Por Leonardo Luis Tavani

Argentina
marcha rápida e inexorablemente hacia la pérdida absoluta de toda brújula
moral. No se trata en modo alguno de un problema puramente político o
ideológico, sino del ascenso —que parece inevitable— de todas las pulsiones
socioculturales más innobles de la sociedad. El libre pensamiento, el ejercicio
sano de la libertad, el acceso no sólo a la cultura sino a la más elemental
educación, y por supuesto la transmisión tanto familiar como grupal de los más
básicos valores éticos y de convivencia, son todas cosas que casi
inadvertidamente hemos echado en el olvido. Hay una minoría que resiste, por
supuesto, pero tanto nuestra degradada clase política como una parte
importantísima de nuestra gente —que ha corrido alegremente a echarse en brazos
de cuanto relativismo ético se le ha ofrecido a la carta— padecen por igual de
este espeluznante mal que nos está carcomiendo por dentro: ya no hay norte, no
hay objetivos sanos, e incluso el presidente de la Nación afirmó sin descaro
que la “cultura del mérito y el esfuerzo”
no es más que una jactancia de ese colectivo que equívocamente se denomina “burguesía”, o en términos de Jauretche
(ese proto odiador de clase tan sobrevalorado) el “medio pelo argentino”. En este miasma en que nos hallamos, carentes
de valores firmes y a su vez de líderes sobrios que nos ayuden a recuperarlos,
se conoció una noticia que a muchos les pasó desapercibida, pero que a todas
luces encarna la señal perfecta y definitiva de nuestro abismal descenso a los
infiernos morales. El INCAA (el instituto de cine y artes visuales), presidido
por el otrora director y hoy furioso militante “K” Luis Puenzo, ha decidido que
el premio máximo que otorga el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata
deje de llamarse Astor —en honor al marplatense Astor Piazzolla, por supuesto— y
pase a denominarse “el Lobo” (exactamente así: ni siquiera “premio Lobo Marino”, que tendría más musicalidad), y todo ello por
el módico motivo de que el recordado y admirado músico y compositor no era
peronista. O por lo menos, dado que jamás habló públicamente sobre
temas políticos, porque su figura —en las afiebradas mentes
camporistas— no revestiría “chapa de
personaje nacional y popular”.
Esta última frase entrecomillada, que será
negada hasta la náusea, proviene de una alta fuente del riñón del instituto,
confiada casi como si se tratara de algo de la envergadura del caso Watergate a
un periodista de investigación. ¿Qué diantres nos pasa? ¿Cómo llegamos a
semejantes niveles de insensatez y de total desprecio por la lógica y la moral?
¿Cómo es posible que un país que otrora fuera faro cultural e intelectual de
toda centro y sud América se haya degradado de tal triste manera? Y más
importante aún, ¿cómo se explica que los propios militantes o adherentes
kirchneristas se permitan a sí mismos tales niveles de cacería de brujas y
policía del pensamiento? ¿Y cómo es que se ha llegado al acabose de que esta
persecución se aplique ahora post mortem?

Ningún
premio a la cinematografía (y que además se entregue en y desde la ciudad natal
de Astor) merece llevar con más acierto el nombre de Piazzolla. Compositor de
las bandas sonoras de 44 películas, amado y respetado en todo el mundo,
exclusivo responsable de cruzar el tango con la música clásica y el jazz, Astor
Piazzolla es uno de los pocos orgullos que como nación nos van quedando, y sin
embargo —a 28 años de su muerte, ocurrida en Buenos Aires el 4 de julio de
1992— un grupo de fanáticos sin norte moral ni decencia alguna lo borra
ignominiosamente del premio que con justicia se entregaba en su nombre, no ya
para agradar a una jefa absurdamente ignorante, más preocupada en salvar su
pellejo de la hoy atacada justicia vernácula que por los acuciantes problemas
que asfixian a la nación, sino más que nada por estulticia moral. La estulticia
es una forma aguda y degradante de la necedad y la tontería, y convierte a
quienes la padecen en parodias de personas pensantes, en meros títeres en manos
de líderes tóxicos y degradados. Un estulto es aquel que dice querer orinar
desde la azotea de un edificio a los votantes opositores a su color político,
cuya misma estulticia lo lleva luego a manifestar su deseo de atropellar con un
camión a ciudadanos que ejercen su legítimo y pacífico derecho a manifestarse
en la vía pública. Pero esa fanática estulticia se apodera de las personas a
causa de un fenómeno previo y más dramático, el de la pérdida de toda brújula o
norte moral. La mala hierba crece en un suelo cuyas características le permiten
prosperar, nunca a la inversa. Este crítico e historiador, quien absolutamente
jamás ha sido justicialista, admira profundamente a Enrique Santos Discépolo y
al enorme Hugo del Carril (quien además fue un cineasta formidable, al que el establishment debe reivindicar), quienes
fueron en vida notorios peronistas y militantes de fuste, pero ocurre que la no
coincidencia con una ideología política no puede ni debe —y así ocurría en la
Argentina que este cronista recuerda— ser obstáculo alguno para justipreciar y
apreciar las virtudes de nadie, sean estas artísticas, laborales o
sencillamente personales. Incluso en casos extremos, como el de Richard Wagner
(un notorio antijudío y además una espantosa persona, como lo demostraron todos
sus biógrafos), nada obsta para que se disfrute y se difunda su música. Acierta
Daniel Baremboim, a quien no hay que enseñarle nada acerca del Holocausto,
cuando se empeña en dirigir sus obras en territorio israelí y les recuerda a
todos que la utilización de su música en los campos de concentración y
exterminio fueron exclusiva responsabilidad de los nazis. Si tuviéramos que
apreciar toda obra artística únicamente a través del prisma de la moralidad o
las ideas de su autor nos quedaríamos absolutamente huérfanos de arte. Pero no
resulta en absoluto así con Astor Piazzolla, quien fue además un hombre de bien
y un padre amoroso. Si lo mencionamos no es más que para recalcar con más
ahínco lo absurdo de la medida tomada. Porque no es esto lo que debe
importarnos, en última instancia, sino el hecho de que nuestro lamentable
estado moral nos lleva a perseguir la memoria de nuestros muertos tanto como a
la libertad de quienes estamos vivos, a quienes desde la primera magistratura
(¡nada menos!) y su jefatura de gabinete se nos tilda de “no personas”, de “no
ciudadanos”, y todo ello por el simple pecado de no comulgar con la
facción política de turno. Y aquí es donde se conectan hechos que no por
diferentes en esencia dejan de estar influenciados por una siniestra y
conspirativa visión de la realidad. Cuando se decide, unilateralmente y
violando flagrantemente la ley de coparticipación, restarle un par de puntos de
sus propios y legítimos fondos a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y todo a
modo de “castigo” por serle un distrito tozudamente adverso en lo
electoral a la líder de la secta en el poder, una medida como la que estamos
analizando pierde toda su dimensión de absurdo y se alinea con una clara aunque
sicótica visión del mundo y de las cosas. El “otro”, entendido como
quien no piensa como ellos ni los vota o apoya, es siempre y en toda
circunstancia un enemigo, un antipatria, un cipayo, un enemigo
del estado, y —como lo sería en este caso, además— un fermento o agente
para contaminar y corromper este eufemismo conceptual denominado “cultura
nacional y popular”.
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Luis Puenzo, director del INCAA
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Astor
Piazzolla, entonces, carga sobre sus fallecidos hombros —porta sobre su
memoria— con el estigma de haber elevado el tango al nivel de un arte superior,
e incluso la “culpa” por haber dado lo mejor de sí y de luchar por mejorar cada
día de su vida, para pulir y expandir su arte y sus dones innatos, algo que hoy
pasa a ser una noción subversiva y disolvente, ya que se ha consagrado la
cultura del menor esfuerzo, de la dádiva y el subsidio estatal, y peor aún, la
de vivir parasitariamente de los bienes, el trabajo y las propiedades de otros,
y todo ello gracias al atajo “moral”
que implica acusar a quienes se han esforzado por trabajar y superarse de “burgueses”,
“privilegiados”
o “insolidarios”.
¿Cómo iba a salvarse Piazzolla, ejemplo de superación y esfuerzo, de esta
avanzada liderada por mediocres, parásitos y onanistas intelectualmente
autocomplacientes? No será casual, pues, que esta lamentable decisión se haya
tomado bajo la nueva dirección del INCAA, en manos de Luis Puenzo, director y
coguionista de La Historia Oficial (1985), ganadora del Óscar a mejor filme en
lengua no inglesa en marzo de 1986. Si se analiza en profundidad y sin la
benevolencia de cierto periodismo complaciente, la carrera posterior de Puenzo
no estuvo jamás a la altura de su oscarizado filme, llegando al nivel del
descalabro más increíble con la espantosa La Peste (1993), co producción con
Francia e Inglaterra que produce vergüenza ajena en el espectador. Pero, ¿será
así, acaso? ¿El fracaso personal, o una sensación de propia mediocridad, si se
quiere, conducirán inexorablemente a asumir ideologías autoritarias y
populistas? Pues bien, nos negamos a creerlo. Todo este último párrafo es intencional
y busca interpelar al lector, molestarlo
intelectualmente. El problema es, una vez más, la pérdida gradual y sostenida
de los valores que alguna vez sostuvieron nuestro tejido social. Cuando se
invierten las cosas, cuando la ética se convierte en pura retórica sin sentido,
pues todo es posible. Pero lo que en realidad alarma a este
cronista, lo que lo ha sumido en una vergüenza inconmensurable, ha sido el
persistente silencio de una parte mayoritaria de la colonia artística y del
mundo de la cultura en general. Apenas si la Fundación Piazzolla y unos
pocos artistas y productores (caso Lino Patalano y Julio Boca) han alzado su
voz en contra de este desatino injusto e ignominioso. El resto, y muy
especialmente los artistas de tango, han callado notoriamente. Su
silencio grita. ¿Tanto les piden? ¿Nadie tiene el valor de señalar lo
que es obviamente incorrecto y aberrantemente inmoral? El peronismo en general,
y el kirchnerismo en particular, ¿se convierten ahora en agentes de la
persecución y la censura? Y aún peor, ¿hasta la memoria de nuestros
muertos queda entonces sujeta al odio ideológico que nivela para abajo y busca
el silencio de los cementerios? Todo está cargado de ideología, todo se
somete al “purómetro” de quienes ejercen el mesianismo de creerse
salvadores de la patria, analizando cuan pura y Nac & Pop fue la vida de alguien de acuerdo a en qué lado de la
grieta imaginan hubiera estado parado si viviera. Y de los vivos, ni que
hablar. También estamos sometidos a la inspección de nuestras ideas y al
análisis de nuestras formas de vida…
La
verdad, ya no es para nada seguro que el nombre de Astor Piazzolla merezca
engalanar el premio de este ni de ningún otro festival argentino. Es una
afrenta, un insulto preñado de ignorancia y ceguera que se lo haya quitado del
de Mar del Plata, pero en definitiva, mantenerlo sería al cabo como arrojarles
margaritas a los cerdos. En el lodo del chiquero y bajo las patas de los
animales nada bello puede ni debe permanecer. Piazzolla, al igual que todos
aquellos hombres y mujeres anónimos que con su trabajo y esfuerzo construyeron
algo que podía y merecía llamarse “patria”, debería vivir en el corazón
y en el recuerdo de quienes lo amaron y aun disfrutan de su arte. No merece
estar en boca de los cerdos. Quedó patentizado en la “carta” que la
vicepresidente de la nación viralizó
días atrás, en la cual ni siquiera pudo escribir el nombre de Tato Bores, de
cuya memoria de seguro abomina porque le recuerda su propia y mal disimulada
mediocridad. Es mejor así; que ni ellos, los que ya no están, ni nosotros estemos en sus labios ni en
sus pensamientos. En argentina no existe ninguna grieta ideológica ni
filosófica, sino que se ha abierto un abismo desde el que brotan, pugnando por
alcanzar la superficie, los muertos vivos de la inmoralidad, la falta de ética
y la cultura parasitaria. Piazzolla está mejor sin ellos. Nosotros no tenemos
tanta suerte.-
https://www.perfil.com/noticias/actualidad/bronca-tanguera-por-el-cambio-del-incaa-en-el-festival-de-cine-de-mar-del-plata.phtml
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