This is “HOLLYWOOD”, Folks!!!!


por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★

HOLLYWOOD.
Serie de Netflix (7 episodios)
Creada por Ryan Murphy
Queridos amigos, hagámonos una sencilla pregunta y razonemos juntos a partir de ella: ¿El Hollywood de la Era Dorada era tan pero tan racista como se desprende de la trama de esta serie? ¿No había negros, ni latinos, ni orientales en sus películas? Y si los había, ¿únicamente era en roles menores, tales como sirvientas, mayordomos, etc.? ¿Aquel Hollywood y aquella California eran tan pero tan homofóbicas? Bien, los más mayorcitos o los simplemente cinéfilos (quienes son adictos al cine “clásico”) ya habrán colegido la respuesta… No. Hollywood no era tan taxativamente así; Hollywood no era tan sexista, ni tan racista, ni tan antisemita ni tantas otras cosas. Hollywood era —y lo sigue siendo, aunque hoy día resulte una triste rémora de lo que fue— un lupanar de hipocresía… ¿pero acaso no hay hipocresía en todos lados y en todos los ámbitos? ¿O acaso nos exigirán que brindemos ejemplos muy pero muy cercanos…? Mejor no. Sigamos con el cine, es menos tóxico.
Entonces, ¿por qué, a priori, Hollywood —la serie— parece decirnos que la gran industria de Tinseltown era todo eso? Pues porque para hablar con propiedad del presente es menester acercar mucho la lupa sobre el pasado, y luego de echarle una minuciosa mirada se requiere ir alejándola cuidadosamente, de modo que el panorama se vaya aclarando y enriqueciéndose con detalles que antes pasaban desapercibidos. Acusado de “melodramático” (¡si acaso eso fuera un insulto…!) por críticos ignorantes que en su fucking life leyeron un libro sobre teoría cinematográfica, Ryan Murphy —responsable, entre otras, de Glee, American Horror Story, Feud o la reciente Pose— abraza esta vez la desmesura y se zambulle en un mundo donde todo —las pasiones, las pulsiones, los deseos, las ambiciones, las canalladas… — se magnifica debido al peculiar tipo de vida que ofrece esa ciudad de oropeles y fantasmas lujosamente adornados. Porque Los Ángeles, y muy particularmente Beberly Hills y sus alrededores, prometía por entonces oportunidades económicas y culturales como casi ninguna otra región de los “States”, incluida la cosmopolita y poderosa Nueva York, pero dicha promesa traía implícita una suerte de maldición, la de entregar el alma a cambio de tanta prosperidad y sostener, a como sea posible, el statu-quo que permitía tales estándares de riqueza y poder.
            Hollywod, por lo tanto, sabe cuando soltar el acelerador para detenerse a mirar más de cerca, y al hacerlo descubre cosas que de otro modo no se advertirían. Imposibilitados de espoilear  nada, advertiremos, empero, que esto se evidencia maravillosamente en una breve pero significativa secuencia del 8vo y último episodio, en la que uno de los personajes —luego de enterarse de una magnífica noticia— exclama “creía que conocía a mi país, que ya no podía sorprenderme… pero parece ser que no lo conocía lo suficiente”. Se refiere a que le ha ocurrido algo casi improbable para alguien de su condición tanto étnica como sexual, lo que no borrará ni el balde de discriminación que solía caerle sobre la cabeza ni las humillaciones a que se vio sometido, pero acaso confirme algo que los llamados “Padres Fundadores” de aquella nación sabían tanto como deseaban y esperaban, que a la Libertad (y a los derechos) hay que empujarla desde atrás, que se debe pelear siempre por ella porque nunca hay que darla por ganada. Aun ni empezamos nuestra crítica y, como ven, ya hundimos el hocico en el corazón de Hollywood: Ryan Murphy pretende decirnos que en una nación todo puede andar como el demonio, que los valores que otrora defendía parezcan haberse evaporado, que  sin dudas sus (“nuestros”)  actuales líderes apenas si estén a la altura de la canalla, pero así y todo —o incluso a pesar de todo ello— se puede (podemos”)  salir mejores y triunfantes.  Quizás suene naïve, pero la verdad es que nada de ingenuo hay en este mensaje; Murphy insiste en que no se puede estar sencilla y cómodamente  sentado en un sillón leyendo el periódico, sino que hay que salir a dar pelea con cualesquiera armas se tengan: el protagonista, por ejemplo, es algo tontuelo (como para desmentir eso de que las tontas eran solo las rubias) pero indubitablemente apuesto, así pues —aunque algunos pruritos lo asalten por momentos— aceptará la propuesta de convertirse en gigoló para damas más entradas en dinero que en años. Un aspirante a actor con menos talento que una rana (quien, sin embargo, se convertirá en el futuro Rock Hudson, único personaje real entre los protagónicos, aunque se toman muchas licencias con su biografía), permitirá que su nuevo representante abuse sexualmente de él con tal de que lo lance a la fama; un guionista negro y gay venderá su cuerpo a otros hombres como medio de sobrevivir y poder escribir a como dé lugar… y como estos, una larga fila de ejemplos más. Pero todos ellos, hagan lo que hagan, acierten o yerren, se esfuercen o se desplomen, no dejan de luchar jamás por lo que quieren. No hace falta apuntar que un país se construye de idéntica forma, ya que la historia —se ha demostrado— nunca es lineal ni el progreso es tan indefinido como se cree. Hay flujos y reflujos: totalitarismos del pasado vuelven de la mano de cantos de sirena oportunamente susurrados en los oídos de sociedades hartas de fracasos; líderes mediocres y enojados con sus propias vidas —que toman a sus naciones como campo de batalla para saldar sus deudas privadas— logran seducir a millones gracias a que tocan las mismas cuerdas desafinadas en las psiquis de sus votantes… en fin, que se demuestra que todo puede empeorar precisamente cuando parece que nada puede ser mejor. Pero, no lo olviden, el Reich de los mil años cayó miserablemente en “un día”, y aunque el totalitarismo comunista más feroz del planeta resistió poco más de setenta años, al cabo se derrumbó tan rápidamente como el muro que dividía vergonzosamente a una ciudad.

 Nada de eso sucedió por arte de magia; requirió de esfuerzo, entrega, sacrificio y muchísima sangre derramada. Hollywood, la serie, parece haber comprendido muy bien cuál es la trampa en que cayó Occidente, la de su propio éxito, su propia estabilidad, su propia ética de la “tolerancia y el pluralismo”, herramientas todas que a la larga contribuyeron a socavarlo desde adentro. No será casual, pues, que su lanzamiento coincida con este período turbulento de pandemia, en el que millares de pibes  —por caso— quieren arrancarse el cuero cabelludo con los dientes por tener que quedarse en casa rodeados de lujos tecnológicos, mientras que los abuelos de muchos de ellos debieron vivir hacinados y escondidos por meses o años en un ático pestilente o en un sótano infectado de ratas, sin siquiera tener la seguridad de sobrevivir a ello. Y si no, busquen una médium y háganle un par de preguntas al espectro de Anna Frank, ella sabrá explicarles. Hollywood, no vayan a creer, no pretende ir tan lejos ni se mete con temas tan dolorosos (eso si se cree que el racismo, la homofobia, el sexismo o el anti judaísmo son cuestiones baladíes), pero a los suyos los trata y envuelve con un glamour y una pátina de brillo y luminosidad que mueven a envidia. ¡Así cualquiera, mis amigos! Y es que el “mensaje” de Murphy & Co. se debe “leer” a partir de un planteo muy, pero muy diferente al de las grandes tragedias de la historia. Por eso resulta vital para esta historia ubicarla al inicio mismo de la década de los ‘50s, que fue la de la maravillosa expansión tanto cultural como económica de los EE UU, la del “baby boom” y la del optimismo sociocultural a ultranza. Que ese “Hollywood”, esa poderosísima industria estuviera en su apogeo precisamente en dicho período, no es más que algo aleatorio en esta trama, a pesar de que todo parezca demostrar lo contrario, puesto que lo que realmente importa es situar a un puñado de personajes con poquísimo ganado y muchísimo para perder en un entorno muuuyyy favorable, tanto como para demostrar que dicha “favorabilidad”, a la larga, no es otra cosa que una mera ilusión. El protagonista, por ejemplo, peleó nada menos que en Anzio, pero ni con esos palmareses consigue obtener un préstamo hipotecario, y —como lo adelantamos— acaba prostituyéndose para siquiera llevarle unos dólares a su esposa embarazada. Y como este, muchos ejemplos más. Hollywood se mete con la fábrica de sueños y la ciudad de las oportunidades en el mejor y más promisorio de sus períodos históricos, y sin embargo, sus personajes tienen que sudar sangre para lograr sus metas. Tan así que la hija del mismísimo dueño de uno de los grandes Estudios tiene que remar más que nadie, no ya por un papel, sino hasta por el propio derecho a convertirse en actriz. Insistimos con ello, el subtexto, el metamensaje de Hollywood es por lejos mucho más inteligente que el de otros recientes productos muy alabados por la crítica, tales como el filme Joker o la abominablemente fallida Picard, serie que bastardea el universo de Star Trek para criticar burdamente la situación estadounidense actual (ya hablamos de ello en un reciente artículo). La producción que nos ocupa, en cambio, hace demasiado bien los deberes y utiliza admirablemente la alegoría y la elipsis para hablar de lo que realmente quiere, de modo que no se boicotea a sí misma ni se hunde en absurdas ni ramplonas metáforas.
            Hollywood —y esto no constituye spoiler alguno— termina bien. Ustedes verán qué significa esto y cómo se llega a dicha conclusión, pero tenemos que apuntarlo porque tal mecanismo es parte de la confusión que ha movido a algunos medios a calificarla de “melodramática”. La serie se construye en base a una astuta mezcla de cuento de hadas para adultos con drama de costumbres. “Drama de Costumbres” (también llamado drama social, o urbano) no es “costumbrismo”, sino una forma narrativa (poco utilizada hoy día) que hace foco en los aspectos tragicómicos de la existencia del individuo, muy especialmente el que vive y padece en las grandes urbes modernas. Un ejemplo radicalmente opuesto a Hollywood, pero que sin embargo constituye drama de costumbres en estado puro, es el gran filme El Prisionero de la Segunda Avenida (The Prisoner of Second Avenue, 1975; Melvin Frank), maravillosa comedia dramática escrita por el enorme Neil Simon —basada en su propia obra teatral— la que ilustra con impiadosa grandilocuencia el quiebre psíquico y emocional de su protagonista, Mel (Jack Lemmon, en uno de sus más grandes roles), un oficinista de edad madura que al quedarse sin empleo pierde todo sentido de las proporciones. Si la ven, entenderán claramente nuestro punto.

 En la serie que nos ocupa existen secuencias en que algunos personajes, particularmente varones, presentan ciertos estallidos emocionales que tal vez no serían demasiado compatibles con los usos y costumbres de la época, pero ocurre que en este estilo de narración dramática (que, repetimos, no es melodrama) es necesario subrayar y remarcar las emociones y las conductas de sus personajes para que estos revelen la totalidad de las motivaciones, temores, creencias y esperanzas que los tironean. En cuanto al “contenido” de aquello que hemos denominado “final feliz” en Hollywood, este no tiene nada de “rosa” o simplón. Sutilmente se nos dice que aunque las cosas parezcan acabar bien para una parte de sus personajes, ni el racismo, ni el antisemitismo, ni los prejuicios sexuales o de género se acabaron en ese entonces ni lo harán en el futuro. Como intentamos —quizás extensamente— demostrar hasta aquí, Murphy y sus socios pretenden echar la que probablemente sea la primera mirada optimista sobre el presente y el futuro de su país (y de occidente, por extensión). Y es la que ya apuntamos antes, que hay que luchar, trabajar hasta sudar sangre y nunca, absolutamente jamás, hacer concesiones ni tomar atajos facilistas. Ese es el contenido, que algunos de nosotros abrazamos con una bienvenida alegría; en cuanto a su continente, Hollywood es un lujo visual, creativo y narrativo como pocas veces se ha visto. Además, y esto será especialmente atractivo para los cinéfilos de órdago, la fantástica galería de actores, actrices, guionistas, músicos y demás celebridades de entonces que desfilan por sus siete episodios, hacen de esta miniserie un auténtico festín para sibaritas.

 Y un apunte más acerca de esto último: Hollywood es tan inteligente en cada aspecto posible de su realización, que ni siquiera cae en la obviedad de forzar a sus intérpretes a imitar a las personalidades que encarnan, sino que cada uno de ellos hace su propia recreación sin abusar de manierismos ni tics gastados por el tiempo. Un claro ejemplo de ello lo constituye la soberbia participación de Billy Boyd (Pippin en El Señor de los Anillos) como Sir Noel Coward (1899-1973), ese enorme dramaturgo, guionista, novelista, productor, director, actor y compositor británico que fue toda una celebridad en su tiempo. Abiertamente gay, Coward era todo un personaje en sí mismo, dueño de una lengua viperina legendaria y bien capaz de poner en ridículo al  más respetado de sus interlocutores. Pues bien, no solo Boyd no se le parece en absoluto (ni intentaron que lo haga), sino que se permite omitir olímpicamente la más característica seña de identidad del inglés, que era su personalísima manera de sostener los cigarrillos (lo hacía con apenas las puntas de sus dedos índice y medio y arqueando ampulosamente la mano). Hollywood, como se ve, construye su propia mitología y no se ata a estereotipos trillados. En cuanto al rubro actoral concierne, todos están tan bien que el envío permite reconciliarse con los actores americanos, usualmente un escaloncito por debajo de sus pares británicos. No hace falta destacar a ninguno por sobre otros, dado que todos brillan por igual, pero nos permitiremos, empero, remarcar la bienvenida presencia de la maravillosa Patti Lupone, una gloria de Broadway y en su tiempo reina de los musicales, y la festejada participación de nuestro venerado realizador y actor Rob Reiner (director, entre otras, de Cuando Harry Conoció a Sally, 1989 /Misery, 1990 /Hombres de Honor, 1992 y Mi Querido Presidente, 1995), quien se lleva las palmas como el malhumorado propietario de los Estudios ACE. Otro hit lo consigue Dylan MacDermott con un papel de antología, el del dueño de una gasolinera que brinda un servicio paralelo poco habitual (el nombre del local, “The Golden Tip”, lo dice todo). La única nota disonante del cast la compone Jim Parsons (Sheldon Cooper en The Big Bang Theory), quien también coproduce la serie, dado que no da jamás en el tono apropiado para su rol, el de un inescrupuloso e inmoral representante de artistas que suele abusar de sus clientes varones. Es como si Cooper no supiera cómo salir del registro que le demandaba “Sheldon” y se limitara a gritar y poner una expresión demudada en su rostro como toda manera de transmitir la ira que le causa su propia mediocridad. Se redime un poquitín cerca del final, con una última secuencia bastante lograda, pero eso no basta para salvarlo de la quema. En suma, luminosa, atractiva, profunda y liviana a la vez, además de presentarnos una maravillosa mirada a la Meca del Cine en su época más feliz, Hollywood merece toda la difusión y todos los elogios posibles. ¡Éxito a la Carta!

 

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