Watchmen, o la Tragedia de una Nación que Sirve a Dos Señores


Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
WACHTMEN (EE UU, 2019)
Miniserie de 9 episodios emitida por HBO
Creada, producida y coescrita por Damon Lindelof
A unas tres semanas del cierre de esta miniserie increíble, que le ha dado un toque de calidad inusitada a estas nuevas formas de ver y hacer televisión, queremos compartir con ustedes nuestra particular visión acerca de este producto fantástico y disruptivo. Producida con una enjundia, un talento y un profesionalismo que asombran, Watchmen brinda múltiples lecturas, transmite ideas acerca del mundo actual como nadie más lo hace y conmueve con herramientas que dejan maravillado al espectador. Al cabo de ver sus 9 episodios se tiene la clara e inocultable sensación de haber asistido a un evento mayor, de esos que modifican vidas y transforman consciencias. Y por qué no, definen vocaciones. Los invitamos a un breve pero intenso viaje por el mundo de los vigilantes enmascarados.
            Watchmen es, casi con toda probabilidad, la producción dramática más sólida del recién extinto 2019. Excede con mucho las limitaciones de su género de pertenencia y supera holgadamente las expectativas tanto de fans como de curiosos. Como muchos saben, en el principio fue Watchmen (1985), la novela gráfica dividida en 12 episodios escrita por el polémico Alan Moore (La Liga Extraordinaria; V de Vendetta) y dibujada por Dave Gibbons, cuyo lanzamiento capitalizó la poderosa paranoia apocalíptico-nuclear que dominó EE UU y parte de Europa occidental a mediados de los ‘80s, muy especialmente después de la invasión soviética a Afganistán, cuyo telón de fondo sobrevuela toda la trama. Moore, siempre preocupado por los totalitarismos populistas que surgen —parasitariamente— del propio seno de las naciones republicano-liberales (V from Vendetta es el mejor ejemplo de ello), ideó una historia que se desarrollaba en un 1985 alternativo en el cual Richard Nixon —ganador de la guerra de Vietnam gracias al auxilio del Dr. Manhattan— derogaba la limitación histórica para ejercer la presidencia llevando ya 4 períodos en la Casa Blanca y conduciendo a su país al límite mismo de una guerra nuclear con la Unión Soviética, lo que se simbolizaba en el “reloj del día del juicio”, cuyas manecillas marcaban entonces apenas cinco minutos para la medianoche, léase la destrucción global. Este era, insistimos, el marco político y sociológico que arropaba la historia, y dicha historia implicaba un fenómeno que Moore había advertido a ambos lados del Atlántico, el de las contradicciones surgidas entre la relativamente nueva sociedad liberal-republicana y capitalista (que consagra las libertades intrínsecas del individuo, la propiedad privada y la igualdad ante la Ley), y la reacción conservadora, nacionalista, autoritaria y ultra estatista que estalló en el período de entreguerras como antídoto al ideal consagrado a partir de la Revolución Francesa.
Los dibujos de Dave Gibbons para el cómic original
 El guionista, lo repetimos, supo entender —particularmente— las tensiones de una sociedad como la norteamericana, cuyo cuño “liberal” es, en realidad, de “baja intensidad”. Queremos decir con esto que su liberalismo político se destiló a partir de una ética ligada inquebrantablemente a la religión (en realidad, secta) puritana, luego multiplicada en las diferentes formas del protestantismo americano, el que se alejó sensiblemente de los principios de la ética Utilitarista de Jeremy Bentham, primero, y James Mill y su hijo John Stuart Mill después, ideas seminales para el desarrollo del Liberalismo que más tarde serían refinadas por autores como John Locke, David Hume y William Godwin (padre de Mary Wollstonecraft Godwin Shelley, autora de Frankenstein). El Capitalismo norteamericano surge no del concepto de Estado Republicano Representativo —el que a su vez promueve la libertad individual y su correlato inmediato, la libre empresa— sino del “dogma” que proclama la obligación moral y ética de prosperar tanto en lo económico como en lo civil-administrativo para así cumplir la “voluntad” de dios, entidad mitológica que en esta peculiar vertiente extremista del Calvinismo (mucho más férrea, pesimista y dogmática que el Luteranismo) proclama que la “salvación” es imposible para el “Hombre” como no sea por la pura magnanimidad de este supuesto ente “todopoderoso”. O sea, en el puritanismo la noción Católica de “redención” se invierte por completo: para la masiva secta romana la humanidad “merece” dicha salvación (¿alguna vez nos explicarán de qué demonios deben “salvarnos”?) porque el tal dios la ama intrínsecamente, tanto como para enviarle a su propio (e inexplicable) “hijo” para que sirva como suerte de “cordero sacrificial” de los pecados tanto pasados como futuros de la raza humana. Más allá del abismal absurdo de tal concepto, que nos mueve a pensar cómo es posible que las personas no puedan razonar por un minuto siquiera y así huir despavoridas de toda religión, lo cierto es que el Calvinismo primero y el puritanismo después, consagraron la noción de que el sacrificio del tal cristo no es condición suficiente para obtener la gracia divina, sino apenas necesaria para empezar a “hablar”. El hombre no consigue la salvación por mucho que se esfuerce, sino que debe ser previamente uno de los “elegidos”, aunque para ser “elegido” sí que debe hacer ciertos deberes. Para ellos, la “Jerusalén Celestial” del libro del Apocalipsis es la clave de todo lo referente a la obtención del favor divino: el hombre debe vivir en comunidad, debe “necesariamente” prosperar, tiene que cuidar y mejorar su “ciudad” (a modo de la otra, la divina) y establecer leyes y reglas comunes a todos para que les sirvan de vehículo redentorio grupal. Calvino no rechazó todas las fuentes Católicas, sino que utilizó mucho de lo escrito por San Agustín en su libro “La Ciudad de Dios”, concibiendo la idea ya explicada, o sea que el hombre —si prospera y vive en una suerte de “Ciudad Terrenal a Imagen y Semejanza de la Ciudad de dios”— agrada al ser supremo al demostrarle que puede imitar y aplicar en la Tierra sus divinos designios y sólo así obtiene, al cabo de su muerte, el “permiso” para gozar de la ventura eterna. Aunque suene redundante, copiaremos a continuación un breve texto del filósofo español Mariano Antolín Rato que explicará mucho mejor que nosotros el origen de la ética económica y política del puritanismo que “fundó” a los EE UU: “El teólogo protestante francés y reformista religioso Juan Calvino aceptó la doctrina teológica de que la salvación se obtiene sólo por la fe y mantuvo también la doctrina agustina del pecado original. Los puritanos eran calvinistas y se adhirieron a la defensa que hizo Calvino de la sobriedad, la diligencia, el ahorro y la ausencia de ostentación; para ellos la contemplación era holgazanería y la pobreza era o bien castigo por el pecado o bien la evidencia de que no se estaba en gracia de Dios. Los puritanos creían que sólo los elegidos podrían alcanzar la salvación. Se consideraban a sí mismos elegidos, pero no podían estar seguros de ello hasta que no hubieran recibido una señal. Creían que su modo de vida era correcto en un plano ético y que ello comportaba la prosperidad mundana. La prosperidad fue aceptada pues como la señal que esperaban. La bondad se asoció a la riqueza y la pobreza al mal. No lograr el éxito en la profesión de cada uno pareció ser un signo claro de que la aprobación de Dios había sido negada. La conducta que una vez se pensó llevaría a la santidad, llevó a los descendientes de los puritanos a la riqueza material.” 
Lindelof y Alan Moore
 El mismo autor, más adelante y refiriéndose a Max Weber (1864-1920), dice: “Queriendo refutar el determinismo económico de la teoría marxista, Weber combinó su interés por la economía con la sociología, en un intento de establecer, a través de un estudio histórico, que la relación causa-efecto histórica no sólo dependía de variables económicas. En una de sus obras fundamentales, Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus (La ética protestante y el espíritu del capitalismo, 1904-1905), intentó demostrar que los valores éticos y religiosos calvinistas habían ejercido una importante influencia en el desarrollo del capitalismo. Volvió sobre este tema en sus últimos libros, al estudiar las religiones asiáticas y concluir que las ideas religiosas y filosóficas imperantes en las culturas orientales habían impedido el desarrollo del capitalismo en estas sociedades, a pesar de la existencia de factores económicos favorables para que se produjera dicha evolución.”
Con las debidas excusas por la extensión de esta introducción, la que resulta indispensable para la comprensión de las ideas que Alan Moore depositó en Watchmen y que Damon Lindelof  ha rescatado para su brillante secuela, conviene aclarar que nuestra interpretación está lejos de ser una mera opinión personal, dado que el propio Moore (siempre reacio a reportajes) la explicitó en el dialogo que mantuvo con una revista británica especializada en ocasión del estreno del filme V from Vendetta, del que renegó tanto como de todas las producciones posteriores basadas en sus creaciones. En aquel momento pudimos leer la transcripción de gran parte de ese reportaje en un extenso artículo de la revista española “Cinerama”, cuya editorial también editaba la versión castellana de la revista inglesa de marras. Allí, Moore se quejaba de que casi nadie había advertido en los ‘80s su verdadera intención con respecto de los Minutemen, o sea los vengadores enmascarados, la que consistía en advertirle a la sociedad norteamericana acerca de su peculiar “esquizofrenia ideológica” (sic de Moore), la cual les lleva a abrazar un liberalismo puramente exterior —de forma, apenas— mientras en su interior se cuece el guiso de la desconfianza perpetua hacia sus propias instituciones, la insatisfacción por las “limitaciones” del sistema penal republicano y la incapacidad perpetua para procesar sus tendencias irrefrenables hacia el racismo. Está claro, de acuerdo a lo que expusimos más arriba, que si la mentalidad calvinista y puritana que moldeó la futura nación americana le impuso una ética basada en la idea de salvación por medio de la sola fe más la prosperidad material (a imagen de la perfección de la Ciudad de dios), dicha sociedad acabaría por consagrar un ethos de réprobos contra elegidos, hombres superiores (los WASP, siglas en inglés de “blanco, anglosajón y protestante”) versus seres inferiores (los negros, los inmigrantes de regiones “indeseables”, etc.), el que a su vez desencadenaría un pathos dominado por “instituciones” u “organizaciones” como la esclavitud, el Ku Kux Klan, la segregación racial, etc. Todo esto, insistimos, estaba en la base del trabajo de Moore (aunque pasara en parte desapercibido), y Lindelof lo ha rescatado y traído al presente con una fuerza argumental y una cosmovisión tan radical que pone los pelos de punta. No será casual, por tanto, que la palabra miedo esté permanentemente en boca de los personajes de esta nueva producción: la palabra y su misma vivencia, por cierto, ya que el único desenlace posible para una sociedad que se ha fundado en el “sacro temor de dios” y en la noción de “elegidos” versus “réprobos” es —indefectiblemente— una sociedad ligada al miedo como condicionante, motor y falso guía.
            Watchmen 2019, la miniserie de 9 episodios presentada por HBO que acaba de concluir, comienza —para resultar bien clara y que nadie se llame a engaño— con una matanza popular emprendida en Tulsa, Oklahoma, en la década de los ‘30s, en la que todo el pueblo pareció enloquecer hasta no dejar a ningún ciudadano negro con vida. Sólo se salvará, de milagro, un niño, uno que será clave para los sucesos que acaecerán en el 2019 alterno en que transcurre la trama, de hecho la misma línea temporal del cómic original. La miniserie ignora por completo la excelente película de Zack Snyder de 2009, y hace bien: para que esto funcione resulta vital “continuar” la historieta de Moore y Gibbons casi como si ellos mismos lo hubieran hecho, y Damon Lindelof —quien revela un amor inextinguible por la novela gráfica y escribió solo o en colaboración todos los episodios— se aferra a Watchmen 1985 como un náufrago a un solitario madero, tanto que hasta el diseño gráfico, el vestuario y la ambientación siguen al pie de la letra los trazos de Gibbons. Pero esto, que de por sí es meritorio, no significaría nada sin la fidelidad filosófica al legado de Alan Moore, tanto que por momentos se advierten ideas y preocupaciones que inocultablemente provienen de sus otros trabajos, de modo que el producto final —al que se aprecia en toda su magnitud recién al final del último episodio, tal es diseño concéntrico y “espiralado” del desarrollo de su historia— es percibido por el espectador como la única continuación posible a la historieta primigenia. Es más, pareciera que ni el mismo Moore podría haberla acabado mejor. Un ejemplo claro de todo esto lo marca la parábola de esa suerte de “dios” secular que es el Dr. Manhattan, aparentemente ausente durante siete episodios pero que guarda una vital relación con todos los eventos. Nótese, las formas de vida que ha creado en una luna de Júpiter prefieren la servidumbre y su total ordalía antes que atreverse a vivir sin un “amo” que les dicte qué hacer y cómo sentirse por ello. Si bien no podemos ser más claros debido a que revelaríamos muchísimo más de lo que es prudente, quienes ya hayan visto Watchmen comprenderán nuestras palabras: Lindelof y sus coguionistas echan por tierra con la máxima que postula “la libertad de los hijos de dios”, y en cambio nos dicen que todo acto volitivo de creación implica un pathos de sumisión para las creaturas. Trago amargo que a muchos se les dificultará pasar por el garguero.
            Watchmen opone dos modelos de sociedad de modo tal que ambos están claramente “fallados”, fuera de su eje. El primero, el del clásico American Way of Life, no es realmente ni liberal, ni republicano ni garantiza derechos para nadie. Es una sociedad en la que se debe tomar lo que se quiere con mano firme y en la que el Estado parece estar ausente excepto a la hora de imponer impuestos y penalidades. El otro, el de la fe y el camino del “señor”, conduce directamente al fanatismo, el temor al diferente y —paradójicamente— a sí mismo, al racismo y a la paranoia. Ambas civilizaciones conviven malamente y desencadenan fenómenos como los vigilantes enmascarados, quienes a la larga se revelan como seres patéticos, temerosos, llenos de rencores y resentimientos cuyas máscaras no alcanzan a exorcizar (más bien todo lo contrario), nuevas y más sangrientas agrupaciones racistas, clones del hombre más inteligente del mundo con ambiciones más sociopáticas que las de su “progenitor”, y atrocidades varias por el estilo. Esto se advierte incluso con mayor relevancia en los flashbacks que transcurren en Vietnam, ex nación que ahora es un estado norteamericano más, el último en sumarse a la Unión, cuya población no disfruta de ninguna de las aparentes ventajas de la nación más libre de la Tierra. ¿Pero acaso EE UU lo es? Bien, eso es lo que se pregunta Lindelof, ¡y vaya si lo responde! La serie tiene momentos en los que se distingue con claridad una crítica nada velada hacia la locura (esperemos pasajera) de naciones cuya democracia republicana era de mejor y más puro cuño, tales como la advertida en el delirio del Brexit inglés o en las ambiguas reclamaciones de los “chalecos amarillos” franceses. Los fenómenos inmigratorios producto de refugiados políticos, religiosos y económicos, han incrementado la paranoia social al ritmo que el estado de bienestar ha mostrado sus primeros signos de fatiga. Lindelof parece decirnos que EE UU ha exportado no sólo su cultura del entretenimiento, sino que ha contrabandeado muchos de sus fantasmas más íntimos. En Watchmen, ciertamente, no existen buenos ni malos; sólo individuos con mayor o menor ética privada, más o menos ligados a ciertos valores comunes o siquiera movidos por la culpa y la necesidad. El magnífico personaje de la agente Blake, la otrora segunda Silk Spectre, encarna todas estas ambivalencias hasta límites insospechados. Quienes podrían tildarse de “villanos”, palabreja que escupe un maniqueísmo evidente y que su creador y coautor pretende erradicar de este producto, resultan apenas patéticos seres conducidos a su megalomanía o racismo por darle la espalda a una palabrita caída en desuso: raciocinio.

Como esperamos haber podido demostrar, esta Watchmen consigue con éxito despejar las nubes ideológicas que nublaron la comprensión íntegra del ethos de su predecesora, opacado por la tormenta anticomunista y el terror a la destrucción global propios de esa época, centrando su atención y su pathos en lo que Alan Moore realmente pretendía decir entonces. Como nuestros ciberlectores habrán advertido, evitamos a toda costa mayores precisiones acerca de la trama de esta miniserie dado que ella es un preciso (y precioso) mecanismo de relojería, casi como los que diseñaba el padre de John Osterman, luego el Dr. Manhattan, analogía que no tiene nada de ingenua. Imposibilitados de decir más, sólo cabe elogiar del modo más entusiasta la maravillosa dirección de cada episodio, que es un verdadero lujo (se trata de cine en la pantalla chica, presentando aciertos visuales que se extrañan en el séptimo arte de hoy); alabar la impresionante fotografía y la descollante ambientación del envío; y ciertamente destacar todas y cada una de las poderosísimas actuaciones de sus talentosos protagonistas. Evitaremos los lugares comunes y únicamente señalaremos dos: la portentosa, soberbia y desprejuiciada actuación de ese genio de Jeremy Irons, quien se pone en la piel de un Adrian Veidt al que las décadas le han hecho sentir el peso del genocidio que propició, pero a quien —paradójicamente— le duele todavía más que nadie le “agradezca” por haber “salvado” al mundo, dudosa proeza que debió acometer en el más absoluto anonimato. Y la otra, es la contenida, detallista (casi silenciosa) y poderosamente minimalista interpretación de Louis Gossett Jr., de quien no podemos adelantar siquiera su nombre en la ficción, aunque sí elogiar hasta el infinito su sobriedad y talento. Sorprende verlo tan mayor (uno olvida que nació en 1936), a años luz del inolvidable Sargento Foley de Reto al Destino (An Officer and a Gentleman, 1982; Taylor Hackford), en la que le enseñaba a Zack Mayo (Richard Gere) a ser auténticamente un hombre, aunque sea a los golpes (¡!), pero los años le han traído mayor sabiduría y eso se nota en el preciso y ajustado timing con que dibuja su personaje en sus pocas pero importantísimas apariciones. Watchmen, insistimos, es un drama en toda regla, y a la vez un policial ferozmente violento, un estudio de caracteres de filosa agudeza, un retrato furioso de las contradicciones norteamericanas y un amoroso (y muy sólido) homenaje a la novela gráfica original. Aunque puede ser consumida por quienes sólo buscan evasión, lo cierto es que se trata de una obra sutil y demandante que exige compromiso, atención y no poca meditación por parte del televidente. Verla es una experiencia que difícilmente deje indiferente al espectador. A este crítico, cuando menos, lo depositó en territorios plagados de arenas movedizas. ¿Acaso no se trata de eso el Arte?

           

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