Por Leonardo L.Tavani
Calificación: Regular ★★
La ciencia ficción nació en la
literatura, ciertamente, pero ese gran invento de finales del siglo XIX que fue
el cinematógrafo la hizo suya casi de inmediato. Estaban destinados a
emparejarse desde antes incluso de sus respectivas existencias. La televisión,
igualmente, se apropiaría de la sci-fi quizás con mayor empeño: lo haría con
algo menos de presupuesto que su primo hermano y quizás con cierto
apresuramiento según los casos. Ahora bien, históricamente, la sci-fi —en su
vertiente futurista— ha sido predominantemente distópica. Siempre, y casi sin
excepciones, los autores (y guionistas, por cierto) han imaginado un futuro
negro y devastador, uno en el que todos los valores y todas las conquistas de
la sociedad se vuelven contra ella misma hasta destruirla. Más allá de la obvia
razón que dicta que este tipo de escenarios es harto propicio para contar
historias con gran profundidad y consistencia dramática, lo cierto es que esta
inevitable tendencia a imaginar un futuro negrísimo proviene, casi con seguridad,
del componente tanático de nuestra psiquis.
El hombre teme a la muerte, sabe que ella lo espera a cada paso y en cada rescoldo de su vida, sin embargo trata de vivir como si no existiera, como si nunca pudiera alcanzarlo. Pero se sabe, ello es imposible, y por eso mismo la propia idea de dios, entre otras insensateces, se impone como una manera de sublimar ese temor atávico y ancestral. Todo aquello que las personas experimentan, sienten o creen a nivel personal, se transmuta y transmite a lo grupal, dado que somos seres sociales y tendemos irreductiblemente a formar sociedades en las cuales vivir: tribales, urbanas, rurales, cerradas, étnicas, abiertas, etc., etc., pero lo cierto es que siempre habrá un colectivo, un grupo de pertenencia y contención. Pues entonces, nada más lógico e inevitable que transferir al cuerpo social nuestros miedos más arraigados: eso es, o mejor dicho, eso simboliza la distopía, la “muerte” de la sociedad, la defunción del tejido que nos envuelve y ampara, el derrumbe de todo lo que se presupone sólido y estable.
El hombre teme a la muerte, sabe que ella lo espera a cada paso y en cada rescoldo de su vida, sin embargo trata de vivir como si no existiera, como si nunca pudiera alcanzarlo. Pero se sabe, ello es imposible, y por eso mismo la propia idea de dios, entre otras insensateces, se impone como una manera de sublimar ese temor atávico y ancestral. Todo aquello que las personas experimentan, sienten o creen a nivel personal, se transmuta y transmite a lo grupal, dado que somos seres sociales y tendemos irreductiblemente a formar sociedades en las cuales vivir: tribales, urbanas, rurales, cerradas, étnicas, abiertas, etc., etc., pero lo cierto es que siempre habrá un colectivo, un grupo de pertenencia y contención. Pues entonces, nada más lógico e inevitable que transferir al cuerpo social nuestros miedos más arraigados: eso es, o mejor dicho, eso simboliza la distopía, la “muerte” de la sociedad, la defunción del tejido que nos envuelve y ampara, el derrumbe de todo lo que se presupone sólido y estable.
Gene Roddenberry, creador de Star Trek |
Bien, dicho esto, hay
que recordar que en algún punto del primer lustro de la década de los ‘60s
surgió un individuo lo bastante audaz y testarudo como para plantear una idea
radicalmente distinta, que el futuro —felizmente— sería mucho mejor de lo que
preveíamos y que la humanidad alcanzaría las estrellas con el fin de conocerse
a sí misma, evolucionar y progresar de manera indefinida. Ese delirante se
llamó Gene Roddenberry, quien luchó contra toda oposición y —junto a otro
optimista, su tocayo Gene L. Coon, productor de fuste— lograron dar vida a Star
Trek, o sea la inolvidable Viaje a las Estrellas (NBC,
1966-69). El resto es historia: casi sin discusión, se trata de la serie de
tevé más célebre y amada, la que estableció por vez primera una relación
directa y apasionada con sus fans —seguidores fieles hasta lo indecible, ¡y
vaya si lo sabrá este crítico, que es uno de ellos!— y sin dudas la que decretó
la madurez audiovisual de la sci-fi. Cuando usted quiere, acaso, cortarse las
venas o torturarse a sí mismo ve Blade Runner, Mad Max, Altered Carbon o
a cualquiera de sus primas hermanas; pero si por una hora quiere escapar de su
realidad de ‘merda’ y disfrutar de
una visión esperanzada e INTELIGENTE del futuro, en la que obviamente hay
conflictos, algunos villanos o ciertas amenazas alienígenas —pero en cuyo mundo
existen reglas éticas y morales inconmovibles—, entonces sin dudarlo un segundo
se lanza de lleno a los brazos de Star Trek. Y por cierto que no
saldrá defraudado.
Expuesta nuestra introducción,
vayamos a lo que nos ocupa. Al momento de publicar este artículo Star
Trek: Picard, serie de CBS All Access y Amazon Prime, ya habrá
estrenado su 6to episodio, aunque nosotros no habremos llegado a verlo, por lo
que nuestro comentario se atendrá a lo contemplado hasta el 5to. Y es
precisamente este capítulo, en el que hace su aparición estelar Jeri Ryan como
Seven of Nine, el que decreta la muerte de Star Trek. Tan simple y taxativo
como ello. La creación de Gene Roddenberry postula un par de asertos que no son
negociables, sin los cuales no hay ni Viaje a las Estrellas ni “ocho
cuartos”, como decían nuestros abuelos. La Federación Unida de Planetas es una
organización pacífica, “humanista” (palabra que usamos sin su sentido
antropocéntrico, a falta de otra mejor: quiere decir que promueve y atesora los
mejores valores de cada raza que la compone), obsesivamente “progresista”,
decididamente democrática y apegada a sus leyes como ninguna otra organización
humana lo ha sido en la realidad. Por su parte, la Flota Estelar (en inglés,
Starfleet) es una armada interestelar que sirve fundamentalmente de avanzada
exploratoria, científica y diplomática. Su misión menos importante es la
militar, que por supuesto es necesaria —ya que la exploración del espacio
profundo puede conllevar serios peligros que se deben conjurar, tanto como la
necesidad de protegerse militarmente de potenciales enemigos, o sea aquellas
razas que no comprendan ni acepten la propuesta de “amistad” de la Federación y
respondan a ello agresivamente— pero indudablemente “debe” servir por sobre
todo como “embajadora de buena voluntad”.
Gene L. Coon, Productor y cocreador de la serie original |
Claro que una fuerza armada se
organiza siempre sobre la disciplina y el
entrenamiento, tanto como presenta una escala jerárquica, sin las cuales le
resultaría imposible desarrollar su misión, pero incluso ante los casos más
extremos de insubordinación o delito ella se mantiene atada a valores éticos y
morales menos marciales que los tradicionales, merced a los cuales se preocupa
más por la “recuperación moral” del acusado que por imponerle penas puramente
punitivas. Esta breve descripción es palpable en todos y cada uno de los
episodios de la serie clásica y por supuesto en toda la “Nueva Generación”, en la
cual se basa —así lo indican los títulos de crédito de Picard— el envío que nos
ocupa. Insistimos, todo esto es tanto irrenunciable como imprescindible para
que exista Star Trek; sin nada de ello se trataría de otro mediocre
producto de ficción espacial cualquiera, o peor aún, Star Wars.
Pues bien, ¿qué creen que pasó? Como
ya lo habían intentado con la repudiable y repugnante Star Trek: Discovery,
este equipo de productores mercenarios simple y sencillamente asesinó a Star
Trek: el momento exacto de su defunción fue aquel en que Seven of Nine,
convertida en una Ranger justiciera por mano propia, asesina sin piedad ni
titubeos a una humana ciertamente despreciable pero que cuando menos merecía el
beneficio de la duda. ‘Seven’ cumplimenta así una venganza personal que se
explica en el prólogo del capítulo, la que si bien es entendible a nivel
puramente emocional, resulta inexcusable en el contexto del universo Trek.
La serie ha hecho méritos suficientes como para llegar hasta esta abominación
con apenas cinco envíos de tan solo 42 minutos cada uno, tales como presentar a
una Federación que opta por abandonar a los Romulanos a su suerte cuando su
estrella colapsa (¡¡¡What The Fuck!!!), una Flota que acata esas crueles
órdenes y apenas si tolera un moderado rescate que le cuesta la carrera a
Picard y a quienes lo siguieron, esa misma armada infiltrada por agentes
alienígenas y llena de almirantes inhumanos y despreciables —con menos ética
que el DiploÑoqui Daniel Scioli— y lo peor de todo: la sociedad en general, la
ciudadanía de la Federación, se muestra en pantalla como un conglomerado de
mundos llenos de individuos venales, corruptos, decadentes y escépticos. Los
científicos, además, son aquí tan crueles como absurdamente crédulos, ¿de qué
otra forma se explica, si no, el homicidio de Maddox a manos de su propia
amante, una colega que se cree a pie juntillas los cuentos místicos romulanos apocalípticos
y anti-robótica? En fin… Ahora, nadie pretende que cada planeta miembro sea un
dechado de virtudes (¡sería muy aburrido!), pero todos saben de memoria que las
reglas de la Federación dictan que ningún mundo es admitido como miembro sin
cumplir antes con una serie estricta de requisitos, entre ellos haber adquirido
capacidad Warp (tecnología de vuelo interestelar a velocidad igual o mayor a la
de la luz) y haber llegado a un nivel de evolución ética, filosófica, jurídica
y moral elevados. Para simplificar, un planeta cuya sociedad funcionase como la
actual república Argentina jamás sería admitido. Sarcasmos aparte, esta
paradoja es la que se ve en cada episodio, lo que redunda en la poca
credibilidad que transmite su visionado. Por otra parte, no es cosa menor el
absurdo que representa el hecho de que la investigación y desarrollo en tecnología
positrónica haya sido radicalmente prohibida por causa de un lamentable pero
poco significativo ataque a los astilleros Utopía Planitia, en Marte. ¿En qué
universo paralelo sería viable algo así para Star Trek? Y otra cosa
todavía; como lo muestra muy bien el personaje de Raffi, la mayoría de las
criaturas —exceptuando a Picard mismo— que pululan en el guión de la serie no
lucen realmente humanos ni realistas, grave problema con el tono mismo de la
realización. La secuencia de la ex oficial con su hijo, ante quien pretende
redimirse por sus años de adicción, resulta patética y carente de sustancia;
son apenas actores recitando un texto sin convicción ni magia. ¡Pero si el
factor humano y dramático era la piedra fundamental de toda la historia de la
serie y sus spin-off…! A continuación brindaremos apenas un par de ejemplos que
ilustran nuestra posición.
Star Trek Deep Space 9, la menos
efectiva de las secuelas Trek, tiene —empero— un episodio modélico respecto de
nuestra tesis. La Defiant ha llegado al planetoide hogar de los Fundadores, la
peligrosísima raza de Oddo, que en ese momento tiene a toda la Federación
pendiendo de un hilo. Mientras Sisko intenta negociar en la superficie, Garak
se dispone —desde la nave— a enviar un pulso de energía que puede acabar con
toda la especie y así terminar con la guerra. Intuyendo la maniobra, Worf se
interpone entre el ex espía cardassiano y los controles de mando. Garak lo
intenta todo para que el klingon comprenda que esa es la única manera de
conjurar la amenaza que está a punto de aniquilar toda la vida biológica en el
cuadrante, llegando a decirle: “Usted es un klingon y puede
comprenderlo…¿qué es un pequeño genocidio más en la historia…?”. Pero
será precisamente ese individuo criado por humanos, quien a causa de ello y del
injusto deshonor a que fuera sometida su familia sobreactúa permanentemente los
rasgos más belicosos de su herencia cultural, el que detenga a Garak sin
dudarlo ni por un minuto. La opción de exterminar a toda una especie, incluso a
esta —que está a punto de exterminar a la Federación— le resulta inaceptable a
este klingon educado en los valores de la tolerancia y el respeto a toda vida
sensible.
Roddenberry y Stewart en un alto de las grabaciones de la tercera temporada de TNG |
La verdad, prometimos un par de ejemplos pero con este basta y sobra;
y si acaso no, recuerden como Picard mismo, en el episodio I, Borg de la 5ª
temporada de TNG, decide liberar al dron bautizado Hugh, muy a pesar del dolor
y la humillación que su abducción y asimilación al colectivo le trajeron luego
de los eventos narrados en The Best of the Both Worlds partes I
y II. Nuestros lectores trekkers podrán hacer memoria y encontrarán cientos de
casos similares, y los que no estén familiarizados con la saga ya se harán una
idea acabada con estos únicos ejemplos. Entonces, lo que nos queda por hacer es
preguntarnos —como lo harían en España— qué coño quisieron hacer estos
descerebrados. Simple: una analogía burda y pueril de los EE UU bajo la “atroz
administración Trump”. Los liberales de baja intensidad de Hollywood y la costa
este no soportan la realidad político social que les toca vivir y llevan poco
más de tres años escupiendo bilis por medio de películas y series como esta.
Hace dos años, en el artículo en que analizábamos la entrega de los premios
Óscar de ese momento, cuando ganó la presea mayor La Forma del Agua, de
Guillermo del Toro, lo advertimos claramente. A muchos de nuestros lectores no
les gustó la visión del asunto que presentamos entonces, pero el tiempo
transcurrido y una gran parte de los productos que se lanzan (tanto dentro como
fuera de Norteamérica, caso Parasite, burda crítica al
capitalismo desde la óptica maniquea del progresismo culposo y populista, tal
como lo hemos venido analizando en nuestros últimos artículos), nos han dado
por completo la razón. Y lo cierto, queridos amigos, es que Star
Trek es ciencia ficción inteligente y profunda, una que no necesita caer en burdos subrayados
ni en alegorías de patética obviedad: que Seven of Nine sea una Ranger “vigilante”,
la que ejerce justicia por mano propia en una “frontera” espacial que la Flota
ha abandonado por completo, causa vergüenza ajena cuando se advierte que la
frontera yanqui-mexicana está padeciendo la acción ilegal de idénticos
personajes que la “protegen” de la tan cacareada “invasión” chicana. En nuestra
amada serie era muy usual tratar temas urticantes (por ejemplo, la escalada
armamentística entre este-oeste, con The Friday Child, de la segunda
temporada de TOS), pero siempre de manera colateral y simbólica, sin permitir
jamás que “el mensaje” mate o ahogue la lógica de la trama y la profunda
UNIVERSALIDAD del espíritu general de la serie. Star Trek, en todas sus
encarnaciones (excepción hecha de esa basura de Discovery), ha sabido
honrar al género sci-fi sin traicionarlo ni convertirlo en un travesti
ideológico. S.T. Picard se está
transformando precisamente en ello, y lo hace de una manera alarmante y burda,
desmintiendo su proclamadas buenas intenciones y dando por tierra con la
historia y el legado Trek. Si el equipo está tan enojado
con Trump, su país, su sociedad, su realidad y todos los etcéteras que se les
ocurran, entonces bien harían en inscribirse en los registros de electores y,
efectivamente, ir a votar. El tío Donald va a ganar de nuevo por dos razones
fundamentales: su economía populista le está funcionando (aunque ya da muestras
de agotamiento) —lo que entusiasma a sus votantes del sur y el medio oeste
americano, ciudadanos poco informados, localistas y conservadores— mientras que
sus opositores, liberales bien pensantes admiradores de Maduro & Friends,
no se molestan siquiera en anotarse para votar, no sea cosa que en algún
momento les toque ser jurados en juicios orales, pérdida de tiempo de la que
abominan. Además, son personas que merecerían ser discípulas de Jauretche, por
aquella frase suya que rezaba “¡Animémonos, y vayan…!”.
Para concluir, quisiéramos decir que
contamos con la esperanza de que la cosa cambie en los 5 episodios restantes,
pero ocurre que la base de la trama ya resulta inamovible, y en definitiva el
daño está hecho. Star Trek se ha utilizado, por vez primera, con fines
propagandísticos puntuales y temporales, para lo cual se la ha transformado en
una distopía amarga y oscura, sin el menor respeto a su historia y legado: y
todo ello a pesar de que Viaje a las Estrellas era, es y será
una bella y profunda UTOPÍA posible y cercana. Aunque como ateo la siguiente
frase repugna al autor, le resulta imposible concluir este artículo de otra
forma que escupiéndola: “¡que dios y Roddenberry los perdonen!”.-
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