ARTÍCULO NÚMERO 100 - QUENTIN TARANTINO Y SU ÚLTIMO FILME:Once Upon a Time In Hollywood, O LOS CAMINOS DE UN ARTISTA POLÉMICO


Por Leonardo L. Tavani
         Once Upon a Time In Hollywood (2019)
Calificación: Buena ★★★
Como lo hicimos antes con filmes como Casablanca y El Exorcista, vamos a utilizar el último filme de Quentin Tarantino para adentrarnos en el universo personal de este artista impar, quien viene mostrando ciertas ambivalentes vacilaciones en sus últimas películas, y con dicha excusa trataremos de diseccionar su filmografía, sus contradicciones y —ciertamente— sus enormes logros. Érase Una Vez en Hollywood es una cinta desconcertante pero a la vez hipnótica, lo que redundará, esperamos, en un análisis que valga la pena. Acompáñennos en este viaje. Trataremos de no defraudarlos.
Quentin Tarantino

Quentin Tarantino no puede causar indiferencia. Ni sabe cómo hacerlo ni jamás lo deseará, ya que su narcisismo es tan grande que la sola perspectiva de pasar desapercibido lo sumiría en el horror más cáustico. Grandilocuente, ampuloso, bien pagado de sí mismo, desaforado… todos estos adjetivos le caben con holgura, pero el que mejor lo describe escapa a las peculiaridades de su personalidad pública: ARTISTA. Tarantino, nos guste o no, nos enoje más de lo que nos agrada o nos entretenga menos de lo que quisiéramos, es —antes que nada— un cineasta con todas las letras, un creador irreductible y un rebelde con y sin causa. Y por todo ello se ha transformado en un artista, esto es, alguien que logra hacer “Arte” con el medio expresivo que domina. Si no aceptan nuestra palabra vuelvan a ver Inglorious Bastards (Bastardos sin Gloria), que si no es una obra maestra será porque, en definitiva, no sabemos qué diantres significa tal cosa. A los artistas se los toma o se los deja, no hay términos medios. La suya es una categoría que expulsa a los artesanos (incluso los superlativos) y desplaza a los talentosos, porque el Arte va más allá de lo que pueden concebir tanto artesanos como talentosos: el Arte crea sus propias reglas —incluso cuando se mueve en un ámbito plagado de ellas, como lo es el cine— y por eso se transforma en subversivo y peligroso. Pero si el artista se torna demasiado autoconsciente, si sucumbe ante su propia leyenda, entonces estamos en problemas. Nosotros, se entiende, porque el artista (a menos que vaya a la quiebra o todos le den la espalda) seguirá tan campante y feliz de que el espejo le devuelva su venerada imagen.

Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee; 27 de marzo de 1963) es, entonces, un cabal Artista, pero no uno al estilo decimonónico —objeto de veneración del establishment cultural— sino un hijo dilecto de la progenie de Andy Warhol. Es lo más cercano, quien mejor se ajusta, a la definición de “Artista POP”, alguien capaz de nutrirse de toda la basura hipercomercial del universo multimediático de mediados del siglo XX, y conjugarla luego con lo mejor y más selecto de dicho universo en el mismo período, logrando transformarlo todo en Arte “Trash”, si se nos permite la expresión. Simplificando, es como si el producto de toda su infancia viendo atrocidades niponas tales como “Ultra-Seven”, más joyas como “Érase una vez en el Oeste” (1968, Sergio Leone), le permitieran “escupir” genialidades como “Kill Bill Vol. 1”. Su cine encarna el espíritu del Warhol capaz de convertir en arte superior una lata de sopas “Campbell”, o de eternizar y mitificar a una banda de rock británica al diseñarles algo tan simple como una lengua saliendo de una boca. Pero si Warhol tuvo detractores, cómo no los tendría el bueno de Quentin —quien con unas pocas películas por década delata la falta de originalidad de muchas “vacas sagradas” del séptimo arte— y si el primero sucumbió (más de una vez) a las melifluas voces de la adulación envenenada, ¿cómo pensar que ello no habría de pasarle a su impensado émulo? Lo cierto es que esta clase de artistas tan arraigados en lo popular, tan hijos de su tiempo, suelen caer presas de su propio mito, de la necesidad de sorprender continuamente (exigencia que la plebe no cesa de clamarles), o incluso de la angustia por la extrema autoexigencia: les resulta tan apremiante la “obligación” de superarse en cada nueva obra que dicha “ansiedad” acaba por boicotearles su propio talento. Por ello resulta muy normal, para colmo, que este tipo de creadores recurran a las drogas duras como una manera de lidiar con ese combo explosivo que va de la angustia a la inseguridad. Tarantino, que sepamos, no tiene este último tipo de problemas —por fortuna— pero viene siendo objeto de una formidable presión por superarse siempre, tanto como la continua insatisfacción que la crítica descarga sobre sus hombros a causa de las mismas características que lo hacen ser quien es. ¿Ejemplos? Sencillo: después de Pulp Fiction (1994) hasta los pordioseros lo elogiaban por su personalísimo talento para elegir música y canciones pop para sus películas, creando así un mundo sonoro propio en ellas, mientras que hace menos de tres años el mismísimo Ennio Morricone (quien por años se negó a trabajar con el director) le reprochó agriamente esa misma utilización que hace de la música, poniendo como única condición para componer el score de The Hateful Eights que no hubiera ni la más mínima canción pop en la banda sonora definitiva del filme. Ante tanto mensaje esquizofrénico, ¿puede sorprender que Los Ocho Más Odiados haya sido su filme menos redondo de los últimos años?

 Pues bien, para analizar una obra fruto de un artista es necesario regirse por normas menos rígidas, menos estandarizadas, porque aunque dicha obra no llegue a convertirse en “Arte” per se, sin dudas que será por demás singular y cuando menos original. No significa que se deba aplaudir todo lo que el artista entrega, pero ciertamente que sus creaciones superarán holgadamente la media estándar en su arte expresivo, lo que implica que no se lo puede juzgar con la misma vara que al resto de sus colegas. Aunque el ejemplo siguiente quizás no cuadre exactamente con nuestro argumento, igualmente servirá a nuestros fines. Orson Welles fue un artista con mayúsculas, de un talento y una personalidad singularísimos, aunque no podría calificársele de artista “pop”, no al menos en cuanto a lo que ello estrictamente significa. Ahora bien, los historiadores del cine suelen colocar a su ópera prima Citizen Kane (El Ciudadano, 1941) en el lugar más alto del podio, calificándola como la mejor de la historia del cine. Para nosotros ello no es así, y tal como lo desarrollamos en nuestro artículo del pasado año acerca de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), esta última sí que lo es, y por varios cuerpos. Entonces, ¿cuál es el error en que incurren las asociaciones de críticos que han consagrado este ranking? Pues en poner en un pie de igualdad dos filmes que no lo están en absoluto. El Ciudadano es una obra maestra barroca (lo es en todos los sentidos), operística, grandilocuente, y —por sobre todo— “técnica y tecnológicamente exploratoria”. Por esta frase de nuestra autoría nos referimos a que dicho filme explora deliberadamente (y explota, claro está) todos los medios y recursos técnicos disponibles en la época de su realización, a los que pone en escena (o en pantalla, se entiende) incluso si exceden los parámetros del “pathos” de la narración, porque lo que le interesa a su “creador” es forzar dichos límites para crear otras y novedosas formas de cinematografía, incluso si ello redunda en desmedro del goce estético y narrativo que experimentan los espectadores. Mientras que Casablanca representa el total triunfo de la “Industria Cinematográfica”, que es la esencia misma de este “arte de masas”, llevando a su punto máximo la creación de los hermanos Lumiére y masificándola como nunca antes. Mientras que la primera es una cinta pensada y realizada para “expandir” los límites de la cinematografía, así como implica un personalísimo catálogo de las obsesiones y las influencias artísticas de su autor y director, todo lo cual la torna menos masiva e incluso algo fría, dirigida más a la cabeza que al corazón de sus posibles espectadores; la segunda es una obra maestra total porque no pretende reinventar el cine ni forzar sus límites, sino que logra la perfección precisamente por no buscarla: habla de sentimientos, valores y éticas universales, las que se hallan en cualquier geografía y en todas las épocas; el drama de Rick e Ilsa podría existir tanto allí durante la Segunda Guerra como en el actual Irán con su dictadura teocrática.

 La gente, desde hace más de 75 años, no puede menos que identificarse con Casablanca y sus criaturas, gozándola y disfrutándola como si hubiera sido rodada ayer, mientras que durante casi el mismo período viene elogiando y estudiando a El Ciudadano (diseccionándola impiadosamente, habría que decir), pero jamás enamorándose realmente de ella, jamás haciéndola propia, sin nunca poder empatizar totalmente con sus personajes: pues estos son arquetipos simbólicos, destinados a entregar un “mensaje”, mientras que el filme de Curtiz golpea directamente al corazón y los sentidos, presentándonos a seres reales y carnales. En fin, esperamos se haya comprendido nuestra tesis. Ahora bien, si comparamos Reservoir Dogs (1992, ópera prima de nuestro muchacho) con La Gran Ilusión (La Grande Illusion/Grand Illusion; 1937), obra maestra del gran Jean Renoir, estamos fritos. La una es casi una masterpiece que disecciona cruelmente el pensamiento (si es que lo tienen), las dudosas lealtades y las transformaciones sociales que experimenta un grupo de delincuentes hijos de la posmodernidad; mientras que la otra es un monumental y descarnado viaje a la deshumanización —y a ciertos atajos para recuperarla— que provoca la tragedia de la guerra. No están en un pie de igualdad, aunque impacten en el espectador de maneras similares, y sus creadores no pueden ser dos tipos más distintos de artistas. Miren, apenas unos días atrás alguien nos hablaba de Rocky (1976, John G. Avildsen) y su dichoso premio Óscar a mejor película de aquel año, y lo cierto es que la nada leve tirria que le guardamos a dicho filme proviene de una terrible injusticia de la que fuimos absolutos testigos: jamás, pero absolutamente jamás, Rocky pudo ni podría haberle ganado a dos joyas del cine como Taxi Driver (Martin Scorsese) o Todos Los Hombres del Presidente (All the President’s Men; Alan J. Pakula), apenas dos de sus competidoras, las cuales —comparándolas— hacen papilla a la cinta protagonizada por Stallone. Se trató de una cuestión de época, de una suerte de “declaración de principios” que la Academia pregonó ese año: todas ellas eran hijas directas del “post Vietnam” y de su clima político-cultural, empero, Rocky se alzó efectivamente con la estatuilla como una forma de blanquear públicamente que los tiempos y los gustos del público estaban cambiando y se suponía que la cinematografía debía ir a la par de esas transformaciones. Una década después, la Academia ya había olvidado por completo aquel cacareo.

Ahora, entonces, la película.
Érase Una Vez en Hollywood, por supuesto, comparte todas las características que hacen a la obra de un Artista Popular, cuando menos tal y como lo hemos expuesto más arriba, así como también padece de las contradicciones propias de su particularísimo “ethos”, ese que —lo acabamos de desarrollar— contrapone obras mayores con otras que lo son también, pero en una sintonía cultural diferente. O sea, es una película contradictoria, magnífica por momentos y desconcertante en otros, ambiciosa (quizás demasiado), abarcativa  e incluso delirante. Tarantino es consciente de que algo sucede con su cine y por eso mismo insiste desde hace rato con esa banalidad acerca de que le “quedan” una o dos cintas por filmar. Después de los “Bastardos…” no pudo o no supo redondear ningún filme con contundencia y desenfado. Atención a este último adjetivo, que no utilizamos graciosamente, puesto que el arte trash de Quentin Tarantino necesita como el aire de dicha cualidad, y cuando su entorno, sus propias aprehensiones o la industria misma lo cercan de tal modo que pierde ese desenfado, sus películas —entonces— sufren enormemente y se tornan contradictorias. Django Unchained es una magnífica cinta —y aunque el personaje del Dr. Schultz se la robe y por momentos nos haga olvidar ciertas tensiones internas— sus excesivos subtextos, sus fatigosos subrayados y sus agotadores intertextos musicales le impiden llegar al nivel de obra maestra. Sobre este último punto alcanzará con recordar el epílogo del filme: triunfante, con la mansión esclavista ardiendo en llamas tras de sí y con su amada esposa recuperada, Django monta su caballo envuelto en la inolvidable canción principal del espagueti western Me Llaman Trinity (1971, They Call Me Trinity; E. B. Clucher, seudónimo de Enzo Barboni), clásico con Terence Hill y Bud Spencer, compuesta por Franco Micalizzi e interpretada por Aníbale e Il Cantore Moderni. Si bien toda la película usa y abusa tanto de los temas del argentino Luis Bacalov (a cuyo segundo nombre, Enrique, los créditos le agregan una inexplicable “z” final, como si fuera brasileño o portugués), como de los de Morricone y el propio Micalizzi, lo cierto es que dicho momento culminante y catártico —que debería resultar apoteótico— acaba estropeado por esta intromisión auditiva que nos remite a otra obra de ficción: o sea que introduce un elemento artificial y disociatorio en dicho clímax triunfal del protagonista. Porque todos sabemos que ese es el tema de “Trinity”, y ello transforma automáticamente a lo que estamos viendo en algo falsificado, como si el director quisiera recordarnos que todo lo que pasó hasta entonces es pura fantasía.

Ahora, el filme que nos ocupa persiste, una vez más, en tales contradicciones, aunque las musicales no sean en este caso las principales ni las más preocupantes. Aquí opera un mecanismo diferente, producto directo de la contradicción acerca del qué y el cómo se quiere contar. Raro en el director, esta vez la historia le salió bifronte, y esencialmente, no pudo o no supo conciliar ambas líneas narrativas. Veamos. Estrictamente hablando, el filme trata de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), actor en franca decadencia cuya serie, La Ley de la Recompensa, acaba de ser cancelada, dejándolo a él y a su amigo y doble de riesgo Cliff Booth (Brad Pitt) en la cuerda floja. Estamos en Los Ángeles y la acción comienza el sábado 8 de febrero del año 1969; el azar ha querido que los nuevos vecinos de Rick sean nada menos que el director Roman Polanski y su entonces mujer, Sharon Tate, actriz en alza. Estamos a pocos meses de la matanza, la atroz masacre que desatarán algunos miembros del “clan Manson” en la mansión del célebre matrimonio, en la que morirán tanto la actriz como su hijo nonato junto a varios huéspedes más. Todo en el filme nos indica que esos trágicos eventos se ligarán con la vida de Rick y su “stuntman” personal, quien más que amigo parece ser una suerte de mayordomo glorificado del actor. Antes que nada, todas las referencias cinéfilas, todos los nombres propios, todas las personalidades que desfilan por la trama, son absolutamente reales, con la sola excepción de la supuesta serie en que trabajaba Rick y las cintas que rodará en Italia al avanzar la trama, todas ellas inexistentes. Eso, más las constantes referencias temporales que aparecen en pantalla, al mejor estilo The X-Files, contribuyen deliberadamente a que se espere con ansiedad el momento preciso del horror, el que parece no llegar nunca. Cuando Cliff acabe en el rancho donde se alojan los miembros de la secta de Charles Manson (quien nunca aparece en pantalla) las cosas adquirirán otro cariz; incluso se diría que es el mejor momento del film, tenso, endiablado, magníficamente resuelto. Allí sí opera a la perfección el juego intertextual tan caro a Tarantino, porque el espectador sabe a la perfección qué y quiénes son estos aparentes hippies drogadictos, por lo que intuye perfectamente que la vida de Cliff corre serio peligro. Cuando todas las chicas y algunos muchachos se apiñen a los costados del enorme predio, creando una suerte de “pasillo de la muerte” entre el doble de riesgo y su coche, que ha quedado muy lejos, todo el arte del director se hace patente: se siente miedo, se huele el peligro. Pero, desafortunadamente, esta secuencia es una ‘rara avis’ en esta historia, suerte de comedia negra acerca de la angustia que produce la industria de Hollywood en la vida y la psique de un actor que tan sólo quiere perdurar. Drogas, alcohol, violencia, pasados oscuros, vínculos peculiares y hasta una perra pitbull entrenada para matar, todo ello se mezcla en Once Upon a Time in Hollywood como en un cóctel preparado para un “reality show” de bartenders; los ingredientes (por separado) pueden ser muy sabrosos, pero juntos y batidos no cuajan tan bien. A todo esto hay que sumarle el descubrimiento que el espectador hace recién en el final del filme, que lo visto hasta allí —que se nos vendió con un hiperrealismo abrumador— resulta ser un cuento de hadas (de hadas macabras, por cierto), o cuando menos una fábula hipertrofiada. Cual Esopo californiano, Tarantino juega a dejarnos una moraleja bien agriada acerca de las luces y sombras de la Meca del  Cine y de los sacrificios personales que se requieren para sostenerse en ella. Todo muy lindo y sin dudas atractivo, porque el director nos habla esta vez de un mundo que conoce muy bien y del que es parte desde su primera juventud, cuando se mudó a California precisamente para ingresar en él. Pero ahora Quentin nos juega sucio, retaceándonos aquello por lo que habíamos pagado la entrada, transformando un hecho histórico de índole trágica en una burla sin sentido y creando algo así como una línea temporal alternativa, en la que todo lo demás ha sucedido exactamente como sabemos que fue, aunque con la única excepción de ciertos hechos, esos que el director y guionista traslada a la casa vecina y con resultados harto diferentes. Más no se puede decir sin cometer “spoilercidio”.

Entonces, ¿qué cuernos pasó con el filme? Verán, no es tan simple responder a ello, ya que Tarantino es un creativo complejo y singular y su cine (y esta película en particular) lo es en idéntica medida. Sin embargo, podemos intentar algunas aproximaciones. Fruto de estas evidentes inseguridades que delatamos más arriba —ya que nos negamos a creer que se trate de falta de ideas e imaginación— el director se copia a sí mismo tomando aspectos decisivos de dos de sus filmes más recientes, los ya citados “Bastardos…” y “Los Ocho más Odiados”. Del primero clona el recurso de alterar drásticamente un hecho histórico determinado (allí se trataba de la ficticia muerte de Hitler y su plana mayor en un cine de París), pero manteniendo tanto el realismo general como el resto de los eventos cronológicos registrados. Del segundo literalmente copia al carbón el método de presentar hechos aparentemente inconexos entre sí, que van desde diálogos absurdos hasta conflictos de segunda línea, de modo que inopinadamente estalle la violencia en una única y sorpresiva secuencia final que desarticule al espectador. Hitchcock, incluso en sus últimos y “titubeantes” años de carrera —cuando el fracaso en taquilla de Los Pájaros” (1963) lo sumió en inseguridades varias— no incurrió jamás en tamaña triquiñuela. Un director de fuste tiene “estilo” (y uno bien reconocible, por cierto), y Don Alfred ¡vaya si lo tenía!, pero de ahí a calcar las estructuras narrativas de sus propios filmes… Como sea, si algo parece estar afectando la vena “guionística del director, ciertamente es la falta de un colega con quien trabajar sus ideas, confrontarlas y enriquecerlas a través de la discusión creativa. Cuando comenzó su carrera como cineasta, Tarantino trabajaba los guiones codo a codo con su viejo amigo, el canadiense Roger Avary, quien pulía gran parte de las desprolijidades de su compinche, lo bajaba a tierra y sabía idear personajes fascinantes.
Roger Avary, ex socio y amigo de Quentin
  Reservoir Dogs (1992) y la multipremiada Pul Fiction (1994) son dos claras muestras del cine “tarantinesco” cuando Avary aportaba su enorme talento (en solitario escribió y dirigió, entre otras, Mr. Stich, 1996 y Killing Zöe, 1994). Es más, Mia Wallace, el impactante personaje de Uma Thurman en la citada Pulp Fiction, fue una creación de Avary, al que Quentin supo luego arropar con una secuencia perfecta como lo es la del concurso de twist en el restó. Mejor ejemplo de sinergia creativa, imposible. Pero al cabo de aquellos primeros trabajos, Tarantino se peleó sonoramente con Avary, indudablemente a causa de su ingobernable ego, llegando incluso a negarle la autoría de un personaje de fuste: “la Novia” de la futura Kill Bill, una idea que venían trabajando por etapas desde finales de los ‘80s. Aunque los abogados de ambas partes los conminaron a guardar silencio, finalmente se hizo público que el canadiense le ganó un juicio por regalías y derechos de autor, ya que había guardado pruebas manuscritas que avalaban su reclamo. Pues bien, nada de malo tendría que un gran director como él comparta la escritura de sus guiones, o que siquiera los someta a discusión con otras personas de su confianza; pero Tarantino se ha obcecado en su actitud de “lobo solitario”, perdiendo la oportunidad de expandir su talento con la invaluable aportación que le significarían otras miradas y diferentes enfoques. Así y todo, hay que decir que el resto del filme es altamente disfrutable, plagado de momentos genuinamente inolvidables. Entre ellos, el impagable diálogo con la niña actriz que se desarrolla en el set de un western televisivo, a la espera de rodar una escena juntos, una gema que parece salida de otra película; y como no, la secuencia subsidiaria de aquella, en la que Rick pone todo de sí (luego de haber fracasado en las tomas previas y reprochárselo a sí mismo en la soledad del camarín) y logra entonces interpretar la escena como todo un profesional de las tablas. También merece una nota aparte la divertidísima aportación de Al Pacino, quien ya está más allá del bien y del mal: sus 10 o 12 minutos en pantalla son una lección de actuación para guardar y atesorar.

Pero si del rubro actoral hemos de ocuparnos, hay que decir que la absoluta presea dorada queda en manos de Leonardo DiCaprio, quien merecería el próximo premio Óscar por esta actuación muchísimo más que el efectivamente ganado por El Renacido. Este crítico, que se precia de tomar en serio su trabajo, realmente detesta a DiCaprio: jamás sabrá por qué causa, pero el sólo hecho de verlo en pantalla le causa aversión; por eso mismo trata de evitar la mayoría de sus películas, con pocas excepciones. Sin embargo, un crítico jamás debe permitir que sus preferencias personales interfieran con la correcta valoración de un filme y sus elementos constitutivos, por lo que esta vez —y como de costumbre— cumpliremos a rajatabla con dicha premisa sin que se nos caigan los anillos por hacerlo: DiCaprio está brillante, compone a su Rick con una humanidad y una honestidad actoral abrumadoras, y sin él la película sería otra muy distinta; muy inferior, ciertamente. Así pues, por poco que nos guste el actor, nobleza obliga. En cuanto al coprotagonista de esta historia, Brad Pitt está realmente excelente como el enigmático y contradictorio Cliff, un doble de riesgo que podría (o no) haber asesinado a su esposa, escándalo que le ha cerrado muchas puertas en Hollywood. Tampoco somos adalides de este actor, quien no nos parece ninguna maravilla, pero resulta bien cierto que en sus dos trabajos a las órdenes de Don Quentin ha estado sencillamente perfecto. Evidentemente el director sabe conducirlo, entiende como explotar sus mejores cualidades, y el intérprete parece resultar altamente receptivo a Tarantino. No sería el primer caso, por cierto, de actores que sólo brindan el máximo de su capacidad interpretativa con ciertos directores, a los que respetan o admiran por sobre el resto, y Pitt parece encajar honestamente en dicha categoría.
Robbie y, a la derecha, la auténtica Sharon Tate
 Ahora bien, el tercer vértice de este triángulo protagónico lo conforma la bellísima y talentosa Margot Robbie (The Terminal, 2018), actriz británica que enamoró a Hollywood con su desquiciada Harley Quinn de Suicide Squad, absolutamente lo mejor de aquella cinta desechable. Sin embargo, Tarantino no le da ni el tiempo en pantalla ni las oportunidades de lucimiento que la importancia de su rol exigía. Sólo la inteligentísima secuencia en que ingresa a un cine para verse a sí misma en The Wreckin Crew (1969, Phil Carlson) —cuarta y última de la saga Matt Helm, junto a Dean Martin— le permite a la intérprete brindarle tridimensionalidad a su criatura. La británica se luce  transmitiéndonos el goce íntimo que su Sharon Tate experimenta al verse en pantalla, especialmente cuando el resto de la platea (que ignora su presencia en la sala) se ríe sonoramente de los gags que ella protagoniza. Tarantino sabe utilizar esta anécdota ficticia para hablarnos tanto de los vaivenes del ego así como de las íntimas ilusiones que se disparan en el alma de los actores cuando comienzan a escalar la cima del éxito: la “continuación” de esta secuencia —la que no está en pantalla— la aporta el espectador, sabedor que la carrera de Tate se truncó inexorablemente con su asesinato; pero Tarantino, quien hasta aquí venía tejiendo este subtexto con gran maestría, lo cercena por completo al trastocar posteriormente la historia. Lo dijimos antes y lo volveremos a proclamar aquí con otras palabras, no se pueden repetir recursos narrativos (especialmente si son controversiales) sin correr el riesgo de que se desnaturalicen y dejen de funcionar. A todo esto, lo extraño, lo singular, es que Érase una Vez en Hollywood funciona en gran parte de su metraje, y lo hace aunque resulte un filme desbalanceado, desconcertante, que a cerca de 40 minutos previos al final padece de una suerte de anticlímax, que promete una cosa pero entrega otra, etc., etc. La cinta funciona a pesar de todo y de todos, aunque no llegue ni de lejos a la perfección, porque —indudablemente— le pertenece a un Artista cabal, a un iconoclasta que, incluso con la pólvora algo mojada (y copiándose a sí mismo sin siquiera ruborizarse), logra diferenciarse de la enorme, gigantesca mediocridad general. Mientras todo Tinseltown se rinde a los pies de superhéroes, payasos asesinos y toneladas de animación digital, Quentin Tarantino —incluso con sus actuales luces y sombras— sabe hablar de otra cosa y atraparnos con una historia diferente. Aun con reparos, nunca será poca cosa.- 

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