Por
Leonardo L. Tavani
Aunque
nos habíamos juramentado no reincidir en los artículos “multicríticas”, volvemos, de manera limitada, a presentarles tres
análisis consecutivos de series que nos han causado una duradera y muy grata impresión.
Se trata de productos de impecable factura y perfecta realización que merecen
de la mayor difusión y que brindan muchísima tela para cortar. Por razones de
espacio hemos dejado afuera a Pennyworth (2019), absoluta
genialidad ambientada en la Inglaterra de los años ‘60s, aunque en verdad se
trata de una realidad alterna; y es en dicho universo paralelo en que se mueve
el joven Alfred Pennyworth (el futuro “mayordomo” de Bruce Wayne/Batman), un ex
oficial de las SAS que se topará con el misterioso Sr. Wayne y la Srta. Kane,
americanos que trabajan para la CIA y quienes lo involucrarán en la
contrainteligencia de una conspiración terrorista de ultra derecha. Producción
íntegramente británica, la recomendamos vivamente, le brindamos nuestra máxima
calificación, pero optamos por no extender el presente trabajo con su análisis.
Las que siguen, pues, son nuestras elegidas. ¡Y vaya que valen la pena!
Tiff le ha ofrecido un trabajo de
asistente a su ex amigo y compañero de la preparatoria, Carter. No le ha
brindado demasiados detalles. Hace años que no se ven y ahora ambos viven en
Nueva York, tratando de sobrevivir a la Gran Manzana. Ella dice ser telefonista
del 911, entonces ¿para qué diablos querrá un asistente? Carter llega a la
dirección pactada, el lugar apesta. Le abre una extraña mujer que le pide una
contraseña. Lo conduce por un pasillo tenebroso y, al golpear otra puerta,
llama diciendo “Ama May, su invitado esta aquí”. Carter piensa “¿what
the fuck?”, y penetra en la habitación. Allí, de pie, impactante y
esplendorosa, cubierta en látex negro y envuelta en un aura de poder
indescriptible, Tiff —o más bien la Ama May— sonríe pícara y dice, “¡¡¡bienvenido
a mi oficina!!!”. Así empieza y así es Bonding (Netflix, 2019) (Excelente ★★★★★), una subversiva
comedia sexual de apenas 12 minutos de duración (unos 15 con los créditos
finales) y sólo 7 episodios en total. En apenas una hora y cuarto se la ve
completa y hasta con pausas, lo que podría llevar a pensar que su creador,
único guionista y director, Rightor Doyle (¡encantado, ‘cho gusto!), se ha quedado corto en cuanto a contenido y desarrollo
dramático. Nada más lejos de la verdad. Cierto es que algunos espectadores (tal
vez los más veteranos) se queden con gusto a poco, pero lo que en realidad
ocurre es que absolutamente todos se quedan con ganas de más, lo que no es un
juego semántico, sino una enorme y grata diferencia. Bonding le hace un corte
de manga a los prejuicios y nos enfrenta a una “polaroid de locura ordinaria” del caótico presente que nos toca
vivir. ¿Por qué? Sencillo: Carter es gay pero no se siente en absoluto
representado por su “colectivo”; incluso cuando conozca a alguien que le gusta
—y que lo llevará a un bar temático con tipos revoleando el pito a modo de “go-go dancers”— acabará mandándolo al
diablo por su superficialidad. “¿Acaso no
podemos tomar un simple café de mierda sin chongos desnudos alrededor?”, le
gritará sin rodeos.
Carter ha sufrido bulliyng y bastante discriminación en su
adolescencia, pero así y todo es un hombre joven que asume su sexualidad sin
necesidad de que su vida amorosa esté condicionada por una asfixiante
militancia de “género”. Lo que Carter necesita, en cambio, es lo mismo que su
amiga Tiffany, creer en sí mismo. Y esta es la otra instantánea de nuestro
presente que nos muestra la serie. Tiff es hermosa, pero aun así ha sido la
relegada de la preparatoria, sobre todo a causa de su carácter algo difícil. Le
han pasado cosas (no se nos dice cuales, pero algún tipo de abuso se desprende
de sus palabras en el episodio final), y para seguir adelante se ha jurado a sí
misma asumir el control de su vida. Y el “control”, paradójicamente, la
depositó en el camino de la dominación profesional. Sin embargo, Tiff no tiene
pareja alguna ni persona que cuide de ella por la sencilla razón de que las
aleja a todas; las aleja con su carácter controlador y detallista, con sus
altos estándares a los que (casi)nadie puede llegar, y —por supuesto— con su
más que evidente falta de autoestima que disfraza con su rol de dominatriz. Empero, la dómina es una parte de sí misma —y no
únicamente una máscara— pero como se niega a abrirse a los demás y mostrarse
tal como es, ese aspecto oculto no termina de cuajar en una personalidad
estable o cuando menos atractiva. El muchacho que está loco por ella, compañero
suyo en la facultad de psicología, le confesará agobiado: “te tengo miedo…”, y esa
será la primera señal del cambio que, ineluctablemente, deberá llegar. Bonding
tiene un humor ácidamente feroz, irreverente; carece —afortunadamente— de
“vacas sagradas”, y por eso mismo se burla de todo y de todos sin prurito
alguno y sin temor a enojar a alguien. Es la primera producción en su tipo
(aunque en realidad es única, ¡que va!) que no presenta un discurso “progre-bien
pensante-con perspectiva de género-tolerante” y etc., etc., que tanto
mal le viene haciendo a la cultura general de esta parte del planeta y en estos
últimos años. Porque, no lo olvidemos,
la justísima lucha por toda clase de
derechos y reivindicaciones no debe jamás, por ninguna circunstancia, conducir
a una homogenización forzada del pensamiento, de la opinión, o del ejercicio
artístico. Y actualmente, cuando menos en nuestro país, existe una vitriólica
policía “de género” que está
asfixiando aquello que tanto pregona, la
Libertad personal y de consciencia. Bonding, precisamente, se fuma en
pipa a los ‘sommeliers’ de lo políticamente correcto y hace suya una mirada
divertidamente despiadada acerca de las notorias contradicciones de nuestra
“nueva” ética occidental. Finalmente, no debemos olvidarnos de sus dos
protagonistas centrales, Zoe Levin y
Brendan Scannell, quienes realizan un trabajo sencillamente perfecto. Saben
imprimir, en secuencias brevísimas, el grado de justo de intensidad, humanidad
y contradicciones estrictamente necesarias para hacer no sólo creíbles a sus
personajes, sino además queribles. En cuanto a Levin, por cierto, este crítico
se entregaría —sin dudarlo— a sus ‘dominantes’ brazos sin siquiera dudarlo un
segundo. Lo que, indudablemente, será compartido por gran parte de la hinchada
masculina. A no perdérsela, que vale la pena.-
Dickinson
(Apple, 2019) (Muy
Buena ★★★★) es una extraña y
atractiva producción recién lanzada por la compañía de la manzanita, que
imagina el período inmediatamente previo al pase al ostracismo de la poeta
estadounidense Emily Elizabeth Dickinson (1830-1886). Nacida, criada y
fallecida en Ahmerst, Massachussets, segunda hija de un matrimonio puritano
altamente religioso y tradicionalista, cuyo padre provenía de una familia que
llevaba ya siete generaciones en Nueva Inglaterra, Dickinson no pudo —a causa
de los férreos mandatos paternos— publicar ningún poema en vida, a excepción de
un par de ellos bajo pseudónimo. A pesar de haber tenido una vida social y
cultural muy activa hasta casi sus treinta años, a partir de esa edad se
recluyó en su habitación y vivió como ermitaña hasta su muerte, cuando una
criada que le había tomado cariño se llevó todos sus poemas (que Emily escribía
en pequeños e irregulares papelitos) para evitar que fueran destruidos. Años
después llegaron a las manos correctas siendo compilados y editados, de modo
que la sociedad americana pudo descubrir, póstumamente, el impresionante
talento poético de esta mujer sorprendente y original. Dickinson jamás se casó
ni estuvo comprometida, y las razones para su aislamiento —que otrora se
interpretaron de manera romántica— se entienden ahora de muy diferentes formas,
incluyendo un posible abuso sexual intrafamiliar. Pues bien, Dickinson,
la serie —creada, producida y coescrita por Alena Smith— si bien muestra
bastante del autoritarismo paterno y el clima machista en que Emily se
desenvuelve, opta por un camino menos transitado y muy creativo, uno que mezcla
ensueños oníricos con la más cruda realidad, versos que brotan del ambiente y
ambientes que se tornan versos, comedia y tragedia —pero no tanto— y muchas,
muchísimas cosas más. Hay, también (y ese es su mayor logro estético), un
acertado acercamiento a la compleja personalidad de Mr. Dickinson, un padre
obsesivo tanto con la herencia como por la reputación de su apellido, a veces
despótico y en ocasiones demasiado fácil de manipular, perfectamente capaz de
quebrarse ante su hija favorita luego de reprenderla agriamente y acostarse a
su lado con absoluta ternura, tanto como luego podrá abofetearla con crueldad
por la simple “osadía” de ganar un concurso de poesía bajo el nombre de su
hermano mayor. Bellamente interpretada por la joven actriz Haillee Steinfeld
(quien también coproduce el envío), Emily se muestra como una jovencita
adelantada a su tiempo, de una inteligencia superior aunque encorsetada por los
prejuicios de la época (las muchachas no deben recibir educación superior, ya
que como esposas y amas de casa no la necesitarán), absolutamente libre en
cuanto a la administración del deseo (ella ama tanto física como
espiritualmente a su mejor amiga, lo que no le impedirá enamorarse luego de un
hombre de gustos y sensibilidad diferentes) y por sobre todo caprichosa, quizás
demasiado.
El personaje de su madre, sin embargo, parece por momentos desmentir
el subtexto de la serie, ya que se vuelve muy fácil odiarla: debería servir
como ejemplo de la cultura represiva en que las mujeres eran educadas allá por
la primera mitad del siglo XIX, y por momentos el guión lo consigue, aunque demasiado a menudo este se
pasa de rosca y nos la presenta puramente despótica, prejuiciosa sin motivos y tan
vacía como indiferente ante ello. No es el único error de esta producción.
Antes que nada, pareciera que Dickinson no supiera exactamente
para qué público está realizada, ya que construye una gramática hipermoderna
que presenta secuencias propias de comedias televisivas juveniles, con excesivo
uso de cámara rápida, foto fija y demás yerbas, más la machacona y por completo
errada utilización de una banda sonora compuesta de canciones pop
contemporáneas, las que suenan a sacrilegio en los oídos del sufrido
telespectador que por momentos se siente genuinamente inmerso en la Nueva
Inglaterra de 1848 y en otros se ve brutalmente expelido de ella por causa de
una ‘ucrónica’ ambientación musical.
Es una pena, porque el envío es muy bueno, está magníficamente actuado y
presenta muchos aciertos —como por ejemplo los metafísicos encuentros de Emily
con la Muerte, que la lleva a pasear en su carruaje tirado por caballos
fantasmas— los que sin embargo pueden darse de bruces con el ridículo en un
segundo, tal como en las varias ocasiones en que la joven imagina a una abeja
gigante parlante, la que habla como un rapero negro de los suburbios
neoyorquinos y constantemente pregunta “¿whattt’sss uppp?” exactamente así, arrastrando
las letras y dándole una pronunciación propia de un marginal drogadicto. En
fin, que son más los aciertos de esta serie que sus defectos, lo asegura la
calificación que le hemos dado, la que se basa en una meditada revisión que
hemos hecho de ella, aunque es indudable que una ficción debe saber balancear
siempre su contenido en relación a sus objetivos, empresa harto difícil que en
esta ocasión parece habérsele escapado de los dedos a su productora y creadora.
Muy buena, muy sólida, muy despareja; todo ello, sin embargo, no impide que se
disfrute a pleno esta disruptiva forma de congeniar ficción con realidad
histórica. A darle una chance, que después de todo, se trata de apenas 10
episodios de sólo 25 minutos de duración, otra muestra (como la anterior) de
que lo bueno, si breve, dos veces bueno.-
Y
ahora, la joya de la corona. La mejor y más bella serie que hayamos visto en
años; la más divertida y la más alocada; la más sensible y la más absurda: The
Marvelous Mrs. Maisel (Amazon Originals, 2017-2018) (Excelente ★★★★★),
creada, producida y coescrita por Amy Sherman-Palladino, quien hace de gala de
un talento, un poder de observación y un fino y ácido humor como pocas veces se
han visto en un solo producto. Veamos. “Midge” Maisel lo tiene todo, o eso
parece. Vive en el corazón del Upper West Side, una de las zonas más exclusivas
de Nueva York; no ha trabajado ni un minuto de su vida, ya que es una joven
judía rica y mimada, y las muchachas afortunadas no se rebajan a un empleo:
sonreír siempre, ser la mejor anfitriona posible y administrar astutamente la
apariencia de familia exitosa es todo lo que se requiere de ellas (y de ella,
claro está). Pero Midge excede sus especificaciones de “fábrica”; ha estudiado
literatura rusa en la universidad, cuida su cuerpo —para envidia de los
amigotes de su marido— con un esmero digno de mejor causa, administra los
recursos domésticos con eficiente autoridad, acompaña a su esposo en todos sus
caprichos con la misma pasión que se pone en una auténtica vocación, surfea las
excentricidades de sus padres con una habilidad abrumadora y sabe jugar con las
expectativas de sus suegros mejor que un diplomático en zona de conflicto. Y
como madre de dos pequeños niños parece contar con la fórmula mágica para el
éxito; entonces… ¿quién podría reprocharle nada a Midge, si parece tenerlo todo
bajo el más amoroso control? Lo que Miriam no puede controlar, sin embargo, son
las consecuencias de la “perfección”.
Porque hay que tenerlo claro desde un principio: a Midge se le pidió demasiado,
ciertamente, pero también se le dio demasiado; es una privilegiada, una
muñequita de porcelana en un escaparate de ensueño. Pero todo, absolutamente
todo, se libera alguna vez.
Toda fuerza reprimida, toda emoción ocultada, toda
necesidad sublimada, toda vocación acallada, hallan inexorablemente el camino
de salida hacia la superficie. Como un volcán, por cierto, o como un lento pero
constante goteo; pero absolutamente siempre surgirán a la luz. A Miriam le
brotarán como un torrente luego que su maridito trofeo, el simpático Joel
Maisel, la abandone subrepticiamente; así, sin aviso ni anestesia. Además de
reconocer que tiene un amorío con su secretaria, la insulsa Penny Penn. Joel
lleva años jugando a ser cómico de stand up en un club de mala muerte que
acepta talentos a cambio de nada; el espacio en su improvisado escenario es
toda la paga a que aspiran estos “artistas”. Pero esa noche Joel fracasa
miserablemente y siente que ya no puede mirar a Midge a los ojos. Suena
estúpido, pero es cierto. Pronto entenderemos, a no dudarlo, que su conducta
obedece a otras cosas, a esas que tienen más que ver con una educación
imbécilmente machista, represora de los propios sentimientos y llena de
presiones y tabúes. Joel, ya lo veremos, tendrá que desandar el camino de su
formación y reconstruirse como persona, cuando menos si quiere volver a mirar a
los ojos a Miriam, la que —por su parte— descubrirá (en una secuencia
desternillante y absolutamente perfecta) que nació para la comedia y para todo
aquello que conlleva; o sea, para dejar de ser la persona (la MUJER) que todos
esperan que sea (y para lo que la (mal)educaron).
Pero atención, que con este primer acercamiento al disparador de su trama tal
vez hayamos dado la impresión de que se trata de un drama o una comedia
dramática, lo que está a años luz de la verdad, ya que The Marvelous Mrs. Maisel es
una furiosa comedia urbana anclada en el estilo y el tono del Woody Allen de
principios de los ‘80s, incluso en el hecho de que aquí hay humor judío del
bueno, pero pasada por el posmoderno tamiz de la sabia mirada femenina de su
autora y creadora.
Cada personaje de esta serie resulta una fiesta por partida
doble, por los caracteres en sí y por los magníficos intérpretes que les dan
vida. Desde el padre de Midge, un excéntrico e intolerante profesor
universitario de matemáticas, que en la piel del enorme Tony Shalhoub (Monk)
resulta una delicia de ver y ¡sufrir!; pasando por la insoportable, maleducada
y desaliñada nueva representante de Miriam, una Janeane Garófalo (The
Truth About Cats & Dogs, 1996) sencillamente perfecta (cada
aparición suya es una fiesta políticamente INCORRECTA) que construye una
criatura fascinante y —en el fondo— querible a pesar de todo; siguiendo por el
insoportable padre de Joel, el industrial textil que interpreta con monumental
oficio el gran Kevin Pollak (The Usual Suspects, 1995); y
llegando, como no, a su fascinante protagonista, la IN-CRE-Í-BLE Rachel
Brosnahan, una actriz de un talento monumental y a prueba de fallos, tan bella
como capaz de hacernos creer lo que sea. Conocer a su Midge Maisel significa
amarla al instante, tal es la conmovedora humanidad que sabe imprimirle así
como la adorable seguridad de que hace gala en momentos dignos de mejor causa.
Por ejemplo, cuando se impone a sí misma organizarle la boda a su nueva amiga y
compañera de trabajo, descubre que esta va a realizarlo en un salón paupérrimo
de la parroquia católica de la que es miembro. Decidida a obtenerle una sala
diferente y mejor iluminada, Midge se lanza a engatusar al cura párroco con sus
mejores armas, a pesar de que jamás en su vida ha lidiado con un sacerdote
católico. “Conozco a Beth desde que nació; de hecho, la bauticé a los cinco días
de nacida”, le dice el cura, a lo que Midge responde, “verá,
soy judía: ¡si alguien nos sumerge en agua llamamos a un abogado!”. Quizás
sea la muestra más tonta del humor de esta serie, pero sirve a modo de punta
del iceberg. El gran acierto de estos 20 episodios divididos en dos temporadas
consiste en dosificar, con total eficiencia, las tensiones internas de su
protagonista, quien se debate por ser, lo repetimos, la mujer que todos esperan
que sea (a la vez que —sorpresivamente— descubre su verdadera vocación), con
las amargas limitaciones que su condición femenina le impone en ese año de 1959,
cuando arranca la acción. Otro de sus logros, y no el menor, es el de incluir a
un personaje de la vida real, Lenny Bruce, gran cómico de la época y uno de los
pioneros del “stand-up”, quien se hace amigo de Miriam y acaba por ser algo así
como la voz de su consciencia, quien la guía por este tortuoso camino que
parece haberla elegido a ella, más que al revés. En definitiva, llena de sorpresas,
dueña de un humor desmitificador, y reflejo satírico de toda una época, The
Marvelous Mrs. Maisel de algún modo transforma a quien la ve. Este
articulista lo dice por experiencia propia. Así pues, no lo duden: se reirán
hasta quedar exhaustos, se sorprenderán por sus enormes aciertos y se
enamorarán de ella. No es poco.-
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