Cobra Kai 3ra Temporada – Crónica de un desastre anunciado.

Por Leonardo Tavani

Calificación: Regular ★★

           


Nos habíamos impuesto no volver sobre sucesivas temporadas de series que ya habíamos criticado, cosa que hicimos solo excepcionalmente y debido a las cualidades del producto en cuestión (caso de la segunda temporada de Westworld, cuya profundidad ameritaba el esfuerzo), pero en esta ocasión —y debido más que nada al peculiar derrotero de su narrativa— haremos una debida excepción. Se sabe, Cobra Kai nació como una apelación nostálgica al pasado reciente, a esos increíbles años ‘80s en los que todo era posible y hasta se nos permitía el lujo de la esperanza. También como una intrigante mirada a la vida de un perdedor. Pero lo interesante de la serie consistía en el concepto mismo de “perdedor”, ya que no se refería a alguien que hubiera abandonado sus estudios y saltara eternamente de empleos mediocres a otros peores (y que por supuesto no supiera siquiera comprometerse afectivamente con nadie). Está claro que Johnny Lawrence es todo eso y más, pero su condición de perdedor está definida realmente por su notoria incapacidad para elaborar la frustración. No vamos a ponernos sicoanalíticos, pero el concepto de “frustración” es definitorio y determinante para una vida humana saludable, ya que aquellos que no aprenden desde niños a lidiar con ella y superarla no logran convertirse jamás en individuos productivos, libres y autoconscientes. El niño es atávicamente egoísta dado que su condición biológica de dependencia exige de él echar mano de cuanto recurso le procure satisfacer sus deseos y necesidades, pero como es precisamente un “niño” —o sea, un ser cuyo cerebro está todavía en vías de desarrollo y maduración— es incapaz de distinguir ambos factores. O sea, para él lo que desea es igual a lo que necesita. Muchos adultos, lamentablemente, quedan cristalizados en esta fase temprana debida, sobre todo, a una “educación” basada en la satisfacción de todos los caprichos infantiles y la total incapacidad paterna por imponerles límites o enseñarles el valor del esfuerzo. Johnny es exactamente así, por eso es un perdedor. Perdedor porque no puede distinguir lo que necesita de lo que quiere. Perdedor porque enfrenta todo con la misma violencia insensata de los 16 años. Perdedor porque les echa toda la culpa de sus problemas a los demás y nunca a sí mismo (Daniel LaRusso es su chivo expiatorio favorito). Perdedor porque no puede asumir sus responsabilidades como pareja, padre o siquiera como ciudadano. Y perdedor, finalmente (quizás tan importante como todo lo anterior), porque vive anclado y cristalizado en un pasado idílico que en su imaginación sirve como edad dorada a la que siempre puede volver para evadir la realidad y justificar su impotencia. Disculpen nuestra breve clase de psicología barata y zapatos de goma...

         


Cuando arrancó, entonces, Cobra Kai nos brindaba un ácido vistazo a la vida presente de un otrora pibe privilegiado, mimado y sobreprotegido, y a cómo se desarrolló su vida cuando los obstáculos lo pusieron a prueba. Por eso el protagonista era él y no Daniel, ya que el chico pobre de Newark, quien además consiguió un amigo y mentor de esos que te marcan para toda la vida, aprendió a enfrentar las frustraciones y a triunfar sobre ellas de manera adulta y sensata. Tampoco estudió, pero se esforzó y ahora es un exitoso empresario automotor. Algunos ciegos, de esos híper ideologizados al mejor modo del pseudo progresismo populista vernáculo, han querido ver en este Daniel versión 2019 a la encarnación del “burgués/urbano/egoísta/políticamente correcto y liberal” tan demonizada hoy día. Quizás algo de eso haya (Daniel y su esposa suelen reaccionar primero como unos esclarecidos ciudadanos “progres” y biempensantes, pero siempre acaban reflexionando y actuando con genuina solidaridad y apertura de miras), pero de ningún modo este personaje ostenta aquellos males que se le pretenden achacar. Daniel creció, maduró, tuvo éxito económico y personal, formó una familia, y —sorprendentemente— no olvidó las enseñanzas del señor Miyagi. No es una “jactancia burguesa” reciclar la basura o preocuparse por el medio ambiente, ni mucho menos ser amplio de miras en temas de género y raza. En todo caso, el comportamiento tanto social como cultural de la familia LaRusso servía en la primera temporada como reflejo inverso al de Johhny, que de ningún modo podría ser tildado “como modelo a seguir”. Para entender con precisión qué se quería ilustrar por medio de la familia de Daniel hay que prestar atención al hijo menor (personaje que pasó desapercibido para todo el mundo), un obeso infantil perezoso, adicto a las pantallas, eternamente aburrido y excesivamente cínico tanto para su edad como para la de cualquier adulto. El matrimonio LaRusso se hacía cruces con la conducta de su hijo menor. Pero volvamos a Johnny Lawrence. Los problemas de Cobra Kai comenzaron sutilmente (o quizás no) en su segunda temporada, cuando la reaparición del malísimo sargento Kreese (el antiguo sensei de Johnny) pasó a desviar la atención del foco central de la trama. Ahora, y esto ha dominado toda la presente tercera temporada, las cosas asumieron tanto el tono como el argumento de la fallida y mediocre The Karate Kid Part III (1989, John G. Avildsen), triste comprobación acerca de las destructivas propiedades de la codicia comercial cuando esta se impone a los criterios artísticos. Aquella pobre película, cuyos únicos logros aparecían cuando la química entre Morita y Macchio se hacía presente en pantalla, se centraba en la estrafalaria y poco creíble venganza de Kreese, quien solicitaba ayuda a un ex camarada de Vietnam (otro experto en artes marciales, ahora transformado en todo un yuppie exitoso y tóxico) para que engañe a LaRusso y lo aleje de Miyagi y sus ideales. Todo lo que fallaba en aquella cinta se ha trasladado casi taquigráficamente a esta última temporada, eso sí, pasándolo primero por el cedazo de la segunda, en la que los enfrentamientos y romances cruzados entre los jóvenes enmascaraba con mejor fortuna la dirección equivocada del proyecto. Pero en esta ocasión, insistimos, las cosas se desmadraron.

            En la película original Kreese no era en modo alguno el antagonista de Miyagi, sino sencillamente una macchietta, un personaje delineado para servir puramente de arquetipo. Incluso no hubiera tenido mayor sentido si el corte final del filme hubiera perdido la maravillosa secuencia en la que Miyagui se emborrachaba porque era el aniversario de la muerte de su esposa e hijo nonato, ocurrida por falta de atención médica en un centro ilegal de detención para ciudadanos japoneses (meses después del ataque a Pearl Harbour y mientras Miyagi peleaba en el frente de batalla), la que finalmente se salvó de la tijera gracias a la insistencia del director Avildsen. Kreese, insistimos, era algo así como la encarnación física de la ideología racista, ultra nacionalista y reaccionaria que tanto daño le ha hecho a Norteamérica y que hoy día ha tenido su apoteosis con la tóxica presidencia Trump. Él representaba la continuidad histórica de la xenofobia y el ultra nacionalismo que habían causado la muerte de la esposa de Miyagi, y que ahora intoxicaban la mente de jóvenes privilegiados y sin verdadera dirección paterna. Volver a él en clave de la tercera película, convirtiéndolo en un villano de cartón pintado, puro odio y resentimiento, solo banaliza la historia. Y esta nueva entrega, que pretende “humanizarlo” brindándole una historia personal trágica y una experiencia escalofriante en Vietnam —justificando así gran parte de su “maldad”—  no hace otra cosa que profundizar la confusión ideológica de la serie.

           


Luego tenemos el remanido recurso de los personajes surgidos de cada filme de la saga. Al principio, en dosis bajas y con mejor sentido dramático, se agradecían y tenían justificación argumental. Ahora son una molestia que delata una sola intensión, explotar la nostalgia de los telespectadores mayores de 45 “pirulines”. En este tercer envío, cada uno de ellos —incluida la tan esperada reaparición de Ali (Elisabeth Shue, recién salidita de The Boys), de la que no diremos nada porque, cuando menos, el gran talento de la actriz y su buena química con Zabka salvan su participación de la quema — es una patada en las zonas bajas masculinas. Incluso el mejor logrado de todos, el de Tamlyn Tomita (Kumiko en The Karate Kid Part II, 1986), quien aparece con la única razón de aportarle a Daniel una quimérica carta de Miyagi a la tía Yukie (quien fuera el viejo amor juvenil de Miyagi, causante de la enemistad con Sato), cuya lectura resulta en un momento sensible y bello, lo que no quita que estuviera traído por los pelos, carece empero de una justificación seria en el marco argumental de Cobra Kai. Será ella quien, además, le presente a la mujer adulta que en el pasado fue la niña que Daniel salvó de morir en lo alto del improvisado campanario, en medio del tifón. Claro está, los “dioses” del guión hacen que ella sea ejecutiva de la empresa automotriz japonesa que Daniel necesita convencer para salvar su firma (¡!). Ni siquiera el triunfo logístico que implica el hecho de que los productores lograron convocar a la misma mujer que entonces era solo una extra infantil (Traci Toguchi), logra enmascarar  el vacío argumental ni la apelación permanente a estos deus ex machina que causan vergüenza ajena. De ese mismo episodio, el #5, proviene incluso el peor de todos ellos, la reaparición del otrora temible Chozen (Yuji Okumoto, el violento sobrino de Sato), quien ahora —y a pesar de su semblante taciturno y amenazante— se volvió milagrosamente bueno y en cuestión de días, antes del regreso de Daniel a EE UU, le enseña aspectos del Karate familiar Miyagi que este le habría ocultado por motivos cuya justificación resulta patética. En fin, todo es así en este tercer envío de la serie: arbitrario. Y la conducta de los jóvenes, cómo no, resulta tan arbitraria como todo el resto. Para comprobarlo, nada mejor que prestar atención al personaje de Tory Nichols (Peyton List), la violentísima ex novia de Miguel que parece salida de una mala película de Chuck Norris de su oscuro período bajo contrato de The Cannon Group Inc. Aunque nos muestren a su madre enferma y a su casero cuasi pedófilo, nada justifica la desembozada violencia de esta segura candidata a una prisión de máxima seguridad. Lo mismo ocurre con Hawk (Jacob Bertrand), el discípulo predilecto de Kreese hasta el regreso de Tory al dojo, quien luego de practicar las maldades más ruines a lo largo de cada episodio de esta temporada se transforma milagrosamente al “lado bueno de la fuerza” en medio de la batalla campal en casa de los LaRusso. Lo preferíamos malo, cuando menos tenía una justificación para su conducta. Y algo más todavía. La telenovelita mexicana (tipo Televisa de los ‘90s) con Miguel luchando por volver a caminar, ¡apesta! ¿Se entendió? Así y todo, por extraño que parezca, el espectador quiere ver más. Sea por la razón que sea, incluida la excitación del gen morboso en cada uno de nosotros, Cobra Kai logra interesar a pesar de sus enormes agujeros tipo gruyere. No alcanza, pero es un tentempié para la hora del aperitivo.-   


      

 

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