DRÁCULA (BBC y NETFLIX): UNA VERSIÓN PARA CELEBRAR – Y Dos Series Más Para Descubrir.

Por Leonardo L. Tavani    

Los invitamos a descubrir el fascinante universo del más reciente estreno de Netflix y BBC, cuya calidad invita a celebrar la capacidad de esta historia clásica por seguir conmoviendo y escalofriando. Como complemento, les brindaremos dos breves comentarios acerca de The Morning Show y V Wars. Acompáñennos.

            ¿Cómo “reversionar” un clásico de la literatura victoriana que ya se ha adaptado a la pantalla en infinitas oportunidades? La pregunta, digna de “Quién Quiere Ser Millonario”, debe haber resonado en las cabezas de Mark Gattis y Steven Moffat como un mantra diabólico que jamás acaba. Sin embargo, y los resultados finales así lo demuestran, el “dúo dinámico británico” tenía un plan. ¡Y vaya si lo tenían! Se trató de un plan maestro que no se anduvo con pequeñeces, ya que fue directo hacia la yugular de, cuando menos, dos de las cuestiones que atenazan desde hace milenios a la humanidad, el miedo a la muerte y la incógnita de por qué y para qué existe. ¡Pavada de duda existencial! Pero… ¿se podía salir airoso de tamaño desafío? La respuesta, en las líneas siguientes.
            Drácula es, sencillamente, una joya para atesorar (Calificación: Excelente ★★★★★). La novela de Bram Stoker quizás haya agotado toda posibilidad de adaptación cinematográfico-televisiva, tal la interminable (y quizás excesiva) catarata de versiones que lo han intentado —con mayor o menor fortuna— a lo largo de todo el siglo XX más las dos décadas que lleva gastadas el actual. Pero, como diría el Chapulín Colorado, “no contábamos con la astucia de Gattis y Moffat”, y los creadores de Sherlock —la genial serie de BBC que lanzó al estrellato a Benedict Cumberbatch— supieron darle más de una vuelta de tuerca a la historia hasta transformarla en una saga generacional que conduce a sus personajes hasta la dramática respuesta a sus dudas y temores más íntimos, no sin antes sufrir las tragedias y padecimientos propios de quienes se enfrentan a su destino. Sin embargo, aquellos de nuestros lectores que ya la vieron seguramente nos reprocharán que existe una tercera cuestión que pone en jaque la consciencia de estas criaturas, una que se manifiesta en el primero de los tres episodios; nuestra respuesta, claro está, es que tal duda —la de la existencia de “dios”— no es otra cosa que una misma con las otras dos. Es la muerte y su profundo misterio, su absoluto dominio sobre nuestras historias personales y la manera en que moldea nuestros caminos y decisiones, la que conduce a  la absurda pero tranquilizadora idea de un ser superior que nos cuidaría, perdonaría nuestras faltas y —cuestión vital— nos aseguraría la trascendencia post sepultura. Es tan potente la idea de “dios”, cubre tantos de nuestros interrogantes y acalla nuestras consciencias racionales con tal eficacia, que existen millones de personas dispuestas a masacrar, volar por los aires y destripar a otras en nombre de su particular “visión” de tan magnánimo ente.
 Por absurdo que parezca, el temor a la muerte y —cosa atroz— su primo hermano, el temor a la vida, justifican todas estas demenciales creencias, sus aberrantes acciones consecuentes y toda forma de obsesión. Por ello, el otrora Señor de la Guerra, valiente adalid contra el peligro otomano, y la monja descreída que busca angustiosamente una “señal”, son criaturas desesperadas que han sido lanzadas a este mundo sin un manual de instrucciones, cosa perfectamente normal —indudablemente— para el resto de los mortales, pero que puede conducir a la más anormal de las desesperaciones en quienes se hacen preguntas más trascendentes. Uno de ellos, el valiente guerrero, tiene tal pavor a la muerte que ha huido de ella con una tenacidad digna de una divinidad todopoderosa, si es que tal cosa pudiera existir. De allí a transformarse en un vampiro, hay un solo paso: el noble transilvano necesita “océanos de tiempo” para encontrar un ser que le demuestre que la muerte puede ser vencida sin por ello renunciar a la totalidad de la experiencia vital humana. Lo encontrará recién en el siglo XXI, bajo las atractivas formas de Lucy Westenra, y ya nada será lo mismo. Claro que hasta entonces, durante los más de cinco siglos de su “vida-en-muerte”, habrá de practicar la más atroz de las crueldades, degradándose cada vez más y hundiéndose en la más pura animalidad. No será gratuita, pues, la secuencia en que se despoje atrozmente de la carne y la piel de un lobo hasta metamorfosearse de nuevo en “hombre”, ya que Drácula es un ser de pura animalidad, que sólo busca la satisfacción inmediata de sus enormes apetitos y la gratificación inmediata de sus pulsiones. Sus sofisticados parlamentos, el encanto venenoso de sus palabras, apenas si disimulan al niño pequeño que clama a gritos “mío, mío, mío…”, “dame, dame, dame…” y “quiero, quiero, quiero…”. Su egoísmo maníaco es tan evidente —y profundo— que lo tornan desproporcionadamente patético, incluso a pesar de su terrible peligrosidad.
            El otro vértice de esta historia se encuentra en el personaje de Sor Ágatha, una monja con serios problemas de fe que busca desesperadamente enfrentar al mal mismo, a la Oscuridad encarnada, para así confirmar la existencia de dios. Su dios no habla directamente, no interviene activamente en la historia; supuestamente lo sabe todo, pero calla. Y su silencio resulta ominoso y descorazonador a la vez; hay que poseer una fe ciega e ignorante —precisamente la fe de los terroristas, fanáticos, puritanos y racistas— para ignorar ese silencio, para pasarlo por alto: Ágatha Van Helsing no puede; es demasiado racional para ello. Es más, como los autores claramente intentan decir, el lúcido conocimiento de sí, la razón como guía —por un lado— y la fe religiosa sin cuestionamientos o examen —por el otro— no congenian sin violencia moral. Su descendiente se hará las mismas preguntas, pero las condiciones en que esas respuestas podrían serle útiles habrán cambiado radicalmente. El clímax final, del que nada podemos revelar, demuestra —sin embargo— que los creadores del envío tuvieron siempre en mente la cuestión del “libre albedrío” versus “la libertad de los hijos de dios”. Los creyentes y practicantes reconocerán esta última frase, típica tanto del catolicismo como del amplio espectro protestante, la que pretende aseverar que todo fiel —miembro de una institución religiosa determinada— sería intrínsecamente “libre” en tanto y en cuanto “hijo de dios”, esto es, siempre que practique únicamente el bien y se limite a cumplir las normas y respete los tabúes que su institución le transmite e impone en nombre de la divinidad. El travestismo filosófico que implica este concepto resulta evidente, ya que pretende trastocar las condiciones para la libertad de acción, opción y pensamiento que son propias de todo ser humano, por otras en las cuales la idea de “libertad” se disimula bajo la total (y reverencial) sumisión “piadosa” a la dogmática y casuística de cada religión organizada. Cuando la moderna Van Helsing le demuestre al Conde que todas las limitaciones y “tabúes” que condicionaron su conducta hasta entonces son un mero instrumento de control y dominación, el vampiro temeroso de la muerte será —por fin— libre. Y con su libertad reconquistada, el noble sabrá actuar con “nobleza”, si acaso eso es posible. Esta es la lectura directa de la metáfora, por cierto, pero la indirecta habla claramente de nosotros y la sociedad que hemos construido sobre creencias y nociones limitantes y condicionantes. Entiéndase que no hablamos de capitalismo, socialismo ni demás yerbas —todos ellos sistemas que encarnan categorías perimidas, las que aun existen meramente para justificar las cruzadas ideológicas de aquellos que se embanderan a “derechas” o “izquierdas”— sino de algo mucho más profundo: con la única excepción del incesto, todos los tabúes y cada una de las prohibiciones que nos hemos impuesto a lo largo de la historia de las sociedades representan taxativamente nuestra primaria impotencia ante la LIBERTAD. Le tenemos tanto pavor al libre albedrío que nos abocamos a encorsetarlo persistentemente con prejuicios, creencias, mandatos y dogmas.
Descargamos y vimos “Drácula” varios días después de postear nuestro último artículo, en el cual desmenuzábamos la ética puritana y protestante detrás del capitalismo-liberalismo norteamericano (cuestión que se desprendía claramente del subtexto en Watchmen), y la curiosa relación directa entre ambos “mensajes” no pudo menos que inquietarnos, dada la profunda ligazón temático ideológica que une a estas miniseries. Durante la larga década en que Moffat estuvo a cargo de Doctor Who muchas de estas cuestiones resultaron moneda corriente en sus guiones, cosa patente en la décima temporada de la nueva “era” (la que marcó tanto la despedida de Peter Capaldi del personaje como la de Moffat de su rol de showrunner), en la cual nociones como “autosacrificio”, “valor del grupo por sobre el individuo” y “abandono de reglas y convenciones heredadas” fueron elementos clave de la misma. Este interés, entonces, se redescubre con claridad en esta brillante adaptación de la novela de Stoker, la que exuda un humanismo y un afán trascendente que conmueve. Ya el primer telefilme (se trata de tres episodios de 90 minutos cada uno, formato caro a la tevé británica y que los productores ya utilizaron en Sherlock) nos evidencia que estos seres carecen de intrínseca libertad, que sus conductas obedecen más a estereotipos que a su auténtica esencia. El conde es despiadado y cruel porque “debe serlo”: para huir de la muerte ha abrazado las artes oscuras y ello lo “obliga” a practicar el “mal”. Ni siquiera se cuestiona su conducta porque ella es una consecuencia de un “mandato” superior. Si eres recto y justo harás el bien, lo que agrada a dios; y si te vuelves malo y aceptas al demonio te convertirás en un monstruo implacable. No hay términos medios ni compromisos; no hay grises. Con la misma lógica, el vampiro huye de la luz del sol sin siquiera intentar —en sus cinco siglos de existencia— enfrentarla por un mínimo segundo.
 Las reglas “dicen”, “dictan”, que un no-muerto no sobreviviría al poder de Febo, ¿y acaso un noble valaco, en cuyas venas discurre valerosa sangre szekler, osaría violar una norma tan sensata y civilizada? Su contraparte complementaria, por su parte, atravesará los siglos (en su caso, de forma más normal: a través de su descendencia) intentando desentrañar el misterio que liga al fenómeno de la fe sobrenatural, la libertad humana y la dialéctica “bien-mal”. No tendrá mejor idea que desovillar el hilo de Ariadna a través del estudio directo de un monstruo, del mal encarnado, dado que —y en esto los autores/productores se han lucido— ella se ha vuelto amargamente consciente de que el bien absoluto es virtualmente imposible para nuestra especie; pero el mal…ese sí que podemos abrazarlo sin medias tintas ni pudores. Así pues, ella acabará —o su tátara tátara nieta, mejor dicho— comprendiendo el secreto de nuestro temor a la libertad (que es el nos conduce a la maldad) ofreciendo su propia vida como carnada. Por último, entonces, resta destacar las maravillosas actuaciones de un elenco de lujo. Claes Bang, a quien no conocíamos hasta ahora, ofrece un Drácula sencillamente portentoso, siniestramente juguetón a veces, miserable siempre, profundamente egoísta y escondiéndose a cada paso de sí mismo. Dolly Wells compone dos personajes, dos mujeres Van Helsing  ubicadas a cada extremo de la historia, y lo hace con una entrega conmovedora: sólo esta actriz puede lograr un nivel de compromiso tal que consigua transmitir al espectador la desesperada búsqueda moral que ella emprende. Y en cuanto a los secundarios, destacaremos la correctísima performance de John Hefferman como Jonathan Harker y la divertida aportación del propio Mark Gattis, quien —como siempre— se reserva un rol en sus producciones (en Sherlock fue Microft Holmes), y que aquí se ha apropiado de la perlita sutilmente humorística del tercer y último episodio, el personaje del abogado Renfield: a pesar de lo dramático y terrorífico del contexto, cada vez que llama “Maestro” al Conde no se puede evitar esbozar una sonrisa cómplice. En definitiva, perfecta de principio a fin y absoluta ganadora en esto de adaptar una novela exprimida hasta el agotamiento, Drácula (BBC y Netflix) reconcilia al espectador escéptico hacia este mítico personaje y fascina sin más a sus adeptos de siempre. Imperdible.-
Bien, como lo prometimos en la introducción, ahora daremos un breve repaso a otras producciones recientes que esperamos les sirvan de guía a la hora de optar entre tanta oferta. Comenzamos por el reciente estreno de Apple Tevé, The Morning Show (Excelente ★★★★★), una serie de 9 episodios que es una auténtica fiesta actoral. El magazine matutino de noticias del título, con 15 años ininterrumpidos de éxito, se ve sacudido por el abrupto despido de su conductor masculino a causa del escándalo de abuso sexual laboral que lo envuelve. Pero su “coequiper” no tiene tiempo para festejar el hecho de quedarse con el rol estelar, ya que sus caprichos comienzan a molestar a los ejecutivos de la cadena y su vida personal está al borde del colapso. Con ese telón de fondo aparece el personaje de Reese Whiterspoon, una mujer de 40 años con una carrera truncada por “exceso de sinceridad” y no poca rebeldía ante las normas establecidas en los “mass media”. Será ella la insólita elección para acompañar a Jennifer Aniston al frente del show, lo que desencadenará una catarata de eventos que acabarán por desenmascarar la verdad detrás del oropel del jet-set mediático: que la cadena conocía desde hace años la conducta depredadora de su empleado pero la ocultaba para evitar escándalos que disminuyeran el éxito económico del envío. Drama urbano que tiene a Nueva York como testigo mudo de las conductas egoístas de estos personajes, The Morning Show acierta allí donde otras series han fracasado, puesto que logra construir seres reales con inseguridades reales, establece una narrativa por completo alejada de todo maniqueísmo y desnuda muchas de las contradicciones del movimiento “Me Too” sin por ello desacreditarlo ni quitarle valor a la esencia de su lucha. El envío está construido casi como un thriller en el que la lucha de poder que se desenvuelve a tres bandas desembocará, inexorablemente, en un clímax que se parecerá mucho a una reivindicación de valores éticos con los que muchos sueñan pero pocos creen posible revivir. Las actuaciones de Witherspoon, Aniston y el cada vez más talentoso Steve Carrell —quien ha saltado de sus primeras comedias tontuelas a un nivel de compromiso formidable— son como para dar brincos de alegría; no sorprende, por ende, que la segunda haya obtenido el premio a mejor actriz que otorga el Sindicato de Actores (S.A.G.), puesto que su papel resulta un genuino tour-de-force impecable y maravilloso. Absolutamente imperdible.
Proseguimos con V Wars (Mala ), producción de Netflix lanzada a finales de 2019 que consigue echar por tierra con todo lo bueno que han logrado series similares, caso Van Helsing (SyFy), la que ya hemos comentado el pasado año. Sus 10 episodios de duración variable alcanzan y sobran para odiarla con la mayor intensidad. El arranque del piloto, por desgracia, resultaba prometedor: una estación científica en el ártico cuyos integrantes han desaparecido, una extraña biomasa hallada en lo profundo de las nieves eternas y una suerte de virus paleozoico que despierta para luego transformar a los infectados en un tipo de vampiros diurnos quienes, literalmente, representan entonces una nueva subespecie de homo sapiens. Hasta allí la cosa invitaba al espectador y lo motivaba al entusiasmo, pero desafortunadamente V Wars dura bastante más de 22 minutos, que es exactamente lo que dura el contenido potable en ella. De allí en más, esta desafortunada producción se transforma en un mero “pochoclo express”, diversión descerebrada para espectadores sin exigencias. Para colmo clona descaradamente otras fuentes, en especial Dawn of the Planet of the Apes, la primera de la reciente trilogía que sirvió de precuela a la saga clásica. El televidente atento podrá advertir de inmediato al personaje que representa al chimpancé César (aquí es el amigo del científico protagonista), quien a pesar de liderar a los “mutados” mantiene respeto por los humanos y quiere llegar a un compromiso con ellos, como así también reconocerá muchos de los eventos de dicha saga prácticamente calcados aquí. Pero si un pecado comete V Wars, ese es el de dibujar personajes vacíos, apenas macchiettas de cartón pintado, cuyas emociones y padecimientos son meramente enunciados, nunca algo transmitido a partir del viejo y noble arte de la actuación. Nobleza obliga, hay una piba jovencísima, en el rol de una vampira que primero seguirá al líder pero luego se le volverá en contra, que hace algo más que gesticular en el vacío. Ni sabemos su nombre ni nos interesa tampoco, pero es la única que promete un futuro actoral mínimamente decente. El resto no se salva de la quema. El guión (¡de alguna forma hay que llamarlo!), la dirección de cámara y de actores (¿?) e incluso la ambientación, ¡¡¡apestan!!! A evitarla por cualquier medio.
Y bien, eso es todo por esta semana. Esperamos les sea útil para pasar el verano. Hasta la próxima.-


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