sentiría a sus anchas, y desde allí realizaría viajes permanentes a París, Praga, Viena, España, etc., visitando los mejores museos del continente.

 Más tarde, de vuelta en América, obtendría su doctorado en Historia del Arte más una Maestría en Lengua Inglesa por la Universidad de Yale, todo ello  a mediados de 1933. Casi de inmediato se trasladará a Nueva York, en dónde comenzará su carrera docente. Luego regresará a Inglaterra, a fin de graduarse como Doctor en Bellas Artes por la Universidad de Londres, título que obtuvo en 1936, siendo el renacentista Alberto Durero el objeto de su tesis. Ahora bien, el joven Vincent (quien pintaba desde su infancia) intensificó sus intentos artísticos precisamente durante su estancia en la capital británica, alentado por el clima bohemio en que se movía, pero de algún modo llegó a convencerse de que jamás sería un buen pintor, lo que le motivó a virar sus intereses hacia el mundo del teatro. Price amaba la docencia, pero necesitaba “ejercer” aquello acerca de lo que enseñaba, y dado que su capacidad de autocrítica le vetó todo intento futuro de reincidir en la pintura, comenzó a frecuentar los revolucionados cenáculos del teatro londinense de los años ‘30s.
junto a la bellísima Gene Tierney en "Laura"
            Vincent  se unió a un elenco estable en 1935, recomendado por unos amigos de la universidad, debutando poco después en un melodrama titulada Chicago, en el que interpretaba a un policía. A esta obra le seguiría Victoria Regina, en la que se puso en la piel del Príncipe Alberto, y sería con ella que atraería la atención de productores y directores. Su voz meliflua y sus modales grandilocuentes, así como su fuerte presencia en escena (Price medía casi 2 metros de altura y poseía una sólida contextura física), le garantizaron un futuro auspicioso. La obra realizaría una gira por América, haciendo primera escala en Broadway, donde cosecharía un gran éxito y le significaría al actor su primer contrato para el cine. El ofrecimiento inicial provendría de un cazatalentos de la MGM, pero Price optaría por aceptar los términos de un agente de la Universal, compañía para la cual rodaría  Service de Luxe (1938, Rowland V. Lee), su debut en la gran pantalla y primer coestelar, al lado de la por entonces muy famosa Constance Bennett. Ese mismo año Vincent se casaría con su primera esposa, la actriz Edith Barret. Poco después, ya en 1939, el mismo director lo convocaría para Tower of London, en la que compartiría cartel con dos glorias del cine de terror —Basil Rathbone y Boris Karloff—  (casi una premonición acerca de su futuro en la gran pantalla), interpretando al Duque de Clarence. Su figura impactó tanto que la Warner lo pidió prestado para encarnar a sir Walter Raleigh en The Private Lives of Elizabeth And Essex (1939), gran joya dirigida por Michael Curtiz y protagonizada por Bette Davis y Errol Flynn. Lució tan bien en ella que su futuro artístico quedaría asegurado, así como se volvería un lugar común la creencia de que había nacido inglés, y no como el perfecto caballero sureño que en efecto era. Durante 1940 rodó nada menos que cinco películas: desde una biografía de Brigham Young hasta la adaptación de una novela de Hawthorne; pero la última de ellas, The Invisible Man Returns (Joe May) sería, en efecto, la primera de género terrorífico que le tocaría en suerte. Aunque no era el protagonista, su futuro comenzaba a perfilarse con cierta certeza. Luego de esta producción la Universal decide no renovarle el contrato y Price queda a la espera de un incierto golpe de suerte. Ocurrió que si bien ya había llamado la atención de público y crítica, el actor aun no era considerado una estrella y su altura comenzaba a dificultarle las cosas. Muchas de las grandes figuras del Hollywood clásico eran de baja estatura, como por ejemplo Humprey Bogart, Alan Ladd (quien padecía una verdadera obsesión por el tema), Dan Duryea o Claude Rains, y en sus contratos figuraban cláusulas que impedían emparejarlos con otros intérpretes demasiado altos, lo que le dificultó enormemente al actor su crecimiento en la industria.
"La Canción de Bernadette"

 Price debió esperar hasta 1943 para firmar contrato con 20th Century Fox, estudio que le permitió (al igual que lo había hecho Universal) mantener sus representaciones teatrales en paralelo. Ese mismo año debutaría para la empresa en la oscarizada The Song of Bernadette (Henry King), filme de gran éxito, y en los años siguientes actuaría en otros 11 para la compañía. La década de los ‘40s, sin duda alguna, fue la del gran éxito comercial del actor, en la que interpretó a galanes atormentados, hombres de Ley y arribistas sin escrúpulos. Trabajó junto a la maravillosa y bella Gene Tierney en tres ocasiones, pero se lo recuerda especialmente por la primera de ellas, Laura (1944, Otto Preminger), mitad drama y mitad policial negro en el que interpretaba a un indolente gigoló perfectamente dispuesto a casarse con la protagonista por puro interés. Pero como lo hemos apuntado más arriba, Price poseía una “grandiosidad gótica” —“operística”, si se quiere— y una sutilísima manera de autoparodiarse  que le valieron ganarse la imagen de galán perverso y malvado, aunque manteniendo siempre un perfil refinado y atildado. Esa imagen quedaría definitivamente plasmada en dos cintas consecutivas que estelarizó, Shock (1946, Alfred L. Werker) y Dragonwick (1946, Joseph L. Mankiewicz). En la primera de ellas (y haciendo gala de todo su magnetismo), encarnaba a un psiquiatra que intentaba volver loca a una paciente que le había visto cometer un asesinato, y en la segunda (una verdadera joyita que vimos hace apenas unos meses, brillantemente remasterizada) realizaba un verdadero tour-de-force actoral, interpretando a un orgulloso “landlord” que acababa por odiar e intentar matar a su mujer (Gene Tierney). Su particular y absolutamente perfecta dicción (de hecho, se lo conoce como el único actor al que ningún Estudio tuvo que mandarlo jamás con un “dialogue coach”) le consiguieron en esa década sus primeros trabajos en la radiofonía norteamericana, siendo durante años la voz protagónica del radioserialEl Santo”. Esta sería una época dorada para Price, ya que sería dirigido por grandes talentos como Anatole Litvak, Henry King o Gregory Ratoff, y actuaría al lado de estrellas del calibre de Henry Fonda, Peggy Cummings, Victor Mature, Gregory Peck, Cecil Hardwicke o Edmund Gwenn.
nuevamente con Tierney, en "Dragonwick"
 Mientras su cachet comenzaba a dispararse y la crítica le era favorable, sus inquietudes artísticas pasaban a multiplicarse: junto al actor George MacReady, gran amigo suyo, abriría una coqueta galería de arte en Beverly Hills. La experiencia duró poco, pero la galería obtuvo un gran éxito, por lo que años después abriría otra en Nueva York, en el Village, la primera de una modesta cadena que al cabo de una década vendería por un precio nada despreciable. Desde muy joven el sueño de Price había consistido en democratizar las artes plásticas (tanto en lo concerniente al artista como al receptor/comprador), para así masificarlas y quitarles el aura de elitismo, cuestión que desarrolló en uno de los libros que escribió sobre el tema, en el que puso el mayor de los énfasis en lo concerniente a la estimulación, protección y subvención de los jóvenes y nóveles artistas plásticos. Es también en esta época que Price pasaría a formar parte de numerosos círculos de lectura (gran tradición americana, por cierto), en los que pudo exponer sus personales ideas acerca del arte y la cultura. Se volvió un conferencista habitual de estos cenáculos, especialmente en los períodos en que sus obligaciones cinematográficas se lo permitían, mientras que —paralelamente— inició una nueva carrera como crítico y cronista gastronómico. Price había sido un exquisito gourmet desde la adolescencia, si no desde antes, dado que su padre —que además de todo era un experto cocinero y enólogo— lo había introducido concienzudamente en dicho mundo, por lo que ahora (entre finales de los ‘40s e inicios de los ‘50s) el actor completaría su formación en estas áreas y se lanzaría de lleno en sus brazos. Como se ve, la personalidad del actor era mucho más fascinante y compleja de lo que se podría pensar, tanto como para merecer —según palabras de uno de sus biógrafos— el término de “hombre del Renacimiento”, debido a sus múltiples intereses y su ideología profundamente humanista.
En los primeros años ‘50s  debutaría en la televisión, medio para el que no sólo actuaría en especiales dramáticos, sino en el cual tendría sucesivos ciclos sobre arte y cocina gourmet. Sin embargo, como lo apuntamos más arriba, su cachet había subido exponencialmente (así como los problemas de emparejamiento) y la Fox, por tanto, decide no renovarle el contrato. Trabajaría sucesivamente, entonces,  para la RKO, la Universal y la MGM en filmes de variable calidad, aunque él mismo y el público rescatarían siempre su magnífica interpretación del Cardenal Richelieu en The Three Musketeers (1948, George Sidney), maravillosa versión en Technicolor de la inmortal novela de Alexandre Dumas, en la que compartió cartel con Lana Turner, Gene Kelly y Van Heflin. En 1949 se casaría con la que sería su segunda esposa, Mary Grant, diseñadora de modas en la Paramount y, como él mismo, amante de las bellas artes y la gastronomía. Este período de su vida, altamente exitoso tanto en lo personal como en lo respectivo a sus trabajos para el mundo del arte y la cocina, resultó —sin embargo— algo endeble en el aspecto cinematográfico. Por aquellos años aun predominaba el sistema de “contrato fijo” con los Estudios (que recién caería en desuso avanzados los años ‘60s), por lo que haberse vuelto un intérprete “free lance” acabaría por dañar su carrera. Lamentablemente, el actor se vio obligado a aceptar numerosos roles en películas mediocres precisamente cuando entraba en su cuarta década de vida, momento en que muchos estudios solían relegar a sus intérpretes ofreciéndoles papeles menores,  a menos —claro— que se tratase de figuras consolidadas como Bogart o Wayne. Así y todo, pudo darse el lujo de aparecer en algunas producciones de gran calidad, como la bíblica The Ten Commandments (1956, Cecil B. de Mille) o The Baron of Arizona (1950, Samuel Fuller). Y aunque, como vimos, Price ya había dado algunos pasos en el género gótico (además de la comedia de terror Abbott and Costello Meet Frankenstein -1948, Charles Barton- en la que ponía la voz para el hombre Invisible), su formal debut en el ámbito del terror se daría en 1953 con un filme de la Warner, hoy considerado un clásico de culto: Museo de Cera (House of Wax; Andé De Toth).
Posando en broma junto a Alfred Hitchcock

 Probablemente la más popular de la era del 3-D, la cinta presentaba a Price como un escultor en cera traicionado por su socio, quien supuestamente muere en el incendio ocasionado por este. Horriblemente desfigurado, vuelve de la muerte para vengarse de sus enemigos, a los que usa como base de sus nuevas esculturas. La película fue un éxito rotundo, siendo asimismo muy celebrada como la que mejor utilizó el sistema en tercera dimensión desde su lanzamiento. Paradójicamente, Vincent había cuestionado la elección del director, ya que De Toht era tuerto y se suponía que eso lo ponía en inferioridad de condiciones para trabajar con el director de fotografía.  Así entonces, y aunque todavía participaría de otro tipo de producciones, el género de terror le estaría esperando con los brazos más que abiertos, sellando en parte su destino, el que se consumaría finalmente en 1958 con The Fly (La Mosca, de Kurt Neumann), mítico filme en el que su convicción y prestancia lo convertirían en el impensado protagonista, a pesar de que su rol era en verdad el del hermano del científico que mutaba en la criatura mitad mosca. Como era de esperarse, esta popular cinta llamó la atención del productor, director y guionista William Castle, célebre por sus “gimmicks” (trucos que preparaba dentro de salas de cine selectas para asustar a los espectadores), quien lo convocó para protagonizar la recordada House of Haunted Hill (1958, W. Castle), primera en la larga (y ya agotadora) saga de filmes sobre casas encantadas. También a las órdenes de Castle, rodará en 1959 The Tingler, excelente filme acerca de un médico forense (Price) que descubre cómo unas horribles criaturas parásitas crecen adheridas a la espina dorsal de las personas. Ese mismo año concluiría para el actor con la secuela de su anterior suceso, The Return of the Fly (Edward Bernds), en la cual su protagonismo sería absoluto. Comenzaba, entonces, la década de los ‘60s, y con ella llegaría el período más fascinante en la carrera de Vincent Price: su encuentro con Edgar Allan Poe y Roger Corman. Allá vamos.
            Pocos intérpretes podrían, en retrospectiva, jactarse de la buena estrella que para Price significó la convocatoria del director, productor y guionista Roger Corman, junto al contrato ofrecido por la American International Pictures (AIP). Meses atrás publicamos aquí mismo un extenso artículo acerca del ciclo de películas inspiradas en Poe, dirigidas por Corman y escritas por Matheson, en el que profundizamos tanto en la carrera del director como en los avatares de la citada compañía productora. Para no repetirnos, los remitimos a dicho artículo. Aquí nos importa el punto de vista del actor, para el que esta reunión fue algo así como maná caído del cielo. Corman le había propuesto a la AIP, concretamente a James H. Nicholson, iniciar una saga de filmes basados en Poe, rodados a bajo presupuesto y reutilizando tanto decorados  como tomas secundarias. La primera sería, por supuesto, House of Usher (también Fall of House of Usher, 1960), cinta en la que no habría monstruo alguno, ya que el “monstruo” sería la mansión misma así como las miasmas de depravación e incesto que desprendía el linaje Usher. Corman convenció a la productora, obtuvo un modesto presupuesto de u$s 270.000 (cuyas dos terceras partes se fueron en el cachet de Price) y logró lo impensable: un fenomenal suceso de taquilla y un filme cuyo clima opresivo, atmósfera asfixiante y crescendo dramático no dan tregua. De no ser por los ancestrales prejuicios de la Academia, Price debería haber ganado el Óscar a mejor actor por su rol de Roderick Usher, al que dota —simultáneamente— de crueldad y patetismo, humanidad y distanciamiento, temor y oculto deseo. Pero esta sería apenas la primera de una serie de 8 impactantes películas, en cada una de las cuales (dos de ellas se rodaron en Inglaterrra) nuestro protagonista llegó a límites insospechados en cuanto al arte de la actuación. Nuestros favoritos personales son dos: su Próspero de La Máscara de la Muerte Roja (1964, Masque of Red Death), lección de actuación difícil de olvidar, y su Fortunato del segundo episodio del filme Tales of Terror (1962), adorable autoparodia construida con un humor y una sutileza difíciles de igualar. Todo el ciclo, obviamente, le brindó al actor la posibilidad de explorar situaciones, sentimientos y extremos de locura y obsesión más propios de Shakespeare que del horror gótico, ya que esta genial idea de Corman abrió las puertas a una comprometida forma de bucear en los abismos de la psique y el deseo. No resulta casual que utilicemos dos veces seguidas esta última palabra, ya que los personajes de estas tragedias “victorianas” descubren que están irremediablemente condenados a repetir los errores de sus ancestros por su patológica incapacidad para abrazar el deseo. En ellos, esta pulsión se transforma en una fuerza corrosiva y degradante, con la que no saben ni pueden lidiar, y es esta incapacidad la que los transforma en monstruos, o si se quiere, en depravadas caricaturas de seres humanos.
Como "EggHead" en la serie "Batman"

 Por todo lo dicho, podemos afirmar que la década de los ‘60s fue una de las más ricas para el actor, aunque dicha aseveración no debería ocultar el hecho de que —al mismo tiempo— aceptó participar en filmes de paupérrima calidad. Ejemplos de ello son Beach Party (1963, William Asher), olvidable comedia musical que merece la quema, la endeble The Last Man on Earth (1964, Sidney Salkow), errática y anticlimática adaptación de la novela de Matheson “Soy Leyenda” (coproducción con Italia), o el aberrante drama House of 1000 Dolls (1967, Jeremy Summers), coproducción ítalo-británica que solo merece el olvido. Así y todo, son mayoría las producciones de gran calidad que Price alternó a lo largo de toda la década. Incluso una comedia disparatada producida por la AIP, Dr. Goldfoot and the Bikini Machine (1965, Norman Taurog), logra brindar momentos de buena comedia. “Spoof” de la saga Bond, en la que el actor se divierte y nos divierte con su sano sentido de desmitificación, el mayor defecto del filme consiste en haber confiado el rol protagónico al inepto de Frankie Avalon, estrella del rock de los ‘60s devenido actor, cuyo papel estaba claramente concebido para un Jerry Lewis o un Don Adams. Por lo menos, la canción del título interpretada por las Supremes produce un inocultable shock de nostalgia. Sin embargo, si de comedia se trata, Price volvería  a reírse de sí mismo brindando una performance superlativa en The Raven (1963, Corman), interpretando a un hechicero de capa caída cuyo rival se ha apoderado, además de su magia, de su propia esposa. En este género, además, nuestro protagonista participaría de una muy buena y sólida película, What’s a Nice Girl Like You…? (1971, Jerry Paris), en la que compartiría cartel con grandes figuras como Brenda Vaccaro, Jack Warden y Roddy McDowall.
Dr. Goldfoot and the Bikini Machine
            Vincent Price protagonizaría aún otros filmes con guiones del talentoso Richard Matheson (todos ellos para la AIP), tales como la genial The Comedy of Terrors (1964, Jacques Tourneur), deliciosa comedia macabra acerca de un enterrador en bancarrota que —para revitalizar el negocio— debe “conseguirse” sus propios clientes (en la que compartió cartel con Boris Karloff , Basil Rathbone y Peter Lorre), o la divertida aventura de sci-fi Master of the World (1961, William Witney), atractiva adaptación de dos relatos de Jules Verne, pero el resto de sus cintas de este período carecen de la firmeza argumental y la solidez cinematográfica de las anteriores. Se puede rescatar, sin embargo, su segunda y última colaboración con Tourneur (debido a la súbita muerte del director apenas rodada), que fue War Gods of the Deep (o City Under the Sea) (1965), bastante digna producción de espíritu ‘verniano’. En cuanto a su vida extra cinematográfica, fue también durante los ‘60s que Price, instado por su amigo el marchante Sears Roebuck, comienza a encargarse de la selección de obras de arte de jóvenes artistas para su compra-venta y distribución en galerías especializadas de toda la nación. Para diciembre de 1969 había supervisado la adquisición de 55.000 obras —que  Sears vendió a precios que oscilaron entre los 35 y los 3.500 dólares— a las que Price acompañó de unas breves reseñas críticas que posteriormente se compilaron en un único volumen ilustrado. Como afirmó en un artículo para The NewYorker, su “sueño de democratizar el arte se hacía realidad”. Además del citado volumen, durante esta década Vincent publicará dos libros que le reportarán muchas satisfacciones, Drawins of Delacroix (1962) y The Come Into The Kitchen Cook Book (1969); y en cuanto a la televisión, además de sus habituales ciclos de cocina y arte, Price conseguirá un enorme suceso interpretando en varias ocasiones al “Bati Villano Invitado” EggHead (Cabeza de Huevo) en la ya mítica serie Batman (ABC, 1966-68), rol que aceptará a pedido de su segundo nieto, fan del show. Volviendo al ámbito del cine, queda por completo en claro que para finales de los años ‘60s e inicios de los ‘70s la identificación del actor con el género de terror resulta un hecho consumado. Los filmes se suceden, aunque su calidad no sea siempre la esperada: The Witchfinder General/The Conqueror Worm (1968), The Oblong Box (1969), Scream and Scream Again (1970), More Dead Than Alive (1969), The Trouble with Girls (1969) y Cry of the Banshee (1970) sirven como claros ejemplos de ello. La cosa cambiaría con una producción británica distribuida por AIP, la excelente comedia negra The Abominable Dr. Phibes (1971, Robert Fuest), creativa y sorprendente sátira oscura acerca de un médico desfigurado en un accidente que se venga de todos los involucrados en la muerte de su esposa, a la que no pudieron salvar de las consecuencias del mismo siniestro. Plena de sutilezas y aciertos, no es el menor de ellos la muy simbólica banda musical compuesta por muñecos mecánicos, así como la extraña, fascinante y enigmática presencia de Vulnavia (Virginia North), la silenciosa asistente del Dr. La secuela de 1972 pierde, lamentablemente, gran parte de la concisión narrativa de su predecesora. La década de los ‘70s, empero, será una época complicada para el actor, cuando menos en lo concerniente a la calidad de los proyectos que se le ofrecerán durante la misma.
Autoparodiándose en The Muppet's Show

 El cine en general estaba cambiando, experimentando transformaciones de las que ya hemos hablado en otros artículos (muy especialmente en el que le dedicamos a El Exorcista), tanto como para que llegue a ganar el premio Óscar a mejor película una cinta como Rocky (1976, John G. Avildsen), y ahora el perfil con que se había encasillado a Price le jugaba en contra por muchas razones, puesto que el género gótico y sus derivados se hallaban entonces en franca decadencia. Recuérdese que la Hammer Film Production (ver nuestro respectivo artículo) comienza su acelerada caída en esta década, a pesar de brindar en ella no menos de 6 o 7 excelentes películas del género. Así y todo, en 1973 el actor protagonizaría el filme de terror que más amó y del que más orgulloso se sintió hasta su muerte, Theatre of Blood (Douglas Hickox), producción británica en la que se ponía en la piel de Edward Lionheart, un actor shakesperiano que comenzaba a vengarse de los críticos y colegas que se habían burlado de sus mediocres interpretaciones del Bardo. Acompañado por la mítica Emma Peel de la serie The Avengers, Diana Rigg, quien interpretaba a su cónyuge, durante el rodaje conocería a la actriz Carol Browne, la que un año más tarde se convertiría en su tercera esposa.
Junto al cantante Alice Cooper, en 1975
            Entre sus muchas tareas, el actor también se destacó —durante 8 años— por interpretar al siniestro maestro de ceremonias del ciclo televisivo “Mystery”, que se emitía por PBS, la tevé pública yanqui. Pero en cuanto al cine, sus actuaciones comenzaron a espaciarse. No sólo se estaba poniendo mayor, lo que le impedía desplazarse con la agilidad de antaño (requisito necesario para el tipo de roles que le estaban destinados) tanto como le restaba chances de obtener protagónicos, sino que —insistimos— el cine gore estaba mutando definitivamente hacia su vertiente “slasher”, o sea, la del reinado de las cuchillas afiladas, los cuerpos destripados y los psicóptas caracterizados. Quizás por ello mismo lo más requerido del actor en sus últimas décadas fue su voz; su voz y su dicción, por cierto, atributos que jamás perdería: desde el filme animado de Disney The Great Mouse Detective (1986), pasando por la narración en off para la canción (y su respectivo video-clip) Thriller, de Michael Jackson (1984), hasta llegar al cortometraje Vincent (1982), bellísimo homenaje que le dedicó su gran fan, el director Tim Burton. De todos modos no sería únicamente su garganta la requerida en dicho período, ya que durante los años ‘80s hubieron otras producciones que requirieron de su presencia, aunque indudablemente el actor no debió prestarse jamás a ellas: The Offspring (1986, Jeff Burg), espantoso e ignominioso filme; y Dead Heath (1988, Mark Goldblatt), otro ‘derrape’ innombrable, no hicieron nada por incrementar su prestigio. Empero, por fortuna existieron dos producciones dignísimas que resultaron un digno colofón para su carrera: la primera de ellas fue Backtrack (1989), una película muy sólida que sin embargo pasó por vicisitudes propias de una industria que ya entonces comenzaba a olvidar su inteligente pasado.
el actor en sus últimos años

 Dirigida y protagonizada por Dennis Hopper, se trataba de un thriller dramático bien construido, en el que además actuaban muy buenos intérpretes como Jodie Foster, Joe Pesci, John Turturro y Dean Stockwell, pero el estudio decidió reeditar el filme a su manera, desfigurándolo, lo que motivó a que Hopper quitara su nombre de los créditos (tal y como haría después con su policial negro The Hot Spot —de 1990 y con Don Johnson— por idénticos motivos). Cuando en 1991 se la restauró a su corte original pudo apreciarse lo buena que era y el muy buen papel que le había tocado a Price. La segunda película a la que nos referíamos fue la bellísima y encantadora Las Ballenas de Agosto (1987, The Whales of August), drama profundo y espléndidamente rodado por el enorme Lindsay Anderson, ese gran director y autor británico que fuera uno de los íconos del New Free Cinema inglés y la New Wave. Este sería su primer rodaje en EE UU, país en el que se había negado sistemáticamente a trabajar, aunque sus resultados hicieron que realmente valiera la pena su espera. Junto a dos glorias del cine de Hollywood  ya ancianas, la enorme Bette Davis y la reina del período mudo, Lillian Gish, Vincent Price supo construir un personaje entrañable y conmovedor, el conde ruso Nikolai Maranov, al que dotó de profunda humanidad y una cierta fragilidad. La despedida final llegaría, por cierto, con la melancólica El Joven Manos de Tijera (1990; Edward Scissorhands), indudablemente una de las mejores cintas de toda la carrera de Tim Burton, su admirador más célebre, quien le permitió decir adiós con esos sutiles flashbacks en los que Edward evoca a su “padre” y creador, al que conoce sólo como El Inventor. Con casi ochenta años y una insuficiencia cardíaca severa, dio vida, sin embargo, al creador de esa criatura tierna e ingenua a la que no logra acabar, ya que la muerte lo sorprende antes de concluirla.
El Joven Manos de Tijera
            Luego de esta nostálgica despedida, Vincent Price casi no abandonaría su casa de Sunset Hills, California. Más allá de sus problemas de salud, tras la muerte de su esposa en 1991 se sintió devastado y entró en depresión. El 25 de octubre de 1993, a los 82 años, una falla cardíaca masiva lo depositó en la inmortalidad. Ocurrió en Los Ángeles, mientras estaba internado en uno de los más prestigiosos centros de salud de esa ciudad. De pronto, a poco de conocerse la noticia, millares de admiradores literalmente brotaron de la nada para acercarse a depositar flores en la puerta del nosocomio. Estaban, en su mayoría, vestidos y maquillados como muchos de sus personajes más recordados. Su desánimo final le había llevado a creer, según contaron sus nietos, que el público lo había olvidado. Nada estaba más lejos de la verdad. Alguna vez había declarado que se sentía orgulloso de haber interpretado a una galería tan variopinta de villanos, ya que opinaba que ellos eran los genuinos creadores del “suspenso” y sobre los que se sustentaba el eje dramático de una buena trama. Tenía razón. Y sus fans se lo agradecieron. Vuelvan a ver cualquiera de sus películas y entenderán por qué.-
           

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