Fantasmas y Mansiones Embrujadas: O Cuando las Sábanas dan Miedito


Por Leonardo L. Tavani

Estimados Amigos: abandonamos, por esta vez, la solemnidad de nuestros últimos artículos —solemnidad obligada, por cierto, a causa de sus temas (caza de brujas, nazi-fascismo, etc.)— y les proponemos divertirnos un rato. ¿Cómo? Pues bien, con una demora de algo más de un año, vimos finalmente la primera temporada de la serie de Netflix y Paramount The Haunting of Hill House (2018), ciertamente muy interesante, pero a la que muy bien le haría un poco de sana desmitificación y —no poca cosa— tomarse a sí misma menos seriamente. ¡Y entonces se nos prendió la lamparita! (¡perdón Edison!) Llevamos casi 120 años pensando que los únicos protagonistas del cine de terror son los monstruos clásicos de la literatura decimonónica, Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo y demás mascotas… Pero, ¿y los fantasmas? ¿Acaso no hay un maldito sindicato que reivindique los derechos de estos verdaderos desheredados de la gran pantalla? Sí señor, ¡El Cine Por Asalto los vindicará! Así pues, espectros, aparecidos, luz mala, fantasmitas amigables y Zulma Lobato, ¡vamos por ustedes!
A seguir leyendo, entonces, que el tren fantasma es más caro y no asusta a nadie.
The Haunting
            Antes que nada, una aclaración. Este es un artículo fundamentalmente lúdico, que lo único que pretende es divertir y motivarlos a ver on-line (o bien descargar de la web) los mejores exponentes del género “fantasmagoril”, así que esta vez dejaremos de lado la habitual meticulosidad en fechas y detalles para, en cambio, navegar libremente por la cinematografía en cualquier dirección temporal o geográfica. Tampoco seremos demasiado exhaustivos con nuestro catálogo de filmes, ya que sólo hasta principios de los años ‘90s la lista de aquellos que tratan de fantasmas y/o casas embrujas es gigantesca, y la gran mayoría de ellos apestan: nos dedicaremos, pues, a los mejores. Dicho esto, ¡a lo nuestro! Ahora bien, no nos privaremos, de todos modos, de poner las cosas un poquito en orden. Si bien, ya se sabe, el género de horror estuvo presente desde el inicio mismo de la historia del cine (y en todas las latitudes, por cierto), los fantasmas fueron los protagonistas menos recurrentes del mismo. Los motivos nunca se han estudiado seriamente, pero es más que probable que haya que buscarlos en los escasos medios técnicos disponibles en la época de los pioneros. Piénsese, si no, en el maravilloso Nosferatu de F. W. Murnau (Alemania, 1922), cuyo presupuesto se iba inflando conforme su obsesivo director se encaprichaba con repentinas ideas. Sin embargo, resultaba mucho más fácil representar a este vampiro —ya que sólo se requería maquillaje y apliques— que a etéreos espectros, cuya aparición en pantalla exigiría de múltiples y dificultosos trucajes fotográficos, sobreimpresiones y arduos trabajos de edición. Así y todo, el infatigable Georges Méliès (cuya obra integral se ha perdido casi irremisiblemente) rodó en 1896 Le Manoir du Diable/ The Devil’s Manor, la pionera acerca de las mansiones embrujadas. En los primeros días de Tinseltown, D. W. Griffith (más recordado por sus épicas The Birth of a Nation,1915;  o Intolerance, 1916) también se ocuparía de los espectros con One Exciting Night (1922), pero —indudablemente— los monstruos clásicos brindaban más posibilidades y menos dificultades a la hora de transponerlos en celuloide. Los seres no corpóreos se harían presente más que nada en el cine europeo, y muy fundamentalmente en el nórdico: por caso, el danés Benjamin Christensen realizaría en 1922 Häxan (The Witchcraft Trought the Ages), filme de una estética arrolladora. Pero, como lo dijimos antes, evitaremos la solemnidad y pasaremos de inmediato a repasar los mejores exponentes modernos del género.
            Elegimos en primer lugar al filme que décadas después daría origen a la serie que mencionamos en la introducción, The Haunting (1963), producción hollywoodense íntegramente rodada en Inglaterra e inspirada en la novela de Shirley Jackson, The Haunting of Hill House. Dirigida con mano maestra por el gran Robert Wise (La Novicia Rebelde / West Side Story / Star Trek, the Motion Picture), casi perfecta, dueña de un clima único y opresivo, ambientada como los dioses, The Haunting adapta brillantemente la novela de base sin temor a realizar cambios que la tornen más cinematográfica. Su excelente guión, a cargo de Nelson Gidding, pone en escena al Dr. John Markway (Richard Johnson), un antropólogo que llega a la antigua mansión victoriana de la familia Hill, ubicada en Nueva Inglaterra, la que lleva un siglo sindicada como embrujada. Como parte de sus investigaciones en percepción extra sensorial, el doctor arriba con un selecto grupo que podría confirmar sus teorías. Claire Bloom, excelente actriz británica de larga trayectoria (Richard III, 1955 /Look Back in Anger, 1958), interpreta con notable sutileza a Theodora, una soltera lesbiana de Greenwich Village obsesionada con la reciente muerte de su madre, a la que debió cuidar en sus últimos años de enfermedad, y cuyo estado psíquico bien podría resultar influido por la maligna ponzoña de la residencia Hill. Filme que marcó tendencia, al que Wise dirigió utilizando toda la experiencia aprendida al lado de Val Lewton, su mentor allá por los años ‘40s, cuando este producía su insuperada galería de cintas de horror psicológico para la RKO durante dicha década (Cat People, I Walked with a Zombie, The Seventh Victim, etc.). Todavía hoy efectiva, a pesar de la ‘intoxicante’ pirotecnia que el cine de horror contemporáneo le inyecta al gusto del público (nublándolo), The Haunting engendró una larga (aunque no siempre ilustre) serie de filmes acerca de mansiones embrujadas. Pero poco antes, en 1961, de Gran Bretaña llegaría la impactante The Innocents, dirigida por Jack Clayton, un más que competente director. Basada en el clásico relato de Henry James, The Turn of the Screw (Otra Vuelta de Tuerca), cuenta con dos genuinas armas secretas: el milimétrico guión de Truman Capote (¡nada menos!), William Archibald y John Mortimer; y la maravillosa fotografía del enorme Freddie Francis, habitual director de la Hammer, quien crea una atmósfera en blanco y negro (y en CinemaScope) de la que resulta imposible despegarse aun después del final de la cinta. Deborah Kerr, esa gran actriz inglesa que conquistó Hollywood con joyas como Black Narcissus (1946), The King and I (1956), The King Solomon’s Mines (1950) o la mítica An Affair to Remember (1957), aceptó, sin embargo, el difícil desafío de interpretar a Miss Giddens, la nueva institutriz de los niños Miles y Flora, quienes aparentemente se hallan bajo la siniestra influencia de los respectivos espectros de Peter Quint y Miss Jessel, otrora impúdicos y trágicos amantes. Aunque siempre se alabó su gran talento interpretativo, Kerr era a menudo “acusada” de una cierta frialdad, la que sin embargo se dio de bruces con esta apasionada actuación, gracias a la que pudo conjugar, en la primera parte del filme, esa anterior imagen suya (ya que se trata de una institutriz obviamente reprimida tanto en lo sexual como en lo sentimental, aferrada a obsoletos prejuicios religiosos y de clase), con una segunda mitad en la que todas las pasiones reprimidas, el deseo y la furia reprimida se hacen carne en ella. Imperdible.
El fantasma de Canterville (1943)
            Las casas embrujadas, lo repetimos, han tenido una larga aunque no siempre ilustre prosapia. De este tenor bajo, ciertamente, es And Now the Screaming Start (1973, Roy Ward Baker), una de las cintas rutinarias de la Hammer, de esas que la compañía rodaba sólo para cumplir contratos de distribución y sin muchas aspiraciones estéticas, la que sin embargo tiene algunos buenos sustos y, cómo no, las excelentes actuaciones del incombustible Peter Cushing, Herbert Lom e Ian Ogilvy. Mucho mejor resultado se obtuvo, empero, con The Old Dark House (1963), única vez en que la productora británica se asociaría con el productor, guionista y director americano William Castle, increíble personalidad a la que ya volveremos más adelante. Basada en la novela Benighted, de J. B. Priestley, y con guión de Robert Dillon y dirección del propio Castle, el filme mezcla adecuadamente humor con sustos a granel, aunque en manos de alguno de los directores fijos de la compañía hubiera resultado mejor. En un curioso y casi único caso, la cinta se estrenó en cines en blanco y negro cuando en realidad se había rodado íntegramente en color. De no creer. Pero ya que estamos en Inglaterra, nos quedaremos allí un poco más y adelantaremos el tiempo hasta 1973, cuando se estrenó The Legend of Hell House (John Hough), magnífico filme con guión del gran novelista Richard Matheson, basado en su novela Hell House. Uno de los logros de esta cinta consiste en darle un giro copernicano al subgénero, evitando lugares comunes y sumando elementos de la sci-fi y el gótico. Competentemente interpretada por Roddy McDowall y Pamela Franklin, destaca además la espléndida fotografía de Alan Hume, habitual colaborador en la saga Bond. Pero el año 1973 nos hizo recordar, sin embargo, que fue también el del estreno de un filme americano de bajo presupuesto pero excelentes resultados, The House of Seven Corpses (Paul Harrison), protagonizado por John Ireland y Faith Domergue (quien fuera primero amante y luego esposa del director argentino Hugo Fregonese), la que presenta una premisa muy, pero muy interesante: el equipo técnico y artístico de un filme de horror busca una casona antigua en dónde rodar, ignorando que la mansión que finalmente consiguen está realmente embrujada.
La reciente serie de netflix basada en la novela de Sh. Jackson

 Divertida y a la vez dueña de unos muy buenos sobresaltos, la mezcla de cine dentro del cine con fantasmas y maldiciones resulta deliciosa. Ahora nos desplazaremos a 1979 y le echaremos una ojeada a The Amityville Horror (Stuart Rosenberg), supuestamente el santo grial de los filmes de mansiones malditas. En efecto, la cinta resultó un éxito a la hora de su estreno, pero lamentablemente no resistió el paso del tiempo. Basada en el libro de Jay Anson, “supuestamente” de no-ficción, la película se sostiene básicamente en las muy buenas actuaciones de un jovencísimo James Brolin (padre de Josh, quien se supone que también actúa) y la canadiense Margot Kidder (Lois Lane en Superman The Movie, 1978), además de la excelente aparición del gran Rod Steiger (The Pawnbroker, Sidney Lumet, 1965) como el sacerdote católico que sucumbe al poder del espíritu maligno. El score original corrió por cuenta de nuestro Lalo Schiffrin, quien readaptó y expandió la partitura que había compuesto años antes para The Exorcist (1973) —ya que había sido contratado por la Warner para tal fin— pero la cual jamás se utilizaría en dicho filme a causa de la furiosa negativa de su director y coproductor, William Friedkin, que la calificaría como una “fucking mexican marimba tango”, sin dudas más enojado con los continuos desplantes de William Peter Blatty (autor de la novela, del guión del filme y coproductor del mismo) que con el genial compositor. “Amityville” generó una catarata de secuelas (incluida una en 3-D), un telefilme y —por supuesto— la obligatoria remake de turno. Insistimos, se la puede ver, pero del aburrimiento difícilmente se podrá escapar. Mucho mejores resultados se pueden extraer, sin embargo, de The Evil Dead (1983), el filme de casi inexistente presupuesto que lanzó a la fama a Sam Raimi, quien también lo escribió. No tiene fantasmas, pero sí una cabaña montañesa poseída por el mal, la cual influye en los cinco jóvenes que se refugian en ella hasta enloquecerlos y obligarlos a destriparse mutuamente. No es estrictamente de nuestro gusto, pero su estilo desenfadado e incluso su carencia de recursos, que Raimi y Tapert convierten en virtuosa, la convierten en una bocanada de aire fresco para esa etapa histórica. También prohijó secuelas, siendo la tercera y última (The Army of Darkness, 1993; S. Raimi) la mejor de todas. Este tipo de terror, junto a otros exponentes como Re-Animator (1985, S. Gordon) o Hellraiser (1987, Clive Barker), fue el que arrinconó al estilo de la Hammer hasta dejarla fuera del juego.
The Amityville Horror
            Más arriba mencionábamos a William Castle, y este es el momento de citar una de sus cintas más celebradas, 13 Ghosts (1960, W. Castle), una de las pocas que no escribió él mismo (en este caso, el guión fue de Robb White). Nos cuenta cómo la familia Zorba, tan americana que parece salida de un antiguo comercial de Coca-Cola, se instala en una tétrica casona que resulta estar plagada de espectros, concretamente trece, quienes le harán la vida imposible a los niños Zorba. El filme se abre con una introducción del propio Castle dirigiéndose a la platea, quien los insta a seguir en pantalla el llamado patrón “Illusion O”, suerte de “ghost viewer” que permite detectar en qué lugar del cuadro visual se encuentran los fantasmas. Divertida, incluso entrañable, hoy día ha perdido gran parte de su fuerza y luce naif, lo que no significa que sea mala, simplemente que se ha desfasado junto al tiempo. En esta, como en otras de sus producciones, Castle invirtió grandes sumas de dinero para montar sofisticados dispositivos en un gran número de salas de cine a lo largo de todo el país, gracias a los cuales lograba aterrar a la platea con trucos tales como descargas eléctricas de baja intensidad, butacas que se movían aparentemente solas, trampas ocultas desde las que emergían subrepticiamente fantasmas inflados con helio, etc. Algo así como el 4-D contemporáneo pero sin que la gente supiera de qué se trataba. Nueve años antes de su muerte (ocurrida en 1977), Castle abandonó sus ingenuos sustos para producirle a Roman Polanski una de sus obras maestras, Rosemary’s Baby (1968), la que absolutamente nadie más quiso financiarle, legándonos así una de las mejores cintas de terror de la historia del cine, sitial de honor que comparte con El Exorcista (1973) y Carrie (1976, Brian de Palma).
"¡DADDY IS HERE!" (El Resplandor)

 Demos ahora un golpe de timón y echémosle un vistazo a una de las cintas más controvertidas de la historia de la gran pantalla, The Shining (El Resplandor, 1980), la personalísima adaptación que el igualmente controvertido Stanley Kubrick hizo de la novela homónima de Stephen King. Filme que desata amores y odios por igual, con fans y detractores que se lanzan misiles venenosos desde hace casi 40 años, si algo le permite estar en este artículo es una de las bases de su trama: todo transcurre en un hotel embrujado. Y hay fantasmas, off course… El problema está en el acercamiento de Kubrick a la historia original, cambiando varias cosas que no se debieron alterar y poniendo en primer plano aspectos que para King eran secundarios. Ya se sabe que las mejores adaptaciones cinematográficas de cualquier novela son aquellas que no se atan taquigráficamente a su fuente, puesto que se trata de medios expresivos diferentes que deben complementarse y enriquecerse mutuamente, nunca clonarse; pero en El Resplandor novela el protagonista es el nene, ya que él posee el don-maldición del título, que lo convierte en “sensible” a presencias, fenómenos y espíritus malignos. El trabajo temporal que conseguirá su padre (un alcohólico en recuperación) será su segura sentencia de muerte: el hotel en que deberán vivir contiene espectros que se alimentan de la energía psíquica de aquellos que poseen el “shining”, por lo que influirán en la débil mente del padre para que este mate al niño por ellos y absorber así su “energía”. Pero El Resplandor película (innecesariamente larga, dueña de planos-secuencia interminables) convierte a Jack Nicholson (el padre novelista) en el protagonista absoluto, sugiriendo además que se trata de la reencarnación de un rico pasajero del hotel que, en la década de los ‘20s, asesinó allí a un ser querido. Su locura, más los espectros que atrajo, poseerán ahora a su cuasi descendiente, quien intentará matar al niño por su capacidad de percibir el mal en él. La madre y esposa (Shelley Duvall) se nos muestra como una mujer dominada por el marido, carente de voluntad o siquiera de mínima rebeldía, cuya “intensa” apatía incrementa incluso la locura de su marido, cuando en el libro se trataba de una persona de sutil y compleja personalidad, indudablemente de quien habría heredado el don su hijo. Así y todo, la enorme maestría de Kubrick y algunos de sus opresivos climas bien que merecen su visionado. Y si no, que lo desmienta uno de los momentos más escalofriantes de la historia del género, con Nicholson destrozando una puerta a hachazo limpio al grito de ¡Daddy is Here…! Vale la pena.
William Castle posando junto a dos "espectros" y con el guión de su filme en las manos
            Seguimos. The Sentinel (1977, Michael Winner) fue otra de esas producciones de los años ‘70s que pasaron desapercibidas, pero que sin embargo eran bastante dignas. Aquí se trata de una bella modelo neoyorquina que alquila una casona en Brooklyn Heights, la que no sólo se halla embrujada, sino que es algo así como la puerta de los demonios hacia nuestro mundo. Cada nuevo morador, si es moralmente digno, se convierte en algo parecido al portero del infierno. En su época se le criticó el clímax del final por considerárselo algo tonto, pero indudablemente se trató de una cinta con más aciertos que errores y con una premisa bastante creativa, basada remotamente en una novela de Jeffrey Konvitz. Ahora daremos un giro de 180 grados y nos ocuparemos de la más maravillosa, perfecta y absolutamente genial comedia de acción fantasmal: Los Cazafantasmas (Ghostbusters, 1984; Ivan Reitman). Si hay una película, o dos, que pueda ejemplificar el fantástico poderío del Hollywood de los ‘80s —irreversiblemente perdido— esa es Ghostbuster (y por supuesto, también Volver al Futuro, 1985). El autor de estas líneas jamás podrá olvidar la extrema ansiedad que le producía la campaña publicitaria que precedió por meses al filme, cuyos afiches —que sólo tenían el logotipo del fantasma encerrado en el símbolo de “prohibido”— únicamente rezaban “Llegan en Diciembre para Salvar al Mundo”. ¿Quiénes y por qué? Pues bien, cuando diez días antes de la navidad de ese año llegó la respuesta, nuestras vidas ya no serían las mismas. Porque Los Cazafantasmas  es de esas películas que hacen mucho, mucho más que sólo divertir o maravillar, sino que transforman al espectador de una manera que este no puede identificar ni denominar. Su magnífico guión —trabajo a dúo de Dan Aykroyd y Harold Ramis— tan simple y sencillo como poderoso y efectivo, logró convertir a esta cinta en un evento mitológico, amada por padres e hijos que la descubren en casa y se tornan tan fieles devotos de ella como sus progenitores. Su secreto es imposible de revelar, porque es alquimia pura (esa “vieja magia negra” que toda la industria yanqui parece haber perdido u olvidado); alquimia más un grupo de talentos de esos que ya no nacen ni se hacen. Bill Murray jamás ha estado mejor que como el doctor Peter Venkman, ese chanta narcisista y seductor que se compra a la platea en diez segundos; Dan Aykroyd, el inolvidable Elwood Blues de The Blues Brothers (1980, John Landis), quien realmente nació para el rol del Dr. Ray Stantz, un tipo buenazo e ingenuo que todavía cree en la “magia” y al que el público adora; o el serio del grupo, el Dr. Egon Spengler —únicamente susceptible a los chocolates con que Venkman lo soborna— que en la piel del recordado Harold Ramis (él mismo un director brillante) brinda momentos de total hilaridad; y ni que hablar de los geniales secundarios de Annie Potts (la malhumorada secretaria judía del grupo) y Rick Moranis (el entrometido y enamorado vecino de Dana Barrett/Sigourney Weaver). En cuanto a su trama, en la simpleza halla la perfección: tres amigos e investigadores paranormales de la Universidad de Nueva York son echados de ella por chapuceros y tránsfugas, pero Ray sí que ha ideado un sistema por el que sería posible “atrapar” y almacenar ectoplasma psicoactivo, léase “fantasmas”. Con los pocos dólares que pueden juntar se lanzan a desarrollar el equipo técnico y montan su propio negocio, el de “cazafantasmas”. Su primer cliente será Dana Barrett, violonchelista que está experimentando fenómenos paranormales en su apartamento. Lo cierto es que el edificio en que vive, de más de 150 años de antigüedad, fue diseñado por un arquitecto ocultista miembro de una secta que esperaba el retorno de Gozer, el Destructor, una antigua deidad asirio-babilónica, y toda su estructura es como una antena paranormal que absorbe la energía negativa de la ciudad, la que en el momento exacto servirá para traer del inframundo al vengativo dios. Mientras los muchachos investigan y Venkman se ocupa de seducir a Dana, los eventos fantasmagóricos en la ciudad se multiplican exponencialmente hasta llegar a un apocalipsis de proporciones bíblicas. En el filme todo, pero absolutamente todo, funciona: desde la química entre el grupo, la genial música pop que ilustra cada secuencia (fue la mejor banda de sonido de los ‘80s), el humor sutil y ácido a la vez, los dardos a la política y la religión, etc. En cuanto a estos últimos, la secuencia en la oficina del Alcalde de Nueva York —con la visita del Arzobispo de la ciudad, viejo amigo de aquel— resulta modélica (y absolutamente perfecta); la hipocresía con que el funcionario se maneja es mostrada con un humor ultra sarcástico, tanto como lo es la hipócrita respuesta del religioso cuando se le consulta acerca de si sería un error permitir que los Cazafantasmas se ocupen de la crisis: “Lenny —le dice al Alcalde— esto es extraoficial, pero a la Iglesia no le conviene ningún Apocalipsis que no hayamos profetizado nosotros”. En fin, que la dirección de Ivan Reitman, por último, resulta un trabajo superior de una perfección superlativa, es algo que ya no sorprende a nadie. El creador de comedias subversivas como Stripes (1981) o Dave (1993) se sintió a sus anchas con esta comedia de acción que estaba tocada por la varita mágica desde su concepción. Quien no la haya visto, o haya caído en las garras del sacrilegio que Columbia/Sony pergeñó hace dos años, que no pierda tiempo y se lance a sus brazos: será tiempo bien invertido.
Ghostbusters
            Para concluir, dos perlitas. Viajamos otra vez hacia atrás en el tiempo, al año 1944, para asistir al estreno de la primera de las muchas adaptaciones de El Fantasma de Canterville, la deliciosa novelita de Oscar Wilde. The Canterville Ghost fue dirigida por el enorme Jules Dassin, responsable del clásico policial Rififi (1954), la genial comedia romántica Nunca en Domingo (1960, Never on Sunday) o la estilizada Topkapi (1964). Como manda la satírica imaginación de Wilde, aquí hay una antiquísima mansión inglesa a la que arriba una prosaica familia norteamericana, la que opta por ignorar olímpicamente las severas advertencias acerca del terrible inventario de la finca, el del fantasma del fallecido Sir Simon de Canterville, quien lleva siglos aterrando a todos los moradores de la vivienda. Capitalistas de fuste, con el comercio inyectado en las venas, cada miembro de la familia Umney no sólo se burla de las severas tradiciones británicas, sino que cuando se confirma la efectiva existencia del espectro, no hacen otra cosa que dejarlo en ridículo, gastarle crueles bromas y jactarse de la maravillosa industria americana, esa que es capaz de producir nobles productos como el efectivísimo “Quitamanchas Acme”, con el que borran la sangre demoníaca con que Sir Simon, totalmente desalentado, pretende asustarlos. Hermosamente filmada, dueña de un clima agridulce sencillamente perfecto, la peli cuenta —sin embargo— con una gema difícil de empardar, que es la brillante actuación de Charles Laughton como el fantasma. Sin dudas uno de los tres mejores actores británicos de su generación (había nacido en 1899), Laughton le brinda a su criatura todo el patetismo y la soledad acumulada durante siglos que estalla cuando esta escéptica familia le niega su única razón de ser, causar pavor. Todo un clásico, y está disponible en Blu-Ray, lo que significa que también debe estarlo en la web. Y ahora sí, la última. Obviando, como lo apuntamos al principio, las últimas dos décadas —por resultar carentes de calidad para nuestro artículo— nos despedimos con el rescate de un filme singular, actualmente olvidado, que sin embargo merece toda nuestra atención. Nos referimos a Ghost Story (1981), inteligente película americana dirigida por el inglés John Irvin (Turtle Diary, 1985), competente artesano que, junto al astuto guion de Larry Cohen (también director de cine) sabe extraerle jugo a la extensa y compleja novela de Peter Straub (Hombre Rico, Hombre Pobre). Se trata de un filme que conjuga a cuatro ancianos cercanos al final de sus días, que tienen un añejo secreto en común, y que por ciertas razones se reúnen en una mansión embrujada con un único y aparente fin, narrar cada uno una historia de horror. Claro está que hay un motivo oculto y menos prosaico para ello, que incluye desde una mujer desaparecida en el pasado, secretos aterradores y personalidades duales. Último filme de Fred Astaire, quien estuvo acompañado por otras tres glorias del Hollywood de antaño, Melvyn Douglas, Douglas Fairbanks Jr. y John Houseman, el peso de la trama y su gran efectividad se centra precisamente en ellos, quienes con su buen hacer y su elegante estilo le brindaron el tono preciso a sus respectivos personajes. Vale la pena.
            Y bien, damos las hurras. No habremos vindicado a todos los fantasmas del Hades, pero hicimos el intento. Por simple pudor (o esnobismo, quién sabe…) evitamos citar Mingo y Aníbal Contra los Fantasmas o las viejas atrocidades de Nathán Pinzón y sus secuaces. No vaya a ser cosa que se enfurezcan los espectros de Abbott & Costello y Los Tres Chiflados, que cuando jugaban con fantasmas lo hacían mucho, pero mucho mejor. Buenas tardes.- 

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