Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
A modo de introducción, una
apostilla personal: un amigo, luego de leer nuestra crítica a la serie Ted
Lasso, se lamentó por no interesarse en absoluto por el fútbol, lo que
a su modo de ver le impedía acercarse a esta magnífica comedia. Nuestra
respuesta consistió también en un lamento, solo que en este caso se debió a la
decepcionante comprobación de que habíamos fracasado a la hora de intentar
explicar las virtudes del producto de marras. Porque ni Ted Lasso ni ninguna otra
historia cuya trama gire en torno a una actividad humana específica (sea esta un
deporte o una vocación artesanal) requiere en absoluto conocimiento previo de
tal actividad ni muchísimo menos que ella le guste o siquiera le importe al
espectador. Sería algo así como pretender que El Diablo Viste a la Moda
(The Devil Wears Prada, 2006; David
Frankel), filme que este crítico ama, fuera visto únicamente por personas
involucradas en la industria de la moda. Un absurdo. Por el contrario, este
tipo de historias resultan fascinantes precisamente porque nos abren una
ventanita a un universo que nos resulta ajeno pero que a la vez nos despierta
una morbosa curiosidad, y ciertamente que lo auténticamente importante en ellas
es la cuestión humana que late y se mueve dentro de ese tal universo.
Pues
bien, a priori (o cuando menos a un simple golpe de vista), la maravillosa The
Queen’s Gambit (Gambito de Dama)
trata de una huérfana de peculiar inteligencia que se convierte en una maestra
del ajedrez. En una genio, mejor dicho. Y esta simplificación extrema, que no
le hace ninguna justicia, podría generar ciertos equívocos, tales como creer
que hace falta saber jugar al ajedrez, o cuando menos interesarse por él, para
disfrutar de esta miniserie sencillamente perfecta. Pues bien, para gozo y
disfrute de todo el resto de los mortales, cuyos cerebros son incapaces de
procesar la aguda alquimia matemática que requiere este dignísimo juego (o más
bien “deporte”), The Queen’s Gambit es una historia al mismo nivel de las
aspirinas: de absoluta “venta libre”.
No se requiere saber jugar ni siquiera a las damas, ni mucho menos al ludo (lo
que no quita que nos embargue la tentación de plasmar algunos jueguitos de
palabra con este último), antes bien, hay que poseer —nada más ni nada menos—
que un deseo genuino por involucrarse en la vida de un personaje fascinante y
absorbente, Elizabeth Harmon, quien muy probablemente pase a convertirse en
poco tiempo en una de las criaturas de ficción más populares de la historia
audiovisual. ¡A desempolvar el tablero!
A
pocos minutos de comenzar su visionado Gambito de Dama opera en el
espectador como una suerte de epifanía mística imposible de igualar ni
describir. No es solo una miniserie perfecta, no es únicamente brillante, ni es
—tampoco— simplemente magistral: es todo eso, ciertamente, pero es mucho,
muchísimo más. Es, indudablemente, una historia fabricada con la misma materia
de los sueños. Y atención, que eso incluye también a las pesadillas, que son la
otra cara de una misma moneda. Luces y sombras, ecos y voces, heridas y
victorias. Dos caras de una misma vida. Dos facetas de una misma pulsión. Y la
pulsión de Beth bien puede conducirla directamente a la victoria o sumirla en
la más degradante miseria. Más que nada porque ella se mueve entre extremos, y
en medio de ellos se halla un vacío angustiante que únicamente llena el
ajedrez, o la victoria, lo que para la muchacha es lo mismo. Pero no nos
adelantemos. The Queen’s Gambit es una sorprendente y poderosa historia
enfocada furiosamente en la figura de Beth Harmon; y lo decimos con tal énfasis
puesto que dicho énfasis es el que su director (y también creador y guionista
de cada uno de los 7 episodios), Scott Frank, le imprime al producto al no
separar jamás el foco de la cámara de la fascinante humanidad de Elizabeth. Sea
en gran parte del primer episodio, cuando la protagonista tiene 9 años y descubre
el ajedrez gracias al conserje del orfanato (siendo entonces encarnada por la
pequeña Isla Johnston), o sea en todo el resto del envío, cuando la magnética y
absorbente presencia de la inigualable Anya Taylor-Joy le pone toda su poderosa
versatilidad al personaje, Frank no despega la cámara ni un segundo de su
actriz. Haciendo un juego de palabras con el título de aquella maravillosa
película de 1982, El Mundo Según Garp (The
World According to Garp, George Roy Hill; basada en la novela de John Irving),
podría decirse que esta miniserie debería titularse realmente como “El Mundo Según Beth”. Y es en esta
decisión tanto de tono como de estilo narrativo que se halla el primer gran
acierto de esta asombrosa producción. Esta es una “biopic” en toda regla, tanto
que uno se tienta por correr hacia una enciclopedia para buscar a Elizabeth
Harmon, lo que al cabo resultaría inútil, dada su condición de criatura
ficticia. Por cierto que ella es fruto de la imaginación del novelista Walter
Tevis, aunque la astuta conducción de Frank y la inigualable actuación de ese apabullante
prodigio llamado Anya Taylor-Joy transforman al personaje protagónico en un ser
de carne y hueso, tan real que llegamos a involucrarnos con ella hasta límites
emocionales insospechados.
A sus
nueve años Beth sobrevive milagrosamente a una colisión intencional por medio
de la cual su perturbada madre pretendía acabar consigo misma y su hija. La
niña acaba en un orfanato que a todos los efectos es sencillamente una prisión,
y una cuya única salida es la quimérica posibilidad de adopción. Como parece
ser era costumbre hasta más allá de mediados de los años ‘50s en EE UU (cuando
una ley federal puso punto final a tal práctica), las niñas recibían
diariamente sus buenas dosis de tranquilizantes, lo que aseguraba el tenerlas
mejor controladas y “adaptadas”. La pequeña Beth, haciéndole caso a la única
amiga que hará en el lugar (Jolene), evita tragarlas y las reserva para la
noche, pero lo único que logrará de ese modo es volverse adicta a ellas. Casi
al mismo tiempo la niña conoce al señor Shaibel (el siempre competente Bill
Camp), el conserje del orfanato, quien reina en el sótano del edificio pasando
sus horas libres jugando solitariamente al ajedrez. Beth no tiene idea de qué
juego se trata ni muchísimo menos conoce sus reglas, y aunque Shaibel —tan hosco
y poco sociable como lo es ya la muchachita que se planta frente a él— la
espanta con la misma indiferencia con que ahuyentaría a una mosca, ella acabará
por llamar su atención cuando advierta que la niña ha memorizado y comprendido
jugadas enteras con tan solo mirarlo. En cuestión de semanas, y aunque la
relación tendrá sus tiras y aflojes, Elizabeth será capaz de ganarle a Shaibel
con los ojos cerrados. Será solo el principio. Pero junto con el sorprendente
descubrimiento de sus fabulosas dotes mentales (la secuencia en que la llevan
al club de ajedrez de una secundaria cercana y ella les gana una partida
simultánea a más de una docena de jugadores expertos es sencillamente perfecta
e ilustra con pericia la manera natural en que la niña experimenta y abraza sus
dones), llegará también la dolorosa comprobación acerca de la poderosa
personalidad adictiva de la jovencita. Beth acalla sus voces primero con los
tranquilizantes y más tarde con el alcohol, y de ese modo aísla su consciencia
de todo aquello que la distraiga del ajedrez, su única obsesión. Las pistas que
Frank le entrega dosificadamente al espectador indican que la madre de
Elizabeth era una matemática graduada de Harvard (en el episodio uno la cámara
enfoca brevemente un libro de análisis matemático que lleva la autoría de la
perturbada mujer), y todo indica que además de heredar su poderosa
inteligencia, la niña ha heredado también ciertas inestabilidades sumadas al
perpetuo fantasma de la locura. Jamás se lo pondrá en palabras, pero los
profundísimos ojos de Taylor-Joy (que son capaces de transmitir cualquier cosa
que se proponga) saben delatar ese particular temor cada vez que se vuelve de
algún recuerdo materno.
La
brillantísima realización de Scott Frank se las ingenia para sugerir sin
subrayar, y así es como el espectador logra trazar su propio mapa del corazón y
la mente de Beth a partir de pequeñas pistas y sutiles señales. La primera vez
que se reúna con adolescentes como ella, por ejemplo, la cámara seguirá casi
pudorosamente y con astuto minimalismo esos pequeños gestos que indicarán la
profunda incomodidad de Beth. Más allá de que sus anfitrionas sean unas
insufribles snobs de clase media alta, Elizabeth no sabe qué diablos hacer con
ellas porque fundamentalmente encuentra sus vidas intrascendentes y vacías.
Para ella solo existe el ajedrez, y las únicas relaciones “humanas” que tolera son
aquellas que mínimamente tiene con otros ajedrecistas. Claro que a diferencia
de ellos, Beth se halla mucho más prisionera de sus obsesiones y miedos. La
compleja pero sólida relación que se establecerá entre ella y su madre
adoptiva, una alcohólica cuya vida se hundió en la angustia de un matrimonio
fallido, es otro acierto que se festeja con creces. A medida que Beth se
involucre en pequeños torneos y empiece a ganar dinero con ellos, la Sra.
Weathley saldrá del ensimismamiento producido por el súbito abandono de su
marido y comenzará a prestar verdadera atención a la muchacha y a permitirle
participar en dichos torneos. El director no oculta en absoluto que la primera
motivación de la mujer será puramente egoísta, codiciosa incluso, pero eso
servirá precisamente para intensificar el grado y la calidad del lazo que
prontamente las unirá. Madre e hija habrán empezado con el pie izquierdo, pero
acabarán decididamente con el derecho. De aquí en más, al tiempo que la
protagonista se convierte en una celebridad nacional y regional del ajedrez,
los fantasmas que la atenazan harán su aparición con mayor fuerza y frecuencia.
Incapaz de entregar su corazón por completo a nadie, eludiendo a cada paso la
sombra que la soledad proyecta sobre su destino, bebiendo y tragando píldoras
como una posesa para acallar todas las voces que la acosan, Elizabeth se hunde
poco a poco en un infierno personal que afecta claramente sus aptitudes para el
juego y que, en definitiva, no implica otra cosa que un sencillo y lamentable
auto boicot.
Si
hubiera que destacar uno de los mayores aciertos de la miniserie por sobre
todos los demás, este sería el tono y la intensidad del desarrollo dramático de
la misma. Para quienes no la vieron aun, convendrá aclarar firmemente que The
Queen’s Gambit no es en modo alguno un dramón ni un producto lacrimógeno
o siquiera angustiante. Muy al contrario, es absolutamente siempre una comedia
dramática en la cual los eventos más oscuros en la vida de la protagonista se
muestran sin subrayados ni pomposidad narrativa alguna. De algún quimérico
modo, tanto el guión como la dirección de Scott Frank se las apañan para
sobrevolar las adicciones y demás zonas oscuras del alma de Beth sin que ello
resulte abrumador ni mucho menos desolador. Cuando la campeona más profundo se
hunde lo hace en posición vertical. Sus demonios privados se dejan ver
únicamente en función de su relación con el deporte de los reyes, y los pocos
amigos que ha hecho en el ambiente (Benny Watts y Harry Beltik, ambos campeones
derrotados por ella) acudirán a su rescate cuando más los necesite a pesar de
haberlos hecho a un lado antes. Pero más importante que todo lo apuntado hasta
aquí es el aspecto reivindicatorio que se halla en el subtexto de Gambito
de Dama. Ciertamente que las mujeres estuvieron ausentes de las grandes
competencias ajedrecísticas internacionales durante el período histórico en que
transcurre el corazón del relato, y esto solo ameritaría clasificar al
personaje de Elizabeth Harmon como un estandarte feminista, pero otro de los
innumerables aciertos del producto consiste en la sobria, austera y contenida
mirada “de género”. La miniserie —o
mejor dicho, todos los personajes femeninos en ella— consigue poner de su lado
a toda la platea (masculina o femenina por igual) haciéndole sentir las
profundas desigualdades y las persistentes “micro” humillaciones que padecían
las mujeres por el solo hecho de serlo, sin volcarse en absoluto a los excesos
del panfletarismo (¡excusen nuestro
neologismo!) tan en boga hoy día. The Queen’s Gambit hunde su dedo en
todas las llagas punzantes que lo ameritan pero lo hace con una elegancia y una
humildad estilística admirables.
La
miniserie posee un ritmo narrativo asombroso y un “tempo” interno casi
sobrenatural —muy evidente en las fascinantes partidas de ajedrez, que
hipnotizan a los espectadores ajenos al juego (¡imaginen lo que producen en quienes sí lo practican!) —, y el
avance del tiempo, subrayando a la vez cada período emocional y psicológico en
la vida de Beth, se ilustra con una pericia que deja con la boca abierta. Hay
además dos aspectos técnicos que sobresalen muy por encima del resto en esta
producción, que son el vestuario (obra de la diseñadora Gabriele
Binder), a la sazón un “personaje” más en la trama, tanto que se puede asociar
incluso a los estados emocionales de los personajes como también a la situación
política de los mismos (es reveladora la forma en que utiliza telas, géneros y
colores para vestir a los soviéticos), y por supuesto la iluminación y
dirección de fotografía de Steven Meitzler, que resulta verdaderamente genial.
El operador pudo verse tentado con las oportunidades que brindaba una trama
ambientada fundamentalmente en la segunda mitad de los años ‘60s, y por
supuesto con los lujosos ambientes en que se movía su protagonista una vez
alcanzada la fama internacional, sin embargo optó por trabajar las texturas con
delicadeza, ajustando la luz y las sombras de acuerdo a algo que podríamos
denominar “clima moral” de cada ambiente o período en que transcurre la acción.
A modo de ejemplo señalaremos la predominancia de tonos opacos y filtros
oscuros durante la etapa del orfanato, subrayando las texturas ásperas y
carentes de reflejos, o la sorprendente y claustrofóbica utilización de una luz
mortecina y de tonos uniformes (y por qué no, “monocordes”) en el extenso clímax en la Unión Soviética, durante el
tenso match con el gran maestro Borgov. El resto de los rubros técnicos, tales
como la excelente partitura de Carlos Rafael Rivera o la soberbia edición de
Michelle Tesoro (sin la cual se perdería gran parte de la asombrosa fuerza
dramática de cada partida), están sencillamente a la altura de la perfección.
Ahora bien, una historia como esta
es tan buena como lo sea su actor o actriz protagonista, y Gambito de Dama cuenta
esta vez (o más bien ha sido bendecida
con…) la sobrenatural actuación de ese monumental prodigio llamado Anya
Taylor-Joy. No hay palabras para describirla a ella ni para elogiar su
performance. Domina la pantalla y maneja la cámara como quiere. Solo los
superdotados, o ciertos mitos como Marlon Brando (que también lo era, por
supuesto), han logrado tal proeza. Es que el director, por un lado, y su
director de fotografía por otro, seguramente creen honestamente haber “decidido” (o planificado) cada plano y
cada ubicación de la cámara en las tomas en que la actriz estará frente a la
misma, pero créannos, no es así. Es ella, con su prodigiosa y carnal presencia,
quien la ha manejado a su placer. El lente la sigue con la sumisión de un
cachorrito detrás de su dueña y Anya le saca todas las posibilidades visuales
posibles con esa asombrosa majestuosidad que le imprime a su labor. Sin ella
todo el castillo de naipes de la miniserie se hubiera venido abajo. Scott Frank
se regodea con unos primerísimos planos demoledores, en los cuales esos ojos
enormes e imposibles (y bellísimos, por cierto) traspasan como saetas ardientes
a sus oponentes haciendo lo propio con los espectadores. Si a alguien le queda
alguna duda del talento demoledor de esta actriz destinada a la gloria, lo
invitamos a descargar o ver on line
la miniserie británica The Miniaturist (2017, dos
episodios), el thriller psicológico Thoroughbreds
(2017, Cory Finley), la
reciente y excelente adaptación de la novela de Jane Austen, Emma (2020, Autumn de Wilde), o
incluso la recién lanzada (con tres años de atraso) The New Mutants (2017/2020, Josh Boone), en la que se roba la
película con su fascinante interpretación de la sociopática pero a la vez
vulnerable Illyana Rasputin. Desde su verdadero debut con The Witch (La Bruja del Bosque, 2015; Robert Eggerts) no ha parado de crecer y
de demostrar que es una suerte de cruza potenciada entre Meryl Streep y Helen
Mirren. Si alguien cree que exageramos, pues ahí está The Queen’s Gambit para demostrar lo contrario. Beth Harmon
vive y es perfectamente real porque Anya Taylor-Joy traspasa por completo la
pantalla y la hace suya.
Tanto
para todos los que aman el ajedrez, como para los que lo ignoran todo acerca de
él, Gambito de Dama construye
una historia en la que es fácil reconocerse y con la que sentirse cuando menos
comprometido. ¿Acaso nadie se ha visto asaltado por temores como los de Beth?
¿Nadie se ha boicoteado a sí mismo ni ha escapado de la realidad con drogas y
alcohol? ¿Nadie se ha cerrado sobre sí y ha impedido que le ayuden quienes más
le aman? Y más aun… ¿nadie se ha sentido realmente solo? Por extraño que parezca, en esta soberbia miniserie el
ajedrez es lo de menos. El espejo lo es todo. ¡A mirarse en él!
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