por Leonardo L. Tavani
The
Old Guard (EE UU, 2020) —Muy
Buena ★★★★— es una grata, gratísima sorpresa. El género
fantástico es una enorme silobolsa en la que conviven infinidad de variantes,
pero cuyas señas de identidad radican en el hecho de ubicarse siempre por fuera
de los límites de la ciencia ficción, abrazando de lleno lo maravilloso, lo
inexplicable, lo esotérico, y así por el estilo. El filme que nos ocupa es un impecable
thriller de acción que se adentra en el amplio mundo del “fantástico” porque
sus protagonistas son un reducido grupo de mercenarios inmortales (o casi),
cuyas habilidades de regeneración carecen de explicación racional. La líder del
grupo, de hecho, parece ser la primera humana en haber nacido con este don y es
más vieja que la antigua civilización helénica, tanto que no recuerda con
exactitud su edad ni ha llegado a entender jamás la fuente y motivo de sus
capacidades.
Al mejor estilo de Gilgamesh, el Inmortal [1]—fascinante
historieta creada por Robin Wood (con toda probabilidad el mejor y más
prolífico guionista argentino de cómics, al que se le debe un justo
reconocimiento) y dibujada por ese monstruo de Lucho Olivera (otro ignorado por
el establishment cultural), que apareció por décadas en El Tony, de editorial
Columba— aquí tenemos a cuatro inmortales que, habiendo surgido cada uno de
ellos en diferentes momentos de la historia así como en distintas geografías,
“venden” sus servicios como guerreros únicamente en pos de causas nobles y
dignas. Andy (o Andrómaca, correctamente interpretada por Charlize Theron) es
la líder del grupo y la primera entre los inmortales. Su fuerza radica en el
hecho de ubicarse siempre por fuera del radar público y en su carencia de lazos
emocionales. El grupo es convocado por un ex agente de la CIA (Chiwetel Eijofort)
para desbaratar una toma de rehenes, pero en realidad se trata de una celada
para atraparlos e investigar el origen de sus poderes. Un joven empresario
farmacéutico, psicótico de temer, no se detendrá ante nada hasta poseer la
supuesta clave genética de los inmortales, desatando una cacería verdaderamente
feroz. Pues bien, más allá de la premisa de arranque, The Old Guard funciona
porque hace muy bien los deberes y no le esquiva el bulto al drama personal de
cada inmortal, pero lo hace sin manierismos ni exageraciones.
El mejor espejo
en que podríamos reflejar esta historia sería la de Clark Kent/Superman, quien
está en parte condenado a ver morir a todos sus seres queridos sin envejecer
más que un par de años por milenio. Pero más allá de unas pocas y acertadas
reflexiones en la muy buena Smallville (2001-2011), la serie que
transitó por la juventud de Clark con un éxito arrollador, este tema ha sido
dejado de lado en todas sus encarnaciones cinematográficas, o cuando menos
apenas insinuado. Pero en el filme que nos ocupa se trata de una cuestión
central. De hecho, la trama se dispara por un doble juego de traiciones —una de
ellas interna— y estas están motivadas precisamente por la cuestión de las
pérdidas y la culpa del sobreviviente. Porque no se trata únicamente de
atravesar los siglos sin experimentar la muerte, sino de estar —por caso— al
pie de la cama de un hijo que está muriendo irremediablemente de cáncer y no
poder hacer nada por él. La otra cuestión concomitante es la de cómo seguir
peleando por una humanidad en la que ya no se cree, con la que cada vez existen
menos lazos reales y tangibles. Pues bien, estos dos conflictos están
magníficamente retratados en el filme sin perder nunca de vista la acción y el
suspenso, logrando un equilibrio narrativo verdaderamente sorprendente. No
reinventa el género de acción ni el fantástico, pero hace con ellos una mezcla
tan homogénea y apetitosa que no puede menos que celebrarse como un logro nada
menor. Netflix, que suele mezclar buenas con malas en lo referente a películas,
acertó esta vez en apoyar y colaborar en el desarrollo de este proyecto de tan
buena factura. Mención aparte para la directora del filme,
Gina
Prince-Bythewood,
quien realiza una labor meritoria en la que jamás pierde de vista la dimensión
humana de sus personajes ni permite que la acción eclipse todo lo demás.
Aprobadísima.
Ahora
nos ocuparemos de La Red Avispa (The Wasp
Network) (EE UU, España, Colombia, México, 2019), — Buena ★★★— la película que Netflix demoró bastante en estrenar
y que marca un saludable intento por desarrollar proyectos entre diferentes
países, pero que a la luz de los resultados deja más dudas que certezas.
Veamos. El filme narra, de modo caótico —por cierto— la extensa historia de la
red de contraespionaje cubana más exitosa que se haya concebido. En efecto,
durante los últimos años de la administración Reagan y los primeros de su
sucesor, George Bush Sr., se intensificó como nunca la red “privada” de
exiliados cubanos en Miami que practicaron diferentes formas de sabotaje a la
economía de los Castro. Alentados por una política fuertemente anticomunista
desde la Casa Blanca, los personajes menos recomendables (desde narcos a
traficantes de armas) se unieron en una cruzada demasiado heterodoxa con otros
más sinceros, tales como empresarios hoteleros y de la aviación. Entre estos
últimos se conformó una operación que consistía en vuelos clandestinos de
asistencia a balseros en peligro (arrojándoles víveres, salva vidas y demás
elementos desde las aeronaves), y otros más arriesgados, como aquellos que se
adentraban ilegalmente en espacio aéreo cubano para, entre otros fines, arrojar
volantes de propaganda anticastrista. Pero estas operaciones encubrían en
realidad otras acciones más peligrosas que conformaban el verdadero objetivo
detrás de ellas: sabotear el turismo en la isla, asfixiando así al régimen
privándolo de su principal ingreso de dólares, para lo que se llegó a practicar
actos terroristas con explosivos que costaron varias vidas. El filme, antes que
nada (y quizás por el hecho de arrancar el relato a la inversa, desde la óptica
de los espías cubanos), confunde al espectador no dejándole en claro esta
suerte de “doble Nelson”, que es la que
motiva la respuesta de la inteligencia cubana infiltrando durante años a sus
agentes en territorio estadounidense. Esta, entonces, fue la “Red Avispa” del
título, la que acabó por neutralizar todos los intentos norteamericanos por
desestabilizar al gobierno dictatorial de la isla. Ahora bien, el filme no solo
comienza con la mirada cubana, sino que pretende hacerse el astuto y confundir
a su platea, ocultando sus cartas y engañando al espectador. Para hacer lo que
el guión del filme intenta hay que ser Hitchcock, y don Alfred hubo uno solo,
para qué engañarnos… e incluso a él se le complicó con Topaz (1969), proyecto
imposible basado en la novela de Leon Uris, que el Maestro no quería hacer y la
Universal lo obligó contractualmente a encarar. En La Red Avispa los
desertores son en realidad espías, los espías son cuentapropistas, los maridos
engañadores sostienen a sus mujeres con dinero narco, las esposas engañadas se
hacen las tontas hasta que la realidad les explota en la cara, los idealistas
son en verdad unos hijos de su madre, y así hasta agotarse.
Ahora, si el filme
no llega a cumplir con sus pretensiones (y aclarando antes que el puntaje y
calificación nunca engloba el “todo” que es el producto), ¿por qué le dimos un
“Buena”? Pues porque si algo salva a
esta peli de la quema es su director, Olivier Assayaz, el francés que alguna
vez entregó esa perlita de cine-arte que fue Irma Vep. La relación que
hacemos con Topaz, pues, no tiene nada de gratuita, ya que si algo une a
estas dos cintas separadas por casi 51 años es el talento y el buen hacer de
sus directores. Assayaz fuerza incluso su propio pulso (este género le es por
completo ajeno) para entregar escenas con bastante nervio —en el caso de las
concernientes a la trama de puro espionaje— y otras de correctísima vena
dramática, que son aquellas en que las dos muy diferentes esposas del relato se
enfrentan a las consecuencias de los actos de sus respectivos maridos. Lo
cierto, sin embargo, es que el director galo no logra enderezar las cosas tanto
como su gran antecesor inglés, y en gran parte del metraje se extraña una mano
más consciente de sus propias habilidades como la del director de Psicosis
(1960). Es el riesgo que corren los productores al contratar artesanos que no
cultivan el género al que se los quiere abocar. Los responsables de la saga
Bond, por ejemplo, se han arriesgado en los últimos años con personalidades
ajenas al universo de la acción y el espionaje sofisticado, lo que ciertamente
aportó una mirada fresca y renovada a la serie, pero también la alejó bastante
de su propia naturaleza, tanto que ahora el personaje creado por Ian Fleming es
un émulo enojado, deprimido y autodestructivo de Jason Bourne. En resumen, hay
que tener cuidado con ciertas alquimias, que el aceite no se mezcla con el agua…
Así pues, The Wasp Network presenta, como mínimo, un par de muy sólidas
actuaciones (indudablemente la de Ana de Armas, la cubano americana que
deslumbró en Blade Runner 2049; y especialmente la de Penélope Cruz, la musa
almodovariana de sus últimas dos décadas), algunos momentos realmente logrados,
y también alguna performance mediocre (por no decir esperpéntica), tal como la
de Leonardo Sbaraglia, quien seguramente cayó parado en esta producción vía
España (dónde rueda asiduamente) y no acierta a construir jamás un personaje
sólido y creíble. El suyo es el de un empresario cubano exiliado, dueño de una
empresa de charters aéreos, que lidera la resistencia anticastrista ligándose a
personajes demasiado oscuros y peligrosos. Más allá de sus risibles intentos
por lograr un correcto acento cubano, su labor no acierta jamás en el tono
correcto para su criatura, haciéndola parecer innecesariamente ampulosa,
pomposa y exagerada, pero sin las ambigüedades que en realidad debería tener.
En fin, más allá de estas objeciones, el filme sirve para adentrarse en un
momento fascinante de la historia reciente cuyas ramificaciones todavía sirven
de armadura a ciertos ideologismos de izquierdas que nos son tristemente
cercanos. No ganará ningún premio importante, pero tampoco merece la quema. A
darle una chance!
Dejamos
ahora el cine y nos volcamos a la tevé. Vimos The Great (La Grande; Hulu & StarzPlay, 2020) —Excelente ★★★★★—
la magnífica serie que se apropia de la figura histórica de Catalina
II la Grande (1729-1796), emperatriz de Rusia desde 1762 hasta su
muerte, recreando los hechos a sus anchas y aportándole toneladas de sarcasmos,
ironías, delirio y acidez. Creada y coescrita por Tony McNamara, guionista de
la muy buena The Favorite (2018), una de las nominadas al Óscar del año
pasado (y que si no llegó a la perfección fue por culpa de su narcisista
director, tal y como lo apuntamos en nuestro artículo correspondiente), la
trama reescribe la historia sin pudores para confrontar dos visiones, dos
maneras de comprender el mundo. Un fugaz y brevísimo prólogo nos muestra a una
aniñada y soñadora Catalina, quien le comunica a su mejor amiga que ha sido
prometida al emperador de Rusia, y de inmediato nos hallamos ya en su
territorio, al que la jovencita arriba llena de prejuicios románticos, ideas
progresistas y una actitud general de absoluta beatitud. Diez segundos bastan
para echar por tierra con todas las esperanzas. El emperador Pedro III (primera
desviación de la realidad: ambos se casaron en 1745, cuando él todavía era
príncipe; tuvieron a su primer hijo en 1754 y recién accedió al trono en 1762)
la recibe junto a sus ministros del mismo modo que lo haría con un campesino y
pasa de inmediato a otra cosa. Catalina mantendrá su optimismo, pero los hechos
irán deshilachando sus esperanzas con método y seguridad. El emperador es un
fornicador degenerado, que entre sus millares de amantes sostiene como
preferida a la esposa de su mejor amigo y concejero, un pobre tipo que se
debate entre los celos y la necesidad de no enojar a su inestable mandatario y
perderlo todo. La corte es una colección de depravados, holgazanes, lujuriosos
e ignorantes, y la primera impresión que el espectador tiene es la misma que
experimenta el personaje de nuestra heroína, que resulta inimaginable el motivo
por el cual ese imperio no se ha derrumbado como un castillo de naipes. Aquí
entra escena, por vez primera, un elemento tomado de la realidad histórica, que
es la gran e inusual cultura de la joven emperatriz. Lectora voraz, Catalina
llega a Rusia empapada de Voltaire, Rousseau, Descartes y todos los restantes
pensadores de su época, pero en la salvaje corte de Pedro la lectura y las
ideas no son algo bienvenido, y muchísimo menos para las mujeres, que resultan
ser todas analfabetas. Las cortesanas, tan depravadas y licenciosas como el
emperador, pasan sus días —cuando no están fornicando con alguien diferente a
sus respectivos maridos, se entiende— chismorreando, urdiendo pequeñas tramoyas
de alcoba y destrozando a la nueva emperatriz. Y si todo esto ya luce mal,
esperen a ver cómo se comporta el emperador con su novel consorte. Para Pedro
Catalina es apenas una bonita mascota que debe recibir sus escasas atenciones
sexuales (ya que todas sus energías se disipan con sus amantes) y darle un hijo
cuanto antes, gimiendo y gritando como loca en el proceso (que no dura más que
2 minutos, con suerte), ya que eso es lo que hacen sus múltiples compañeras de
alcoba, bien conscientes de que hay que mantener contento al emperador.
Sin revelar demasiado de la trama
podemos decir, sin embargo, que toda esta primera temporada gira en torno a
tres bloques o momentos. El primero consiste en el baño de realidad que recibe
la protagonista, que bien pronto descubre que su marido es un patán psicótico
(y altamente peligroso, por cierto), que nadie la quiere en la corte y todos la
desprecian por extranjera y letrada, y que —en definitiva— es prácticamente una
prisionera glorificada. El segundo bloque es aquel en que Catalina comprende
que no está del todo desarmada y que su inteligencia le permitirá sobrevivir y
mejorar su posición, y es también en el que comienza a buscar y comprometer
aliados para su persona y causa. El tercero es, sencillamente, el del despertar
a la madurez. Nuestra heroína ya ha experimentado aciertos y errores, ha tenido
pequeños triunfos y algunas clamorosas derrotas, pero ya se siente dueña de su
destino y vislumbra la única posible salida: de acuerdo a las leyes rusas, si
enviuda o su marido es deshonrosamente destituido ella obtendrá el trono. Y
Catalina pretende gobernar con equidad y justicia, así que está segura de sumar
adeptos a su plan. Ahora bien, todo esto puede sonarle muy familiar al lector,
como si de House of Cards versión siglo XVIII se tratase, pero lo cierto
es que The Great está impregnada de humor, fina ironía, sexo a espuertas
y un saludable espíritu burlón que se recibe con agradecimiento. Por supuesto
que existen aquí y allá algunos momentos dramáticos e intensos, que resultan
imprescindibles para mantener la cohesión del relato y otorgarle credibilidad,
pero lo cierto es que la serie se regodea en la comedia, y en una de
inteligentísima y fina factura, ya que dicha mirada le permite hablar con mayor
propiedad de los temas que en verdad le interesan, sin perder por ello
coherencia y poder de impacto. El gran acierto de The Great consiste en que
jamás nos hace “sentir” que trafica con un “mensaje”, ni que el objetivo
ideológico esté por encima del propio producto.
Por otra parte, en ella se
mueven personajes de una construcción dramática perfecta y que resultan
fascinantes de ver, tales como el General del ejército imperial, un alcohólico
perpetuamente maltratado por el emperador que ha perdido su autoestima; la tía
materna de Pedro, una sabia y algo loca mujer que esconde más cosas que las que
muestra; la dama de compañía de la emperatriz, tal vez la única mujer de la
corte que sabe leer, que odia su trabajo porque era una noble a la que el
emperador condenó a la servidumbre por
causa de un desliz de su padre; o el consejero político Grigori Orlov —este un
personaje real, que fue uno de los tantos amantes y/o favoritos de Catalina— un
conformista conflictuado que acaba seducido por el idealismo de la monarca; y
por supuesto, el del clérigo de la corte, un sacerdote ortodoxo que es una
fiesta para el espectador. Verdadera serpiente que se alimenta del poder que la
iglesia le ha conferido y de las conspiraciones que conoce como nadie,
masoquista con ganas y anti modernista empedernido, el actor Adam Godley realiza el
trabajo de su vida con esta performance simplemente perfecta. Pero si alguien
merece todos los vítores y elogios es, indudablemente, Elle Fanning. La
hermanita menor de Dakota, que empezó como modelo preadolescente, se ha
convertido en una actriz sobresaliente dueña de una capacidad única para dotar
de humanidad y complejidad a sus papeles. El autor sabe de lo que habla, dado
que después de Mary Shelley se abocó (¡gracias Torrent!) a descargar y ver
absolutamente todos sus trabajos, y la verdad es que la chica nos deja sin
palabras. Dejando de lado su asombrosa belleza, capaz de eclipsar cualquier
cosa a su alrededor, Elle posee una mirada cargada de significados y
sensaciones, a la que utiliza con una plasticidad inusitada, además de una voz
que por momentos puede parecer aniñada y en otros desata un torrente de pasión.
De algún modo parece encajar siempre a la perfección en cada época a la que
pertenecen sus roles o al clima asfixiante de sus tramas. Esto último se hace
patente, por caso, en la oscurísima The Neon Demon, en cuyo protagónico
hubiera naufragado más de una actriz de moda, y particularmente en la serie que
estamos comentando, en la que entrega una labor de antología y en la que
transita por una infinidad de situaciones que resuelve con una solvencia para
el aplauso. Sin ella, definitivamente, The Great sería algo completamente
diferente. Y para finalizar, no podemos dejar de lado la labor del inglés
Nicholas Hough (X-Men: First Class; Tolkien; The Fovorite), digno
rival de nuestra musa, quien compone a un Pedro III absolutamente desquiciado,
ególatra, peligrosamente infantil, voluble y veleidoso. Su trabajo evita todos
los lugares comunes en que podía caer una pintura tan negativa de su personaje,
e incluso en los momentos más siniestros de su conducta le inyecta una dosis
subterránea de humanidad que nos permite, si no perdonarlo, cuando menos
comprenderlo. En suma, fastuosa, maravillosa, atrapante y muy, muy divertida,
nadie debe dejar pasar esta historia que es tan buena como su título: ¡The
Great!
[1] El
Rey Gilgamesh va en busca de la mítica fuente de la inmortalidad y al cabo de
múltiples peripecias da con ella. Pero una vez bañado en ella descubre que la
inmortalidad es un regalo envenenado que le quita a todos los que ama y lo
transforma en un monstruo. Siglos después abandonará su reino en pos de hallar
el modo de recuperar su mortalidad. Su travesía por la antigua Sumeria, que
será inacabable, lo pondrá en situación de ayudar a quienes lo necesiten,
aunque sea a regañadientes, dado que su maldición lo hace rehusar el afecto
humano. Se transformó en mítico el episodio “crossover” de Nippur de Lagash, de los
mismos autores, en el que su héroe se topa con Gilgamesh.-
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