Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
WACHTMEN (EE UU, 2019)
Miniserie
de 9 episodios emitida por HBO
Creada,
producida y coescrita por Damon Lindelof
Watchmen es, casi con toda
probabilidad, la producción dramática más sólida del recién extinto 2019.
Excede con mucho las limitaciones de su género de pertenencia y supera
holgadamente las expectativas tanto de fans como de curiosos. Como muchos
saben, en el principio fue Watchmen (1985), la novela gráfica
dividida en 12 episodios escrita por el polémico Alan Moore (La
Liga Extraordinaria; V de Vendetta) y dibujada por Dave
Gibbons, cuyo lanzamiento capitalizó la poderosa paranoia apocalíptico-nuclear
que dominó EE UU y parte de Europa occidental a mediados de los ‘80s, muy
especialmente después de la invasión soviética a Afganistán, cuyo telón de
fondo sobrevuela toda la trama. Moore, siempre preocupado por los
totalitarismos populistas que surgen —parasitariamente— del propio seno de las
naciones republicano-liberales (V from Vendetta es el mejor
ejemplo de ello), ideó una historia que se desarrollaba en un 1985 alternativo
en el cual Richard Nixon —ganador de la guerra de Vietnam gracias al auxilio
del Dr. Manhattan— derogaba la limitación histórica para ejercer la presidencia
llevando ya 4 períodos en la Casa Blanca y conduciendo a su país al límite
mismo de una guerra nuclear con la Unión Soviética, lo que se simbolizaba en el
“reloj del día del juicio”, cuyas manecillas marcaban entonces apenas cinco
minutos para la medianoche, léase la destrucción global. Este era, insistimos,
el marco político y sociológico que arropaba la historia, y dicha historia
implicaba un fenómeno que Moore había advertido a ambos lados del Atlántico, el
de las contradicciones surgidas entre la relativamente nueva sociedad
liberal-republicana y capitalista (que consagra las libertades intrínsecas del
individuo, la propiedad privada y la igualdad ante la Ley), y la reacción
conservadora, nacionalista, autoritaria y ultra estatista que estalló en el
período de entreguerras como antídoto al ideal consagrado a partir de la
Revolución Francesa.
Los dibujos de Dave Gibbons para el cómic original |
El guionista, lo repetimos, supo entender
—particularmente— las tensiones de una sociedad como la norteamericana, cuyo
cuño “liberal” es, en realidad, de “baja intensidad”. Queremos decir con
esto que su liberalismo político se destiló a partir de una ética ligada
inquebrantablemente a la religión (en realidad, secta) puritana, luego
multiplicada en las diferentes formas del protestantismo americano, el que se
alejó sensiblemente de los principios de la ética Utilitarista de Jeremy
Bentham, primero, y James Mill y su hijo John Stuart Mill después, ideas
seminales para el desarrollo del Liberalismo que más tarde serían refinadas por
autores como John Locke, David Hume y William Godwin (padre de Mary Wollstonecraft
Godwin Shelley, autora de Frankenstein). El Capitalismo
norteamericano surge no del concepto de Estado Republicano Representativo —el
que a su vez promueve la libertad individual y su correlato inmediato, la libre
empresa— sino del “dogma” que proclama la obligación moral y ética de prosperar
tanto en lo económico como en lo civil-administrativo para así cumplir la
“voluntad” de dios, entidad mitológica que en esta peculiar vertiente
extremista del Calvinismo (mucho más férrea, pesimista y dogmática que el
Luteranismo) proclama que la “salvación” es imposible para el “Hombre” como no
sea por la pura magnanimidad de este supuesto ente “todopoderoso”. O sea, en el
puritanismo la noción Católica de “redención” se invierte por completo: para la
masiva secta romana la humanidad “merece” dicha salvación (¿alguna vez nos
explicarán de qué demonios deben “salvarnos”?) porque el tal dios la ama
intrínsecamente, tanto como para enviarle a su propio (e inexplicable) “hijo”
para que sirva como suerte de “cordero sacrificial” de los pecados tanto
pasados como futuros de la raza humana. Más allá del abismal absurdo de tal
concepto, que nos mueve a pensar cómo es posible que las personas no puedan razonar
por un minuto siquiera y así huir despavoridas de toda religión, lo cierto es
que el Calvinismo primero y el puritanismo después, consagraron la noción de
que el sacrificio del tal cristo no es condición suficiente para obtener la
gracia divina, sino apenas necesaria para empezar a “hablar”. El hombre no
consigue la salvación por mucho que se esfuerce, sino que debe ser previamente uno
de los “elegidos”, aunque para ser “elegido” sí que debe hacer ciertos deberes. Para ellos, la “Jerusalén
Celestial” del libro del Apocalipsis es la clave de todo lo referente a la
obtención del favor divino: el hombre debe vivir en comunidad, debe “necesariamente” prosperar, tiene que
cuidar y mejorar su “ciudad” (a modo de la otra, la divina) y establecer leyes
y reglas comunes a todos para que les sirvan de vehículo redentorio grupal. Calvino no rechazó todas las fuentes Católicas,
sino que utilizó mucho de lo escrito por San Agustín en su libro “La
Ciudad de Dios”, concibiendo la idea ya explicada, o sea que el hombre
—si prospera y vive en una suerte de “Ciudad
Terrenal a Imagen y Semejanza de la Ciudad de dios”— agrada al ser supremo
al demostrarle que puede imitar y aplicar en la Tierra sus divinos designios y
sólo así obtiene, al cabo de su muerte, el “permiso” para gozar de la ventura
eterna. Aunque suene redundante, copiaremos a continuación un breve texto del
filósofo español Mariano Antolín Rato que explicará mucho mejor que nosotros el
origen de la ética económica y política del puritanismo que “fundó” a los EE
UU: “El teólogo protestante
francés y reformista religioso Juan Calvino aceptó la doctrina teológica de que
la salvación se obtiene sólo por la fe y mantuvo también la doctrina agustina
del pecado original. Los puritanos eran calvinistas y se adhirieron a la
defensa que hizo Calvino de la sobriedad, la diligencia, el ahorro y la
ausencia de ostentación; para ellos la contemplación era holgazanería y la
pobreza era o bien castigo por el pecado o bien la evidencia de que no se
estaba en gracia de Dios. Los puritanos creían que sólo los elegidos podrían
alcanzar la salvación. Se consideraban a sí mismos elegidos, pero no podían
estar seguros de ello hasta que no hubieran recibido una señal. Creían que su
modo de vida era correcto en un plano ético y que ello comportaba la
prosperidad mundana. La prosperidad fue aceptada pues como la señal que
esperaban. La bondad se asoció a la riqueza y la pobreza al mal. No lograr el
éxito en la profesión de cada uno pareció ser un signo claro de que la
aprobación de Dios había sido negada. La conducta que una vez se pensó llevaría
a la santidad, llevó a los descendientes de los puritanos a la riqueza
material.”
Lindelof y Alan Moore |
El mismo autor, más
adelante y refiriéndose a Max Weber (1864-1920), dice: “Queriendo refutar el determinismo
económico de la teoría marxista, Weber combinó su interés por la economía con
la sociología, en un intento de establecer, a través de un estudio histórico,
que la relación causa-efecto histórica no sólo dependía de variables
económicas. En una de sus obras fundamentales, Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus (La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, 1904-1905), intentó demostrar que los valores éticos y
religiosos calvinistas habían ejercido una importante influencia en el
desarrollo del capitalismo. Volvió sobre este tema en sus últimos libros, al
estudiar las religiones asiáticas y concluir que las ideas religiosas y
filosóficas imperantes en las culturas orientales habían impedido el desarrollo
del capitalismo en estas sociedades, a pesar de la existencia de factores
económicos favorables para que se produjera dicha evolución.”
Con las debidas excusas por la extensión de esta introducción, la que resulta
indispensable para la comprensión de las ideas que Alan Moore depositó en Watchmen
y que Damon Lindelof ha rescatado para
su brillante secuela, conviene aclarar que nuestra interpretación está lejos de
ser una mera opinión personal, dado que el propio Moore (siempre reacio a
reportajes) la explicitó en el dialogo que mantuvo con una revista británica
especializada en ocasión del estreno del filme V from Vendetta, del que
renegó tanto como de todas las producciones posteriores basadas en sus
creaciones. En aquel momento pudimos leer la transcripción de gran parte de ese
reportaje en un extenso artículo de la revista española “Cinerama”, cuya editorial
también editaba la versión castellana de la revista inglesa de marras. Allí,
Moore se quejaba de que casi nadie había advertido en los ‘80s su verdadera
intención con respecto de los Minutemen,
o sea los vengadores enmascarados, la que consistía en advertirle a la sociedad
norteamericana acerca de su peculiar “esquizofrenia
ideológica” (sic de Moore), la
cual les lleva a abrazar un liberalismo puramente exterior —de forma, apenas—
mientras en su interior se cuece el guiso de la desconfianza perpetua hacia sus
propias instituciones, la insatisfacción por las “limitaciones” del sistema
penal republicano y la incapacidad perpetua para procesar sus tendencias
irrefrenables hacia el racismo. Está claro, de acuerdo a lo que expusimos más
arriba, que si la mentalidad calvinista y puritana que moldeó la futura nación
americana le impuso una ética basada en la idea de salvación por medio de la sola
fe más la prosperidad material (a imagen de la perfección de la Ciudad de
dios), dicha sociedad acabaría por consagrar un ethos de réprobos contra
elegidos, hombres superiores (los WASP, siglas en inglés de “blanco, anglosajón
y protestante”) versus seres inferiores (los negros, los inmigrantes de
regiones “indeseables”, etc.), el que a su vez desencadenaría un pathos
dominado por “instituciones” u “organizaciones” como la esclavitud, el Ku Kux
Klan, la segregación racial, etc. Todo esto, insistimos, estaba en la base del
trabajo de Moore (aunque pasara en parte desapercibido), y Lindelof lo ha
rescatado y traído al presente con una fuerza argumental y una cosmovisión tan
radical que pone los pelos de punta. No será casual, por tanto, que la palabra miedo
esté permanentemente en boca de los personajes de esta nueva producción: la
palabra y su misma vivencia, por cierto, ya que el único desenlace posible para
una sociedad que se ha fundado en el “sacro temor de dios” y en la noción de
“elegidos” versus “réprobos” es —indefectiblemente— una sociedad ligada al
miedo como condicionante, motor y falso guía.
Watchmen 2019, la
miniserie de 9 episodios presentada por HBO que acaba de concluir, comienza
—para resultar bien clara y que nadie se llame a engaño— con una matanza
popular emprendida en Tulsa, Oklahoma, en la década de los ‘30s, en la que todo
el pueblo pareció enloquecer hasta no dejar a ningún ciudadano negro con vida. Sólo se salvará, de milagro, un niño, uno
que será clave para los sucesos que acaecerán en el 2019 alterno en que
transcurre la trama, de hecho la misma línea temporal del cómic original. La
miniserie ignora por completo la excelente película de Zack Snyder de 2009, y
hace bien: para que esto funcione resulta vital “continuar” la historieta de
Moore y Gibbons casi como si ellos mismos lo hubieran hecho, y Damon Lindelof
—quien revela un amor inextinguible por la novela gráfica y escribió solo o en
colaboración todos los episodios— se aferra a Watchmen 1985 como un
náufrago a un solitario madero, tanto que hasta el diseño gráfico, el vestuario
y la ambientación siguen al pie de la letra los trazos de Gibbons. Pero esto,
que de por sí es meritorio, no significaría nada sin la fidelidad filosófica al
legado de Alan Moore, tanto que por momentos se advierten ideas y
preocupaciones que inocultablemente provienen de sus otros trabajos, de modo
que el producto final —al que se aprecia en toda su magnitud recién al final
del último episodio, tal es diseño concéntrico y “espiralado” del desarrollo de
su historia— es percibido por el espectador como la única continuación posible
a la historieta primigenia. Es más, pareciera que ni el mismo Moore podría
haberla acabado mejor. Un ejemplo claro de todo esto lo marca la parábola de
esa suerte de “dios” secular que es el Dr. Manhattan, aparentemente ausente
durante siete episodios pero que guarda una vital relación con todos los
eventos. Nótese, las formas de vida que ha creado en una luna de Júpiter
prefieren la servidumbre y su total ordalía antes que atreverse a vivir sin un
“amo” que les dicte qué hacer y cómo sentirse por ello. Si bien no podemos ser
más claros debido a que revelaríamos muchísimo más de lo que es prudente,
quienes ya hayan visto Watchmen comprenderán nuestras
palabras: Lindelof y sus coguionistas echan por tierra con la máxima que
postula “la libertad de los hijos de dios”, y en cambio nos dicen que
todo acto volitivo de creación implica un pathos de sumisión para las
creaturas. Trago amargo que a muchos se les dificultará pasar por el garguero.
Watchmen opone dos
modelos de sociedad de modo tal que ambos están claramente “fallados”, fuera de
su eje. El primero, el del clásico American
Way of Life, no es realmente ni liberal, ni republicano ni garantiza
derechos para nadie. Es una sociedad en la que se debe tomar lo que se quiere
con mano firme y en la que el Estado parece estar ausente excepto a la hora de
imponer impuestos y penalidades. El otro, el de la fe y el camino del “señor”,
conduce directamente al fanatismo, el temor al diferente y —paradójicamente— a
sí mismo, al racismo y a la paranoia. Ambas civilizaciones conviven malamente y
desencadenan fenómenos como los vigilantes enmascarados, quienes a la larga se
revelan como seres patéticos, temerosos, llenos de rencores y resentimientos
cuyas máscaras no alcanzan a exorcizar (más bien todo lo contrario), nuevas y
más sangrientas agrupaciones racistas, clones del hombre más inteligente del
mundo con ambiciones más sociopáticas que las de su “progenitor”, y atrocidades
varias por el estilo. Esto se advierte incluso con mayor relevancia en los
flashbacks que transcurren en Vietnam, ex nación que ahora es un estado
norteamericano más, el último en sumarse a la Unión, cuya población no disfruta
de ninguna de las aparentes ventajas de la nación más libre de la Tierra. ¿Pero
acaso EE UU lo es? Bien, eso es lo que se pregunta Lindelof, ¡y vaya si lo
responde! La serie tiene momentos en los que se distingue con claridad una
crítica nada velada hacia la locura (esperemos pasajera) de naciones cuya
democracia republicana era de mejor y más puro cuño, tales como la advertida en
el delirio del Brexit inglés o en las ambiguas reclamaciones de los “chalecos
amarillos” franceses. Los fenómenos inmigratorios producto de refugiados
políticos, religiosos y económicos, han incrementado la paranoia social al
ritmo que el estado de bienestar ha mostrado sus primeros signos de fatiga.
Lindelof parece decirnos que EE UU ha exportado no sólo su cultura del entretenimiento,
sino que ha contrabandeado muchos de sus fantasmas más íntimos. En Watchmen,
ciertamente, no existen buenos ni malos; sólo individuos con mayor o menor
ética privada, más o menos ligados a ciertos valores comunes o siquiera movidos
por la culpa y la necesidad. El magnífico personaje de la agente Blake, la
otrora segunda Silk Spectre, encarna todas estas ambivalencias hasta límites
insospechados. Quienes podrían tildarse de “villanos”, palabreja que escupe un
maniqueísmo evidente y que su creador y coautor pretende erradicar de este
producto, resultan apenas patéticos seres conducidos a su megalomanía o racismo
por darle la espalda a una palabrita caída en desuso: raciocinio.
Como esperamos haber podido demostrar, esta Watchmen consigue con
éxito despejar las nubes ideológicas que nublaron la comprensión íntegra del
ethos de su predecesora, opacado por la tormenta anticomunista y el terror a la
destrucción global propios de esa época, centrando su atención y su pathos en
lo que Alan Moore realmente pretendía decir entonces. Como nuestros
ciberlectores habrán advertido, evitamos a toda costa mayores precisiones
acerca de la trama de esta miniserie dado que ella es un preciso (y precioso)
mecanismo de relojería, casi como los que diseñaba el padre de John Osterman,
luego el Dr. Manhattan, analogía que no tiene nada de ingenua. Imposibilitados
de decir más, sólo cabe elogiar del modo más entusiasta la maravillosa
dirección de cada episodio, que es un verdadero lujo (se trata de cine en la
pantalla chica, presentando aciertos visuales que se extrañan en el séptimo
arte de hoy); alabar la impresionante fotografía y la descollante ambientación
del envío; y ciertamente destacar todas y cada una de las poderosísimas
actuaciones de sus talentosos protagonistas. Evitaremos los lugares comunes y
únicamente señalaremos dos: la portentosa, soberbia y desprejuiciada actuación
de ese genio de Jeremy Irons, quien se pone en la piel de un Adrian Veidt al
que las décadas le han hecho sentir el peso del genocidio que propició, pero a
quien —paradójicamente— le duele todavía más que nadie le “agradezca” por haber
“salvado” al mundo, dudosa proeza que debió acometer en el más absoluto
anonimato. Y la otra, es la contenida, detallista (casi silenciosa) y
poderosamente minimalista interpretación de Louis Gossett Jr., de quien no
podemos adelantar siquiera su nombre en la ficción, aunque sí elogiar hasta el
infinito su sobriedad y talento. Sorprende verlo tan mayor (uno olvida que
nació en 1936), a años luz del inolvidable Sargento Foley de Reto
al Destino (An Officer and a
Gentleman, 1982; Taylor Hackford), en la que le enseñaba a Zack Mayo
(Richard Gere) a ser auténticamente un hombre, aunque sea a los golpes (¡!),
pero los años le han traído mayor sabiduría y eso se nota en el preciso y
ajustado timing con que dibuja su
personaje en sus pocas pero importantísimas apariciones. Watchmen, insistimos, es
un drama en toda regla, y a la vez un policial ferozmente violento, un estudio
de caracteres de filosa agudeza, un retrato furioso de las contradicciones
norteamericanas y un amoroso (y muy sólido) homenaje a la novela gráfica
original. Aunque puede ser consumida por quienes sólo buscan evasión, lo cierto
es que se trata de una obra sutil y demandante que exige compromiso, atención y
no poca meditación por parte del televidente. Verla es una experiencia que
difícilmente deje indiferente al espectador. A este crítico, cuando menos, lo
depositó en territorios plagados de arenas movedizas. ¿Acaso no se trata de eso
el Arte?
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