TRES CRÍTICAS PARA EMPEZAR EL 2020: “JUDY”, “JOKER” y “6 UNDERGROUND”


Por Leonardo L. Tavani
            Despedimos el 2019 y le damos la bienvenida al nuevo año retornando a nuestro viejo metièr, la crítica de cine, y lo haremos con dos adelantos exclusivos y un estreno muy reciente. Cada filme es muy distinto entre sí y juntos servirán como fiel muestrario del estado de la cinematografía internacional actual. Esperamos les motive a verlos y discutir nuestras opiniones. Allá vamos. 
 

(El siguiente es un adelanto exclusivo, ya que el filme que reseñaremos aun no se ha estrenado en la Argentina pero ya está disponible en la web.)

            Judy (2019) (Excelente ★★★★★),dirigida por Rupert Goold y escrita por Tom Edge, está basada —muy libremente, por cierto— en la obra teatral End of the Rainbow, de Peter Quilter, la que ficcionalizaba  en parte los últimos meses en la vida de Judy Garland, la mega estrella infanto-adolescente surgida en la década de los ’30 que enamoró a América y creció para convertirse en la “lady crooner” más célebre de la historia (superando incluso a Ella Fitzgerald y rivalizando seriamente con el primer Sinatra), así como la más amada actriz protagónica del cine musical. Las grandes estrellas del Hollywood dorado compartieron una característica definitoria, estuvieron marcadas por historias familiares desastrosas; es como si no hubiera sido posible que esos grandes talentos surgieran de la cordura o el amor filial. Judy Garland no fue la excepción. Había nacido el 10 de junio de 1922 en Grand Rapids, Minnesota, en el seno de una familia altamente disfuncional, dedicada al mundo del vodevil. Se llamaba Frances Gumm, y su padre —propietario de una modesta sala teatral— administraba y dirigía el negocio familiar a partir del número titulado “The Gumm Sisters Kiddie Act”, compuesto (como lo indicaba su nombre) por todas sus hijas. La recién llegada (y la quinta en hacerlo) fue unida a la troupe con apenas 30 meses exactos de vida, creciendo como pudo en medio de constantes giras por todo el país. Su progenitor era alcohólico y poseía un marcado mal genio, sin embargo, la adulta Judy lo recordaría con cierta benevolencia. Su madre, en cambio, era un ser perverso y manipulador que jamás cuidó realmente de sus hijas y sólo se interesó por lanzarlas al estrellato para así vivir de ellas. Con su hija menor pareció darse un fenómeno de rechazo inmediato, ya que veía en ella una versión más joven y afortunada de sí misma, lo que creó un sentimiento de rivalidad, envidia y desconfianza de su parte. Cuando su niña más la necesitaba la arrojó sin red a los brazos de agentes, managers y caza talentos de cualquier calaña. Sin dudas se intuía que su enorme talento le abriría todas las puertas, no por nada su padre la vendía con el pomposo título de “la pequeñuela con la grande y enorme voz” ya a sus 5 años. Y no mentía. Años después, la transición a la adolescencia no solo no arruinó su instrumento vocal, sino que lo hizo florecer con más caudal de aire, mejor tono y un vibrato sencillamente perfecto. Sin embargo, el desdén de su madre y sus constantes agravios la marcarían para toda la vida. Aunque odiaba hablar de su pasado, poco después de su tercer matrimonio se atrevió a definirla con una referencia al “Mago de Oz” (su gran éxito) que lo dice todo: “mi madre fue la auténtica y malvada Bruja del Oeste de la vida real”.
La auténtica Judy G.
            A los nueve años cambió su apellido por Garland a instancias del ex actor y luego productor George Jessel, mientras que Judy suplantó a Frances cuando cumplió trece. Louis B. Mayer, el copropietario y jefe de producción de la Metro, la descubre en una audición para la estación de radio más importante de Los Ángeles, método que utilizaba regularmente para hallar buenos cantantes para sus filmes musicales. Quedó tan impresionado por su voz que le firmó un contrato sin siquiera someterla a un “screen test”, método obligatorio en la época. Pero este privilegio vendría unido a una serie de cláusulas leoninas y verdaderamente crueles, las que la madre de Judy ignorará por completo con tal de lucrar con el posible suceso de su hija. Todos los problemas de salud y conducta de la adulta Judy tendrán su origen en el monstruoso trato que Mayer en persona impondrá sobre su juvenil estrella. Despiadado, avaro, violento, cruel y vengativo, el magnate fue un verdadero monstruo cuyas maniobras inhumanas fueron ocultadas por décadas a causa del enorme poder que había amasado, el que incluía secretos de alcoba de personalidades de la política y los negocios, cuyos “hábitos” conocía de primera mano gracias a las confidencias que le sonsacaba a sus actrices de reparto, bailarinas y coristas, quienes eran quirúrgicamente entregadas a dichas personalidades en fastuosas fiestas que organizaba el Estudio. Mayer, que vio en Judy Garland un filón de oro puro inacabable, se interesó personalmente por ella desde su arribo mismo al Estudio, lo que significó una verdadera tragedia para la artista. Si algo hace muy, pero muy bien el filme Judy es retratar esa atrocidad moral con un par de flashbacks que nos conducen al momento del rodaje de The Wizard of Oz (1939, Victor Fleming), cuando vemos al magnate presionar a la adolescente actriz de una manera perversa, así como varios de sus momentos fuera del set con un muy joven Mickey Rooney, su coestrella en una larga y redituable serie de filmes musicales. Cuando su asistente personal (una suerte de “chaperona” autoritaria que le asignó el Estudio) la obliga despiadadamente a tragar decenas de píldoras con anfetaminas, sentimos una impotencia que nos recorre la espina dorsal. Delgada por naturaleza, lo que tornaba innecesarios tantos cuidados para evitar que engorde, Judy Garland acabó muy pronto por sufrir de anorexia y —alternativamente— bulimia, padecimientos nerviosos que acompañaron sus periódicos períodos depresivos y su insomnio patológico, producto de aquellas anfetaminas de juventud. Cuando murió (en 1969) acababa de cumplir los 47 años y estaba virtualmente acabada: era una sombra de sí misma y, casi a imagen de Errol Flynn, parecía infinitamente más vieja.

            Judy, la película, incorpora muchísimo más material biográfico de la estrella que la obra teatral en que se basa, lo que contribuye a brindarle un sentido de realismo y una mayor carnadura emotiva. Incluso los personajes de la pareja gay inglesa, que compran con un esfuerzo económico terrible tickets para toda la temporada de Garland en Londres, están inspirados en una anécdota recogida por un periodista británico en los años ‘70s. Pero todo esto valdría bien poco sin el mayor y determinante logro del filme, que consiste en la “forma” de su mirada: Judy no juzga ni tampoco disculpa a su criatura, simplemente la observa, la deja ser. Cada vez que aparece en el escenario, por ejemplo, se halla en condiciones cuando menos endebles; empero, el director jamás recarga la atmósfera de la puesta cuando debe retratar los patéticos yerros de la cantante, sino que mantiene la cámara centrada únicamente en su actriz protagónica, la milagrosa Renée Zellweger, quien se encarga ella solita, a puro talento y dominio del campo visual, de hacer convivir en su personaje derrota y dignidad, temor y talento, inseguridad y orgullo. La actriz es el gran acierto de este filme soberbio, ya que compone a una Judy Garland en carne viva, contradictoria, más sola que nunca cuando más acompañada parece estar, aterrada por el futuro y ansiosa por su presente, deseosa por recuperar sus hijos menores y siempre consciente de sus debilidades, aunque no se atreva a mostrarlas a todos. La secuencia en el humilde departamento de la pareja de viejos fans, para quienes su figura es una suerte de reivindicación de su condición sexual, es un prodigio de contención y sobriedad narrativa, a la vez que nos permite conocer a la auténtica Judy mejor que cualquier otra escena. Zellweger interactúa con los actores creando una atmósfera de intimismo preñada de patetismo, al punto de no poder evitar crearle un nudo en la garganta al espectador. La performance de la actriz supera holgadamente los simples méritos de su transformación física (que no son pocos, por cierto: luce realmente como la Garland) o el preciosismo detallista con que incorpora desde sus personales gestos hasta la postura de sus hombros y espalda, sino que triunfa precisamente por su maravillosa capacidad para transmitir el infierno interior y la impotencia que la actriz sufría por no poder torcer su propio destino.

            Dueña de un buen gusto y una sobriedad sobresaliente, Judy reconquista la figura de su retratada y permite diseccionar las pequeñas grandes miserias de aquellos magnates que construyeron la Meca del Cine, capaces de todo en aras de sostener su industria. Pero  Zellweger  se saca otro as de la manga y, como hiciera con Chicago —ese musical maravilloso que ganó el Óscar— interpreta ella misma cada canción del filme logrando un par de momentos que causan escalofríos: realmente parece la voz de la última Judy, así como consigue unos agudos y unos vibratos que dejan pasmado a cualquiera. Lo dijimos, el compromiso actoral de Renée Zellweger para con su personaje resulta conmovedor, y si no obtiene la nominación al Óscar a Mejor Actriz Principal (y si no lo gana, además) se cometerá la mayor injusticia en toda la polémica historia de estos premios. Filme imperdible y apto para todo tipo de público, desde los viejos fans de la “pequeña Dorothy” hasta quienes ignoran quien fue la estrella, sirve —por sobre todo— para reencontrarse con un tipo de cine que parecía casi perdido. Una joya.-

            Nuestra siguiente víctima es, también, un adelanto exclusivo. 6 Underground (Mala ) implica el regreso de Michael Bay a otro tipo de filmes que no sean los de “Transformers”, saga que lo tuvo ocupado en los roles de director y productor durante algo más de 12 años. El resultado, entonces, no pudo ser peor. El filme, digámoslo de una vez, es una basura. Se trata de una trama de espionaje, o cuando menos eso pretende, pero el director la convierte en un festival de pirotecnia visual inflamada hasta la náusea. Se supone que nos hallamos ante un comando de inteligencia que no reporta a ninguna agencia gubernamental, sino que ha sido creado por un joven millonario hastiado de las injusticias de la vida, que finge su propia muerte y, desde las sombras, organiza este grupo de “expertos” a los que recluta de distintos lugares. Todos deben simular su muerte, también, y ninguno puede saber la verdadera identidad del otro, para lo cual se llaman entre sí sólo por un número. El inicio del filme (de alguna manera hay que llamarlo…) resulta, al menos, prometedor; pero esa promesa se desvanece a poco que avanza la trama, un pastiche ininteligible que no le importa ni a su director, quien únicamente se ocupa de acumular coches estrellados de maneras inverosímiles, persecuciones a velocidades de ciencia ficción, situaciones improbables y —repetimos— un vacío argumental que aterra. Está claro que es una cinta pensada para el público promedio actual: descerebrado, carente de intereses humanos más allá de su Smartphone y furioso devorador de pochoclos, sin los cuales ni se acercaría a menos de 15 kilómetros de una sala de cine. Nuestros cyberlectores, quienes sabemos están muy por encima de tales mediocridades, sabrán perdonarnos nuestra aparente “pedantería” intelectual, pero ocurre que indigna saber que inmundicias como esta llenan las salas y joyitas como Judy apenas si salvan las papas. Cuando menos, en este caso particular nos consuela el hecho de que Michael Bay jamás, pero absolutamente jamás, ha sabido rodar otra cosa que porquerías a puro efecto digital y carentes de alma o sustancia. Armagedón, esa ya lejana imbecilidad que siquiera sirvió para introducir una bella balada de Aerosmith, fue un cabal adelanto de lo único que Bay sabía y podía hacer. Hoy nada ha cambiado, sólo que el pseudodirector lo incrementa todo con dosis intragables de acción agotadora, toda clase de parafernalia visual y una total carencia de lógica. Como habrán advertido, por otra parte, ni nos molestamos en mencionar a sus protagonistas: es innecesario, puesto que aquí nadie actúa, apenas dan lástima. Su presunta estrella principal, ciertamente, debería seguir interpretando a Deadpool —siempre que Disney lo deje— ya que la rojiza máscara que se ve obligado a llevar bien puede hacernos creer que sabe actuar. En fin, qué pena…, la idea de base daba para más, pero cuando Michael Bay está detrás de algo hay que huir de ello como de la peste misma. Evítenla.-

            Ahora toca el turno de Joker (2019) (Buena ★★★), de Todd Philips, la que está recién llegadita a la web. Pues bien, seremos claros y concisos. Es un buen filme, ciertamente logra un par de excelentes secuencias, está muy bien actuado, pero fuera de todo eso no se entiende para qué cuernos lo rodaron. O mejor dicho, con qué objeto se excusa su existencia. Un filme, una película, es —sin importar su género— una mirada artística (y a la vez comercial, esa es la magia del séptimo arte) sobre un fenómeno particular y temporal tomado de la totalidad de la experiencia humana. Ejemplifiquemos. Citizen Kane (1941, Orson Welles), la que en realidad jamás estuvo directamente basada en la vida de William Randolph Hearst (a pesar de las violentas protestas y la campaña en contra del filme emprendida por el empresario), existe porque en su época ya se daba un fenómeno en particular: el tipo de capitalismo norteamericano permitía la aparición de magnates que amasaban no sólo dinero, sino poder e influencia política a partir de sus empresas. Y algo más todavía. Que muchos de esos magnates acababan sus días en absoluta soledad y despreciados por la opinión pública, llenos —únicamente— de ese dinero que tanto endiosaron. Entonces, Welles (artista con mayúsculas) crea una ficción que echa raíces en dichas realidades y le sirve para reflexionar cinematográficamente sobre ellas. Ahora bien, El Ciudadano no se ha filmado sólo esa vez: como toda historia bien contada y bien construida a partir de experiencias humanas genuinas, se transforma en un arquetipo, en un molde donde se replican comedia y tragedia entremezcladas con violencia, pasión, dolor, elegría o futurismo. Scarface (1983, Brian De Palma), por ejemplo, es Citizen Kane con otros personajes, otras situaciones y en diferentes épocas y geografías. Sin discusión. El ascenso y caída del Tony Montana que interpretó Al Pacino estaba moldeado sobre el Charles Foster Kane que jugaba el propio Welles. Entendido esto, esperamos, lo repetimos: ¿para qué diantres existe Joker? ¿Qué cuernos pretende contar; en qué realidad se basa y hacia dónde apunta? Simple (y estamos seguros que muchos lectores se enojarán con esto, pero no podemos decir algo distinto a lo que interpretamos con todo nuestro leal saber y entender), Joker —otro filme surgido en períodos gobernados por la derecha republicana más ultra— representa el discurso (o bien la bandera) de cierto auto titulado “progresismo” de izquierdas claramente anti liberal, cuya expresión local se halla en el recién asumido gobierno tanto nacional como provincial.

 Los así bautizados progresistas, en realidad reaccionarios que desprecian los logros sociales, políticos y económicos del auténtico Liberalismo (y no las pseudoversiones criollas, engendros históricos que sólo le han restado prestigio al auténtico), escupen bilis acerca de la pretendida crueldad, egoísmo y avaricia de la sociedad republicana y liberal, achacándole a sus diabólicas garras la creación misma del delito y la génesis de cada delincuente. Para ellos (y nada mejor que escucharlo de los propios labios de la nueva ministra de seguridad de la Nación), únicamente un sistema de gobierno que implique una sociedad estratificada de manera corporativista, integrista y altamente regulada desde el Estado serviría como método de “liberación” social (aunque no nos digan de qué diantres debemos liberarnos), igualitarismo uniformista y progreso económico indefinido (¡!). Pues bien, todo esto —en términos de seguridad pública— lleva a la creencia de que solamente la crueldad de nuestra sociedad, supuestamente corrupta e inmoral, crea al delincuente y promueve el crimen y la anarquía. Por eso mismo no debe ser castigado el criminal, porque es fruto de la ceguera y la avaricia de los amorales “burgueses de derechas”, quienes se merecen los efectos de lo que han “prohijado”. Un sistema “ÍNTEGRAMENTE” “solidario” produciría ciudadanos intrínsecamente felices y satisfechos de su lugar en el tejido social, todo lo contrario a la apestosa realidad de nuestras sociedades liberal-republicanas y capitalistas. Bueno, ¿acaso no está todo esto en el filme? ¿No lo vieron con claridad? Desde el personaje de la asistente social, quien más adelante se revela como genuinamente interesada en sus “marginales”, pero a la que el “SISTEMA” le impide ocuparse de criaturas tan nobles como el múltiple asesino Arthur Fleck; hasta los asustados compañeros de trabajo del pretendido payaso, quienes supuestamente deberían haber estudiado psiquiatría antes de salir a la vida laboral, para así aprender a no “estigmatizar” a un pobre “diferente” que apenas si los aterroriza con cada gesto que hace. No lo duden, ¡llamen al Inadi! Recapitulando: Joker toma un personaje de historieta (un villano cruel, para más datos) y lo convierte en algo totalmente diferente; una suerte de Travis Brickle (de Taxi Driver, claro está) empujado al crimen y la locura por una sociedad maléfica que no ha comprendido que sus únicos líderes posibles, verdaderos libertarios y humanistas, son los Chavez, las Kristinas, los Maduros, los Putins, los Evos, los Ortegas, los Ayatolás y demás benefactores del planeta. Amén. En fin, ¡a otro perro con ese hueso!
             

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