Por Leonardo L. Tavani
Charlie’s
Angels (2019) (Buena ★★★)
es un filme feminista, lo que a priori no es malo ni está prohibido por ninguna
ley, pero por cierto que le resta credibilidad y “alma”. Es peligroso hablar de
credibilidad en lo que atañe a una cinta de acción puramente escapista, lo que
hoy día quiere decir “fantasiosa”,
pero esa alquimia maravillosa que hemos dado en llamar “suspensión temporal del sentido crítico y la incredulidad” —que
también opera en el teatro— deja de funcionar si el producto baja tanta pero
tanta línea como para que sus “hilos” se vean desde kilómetros de distancia. La
genialidad de Mr. Chassman consistía en dotar de tal “realismo” a su muñeco
Chirolita como para que todos creyéramos indubitablemente que era un niño
grande lleno de ingenuidad.
Pero si el gran ventrílocuo hubiera utilizado a su criatura para “vendernos” sus propias ideas acerca de la política (o cualquier otro tema de importancia), nadie más se hubiera interesado por el mágico dúo. La nueva versión cinematográfica de la legendaria serie de los ‘70s, la primera en poner a la mujer en el rol que siempre se le confería a los hombres, no puede eludir su potente impronta militante. Tanto que hasta el mítico Charlie Townsend, quien jamás mostraba la cara y hablaba únicamente por un intercomunicador, ahora es una misteriosa mujer que disfraza su voz con un software creado para tal fin. La peli pretende tan empeñosamente vender su “mensaje” que se olvida de contar el cuento y se pierde en su propio laberinto. Entiéndase, Los Ángeles de Charlie 2019 no es una causa perdida, de hecho es muchísimo mejor que esa bosta incalificable de Take 6, la inmundicia que acaba de lanzar vía Netflix el asesino serial de Michael Bay y que ya criticamos en el mismo artículo que Joker. Ahora, ser mejor que la basura no te convierte automáticamente en una gema, y “Ángeles…” tampoco es un dechado de originalidad, qué va, sino que clona descaradamente la estructura del argumento del filme del año 2000, en el que McG (hasta entonces director de videoclips) lograba mejores resultados con un trío de lujo, Cameron Díaz, Drew Barrymore y la inclasificable Lucy Liu. Le agrega, por cierto, algunos elementos originales y además disfraza el resto con un juego de traiciones cruzadas dentro de la estructura de Townsend Investigations Co., la que ahora se pretende como una empresa con presencia en casi todo el mundo occidental. Si algo la salva de la quema es que contiene escenas de acción mucho menos estrafalarias que sus competidoras, cuestión a no desdeñar, y que además se da el lujo de contar con Patrick Stewart (Picard), quien está de vuelta de todo y se toma el pelo a sí mismo con sana desmitificación. La talentosa Elizabeth Banks se hizo cargo del guión, la dirección y la producción del filme —además de coprotagonizar—, lo que tal vez haya sido algo un tanto excesivo para una debutante en estas lides (ya había dirigido un par de cintas “indies”); claro que Columbia/Sony le encomendó la tarea en vistas de la férrea militancia feminista de la actriz, cuestión que demuestra que la empresa no aprende de sus errores, ya que poco tiempo atrás incurrió en idéntico error al emprender la remake de Ghostbusters en clave de “género”, obteniendo paupérrimos resultados en taquilla.
Charlie’s Angel, lamentablemente, siguió el mismo camino y el resultado ha sido una catástrofe en el Box Office. Muchos críticos lo han atribuido a un agotamiento del público respecto de las remakes y reboots (lo que es parcialmente cierto, ya que la nueva Terminator tuvo igual destino, también Bumblebee, y la lista sigue…), pero la realidad parece ser menos obvia y lineal: existe una saturación evidente —de la que parte del público puede que no sea siquiera consciente— acerca de la asfixiante “corrección política” que presentan gran parte de los productos angloparlantes en los últimos años. Todo tiene que tener “perspectiva de género” (sic), “inclusión” (sic), “tolerancia” (sic), etc., etc. Y, queridos amigos, digámoslo claro: las conductas y las consciencias NO CAMBIAN por mucho que alteremos el idioma, fabriquemos ficciones “aleccionadoras y didácticas” o adoctrinemos desde cualquier púlpito posible. Por decreto no se transforma a nadie en tolerante. Las transformaciones socio culturales se dan en el seno mismo de las sociedades mucho antes que la política o el mundo de la cultura lo adviertan; y dichos cambios suelen ser no lineales, o sea que muchos de esos avances suelen experimentar retrocesos históricos que se asemejan a las olas del mar, cuyas aguas retroceden para luego volver más fuertes y rápidas. La primavera árabe que explotó en 2011 en Egipto, que cuando menos logró la renuncia del eterno presidente/dictador Mubarak, acabó por diluirse en apariencia, pero claramente no fue así: el germen de la libertad ha sido inoculado, a no dudarlo, y a la larga o a la corta dará sus frutos. Las recientes e inesperadas protestas populares en Irán, con miles de mujeres enfrentando la represión teocrático/machista sin temor alguno, dan fe de nuestra tesis. Pero occidente se empeña en aleccionar ideológicamente desde el universo multimediático porque, en parte, ha caído en la venenosa tentación de la “uniformidad de pensamiento”, que es el paso previo al totalitarismo. En fin, llevado esto al mundo del cine, los resultados no pueden ser otros que los evidenciados. Una lástima.-
Pero si el gran ventrílocuo hubiera utilizado a su criatura para “vendernos” sus propias ideas acerca de la política (o cualquier otro tema de importancia), nadie más se hubiera interesado por el mágico dúo. La nueva versión cinematográfica de la legendaria serie de los ‘70s, la primera en poner a la mujer en el rol que siempre se le confería a los hombres, no puede eludir su potente impronta militante. Tanto que hasta el mítico Charlie Townsend, quien jamás mostraba la cara y hablaba únicamente por un intercomunicador, ahora es una misteriosa mujer que disfraza su voz con un software creado para tal fin. La peli pretende tan empeñosamente vender su “mensaje” que se olvida de contar el cuento y se pierde en su propio laberinto. Entiéndase, Los Ángeles de Charlie 2019 no es una causa perdida, de hecho es muchísimo mejor que esa bosta incalificable de Take 6, la inmundicia que acaba de lanzar vía Netflix el asesino serial de Michael Bay y que ya criticamos en el mismo artículo que Joker. Ahora, ser mejor que la basura no te convierte automáticamente en una gema, y “Ángeles…” tampoco es un dechado de originalidad, qué va, sino que clona descaradamente la estructura del argumento del filme del año 2000, en el que McG (hasta entonces director de videoclips) lograba mejores resultados con un trío de lujo, Cameron Díaz, Drew Barrymore y la inclasificable Lucy Liu. Le agrega, por cierto, algunos elementos originales y además disfraza el resto con un juego de traiciones cruzadas dentro de la estructura de Townsend Investigations Co., la que ahora se pretende como una empresa con presencia en casi todo el mundo occidental. Si algo la salva de la quema es que contiene escenas de acción mucho menos estrafalarias que sus competidoras, cuestión a no desdeñar, y que además se da el lujo de contar con Patrick Stewart (Picard), quien está de vuelta de todo y se toma el pelo a sí mismo con sana desmitificación. La talentosa Elizabeth Banks se hizo cargo del guión, la dirección y la producción del filme —además de coprotagonizar—, lo que tal vez haya sido algo un tanto excesivo para una debutante en estas lides (ya había dirigido un par de cintas “indies”); claro que Columbia/Sony le encomendó la tarea en vistas de la férrea militancia feminista de la actriz, cuestión que demuestra que la empresa no aprende de sus errores, ya que poco tiempo atrás incurrió en idéntico error al emprender la remake de Ghostbusters en clave de “género”, obteniendo paupérrimos resultados en taquilla.
Charlie’s Angel, lamentablemente, siguió el mismo camino y el resultado ha sido una catástrofe en el Box Office. Muchos críticos lo han atribuido a un agotamiento del público respecto de las remakes y reboots (lo que es parcialmente cierto, ya que la nueva Terminator tuvo igual destino, también Bumblebee, y la lista sigue…), pero la realidad parece ser menos obvia y lineal: existe una saturación evidente —de la que parte del público puede que no sea siquiera consciente— acerca de la asfixiante “corrección política” que presentan gran parte de los productos angloparlantes en los últimos años. Todo tiene que tener “perspectiva de género” (sic), “inclusión” (sic), “tolerancia” (sic), etc., etc. Y, queridos amigos, digámoslo claro: las conductas y las consciencias NO CAMBIAN por mucho que alteremos el idioma, fabriquemos ficciones “aleccionadoras y didácticas” o adoctrinemos desde cualquier púlpito posible. Por decreto no se transforma a nadie en tolerante. Las transformaciones socio culturales se dan en el seno mismo de las sociedades mucho antes que la política o el mundo de la cultura lo adviertan; y dichos cambios suelen ser no lineales, o sea que muchos de esos avances suelen experimentar retrocesos históricos que se asemejan a las olas del mar, cuyas aguas retroceden para luego volver más fuertes y rápidas. La primavera árabe que explotó en 2011 en Egipto, que cuando menos logró la renuncia del eterno presidente/dictador Mubarak, acabó por diluirse en apariencia, pero claramente no fue así: el germen de la libertad ha sido inoculado, a no dudarlo, y a la larga o a la corta dará sus frutos. Las recientes e inesperadas protestas populares en Irán, con miles de mujeres enfrentando la represión teocrático/machista sin temor alguno, dan fe de nuestra tesis. Pero occidente se empeña en aleccionar ideológicamente desde el universo multimediático porque, en parte, ha caído en la venenosa tentación de la “uniformidad de pensamiento”, que es el paso previo al totalitarismo. En fin, llevado esto al mundo del cine, los resultados no pueden ser otros que los evidenciados. Una lástima.-
Ya está disponible en la web Knives
Out (2020) (aun no estrenada en la Argentina, o eso creemos) -Muy
Buena ★★★★ .Se trata de un maravilloso y
amoroso homenaje al universo de Agatha Christie, en el que un aparente suicidio
desata una catarata de vilezas, miserias y traiciones. La madrugada posterior a
su cumpleaños, el patriarca de una familia construida en base a la fortuna que
amasó como exitoso autor de novelas policiales, aparece muerto por suicidio.
¿Pero lo es en efecto, o se trata de un homicidio astutamente disfrazado? La
trama es una fiesta para el espectador porque no sólo se trata de una pieza de
alta originalidad (a pesar de que el Christie’s Style parecería estar agotado), sino de una
que no abusa del efectismo ni de la manipulación artera del público. Por raro
que parezca, Knives Out le juega limpio a su audiencia al modo de esos
ilusionistas que saben “engañar” a su platea con armas nobles, de modo que esta
acaba feliz y exultante de haberlo sido. Las tramas de relojería, ciertamente,
pueden ser pasibles de conducir a una cierta frialdad del producto en general,
o incluso a que toda su estructura se agote en las vueltas de tuerca a las que
se ve obligada. No es este el caso, y cada revelación, cada paso que da el
guión, resulta orgánico y “creíble”, tanto como enorme es el disfrute que
produce su visionado. El casting es una fiesta, con verdaderas estrellas como
Jamie Lee Curtis, Don Johnson y el veterano Christopher Plummer, pero las
palmas se las lleva el dúo protagónico de Daniel Craig y Ana de Armas.
Próximo a despedirse del rol de James Bond —con un filme en el que comparte cartel precisamente con la joven actriz cubana— Craig necesitaba de una cinta así, que lo “descontracture” y le abra nuevas posibilidades, ya que al cabo de su segunda participación en la saga 007 sus actuaciones en otras películas se redujeron notablemente, lo que redundó en “congelarlo” o “fijarlo” en esa máscara amarga y oscura que se le ha dado a la creación de Ian Fleming. Aquí Craig se divierte y nos divierte jugando a ser un prestigioso detective privado que se las sabe todas y no teme restregárselo a todo el mundo, mientras que Ana de Armas entrega un papel sencillamente perfecto, lleno de sutilezas y que logra transmitir su esencia al espectador. Quizás, si lo que buscamos es encontrarle algún defecto al filme, podríamos objetar que su personaje padece de todos los lugares comunes que el cine y la tevé yanqui le achaca a latinos y sudacas en general. Pero De Armas lo ennoblece aportándole una fibra profundamente humana que escapa a todo estereotipo. Créannos, si quieren divertirse y al mismo tiempo quedarse con un poquito más, Knives Out es su película. La dirigió, coescribió y produjo Rian Johnson, quien venía de cosechar insultos a derecha y elogios por izquierda a causa de su “Episodio 8”; y como la ex saga de George Lucas no cuenta con nuestro interés no podemos juzgar su trabajo allí. Es evidente que cuando se contrata a un director muy personal para que se encargue de una franquicia MUY establecida (y si además el Estudio se empeña en quitarle el apoyo que le ha prometido en un principio), los resultados no pueden ser nunca satisfactorios: o se lo deja trabajar en paz y que haga lo que sabe y puede, o se debe optar por contratar a meros artesanos que transcriban en pantalla los guiones que se le entregan sin chistar y sin aportarles nada personal. Knives Out, entonces, es el gozoso regreso de un director muy talentoso (y todavía prometedor) al tipo de cine que realmente disfruta hacer. ¡Zapatero a tus zapatos! Un golazo.-
Próximo a despedirse del rol de James Bond —con un filme en el que comparte cartel precisamente con la joven actriz cubana— Craig necesitaba de una cinta así, que lo “descontracture” y le abra nuevas posibilidades, ya que al cabo de su segunda participación en la saga 007 sus actuaciones en otras películas se redujeron notablemente, lo que redundó en “congelarlo” o “fijarlo” en esa máscara amarga y oscura que se le ha dado a la creación de Ian Fleming. Aquí Craig se divierte y nos divierte jugando a ser un prestigioso detective privado que se las sabe todas y no teme restregárselo a todo el mundo, mientras que Ana de Armas entrega un papel sencillamente perfecto, lleno de sutilezas y que logra transmitir su esencia al espectador. Quizás, si lo que buscamos es encontrarle algún defecto al filme, podríamos objetar que su personaje padece de todos los lugares comunes que el cine y la tevé yanqui le achaca a latinos y sudacas en general. Pero De Armas lo ennoblece aportándole una fibra profundamente humana que escapa a todo estereotipo. Créannos, si quieren divertirse y al mismo tiempo quedarse con un poquito más, Knives Out es su película. La dirigió, coescribió y produjo Rian Johnson, quien venía de cosechar insultos a derecha y elogios por izquierda a causa de su “Episodio 8”; y como la ex saga de George Lucas no cuenta con nuestro interés no podemos juzgar su trabajo allí. Es evidente que cuando se contrata a un director muy personal para que se encargue de una franquicia MUY establecida (y si además el Estudio se empeña en quitarle el apoyo que le ha prometido en un principio), los resultados no pueden ser nunca satisfactorios: o se lo deja trabajar en paz y que haga lo que sabe y puede, o se debe optar por contratar a meros artesanos que transcriban en pantalla los guiones que se le entregan sin chistar y sin aportarles nada personal. Knives Out, entonces, es el gozoso regreso de un director muy talentoso (y todavía prometedor) al tipo de cine que realmente disfruta hacer. ¡Zapatero a tus zapatos! Un golazo.-
The Two Popes (Los Dos Papas, 2019) -Regular
★★,producción
de Netflix que involucró capitales norteamericanos, brasileños, italianos y
británicos, es una película absolutamente fallida que, sin embargo, disfraza
sus falencias con un aceitado sentido del ritmo narrativo que sin embargo esconde
un absoluto vacío argumental. Se trata de un filme militante, una vez más —por
cierto—, pero uno que se ocupa de otro tipo de ideología, ciertamente una mucho
más alarmante. Fernando Meirellies (¿se escribe así?) es un mediocre director
brasileño que sin embargo ha llamado la atención por varios de sus productos
anteriores, en los que retrató con trazo muy grueso las condiciones de
marginalidad, violencia y pobreza en su
país. Es un católico militante que incluso rodó un documental sobre la visita
del Papa Francisco a Brasil, el primer viaje pastoral de su pontificado. No
existe entonces ninguna casualidad en cuanto a la existencia de esta película, ya
que se rodó con un único fin, reivindicar la figura de Bergoglio precisamente
en el peor momento de su papado, cuando su figura está más cuestionada que
nunca y los buitres de la Curia Romana lo acechan con avidez. Jorge Bergoglio,
en su rol de Francisco, ha causado una enorme decepción en el mundo político e
intelectual de occidente. Si bien es loable su preocupación por el drama de los
refugiados y el rechazo que los países del primer mundo tienen por ellos, así
como su interés por detener la depredación de nuestro medio ambiente, el Papa
no pudo llenar los zapatos intelectuales de su inmediato antecesor ni los
altamente políticos de Juan Pablo II. Enfrentando una interna feroz en la curia
vaticana, que amenaza su misma permanencia en el solio de Pedro, Francisco
pretende un tipo de “renovación” que hace aguas por todos lados porque carece
de sólido sustento intelectual y doctrinario. Quiere acercar a los homosexuales
y transgénero a la Iglesia, pero no se atreve a autorizarles la comunión a
menos que cambien su “estilo” de vida, cosa imposible para ellos porque no se
trata de tal cosa, de igual modo que los heterosexuales no lo son porque lo
hayan decidido una tarde tomando un café en el Tortoni. Quiere devolverle los
derechos sacramentales a los divorciados, pero no atina a enfrentar la poderosa
oposición cardenalicia a ello con argumentos teológica y éticamente válidos, los
que cuando menos pusieran en problemas a sus detractores y abrieran el debate.
No ha logrado efectivamente limpiar las finanzas vaticanas, que siguen
manejando fondos oscuros y de difícil rastreo; no ha podido imponer las normas
de austeridad que tanto proclama sobre obispos y cardenales (e incluso en lo
que atañe a curas comunes: hasta en nuestro país, que padece una crisis
“machaza”, se ve cada vez más a curas párrocos conduciendo coches de altísima
gama). No ha escrito encíclicas con genuino valor doctrinario (es más, casi ni
publica, salvo un par de excepciones), sus viajes a países con profundos
conflictos han resultado un fiasco… y un largo etcétera. Pero lo que más lo ha
desacreditado es su furioso empeño por destruir lo que queda del noble y sano
Liberalismo. Como buen peronista integrista, corporativista y populista, su
visión binaria del mundo y la realidad —que lo lleva a confundir “Economía
de Libre Mercado” con “Monetarismo”, la doctrina y praxis
que habitual y erróneamente se denomina “Neoliberalismo”—
lo ha lanzado a una cruzada destinada al fracaso, con la que intenta
implementar una novedosa y supuestamente “solidaria” economía inclusiva y
humanitaria. En verdad, no se trata ni de lo uno ni de lo otro, sino de un
pastiche ideológico que consagra las habituales imbecilidades que, por ejemplo,
escupe su protegido y aliado Juan Grabois a diario: que existe algo denominado
“economía popular”, la que al cabo no
es otra cosa que la agrupación de pobres, desempleados y marginados en
organizaciones como la del propio Grabois (la CETEP), las cuales reciben dinero
del Estado (aumentando exponencialmente su déficit fiscal) para que una parte
de este le llegue a sus afiliados en forma de humillantes “planes”, mientras
estos deben realizar —apenas un par de horas diarias— ciertas tareas de nula
entidad o valor agregado alguno. Por ello Grabois emprende una guerra personal
contra Galperín (recientemente desplazado de la gerencia local de su compañía)
y Mercado Libre, empresa completamente independiente y privada, la que aporta millares
de puestos de trabajo, desarrollo tecnológico y valor agregado —y que vale
actualmente más del doble que YPF, valor de mercado validado por Standard &
Poor y J. P. Morgan Investment— batalla a la que se une Francisco asegurando
que empresas como esta serían “monstruos” corporativos que “oprimen” (sic) a
los pueblos e impiden su desarrollo en un “marco solidario y humanitario”
(sic).
Bien, aclarado el punto, se entenderá entonces que esta es una cinta de “alineación y balanceo”, un bienvenido ‘service’ a la figura de un pontífice más interesado en apoyar populismos corporativistas que consagran una visión política y económica acorde a sus ideas, que en dar la batalla que realmente importa, la efectiva reforma de una curia y una iglesia que se ha alejado por completo de la realidad, de sus fieles e incluso de la Justicia, cosa patente en la nula colaboración que viene brindando ante los más sonados casos de abusos sexuales a menores por parte del clero. El filme distorsiona descaradamente los hechos históricos, al punto que acaba por dar como ciertas las falsas acusaciones que le hiciera Horacio Verbitsky acerca de su supuesta colaboración con la última dictadura militar. Así entonces, Meirellies juega con esto haciendo que los hechos reales se transformen en una suerte de pelea interna en la orden jesuítica, en la que un joven Provincial Bergoglio habría intentado, logrando exactamente lo contrario, proteger a sus curas “villeros” de los militares. Esta suerte de inesperada (y falsa) “confesión de parte” le sirve al director y coguionista para que su “Bergoglio” purgue penas y se confiese ante el Papa Benedicto, quien a su vez descargará culpas propias ante el Cardenal Primado argentino. La otra gran debilidad del filme consiste, contra la opinión generalizada, en la actuación de sus protagonistas. Anthony Hopkins, al que últimamente se le zafó un tornillo (cosa que atestiguan todos los aterrados periodistas que han intentado entrevistarlo en el presente lustro), viene jugando sus recientes papeles con cierta displicencia, lo que en parte se entiende por tratarse de un actor tan veterano y capaz —que ya no tiene que demostrarle nada a nadie ni a sí mismo— así como por la exigua exigencia que le implicaron muchas de las cintas en que ha participado recientemente, que no fueron precisamente Shakespeare (las de “Thor”, una de las últimas aberraciones de “Transformer”, la segunda de “R.E.D”, etc.). Pero esta que nos ocupa, al igual que Hitchcock —en la que también hizo agua— debería haberlo motivado a una mayor enjundia actoral. No fue el caso. Ciertamente tiene momentos logrados, ya que Hopkins no es ningún negado, pero la mayor parte de su tiempo en pantalla está actuando otra cosa excepto a Joseph Ratzinger. Lo mejor, insistimos, viene en la parte final, cuando comienza a entender a Bergoglio e incluso a estimarlo. En cuanto al rol del Papa argentino, todo el talento y el buen hacer de Jonathan Pryce se van esta vez al demonio y nos entrega un personaje unidimensional, al que claramente no pudo comprender ni analizar debidamente, por lo que resulta apenas una máscara que ejecuta mejores o peores gestos de acuerdo a la cuerda que le toca tañer en cada secuencia. Es en parte culpa del director, que debió guiarlo en esto de comprender la psicología de un porteño hijo de italianos, peronista y futbolero, pero lo que importa es que nada de lo que debería funcionar funciona realmente. Su nominación al Óscar a mejor Actor es un ejemplo claro de la aguda confusión en que se hallan inmersos los miembros de la Academia. Y otra cosa, además. El cine angloparlante tiene vasta experiencia en esto de rodar cintas multilenguaje, que son cada vez más numerosas, y por cierto que el realismo y la naturalidad de las mismas jamás se ve mellado. Pero en The Two Popes cada vez que Pryce debe hablar en español es doblado por un esperpéntico actor que lo hace declamando y a la manera de la antigua tradición actoral argenta, carente de autenticidad u organicidad. En fin, se deja ver a pesar de todo, aunque es mentirosa y chapucera —de hecho miente hasta en su título (ya que trata de Bergoglio y no de Ratzinger, que es un mero invitado en su propia peli)— y al cabo resulta una clara defensa del Papa sudamericano…, pero la mayor “culpa” del filme consiste en su pobre estructura cinematográfica: es, apenas, un extraño documental destinado a infiltrarse en la intimidad de un “traspaso de mando” que revolucionó al mundo y un vacío alegato a favor de un pontífice que ha creado a sus propios enemigos. Un desperdicio.-
Bien, aclarado el punto, se entenderá entonces que esta es una cinta de “alineación y balanceo”, un bienvenido ‘service’ a la figura de un pontífice más interesado en apoyar populismos corporativistas que consagran una visión política y económica acorde a sus ideas, que en dar la batalla que realmente importa, la efectiva reforma de una curia y una iglesia que se ha alejado por completo de la realidad, de sus fieles e incluso de la Justicia, cosa patente en la nula colaboración que viene brindando ante los más sonados casos de abusos sexuales a menores por parte del clero. El filme distorsiona descaradamente los hechos históricos, al punto que acaba por dar como ciertas las falsas acusaciones que le hiciera Horacio Verbitsky acerca de su supuesta colaboración con la última dictadura militar. Así entonces, Meirellies juega con esto haciendo que los hechos reales se transformen en una suerte de pelea interna en la orden jesuítica, en la que un joven Provincial Bergoglio habría intentado, logrando exactamente lo contrario, proteger a sus curas “villeros” de los militares. Esta suerte de inesperada (y falsa) “confesión de parte” le sirve al director y coguionista para que su “Bergoglio” purgue penas y se confiese ante el Papa Benedicto, quien a su vez descargará culpas propias ante el Cardenal Primado argentino. La otra gran debilidad del filme consiste, contra la opinión generalizada, en la actuación de sus protagonistas. Anthony Hopkins, al que últimamente se le zafó un tornillo (cosa que atestiguan todos los aterrados periodistas que han intentado entrevistarlo en el presente lustro), viene jugando sus recientes papeles con cierta displicencia, lo que en parte se entiende por tratarse de un actor tan veterano y capaz —que ya no tiene que demostrarle nada a nadie ni a sí mismo— así como por la exigua exigencia que le implicaron muchas de las cintas en que ha participado recientemente, que no fueron precisamente Shakespeare (las de “Thor”, una de las últimas aberraciones de “Transformer”, la segunda de “R.E.D”, etc.). Pero esta que nos ocupa, al igual que Hitchcock —en la que también hizo agua— debería haberlo motivado a una mayor enjundia actoral. No fue el caso. Ciertamente tiene momentos logrados, ya que Hopkins no es ningún negado, pero la mayor parte de su tiempo en pantalla está actuando otra cosa excepto a Joseph Ratzinger. Lo mejor, insistimos, viene en la parte final, cuando comienza a entender a Bergoglio e incluso a estimarlo. En cuanto al rol del Papa argentino, todo el talento y el buen hacer de Jonathan Pryce se van esta vez al demonio y nos entrega un personaje unidimensional, al que claramente no pudo comprender ni analizar debidamente, por lo que resulta apenas una máscara que ejecuta mejores o peores gestos de acuerdo a la cuerda que le toca tañer en cada secuencia. Es en parte culpa del director, que debió guiarlo en esto de comprender la psicología de un porteño hijo de italianos, peronista y futbolero, pero lo que importa es que nada de lo que debería funcionar funciona realmente. Su nominación al Óscar a mejor Actor es un ejemplo claro de la aguda confusión en que se hallan inmersos los miembros de la Academia. Y otra cosa, además. El cine angloparlante tiene vasta experiencia en esto de rodar cintas multilenguaje, que son cada vez más numerosas, y por cierto que el realismo y la naturalidad de las mismas jamás se ve mellado. Pero en The Two Popes cada vez que Pryce debe hablar en español es doblado por un esperpéntico actor que lo hace declamando y a la manera de la antigua tradición actoral argenta, carente de autenticidad u organicidad. En fin, se deja ver a pesar de todo, aunque es mentirosa y chapucera —de hecho miente hasta en su título (ya que trata de Bergoglio y no de Ratzinger, que es un mero invitado en su propia peli)— y al cabo resulta una clara defensa del Papa sudamericano…, pero la mayor “culpa” del filme consiste en su pobre estructura cinematográfica: es, apenas, un extraño documental destinado a infiltrarse en la intimidad de un “traspaso de mando” que revolucionó al mundo y un vacío alegato a favor de un pontífice que ha creado a sus propios enemigos. Un desperdicio.-
Y ahora, la Joya de la Corona: JoJo
Rabbit (2019), la maravillosa cinta escrita, producida, coprotagonizada
y dirigida por el talentosísimo neozelandés Taika Waikiki (What We Do in the Shadows,
2014) -Excelente ★★★★★. No caben dudas que JoJo
Rabbit debió ganar el Óscar a mejor película por decisión unánime, pero
lamentablemente la Academia ha devenido en un patético circo de pulgas carente
de toda representatividad o relevancia. Si nos permiten la digresión, el año
pasado se estrenó The Best of Enemies, poderoso filme protagonizado por Sam
Rockwell (el nazi que se redime al final de JoJo…) basado
en hechos reales y ambientado a finales de los años ‘50s, cuya historia —que
involucra la transformación personal de un destacado miembro local del Ku Kux
Klan ante un conflicto educativo que atañe a la comunidad negra— atrapa al
espectador y le hace cuestionar todas aquellas cosas en las que cree con
firmeza, algo que el cine debería hacer siempre y que en este caso funciona
hasta niveles desgarradores. No sólo debió estar nominada a 50 estatuillas
juntas, si eso fuera posible, sino que debería haberlas ganado todas: pero como
saben aquellos que vieron la pasada ceremonia, esta joya del séptimo arte ni
siquiera figuró en algún rubro intrascendente. Los miembros de la Academia, ¿acaso
estaban vacacionando en San Remo cuando el filme se estrenó? En fin, dejemos
los lamentos para otra ocasión y pasemos a elogiar este maravilloso canto de
amor al cine, la libertad y al poder de la esperanza. El pequeño Jojo, de 10
años de edad, es un niño cuya imaginación ha sido abducida por la poderosa e icónica figura del Führer,
Adolf Hitler. Estamos en Berlín en la primera mitad de 1945, con los soviéticos
a un paso de la capital germana y el sueño del Reich de los mil años a punto de
hacerse añicos. Pero Jojo, candorosamente, ignora toda realidad circundante y únicamente
se empeña en destacar como nuevo miembro de la Juventudes Hitlerianas, aunque
su cuerpito —que no se destaca precisamente en eso de la coordinación y la
destreza física— lo relegue involuntariamente a tareas menores. Jojo no es nazi
ni nada que se le parezca, es tan solo un niño. Y uno sensible a esa poderosa
iconografía ritual que el nazismo supo desplegar como ningún otro régimen lo
hizo antes. Su madre, una aristócrata venida a menos que clandestinamente lucha
contra la tiranía, se hace cruces con el fanatismo de su hijo, pero jamás,
absolutamente jamás, deja de amarlo. Será ese amor incondicional el que le
legue al muchachito cuando todo se vaya al demonio, cuando no quede más que
enfrentar la cruda realidad sin los acicates de la autoilusión o la negación.
El filme despliega un humor ácido y corrosivo, pero uno muy distinto al que Roberto Benigni utilizó en su oscarizada La Vida es Bella (1998), ya que aquí importa —sin por ello minimizar en lo absoluto la extrema crueldad del nazismo— resaltar las contradicciones íntimas de la cultura “Nacional Socialista” de tal modo que estas escupan todo lo de absurdo que contienen. Absurdo y patetismo, especialmente esto último, son los condimentos que operan a modo de contraste para que se adviertan en primer plano las delirantes ideas que hicieron posible la demencia nazi. Sin embargo, y casi sin que el espectador lo advierta, la cinta —que de todos modos no pierde el humor— vira hacia terrenos más dramáticos a medida que la realidad vaya desquebrajando el mundo de fantasía en que vive Jojo. Un mundo en el que el propio Hitler lo visita a diario y en todo momento, operando a modo de una supraconsciencia del niño mismo: nótese como Jojo se deshará de su molesto “ángel guardián” cuando sus concejos racistas choquen contra el sincero amor que brota en su interior hacia esa joven judía que su madre esconde tras las paredes del departamento. Su “amigo imaginario” percibirá antes que él mismo que está abandonando la inocencia de la niñez, que la monstruosidad de la guerra y la intolerancia lo están arrastrando al inoportuno pero necesario mundo de la adultez. En JoJo Rabbit son los niños los que se desembarazan de la ceguera autoritaria, los que abandonan la locura colectiva a favor, cuando menos, de una sana duda. Nada lo ejemplifica mejor que el empeñoso amiguito del protagonista, un niño gordito y de gruesas gafas que —cuando las bombas soviéticas lo arrasan todo y la conducta de los dirigentes adultos se torna patética— se pregunta “si acaso hemos elegido el bando correcto”, duda que se resolverá de la manera más simple: el pequeño, al igual que Jojo, no ha perdido la capacidad de amar; nadie se la ha quitado, ni siquiera en medio de tanto “lavado de cerebro”. Y ello será lo que salve a los chicos, y por qué no a ciertos adultos, como ese alto oficial nazi asignado al entrenamiento infantil a causa de una herida en batalla, quien a partir del desprecio que siente por los deberes a que ha sido forzado comienza a preguntarse si todo aquello en lo que ha creído merece realmente la pena.
La mamá de Jojo, por su parte —Scarlett Johanson en el mejor rol de su carrera— sabe amar sin condiciones y le dona a su hijo el regalo más hermoso, la paciencia y el optimismo a ultranza. Paciencia para que Jojo descubra a su tiempo y según sus propias capacidades la verdad tras la locura colectiva, y optimismo para hallar, incluso en medio del horror más abyecto, motivos para la esperanza, para no renunciar jamás a la cuota de alegría que nos debemos incluso cuando nos cubren las sombras. Esto se ejemplifica maravillosamente en la bella secuencia del paseo que madre e hijo dan juntos, que acaba con ella bailando al son de una melodía imaginaria mientras Jojo la observa extasiado. No será casual que el niño, que se halla debajo de ella —ya que están en una barranca a la vera del río— quede hipnotizado con los zapatos de su mamá, puesto que ese calzado (que más tarde alcanzará una significación dramática) simboliza claramente el “camino” que las personas elegimos para “andar” la vida, para recorrerla. La mamá ha optado por aquella vía que no está exenta de sacrificios, pero que conduce a una vida mejor. Y Jojo sabrá entender, finalmente, la razón por la que su madre mantuvo la esperanza aun contra toda esperanza. Un filme para reconciliarse con la vida.-
El filme despliega un humor ácido y corrosivo, pero uno muy distinto al que Roberto Benigni utilizó en su oscarizada La Vida es Bella (1998), ya que aquí importa —sin por ello minimizar en lo absoluto la extrema crueldad del nazismo— resaltar las contradicciones íntimas de la cultura “Nacional Socialista” de tal modo que estas escupan todo lo de absurdo que contienen. Absurdo y patetismo, especialmente esto último, son los condimentos que operan a modo de contraste para que se adviertan en primer plano las delirantes ideas que hicieron posible la demencia nazi. Sin embargo, y casi sin que el espectador lo advierta, la cinta —que de todos modos no pierde el humor— vira hacia terrenos más dramáticos a medida que la realidad vaya desquebrajando el mundo de fantasía en que vive Jojo. Un mundo en el que el propio Hitler lo visita a diario y en todo momento, operando a modo de una supraconsciencia del niño mismo: nótese como Jojo se deshará de su molesto “ángel guardián” cuando sus concejos racistas choquen contra el sincero amor que brota en su interior hacia esa joven judía que su madre esconde tras las paredes del departamento. Su “amigo imaginario” percibirá antes que él mismo que está abandonando la inocencia de la niñez, que la monstruosidad de la guerra y la intolerancia lo están arrastrando al inoportuno pero necesario mundo de la adultez. En JoJo Rabbit son los niños los que se desembarazan de la ceguera autoritaria, los que abandonan la locura colectiva a favor, cuando menos, de una sana duda. Nada lo ejemplifica mejor que el empeñoso amiguito del protagonista, un niño gordito y de gruesas gafas que —cuando las bombas soviéticas lo arrasan todo y la conducta de los dirigentes adultos se torna patética— se pregunta “si acaso hemos elegido el bando correcto”, duda que se resolverá de la manera más simple: el pequeño, al igual que Jojo, no ha perdido la capacidad de amar; nadie se la ha quitado, ni siquiera en medio de tanto “lavado de cerebro”. Y ello será lo que salve a los chicos, y por qué no a ciertos adultos, como ese alto oficial nazi asignado al entrenamiento infantil a causa de una herida en batalla, quien a partir del desprecio que siente por los deberes a que ha sido forzado comienza a preguntarse si todo aquello en lo que ha creído merece realmente la pena.
La mamá de Jojo, por su parte —Scarlett Johanson en el mejor rol de su carrera— sabe amar sin condiciones y le dona a su hijo el regalo más hermoso, la paciencia y el optimismo a ultranza. Paciencia para que Jojo descubra a su tiempo y según sus propias capacidades la verdad tras la locura colectiva, y optimismo para hallar, incluso en medio del horror más abyecto, motivos para la esperanza, para no renunciar jamás a la cuota de alegría que nos debemos incluso cuando nos cubren las sombras. Esto se ejemplifica maravillosamente en la bella secuencia del paseo que madre e hijo dan juntos, que acaba con ella bailando al son de una melodía imaginaria mientras Jojo la observa extasiado. No será casual que el niño, que se halla debajo de ella —ya que están en una barranca a la vera del río— quede hipnotizado con los zapatos de su mamá, puesto que ese calzado (que más tarde alcanzará una significación dramática) simboliza claramente el “camino” que las personas elegimos para “andar” la vida, para recorrerla. La mamá ha optado por aquella vía que no está exenta de sacrificios, pero que conduce a una vida mejor. Y Jojo sabrá entender, finalmente, la razón por la que su madre mantuvo la esperanza aun contra toda esperanza. Un filme para reconciliarse con la vida.-
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