Por Leonardo L. Tavani
Despedimos
el 2019 y le damos la bienvenida al nuevo año retornando a nuestro viejo metièr, la crítica de cine, y lo haremos
con dos adelantos exclusivos y un estreno muy reciente. Cada filme es muy
distinto entre sí y juntos servirán como fiel muestrario del estado de la
cinematografía internacional actual. Esperamos les motive a verlos y discutir
nuestras opiniones. Allá vamos.
(El siguiente es un adelanto exclusivo, ya que el filme que
reseñaremos aun no se ha estrenado en la Argentina pero ya está disponible en
la web.)
Judy
(2019) (Excelente ★★★★★),dirigida
por Rupert Goold y escrita por Tom Edge, está basada —muy libremente, por
cierto— en la obra teatral End of the Rainbow, de Peter Quilter,
la que ficcionalizaba en parte los últimos meses en la vida de
Judy Garland, la mega estrella infanto-adolescente surgida en la década de los
’30 que enamoró a América y creció para convertirse en la “lady crooner” más célebre de la historia (superando incluso a Ella
Fitzgerald y rivalizando seriamente con el primer Sinatra), así como la más
amada actriz protagónica del cine musical. Las grandes estrellas del Hollywood
dorado compartieron una característica definitoria, estuvieron marcadas por
historias familiares desastrosas; es como si no hubiera sido posible que esos
grandes talentos surgieran de la cordura o el amor filial. Judy Garland no fue
la excepción. Había nacido el 10 de junio de 1922 en Grand Rapids, Minnesota,
en el seno de una familia altamente disfuncional, dedicada al mundo del
vodevil. Se llamaba Frances Gumm, y su padre —propietario de una modesta sala
teatral— administraba y dirigía el negocio familiar a partir del número
titulado “The Gumm Sisters Kiddie Act”, compuesto (como lo indicaba su
nombre) por todas sus hijas. La recién llegada (y la quinta en hacerlo) fue
unida a la troupe con apenas 30 meses exactos de vida, creciendo como pudo en
medio de constantes giras por todo el país. Su progenitor era alcohólico y
poseía un marcado mal genio, sin embargo, la adulta Judy lo recordaría con
cierta benevolencia. Su madre, en cambio, era un ser perverso y manipulador que
jamás cuidó realmente de sus hijas y sólo se interesó por lanzarlas al
estrellato para así vivir de ellas. Con su hija menor pareció darse un fenómeno
de rechazo inmediato, ya que veía en ella una versión más joven y afortunada de
sí misma, lo que creó un sentimiento de rivalidad, envidia y desconfianza de su
parte. Cuando su niña más la necesitaba la arrojó sin red a los brazos de
agentes, managers y caza talentos de cualquier calaña. Sin dudas se intuía que
su enorme talento le abriría todas las puertas, no por nada su padre la vendía
con el pomposo título de “la pequeñuela
con la grande y enorme voz” ya a sus 5 años. Y no mentía. Años después, la
transición a la adolescencia no solo no arruinó su instrumento vocal, sino que
lo hizo florecer con más caudal de aire, mejor tono y un vibrato sencillamente perfecto. Sin embargo, el desdén de su madre
y sus constantes agravios la marcarían para toda la vida. Aunque odiaba hablar
de su pasado, poco después de su tercer matrimonio se atrevió a definirla con
una referencia al “Mago de Oz” (su gran éxito) que lo dice todo: “mi
madre fue la auténtica y malvada Bruja del Oeste de la vida real”.
La auténtica Judy G. |
A
los nueve años cambió su apellido por Garland a instancias del ex actor y luego
productor George Jessel, mientras que Judy suplantó a Frances cuando cumplió
trece. Louis B. Mayer, el copropietario y jefe de producción de la Metro, la
descubre en una audición para la estación de radio más importante de Los
Ángeles, método que utilizaba regularmente para hallar buenos cantantes para
sus filmes musicales. Quedó tan impresionado por su voz que le firmó un
contrato sin siquiera someterla a un “screen test”, método obligatorio en la época.
Pero este privilegio vendría unido a una serie de cláusulas leoninas y
verdaderamente crueles, las que la madre de Judy ignorará por completo con tal
de lucrar con el posible suceso de su hija. Todos los problemas de salud y
conducta de la adulta Judy tendrán su origen en el monstruoso trato que Mayer
en persona impondrá sobre su juvenil estrella. Despiadado, avaro, violento,
cruel y vengativo, el magnate fue un verdadero monstruo cuyas maniobras
inhumanas fueron ocultadas por décadas a causa del enorme poder que había
amasado, el que incluía secretos de alcoba de personalidades de la política y
los negocios, cuyos “hábitos” conocía de primera mano gracias a las
confidencias que le sonsacaba a sus actrices de reparto, bailarinas y coristas,
quienes eran quirúrgicamente entregadas
a dichas personalidades en fastuosas fiestas que organizaba el Estudio. Mayer, que
vio en Judy Garland un filón de oro puro inacabable, se interesó personalmente
por ella desde su arribo mismo al Estudio, lo que significó una verdadera
tragedia para la artista. Si algo hace muy, pero muy bien el filme Judy
es retratar esa atrocidad moral con un par de flashbacks que nos conducen al
momento del rodaje de The Wizard of Oz (1939, Victor
Fleming), cuando vemos al magnate presionar a la adolescente actriz de una
manera perversa, así como varios de sus momentos fuera del set con un muy joven
Mickey Rooney, su coestrella en una larga y redituable serie de filmes
musicales. Cuando su asistente personal (una suerte de “chaperona” autoritaria
que le asignó el Estudio) la obliga despiadadamente a tragar decenas de
píldoras con anfetaminas, sentimos una impotencia que nos recorre la espina
dorsal. Delgada por naturaleza, lo que tornaba innecesarios tantos cuidados
para evitar que engorde, Judy Garland acabó muy pronto por sufrir de anorexia y
—alternativamente— bulimia, padecimientos nerviosos que acompañaron sus
periódicos períodos depresivos y su insomnio patológico, producto de aquellas
anfetaminas de juventud. Cuando murió (en 1969) acababa de cumplir los 47 años
y estaba virtualmente acabada: era una sombra de sí misma y, casi a imagen de
Errol Flynn, parecía infinitamente más vieja.
Judy,
la película, incorpora muchísimo más material biográfico de la estrella que la
obra teatral en que se basa, lo que contribuye a brindarle un sentido de
realismo y una mayor carnadura emotiva. Incluso los personajes de la pareja gay
inglesa, que compran con un esfuerzo económico terrible tickets para toda la
temporada de Garland en Londres, están inspirados en una anécdota recogida por
un periodista británico en los años ‘70s. Pero todo esto valdría bien poco sin
el mayor y determinante logro del filme, que consiste en la “forma” de su mirada: Judy
no juzga ni tampoco disculpa a su criatura, simplemente la observa, la deja
ser. Cada vez que aparece en el escenario, por ejemplo, se halla en condiciones
cuando menos endebles; empero, el director jamás recarga la atmósfera de la
puesta cuando debe retratar los patéticos yerros de la cantante, sino que
mantiene la cámara centrada únicamente en su actriz protagónica, la milagrosa
Renée Zellweger, quien se encarga ella solita, a puro talento y dominio del
campo visual, de hacer convivir en su personaje derrota y dignidad, temor y
talento, inseguridad y orgullo. La actriz es el gran acierto de este filme
soberbio, ya que compone a una Judy Garland en carne viva, contradictoria, más
sola que nunca cuando más acompañada parece estar, aterrada por el futuro y
ansiosa por su presente, deseosa por recuperar sus hijos menores y siempre
consciente de sus debilidades, aunque no se atreva a mostrarlas a todos. La
secuencia en el humilde departamento de la pareja de viejos fans, para quienes
su figura es una suerte de reivindicación de su condición sexual, es un
prodigio de contención y sobriedad narrativa, a la vez que nos permite conocer
a la auténtica Judy mejor que cualquier otra escena. Zellweger interactúa con
los actores creando una atmósfera de intimismo preñada de patetismo, al punto
de no poder evitar crearle un nudo en la garganta al espectador. La performance
de la actriz supera holgadamente los simples méritos de su transformación
física (que no son pocos, por cierto: luce realmente como la Garland) o el
preciosismo detallista con que incorpora desde sus personales gestos hasta la
postura de sus hombros y espalda, sino que triunfa precisamente por su
maravillosa capacidad para transmitir el infierno interior y la impotencia que
la actriz sufría por no poder torcer su propio destino.
Dueña
de un buen gusto y una sobriedad sobresaliente, Judy reconquista la
figura de su retratada y permite diseccionar las pequeñas grandes miserias de
aquellos magnates que construyeron la Meca del Cine, capaces de todo en aras de
sostener su industria. Pero
Zellweger se saca otro as de la
manga y, como hiciera con Chicago —ese musical maravilloso que
ganó el Óscar— interpreta ella misma cada canción del filme logrando un par de
momentos que causan escalofríos: realmente parece la voz de la última Judy, así
como consigue unos agudos y unos vibratos que dejan pasmado a cualquiera. Lo
dijimos, el compromiso actoral de Renée Zellweger para con su personaje resulta
conmovedor, y si no obtiene la nominación al Óscar a Mejor Actriz Principal (y
si no lo gana, además) se cometerá la mayor injusticia en toda la polémica
historia de estos premios. Filme imperdible y apto para todo tipo de público,
desde los viejos fans de la “pequeña Dorothy” hasta quienes ignoran quien fue
la estrella, sirve —por sobre todo— para reencontrarse con un tipo de cine que
parecía casi perdido. Una joya.-
Nuestra siguiente víctima es,
también, un adelanto exclusivo. 6 Underground (Mala ★) implica el regreso de Michael Bay a
otro tipo de filmes que no sean los de “Transformers”,
saga que lo tuvo ocupado en los roles de director y productor durante algo más
de 12 años. El resultado, entonces, no pudo ser peor. El filme, digámoslo de
una vez, es una basura. Se trata de una trama de espionaje, o cuando menos eso
pretende, pero el director la convierte en un festival de pirotecnia visual
inflamada hasta la náusea. Se supone que nos hallamos ante un comando de
inteligencia que no reporta a ninguna agencia gubernamental, sino que ha sido
creado por un joven millonario hastiado de las injusticias de la vida, que
finge su propia muerte y, desde las sombras, organiza este grupo de “expertos”
a los que recluta de distintos lugares. Todos deben simular su muerte, también,
y ninguno puede saber la verdadera identidad del otro, para lo cual se llaman
entre sí sólo por un número. El inicio del filme
(de alguna manera hay que llamarlo…) resulta, al menos, prometedor; pero esa
promesa se desvanece a poco que avanza la trama, un pastiche ininteligible que
no le importa ni a su director, quien únicamente se ocupa de acumular coches
estrellados de maneras inverosímiles, persecuciones a velocidades de ciencia
ficción, situaciones improbables y —repetimos— un vacío argumental que aterra.
Está claro que es una cinta pensada para el público promedio actual:
descerebrado, carente de intereses humanos más allá de su Smartphone y furioso
devorador de pochoclos, sin los cuales ni se acercaría a menos de 15 kilómetros
de una sala de cine. Nuestros cyberlectores, quienes sabemos están muy por
encima de tales mediocridades, sabrán perdonarnos nuestra aparente “pedantería”
intelectual, pero ocurre que indigna saber que inmundicias como esta llenan las
salas y joyitas como Judy apenas si salvan las papas.
Cuando menos, en este caso particular nos consuela el hecho de que Michael Bay
jamás, pero absolutamente jamás, ha sabido rodar otra cosa que porquerías a
puro efecto digital y carentes de alma o sustancia. Armagedón, esa ya lejana
imbecilidad que siquiera sirvió para introducir una bella balada de Aerosmith, fue un cabal adelanto de lo
único que Bay sabía y podía hacer. Hoy nada ha cambiado, sólo que el pseudodirector lo incrementa todo con
dosis intragables de acción agotadora, toda clase de parafernalia visual y una
total carencia de lógica. Como habrán advertido, por otra parte, ni nos
molestamos en mencionar a sus protagonistas: es innecesario, puesto que aquí
nadie actúa, apenas dan lástima. Su presunta estrella principal, ciertamente,
debería seguir interpretando a Deadpool —siempre que Disney lo
deje— ya que la rojiza máscara que se ve obligado a llevar bien puede hacernos
creer que sabe actuar. En fin, qué pena…, la idea de base daba para más, pero
cuando Michael Bay está detrás de algo hay que huir de ello como de la peste
misma. Evítenla.-
Ahora
toca el turno de Joker (2019) (Buena ★★★), de Todd Philips, la que está recién
llegadita a la web. Pues bien, seremos claros y concisos. Es un buen filme,
ciertamente logra un par de excelentes secuencias, está muy bien actuado, pero
fuera de todo eso no se entiende para qué cuernos lo rodaron. O mejor dicho,
con qué objeto se excusa su existencia. Un filme, una película, es —sin
importar su género— una mirada artística (y a la vez comercial, esa es la magia
del séptimo arte) sobre un fenómeno
particular y temporal tomado de la totalidad de la experiencia humana.
Ejemplifiquemos. Citizen Kane (1941, Orson Welles), la que en realidad jamás
estuvo directamente basada en la vida
de William Randolph Hearst (a pesar de las violentas protestas y la campaña en
contra del filme emprendida por el empresario), existe porque en su época ya se
daba un fenómeno en particular: el tipo de capitalismo norteamericano permitía
la aparición de magnates que amasaban no sólo dinero, sino poder e influencia
política a partir de sus empresas. Y algo más todavía. Que muchos de esos
magnates acababan sus días en absoluta soledad y despreciados por la opinión
pública, llenos —únicamente— de ese dinero que tanto endiosaron. Entonces,
Welles (artista con mayúsculas) crea una ficción que echa raíces en dichas
realidades y le sirve para reflexionar cinematográficamente sobre ellas. Ahora
bien, El Ciudadano no se ha filmado sólo esa vez: como toda historia
bien contada y bien construida a partir de experiencias humanas genuinas, se
transforma en un arquetipo, en un molde donde se replican comedia y tragedia
entremezcladas con violencia, pasión, dolor, elegría o futurismo. Scarface
(1983, Brian De Palma), por ejemplo, es
Citizen
Kane con otros personajes, otras situaciones y en diferentes épocas y
geografías. Sin discusión. El ascenso y caída del Tony Montana que interpretó
Al Pacino estaba moldeado sobre el Charles Foster Kane que jugaba el propio
Welles. Entendido esto, esperamos, lo repetimos: ¿para qué diantres existe Joker?
¿Qué cuernos pretende contar; en qué realidad se basa y hacia dónde apunta?
Simple (y estamos seguros que muchos lectores se enojarán con esto, pero no
podemos decir algo distinto a lo que interpretamos con todo nuestro leal saber
y entender), Joker —otro filme surgido en períodos gobernados por la derecha
republicana más ultra— representa el discurso (o bien la bandera) de cierto
auto titulado “progresismo” de
izquierdas claramente anti liberal, cuya expresión local se halla en el recién
asumido gobierno tanto nacional como provincial.
Los así bautizados progresistas, en realidad reaccionarios
que desprecian los logros sociales, políticos y económicos del auténtico Liberalismo (y no las pseudoversiones
criollas, engendros históricos que sólo le han restado prestigio al auténtico),
escupen bilis acerca de la pretendida crueldad, egoísmo y avaricia de la
sociedad republicana y liberal, achacándole a sus diabólicas garras la creación
misma del delito y la génesis de cada delincuente. Para ellos (y nada mejor que
escucharlo de los propios labios de la nueva ministra de seguridad de la
Nación), únicamente un sistema de gobierno que implique una sociedad
estratificada de manera corporativista, integrista y altamente regulada desde
el Estado serviría como método de “liberación”
social (aunque no nos digan de qué diantres debemos liberarnos), igualitarismo uniformista y progreso económico
indefinido (¡!). Pues bien, todo
esto —en términos de seguridad pública— lleva a la creencia de que solamente la
crueldad de nuestra sociedad,
supuestamente corrupta e inmoral, crea al delincuente y promueve el crimen y la
anarquía. Por eso mismo no debe ser castigado el criminal, porque es fruto de
la ceguera y la avaricia de los amorales “burgueses de derechas”, quienes se
merecen los efectos de lo que han “prohijado”.
Un sistema “ÍNTEGRAMENTE” “solidario” produciría ciudadanos
intrínsecamente felices y satisfechos de su lugar en el tejido social, todo lo
contrario a la apestosa realidad de nuestras sociedades liberal-republicanas y
capitalistas. Bueno, ¿acaso no está todo esto en el filme? ¿No lo vieron con
claridad? Desde el personaje de la asistente social, quien más adelante se
revela como genuinamente interesada en sus “marginales”, pero a la que el
“SISTEMA” le impide ocuparse de criaturas tan nobles como el múltiple asesino Arthur Fleck; hasta los asustados
compañeros de trabajo del pretendido payaso, quienes supuestamente deberían
haber estudiado psiquiatría antes de salir a la vida laboral, para así aprender
a no “estigmatizar” a un pobre “diferente” que apenas si los
aterroriza con cada gesto que hace. No lo duden, ¡llamen al Inadi!
Recapitulando: Joker toma un personaje de historieta (un villano cruel, para
más datos) y lo convierte en algo totalmente diferente; una suerte de Travis
Brickle (de Taxi Driver, claro está) empujado al crimen y la locura por una
sociedad maléfica que no ha comprendido que sus únicos líderes posibles,
verdaderos libertarios y humanistas, son los Chavez, las Kristinas, los
Maduros, los Putins, los Evos, los
Ortegas, los Ayatolás y demás benefactores del planeta. Amén. En fin, ¡a
otro perro con ese hueso!
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