Por Leonardo L.
Tavani
¿Cómo “reversionar” un clásico de la
literatura victoriana que ya se ha adaptado a la pantalla en infinitas
oportunidades? La pregunta, digna de “Quién
Quiere Ser Millonario”, debe haber resonado en las cabezas de Mark Gattis y
Steven Moffat como un mantra diabólico que jamás acaba. Sin embargo, y los
resultados finales así lo demuestran, el “dúo dinámico británico” tenía un
plan. ¡Y vaya si lo tenían! Se trató de un plan maestro que no se anduvo con
pequeñeces, ya que fue directo hacia la yugular de, cuando menos, dos de las
cuestiones que atenazan desde hace milenios a la humanidad, el miedo a la
muerte y la incógnita de por qué y para qué existe. ¡Pavada de duda
existencial! Pero… ¿se podía salir airoso de tamaño desafío? La respuesta, en
las líneas siguientes.
Drácula es, sencillamente, una joya
para atesorar (Calificación:
Excelente ★★★★★). La novela de Bram Stoker quizás haya agotado toda
posibilidad de adaptación cinematográfico-televisiva, tal la interminable (y
quizás excesiva) catarata de versiones que lo han intentado —con mayor o menor
fortuna— a lo largo de todo el siglo XX más las dos décadas que lleva gastadas
el actual. Pero, como diría el Chapulín Colorado, “no contábamos con la astucia de Gattis y Moffat”, y los creadores
de Sherlock
—la genial serie de BBC que lanzó al estrellato a Benedict Cumberbatch—
supieron darle más de una vuelta de tuerca a la historia hasta transformarla en
una saga
generacional que conduce a sus personajes hasta la dramática respuesta
a sus dudas y temores más íntimos, no sin antes sufrir las tragedias y padecimientos
propios de quienes se enfrentan a su destino. Sin embargo, aquellos de nuestros
lectores que ya la vieron seguramente nos reprocharán que existe una tercera
cuestión que pone en jaque la consciencia de estas criaturas, una que se
manifiesta en el primero de los tres episodios; nuestra respuesta, claro está,
es que tal duda —la de la existencia de “dios”— no es otra cosa que una misma
con las otras dos. Es la muerte y su profundo misterio, su absoluto dominio
sobre nuestras historias personales y la manera en que moldea nuestros caminos y
decisiones, la que conduce a la absurda
pero tranquilizadora
idea de un ser superior que nos cuidaría, perdonaría nuestras faltas y
—cuestión vital— nos aseguraría la trascendencia post sepultura. Es tan potente
la idea de “dios”, cubre tantos de nuestros interrogantes y acalla nuestras
consciencias racionales con tal eficacia, que existen millones de personas
dispuestas a masacrar, volar por los aires y destripar a otras en nombre de su
particular “visión” de tan magnánimo
ente.
Por absurdo que parezca, el temor a la muerte y —cosa atroz— su primo
hermano, el temor a la vida, justifican todas estas demenciales creencias, sus
aberrantes acciones consecuentes y toda forma de obsesión. Por ello, el otrora
Señor de la Guerra, valiente adalid contra el peligro otomano, y la monja
descreída que busca angustiosamente una “señal”, son criaturas desesperadas que
han sido lanzadas a este mundo sin un manual de instrucciones, cosa
perfectamente normal —indudablemente— para el resto de los mortales, pero que
puede conducir a la más anormal de las desesperaciones en quienes se hacen
preguntas más trascendentes. Uno de ellos, el valiente guerrero, tiene tal
pavor a la muerte que ha huido de ella con una tenacidad digna de una divinidad
todopoderosa, si es que tal cosa pudiera existir. De allí a transformarse en un
vampiro, hay un solo paso: el noble transilvano necesita “océanos de tiempo”
para encontrar un ser que le demuestre que la muerte puede ser vencida sin por
ello renunciar a la totalidad de la experiencia vital humana. Lo encontrará
recién en el siglo XXI, bajo las atractivas formas de Lucy Westenra, y ya nada
será lo mismo. Claro que hasta entonces, durante los más de cinco siglos de su
“vida-en-muerte”, habrá de practicar la más atroz de las crueldades,
degradándose cada vez más y hundiéndose en la más pura animalidad. No será
gratuita, pues, la secuencia en que se despoje atrozmente de la carne y la piel
de un lobo hasta metamorfosearse de nuevo en “hombre”, ya que Drácula es un ser
de pura animalidad, que sólo busca la satisfacción inmediata de sus enormes
apetitos y la gratificación inmediata de sus pulsiones. Sus sofisticados
parlamentos, el encanto venenoso de sus palabras, apenas si disimulan al niño
pequeño que clama a gritos “mío, mío, mío…”, “dame,
dame, dame…” y “quiero, quiero, quiero…”. Su egoísmo
maníaco es tan evidente —y profundo— que lo tornan desproporcionadamente
patético, incluso a pesar de su terrible peligrosidad.
El otro vértice de esta historia se
encuentra en el personaje de Sor Ágatha, una monja con serios problemas de fe
que busca desesperadamente enfrentar al mal mismo, a la Oscuridad encarnada, para así confirmar la existencia de dios. Su
dios no habla directamente, no interviene activamente en la historia;
supuestamente lo sabe todo, pero calla. Y su silencio resulta ominoso y
descorazonador a la vez; hay que poseer una fe ciega e ignorante —precisamente
la fe de los terroristas, fanáticos, puritanos y racistas— para ignorar ese
silencio, para pasarlo por alto: Ágatha Van Helsing no puede; es demasiado
racional para ello. Es más, como los autores claramente intentan decir, el
lúcido conocimiento de sí, la razón como guía —por un lado— y la fe religiosa sin
cuestionamientos o examen —por el otro— no congenian sin violencia moral. Su
descendiente se hará las mismas preguntas, pero las condiciones en que esas
respuestas podrían serle útiles habrán cambiado radicalmente. El clímax final,
del que nada podemos revelar, demuestra —sin embargo— que los creadores del envío
tuvieron siempre en mente la cuestión del “libre albedrío” versus “la libertad
de los hijos de dios”. Los creyentes y practicantes reconocerán esta última
frase, típica tanto del catolicismo como del amplio espectro protestante, la
que pretende aseverar que todo fiel —miembro de una institución religiosa
determinada— sería intrínsecamente “libre” en tanto y en cuanto “hijo de dios”,
esto es, siempre que practique únicamente el bien y se limite a cumplir las
normas y respete los tabúes que su institución le transmite e impone en nombre
de la divinidad. El travestismo filosófico que implica este concepto resulta
evidente, ya que pretende trastocar las condiciones para la libertad de acción,
opción y pensamiento que son propias de todo ser humano, por otras en las
cuales la idea de “libertad” se disimula bajo la total (y reverencial) sumisión
“piadosa” a la dogmática y casuística de cada religión organizada. Cuando la
moderna Van Helsing le demuestre al Conde que todas las limitaciones y “tabúes”
que condicionaron su conducta hasta entonces son un mero instrumento de control
y dominación, el vampiro temeroso de la muerte será —por fin— libre.
Y con su libertad reconquistada, el noble sabrá actuar con “nobleza”, si acaso eso es posible. Esta
es la lectura directa de la metáfora, por cierto, pero la indirecta habla
claramente de nosotros y la sociedad que hemos construido sobre creencias y
nociones limitantes y condicionantes. Entiéndase que no hablamos de
capitalismo, socialismo ni demás yerbas —todos ellos sistemas que encarnan
categorías perimidas, las que aun existen meramente para justificar las
cruzadas ideológicas de aquellos que se embanderan a “derechas” o “izquierdas”—
sino de algo mucho más profundo: con la única excepción del incesto, todos los
tabúes y cada una de las prohibiciones que nos hemos impuesto a lo largo de la
historia de las sociedades representan taxativamente nuestra primaria
impotencia ante la LIBERTAD. Le tenemos tanto pavor al libre albedrío que nos
abocamos a encorsetarlo persistentemente con prejuicios, creencias, mandatos y
dogmas.
Descargamos y vimos “Drácula” varios días después de postear
nuestro último artículo, en el cual desmenuzábamos la ética puritana y
protestante detrás del capitalismo-liberalismo norteamericano (cuestión que se
desprendía claramente del subtexto en Watchmen), y la curiosa relación
directa entre ambos “mensajes” no pudo menos que inquietarnos, dada la profunda
ligazón temático ideológica que une a estas miniseries. Durante la larga década
en que Moffat estuvo a cargo de Doctor Who muchas de estas
cuestiones resultaron moneda corriente en sus guiones, cosa patente en la
décima temporada de la nueva “era” (la que marcó tanto la despedida de Peter
Capaldi del personaje como la de Moffat de su rol de showrunner), en la cual
nociones como “autosacrificio”, “valor del grupo por sobre el individuo” y
“abandono de reglas y convenciones heredadas” fueron elementos clave de la
misma. Este interés, entonces, se redescubre con claridad en esta brillante
adaptación de la novela de Stoker, la que exuda un humanismo y un afán
trascendente que conmueve. Ya el primer telefilme (se trata de tres episodios
de 90 minutos cada uno, formato caro a la tevé británica y que los productores
ya utilizaron en Sherlock) nos evidencia que estos seres carecen de intrínseca
libertad, que sus conductas obedecen más a estereotipos que a su auténtica
esencia. El conde es despiadado y cruel porque “debe serlo”: para huir de la muerte ha abrazado las artes oscuras y
ello lo “obliga” a practicar el “mal”. Ni siquiera se cuestiona su conducta
porque ella es una consecuencia de un “mandato” superior. Si eres recto y justo
harás el bien, lo que agrada a dios; y si te vuelves malo y aceptas al demonio
te convertirás en un monstruo implacable. No hay términos medios ni compromisos;
no hay grises. Con la misma lógica, el vampiro huye de la luz del sol sin
siquiera intentar —en sus cinco siglos de existencia— enfrentarla por un mínimo
segundo.
Las reglas “dicen”, “dictan”, que un no-muerto no sobreviviría al
poder de Febo, ¿y acaso un noble valaco, en cuyas venas discurre valerosa
sangre szekler, osaría violar una norma tan sensata y civilizada? Su
contraparte complementaria, por su parte, atravesará los siglos (en su caso, de
forma más normal: a través de su descendencia) intentando desentrañar el
misterio que liga al fenómeno de la fe sobrenatural, la libertad humana y la
dialéctica “bien-mal”. No tendrá mejor idea que desovillar el hilo de Ariadna a
través del estudio directo de un monstruo, del mal encarnado, dado que —y en
esto los autores/productores se han lucido— ella se ha vuelto amargamente
consciente de que el bien absoluto es virtualmente imposible para nuestra
especie; pero el mal…ese sí que podemos abrazarlo sin medias tintas ni pudores.
Así pues, ella acabará —o su tátara tátara nieta, mejor dicho— comprendiendo el
secreto de nuestro temor a la libertad (que es el nos conduce a la maldad)
ofreciendo su propia vida como carnada. Por último, entonces, resta destacar
las maravillosas actuaciones de un elenco de lujo. Claes Bang, a quien no
conocíamos hasta ahora, ofrece un Drácula sencillamente portentoso, siniestramente
juguetón a veces, miserable siempre, profundamente egoísta y escondiéndose a
cada paso de sí mismo. Dolly Wells compone dos personajes, dos mujeres Van
Helsing ubicadas a cada extremo de la
historia, y lo hace con una entrega conmovedora: sólo esta actriz puede lograr
un nivel de compromiso tal que consigua transmitir al espectador la desesperada
búsqueda moral que ella emprende. Y en cuanto a los secundarios, destacaremos
la correctísima performance de John Hefferman como Jonathan Harker y la
divertida aportación del propio Mark Gattis, quien —como siempre— se reserva un
rol en sus producciones (en Sherlock fue Microft Holmes), y que
aquí se ha apropiado de la perlita sutilmente humorística del tercer y último
episodio, el personaje del abogado Renfield: a pesar de lo dramático y
terrorífico del contexto, cada vez que llama “Maestro” al Conde no se puede
evitar esbozar una sonrisa cómplice. En definitiva, perfecta de principio a fin
y absoluta ganadora en esto de adaptar una novela exprimida hasta el
agotamiento, Drácula (BBC y Netflix) reconcilia al espectador escéptico
hacia este mítico personaje y fascina sin más a sus adeptos de siempre.
Imperdible.-
Bien, como lo prometimos en la introducción, ahora daremos un breve
repaso a otras producciones recientes que esperamos les sirvan de guía a la
hora de optar entre tanta oferta. Comenzamos por el reciente estreno de Apple
Tevé, The Morning Show (Excelente
★★★★★), una serie de 9 episodios
que es una auténtica fiesta actoral. El magazine matutino de noticias del
título, con 15 años ininterrumpidos de éxito, se ve sacudido por el abrupto
despido de su conductor masculino a causa del escándalo de abuso sexual laboral
que lo envuelve. Pero su “coequiper”
no tiene tiempo para festejar el hecho de quedarse con el rol estelar, ya que
sus caprichos comienzan a molestar a los ejecutivos de la cadena y su vida
personal está al borde del colapso. Con ese telón de fondo aparece el personaje
de Reese Whiterspoon, una mujer de 40 años con una carrera truncada por “exceso
de sinceridad” y no poca rebeldía ante las normas establecidas en los “mass
media”. Será ella la insólita elección para acompañar a Jennifer Aniston al
frente del show, lo que desencadenará una catarata de eventos que acabarán por
desenmascarar la verdad detrás del oropel del jet-set mediático: que la cadena
conocía desde hace años la conducta depredadora de su empleado pero la ocultaba
para evitar escándalos que disminuyeran el éxito económico del envío. Drama
urbano que tiene a Nueva York como testigo mudo de las conductas egoístas de
estos personajes, The Morning Show acierta allí donde otras series han fracasado,
puesto que logra construir seres reales con inseguridades reales, establece una
narrativa por completo alejada de todo maniqueísmo y desnuda muchas de las
contradicciones del movimiento “Me Too” sin por ello desacreditarlo
ni quitarle valor a la esencia de su lucha. El envío está construido casi como
un thriller en el que la lucha de poder que se desenvuelve a tres bandas
desembocará, inexorablemente, en un clímax que se parecerá mucho a una
reivindicación de valores éticos con los que muchos sueñan pero pocos creen
posible revivir. Las actuaciones de Witherspoon, Aniston y el cada vez más
talentoso Steve Carrell —quien ha saltado de sus primeras comedias tontuelas a
un nivel de compromiso formidable— son como para dar brincos de alegría; no
sorprende, por ende, que la segunda haya obtenido el premio a mejor actriz que
otorga el Sindicato de Actores (S.A.G.), puesto que su papel resulta un genuino
tour-de-force impecable y
maravilloso. Absolutamente imperdible.
Proseguimos con V Wars (Mala ★),
producción de Netflix lanzada a finales de 2019 que consigue echar por tierra
con todo lo bueno que han logrado series similares, caso Van Helsing (SyFy), la
que ya hemos comentado el pasado año. Sus 10 episodios de duración variable
alcanzan y sobran para odiarla con la mayor intensidad. El arranque del piloto,
por desgracia, resultaba prometedor: una estación científica en el ártico cuyos
integrantes han desaparecido, una extraña biomasa hallada en lo profundo de las
nieves eternas y una suerte de virus paleozoico que despierta para luego
transformar a los infectados en un tipo de vampiros diurnos quienes,
literalmente, representan entonces una nueva subespecie de homo sapiens. Hasta
allí la cosa invitaba al espectador y lo motivaba al entusiasmo, pero
desafortunadamente V Wars dura bastante más de 22 minutos, que es exactamente lo
que dura el contenido potable en ella. De allí en más, esta desafortunada
producción se transforma en un mero “pochoclo
express”, diversión descerebrada para espectadores sin exigencias. Para
colmo clona descaradamente otras fuentes, en especial Dawn of the Planet of the Apes,
la primera de la reciente trilogía que sirvió de precuela a la saga clásica. El
televidente atento podrá advertir de inmediato al personaje que representa al
chimpancé César (aquí es el amigo del científico protagonista), quien a pesar
de liderar a los “mutados” mantiene respeto por los humanos y quiere llegar a
un compromiso con ellos, como así también reconocerá muchos de los eventos de
dicha saga prácticamente calcados aquí. Pero si un pecado comete V
Wars, ese es el de dibujar personajes vacíos, apenas macchiettas de
cartón pintado, cuyas emociones y padecimientos son meramente enunciados, nunca
algo transmitido a partir del viejo y noble arte de la actuación. Nobleza
obliga, hay una piba jovencísima, en el rol de una vampira que primero seguirá
al líder pero luego se le volverá en contra, que hace algo más que gesticular
en el vacío. Ni sabemos su nombre ni nos interesa tampoco, pero es la única que
promete un futuro actoral mínimamente decente. El resto no se salva de la
quema. El guión (¡de alguna forma hay que llamarlo!), la dirección de cámara y
de actores (¿?) e incluso la
ambientación, ¡¡¡apestan!!! A evitarla por cualquier medio.
Y bien, eso es todo por esta semana. Esperamos les sea útil para pasar el
verano. Hasta la próxima.-
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