Por Leonardo
Tavani
Imaginen
a Robin Hood mujer y negra. Antes que nada, ¿habría algún problema en ello? A
priori no, cuando menos en lo que atañe a ideas racistas o sexistas. Las
personas mínimamente cultas y con apenas un ápice de decencia no ceden a
tamañas ignominias. Sería incluso divertido de ver (o leer). Pero sí que hay un
problema, y este no tiene nada que ver con prejuicios de raza o género. Se
trata del origen mismo del personaje: si bien este surgió de una tradición oral
remotamente inspirada en un bandido supuestamente real, la literatura y la
poesía lo corporizaron por medio de la pluma de William Langland y Thomas
Mallory entre otros. Supuestamente nacido a finales del siglo XIII, Robin jamás
hubiera podido ser una mujer debido a que estas estaban por entonces
férreamente controladas y encorsetadas por un sistema que no les brindaba ni
libertad de elección, ni de pensamiento ni mucho menos educación. Y ni hablemos
de permitirles la más mínima instrucción en el manejo de las armas. Tampoco
hubiera podido ser negro o negra, dado que pasarían siglos enteros hasta que un
ser vivo con dicho color de piel posara un pie en cualquier sitio de las islas
británicas. Solo una adaptación de historieta puede permitirse esos
anacronismos, ya que tanto la literatura como el cine (y las series de calidad)
no pueden (o por lo menos no deberían) habilitarse tales
licencias, al menos si no se trata de exponentes de la comedia del absurdo. Hay
que respetar ciertas convenciones para que el espectador/lector suspenda su
sentido de la incredulidad y se preste al juego de la ficción. Ahora utilicemos
un ejemplo más sólido en términos autorales, el personaje de Sherlock Holmes.
Creado por el médico, historiador y ensayista Sir Arthur Conan Doyle durante el último tercio del siglo XIX, el
gran detective analítico no podría jamás haber sido una mujer ni mucho menos
negra. Ya había negros en Inglaterra en este período, ciertamente, pero estos
no podían permitirse ni el lujo de la educación ni los beneficios de la
aristocracia, mientras que las mujeres —principales víctimas de la regresiva
cultura social impulsada por la reina Victoria— ni por asomo hubieran contado
con la más mínima chance de llevar algo remotamente parecido a la azarosa vida
del inquilino del 221 B de Baker Street.
Enola Holmes, cuya adaptación
cinematográfica ya criticamos aquí, es un producto literario destinado a niños
y adolescentes, además de ser un inconfundible personaje “hijo” de su tiempo,
en el que la intertextualidad, el cruce de géneros y estilos —y también los
metamensajes— resultan moneda corriente hasta para los lactantes. Pero aun así
su autora se las ingenió para darle una cierta credibilidad a las aventuras de
esta ficticia hermanita menor de Sherlock y Mycroft, evitando embarcarla en
peripecias por completo imposibles para su género y condición social.
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Barbara Broccoli y Michael G. Wilson |
Pues
bien, según declaraciones de la actriz Lashana Lynch, quien
interpreta a la nueva agente 007 en la próxima No Time To Die (en la
trama reemplaza a Bond, quien había renunciado al Servicio en el final del
filme anterior), los productores Michael G. Wilson y Barbara Broccoli le
habrían confirmado que será la nueva espía con el número 007 en las próximas
cintas de la saga. Esto desató una oleada de críticas racistas y sexistas en
sus redes sociales, obligando a la actriz a cerrarlas temporalmente, lo que por
supuesto repudiamos con ahínco, pero lo cierto es que si esto se lleva a cabo
(y recuerden que lo afirmó hace apenas dos semanas la propia interesada)
representará una irreversible destrucción del personaje creado por Ian Fleming.
El código doble cero, que significa que el portador posee licencia para matar a
discreción (según se lo demande la misión en que esté embarcado/a), más el
número de identificación “7”, son “propiedad” exclusiva del escocés James Bond,
comandante naval que al cabo de la finalización de la Segunda Guerra pasó a
trabajar en el Ministerio de Defensa y posteriormente en el Servicio Secreto
Exterior. No es posible alterar esto. Así lo creó su autor y así lo
reconocieron siempre (y lo siguen reconociendo) los productores de la saga
cinematográfica, quienes adquirieron los derechos para adaptar a la pantalla
grande las novelas de Fleming, pero que de ningún modo “compraron” el derecho a
reescribirlo por completo y a voluntad hasta el punto de tornarlo irreconocible.
En realidad, y esto es lo que nos enoja en grado sumo, Eon Productions de hecho
ya lo hizo con esta serie de películas que dieron comienzo en noviembre de 2006
con Casino
Royale (Martin Campbell), protagonizadas por Daniel Craig, deconstrucción
en la que nos topamos con un personaje totalmente desconocido y alejado de su
caracterología e historia. Pero cuando menos, en pos de ponerle voluntad, reconozcamos que se ha tratado hasta
ahora de alguien con el mismo nombre y el mismo número, con un jefe o jefa
codificada/o como “M”, un experto en gadgets y tecnología apodado “Q” y una
secretaria llamada Moneypenny. El personaje y sus circunstancias estaban
puestos patas arriba (eso independientemente de si cada una de estas pelis fue
buena o mala), pero al menos se pretendía fingir que se trataba del
mismo sujeto. Lo que se intentará ahora —si es que se lleva a cabo; no sería la
primera vez que los productores se desdigan y echen atrás— será como
transformar el plomo en oro, algo que ni los alquimistas lograron hacer. Ahora,
¿no sería más sensato lanzar una serie de filmes con ella, o con quien sea, en
el rol de la agente 008, 009, 003, o como se la/o quiera bautizar? De hecho,
eso mismo iban a hacer con el personaje de Jinx, la agente norteamericana de la
ANS que colaboraba con Bond en la despedida de Pierce Brosnan, Die
Another Day (2002, Lee Tamahori), interpretada por Halle Berry. Se
había decidido que la agente “Jinx” Johnson contaría con saga propia, e incluso
la actriz llegó a negociar con Fox las agendas de rodajes para que no se
superpusieran con las de la saga X-Men, que ya había comenzado. Sin
embargo, fue la hija de Broccoli quien se echó atrás a última hora (se sabe que
Tom Pevsner, en la saga desde las últimas dos cintas de Moore, se peleó
ásperamente con la productora por esta causa y se marchó de la empresa), tanto
que además de cancelar dicha saga antes de nacer decidió romper unilateralmente
el contrato con Brosnan, quien había firmado para rodar una última cinta como
James Bond, luego de quedar “fascinada” al ver a Daniel Craig en Layer
Cake (2004, Matthew Vaughn).
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Ian Fleming, autor y creador de James Bond 007 |
Para que se entienda correctamente
nuestro punto ejemplifiquémoslo una vez más: si usted es un guionista llamado Juan
Pérez y ha escrito un guión en el que “inventa” al personaje del espía triple
ZZZ, el productor Pepe Galletas (quien originalmente le encargó el trabajo y
luego produjo la cinta basada en dicho script) bien puede producir luego otro
filme con una mujer como la nueva espía triple ZZZ, pero aunque en esta
hipótesis nos hallamos con un producto que habría nacido exclusivamente de y
para el cine (y que no tiene ningún origen literario), de todos modos Galletas
jamás se atrevería a alterar severamente el personaje masculino de triple ZZZ,
ya que este es su as bajo la manga; simplemente expandirá el negocio creando a esta
otra agente triple ZZZ y brindándole su propia y personal iconografía. Así
contará con dos franquicias rentables por el precio de una, pero no le
disparará en el pie a ninguna de ellas. Aquí, en cambio, estamos dándole una sonora
bofetada a la memoria de Ian Fleming y enviamos a su vez el mensaje de que nada
es sagrado y todo puede reciclarse en pos de obtener ventajas comerciales. El
ejemplo anterior tuvo en los años ‘70s un exponente real: la serie El
Hombre Nuclear (The Six Million
Dollar Man, ABC 1973-’78) tuvo tanto éxito que sus productores lanzaron un recordado
spin off, La Mujer Biónica (The
Bionic Woman, ABC 1976-’78); pero eso sí, jamás se les hubiera ocurrido
transformar a Steve Austin (el protagonista, encarnado por Lee Majors) en
alguien radicalmente diferente, a menos que se tratara (como en la serie con
Lindsay Wagner) de otra persona diferente sometida al tratamiento con implantes
biónicos. Algo parecido sucedió en los ‘60s con El Agente de CIPOL (The Man From UNCLE; NBC, 1964-’68 / ver
nuestro artículo sobre la serie), que tuvo un efímero spin off, La
Chica de CIPOL (The Girl from
UNCLE; NBC, 1966). A Norman Felton y su equipo los hubieran llevado a un
manicomio si se les hubiera ocurrido realizar otra serie con una diferente
pareja de espías varones. Si bien no funcionó (por razones diversas, entre
ellas cierto agotamiento en los guiones), el público podía aceptar a una mujer
como agente de CIPOL porque era como echar una mirada a dicha organización
desde una ventana de servicio, y además porque Leo G. Carroll también participaba del reparto en su rol del
jefe, el señor Waverley, lo que brindaba un aire de familiaridad y continuidad.
¡Pero jamás se hubiera tolerado que el lugar de Solo y Kuriakin fuera sustituido
con otro par de agentes! Y otra vez, cuando John Schneider y Tom Wopat
abandonaron Los Dukes de Hazzard (CBS, 1979-’85) en protesta por sus bajos
sueldos y los agotadores períodos de rodaje, los productores la mantuvieron al
aire como si nada sustituyéndolos por dos supuestos primos de los muchachos y
con una excusa ridícula para la ausencia de Bo y Luke. Aunque todos los
personajes secundarios estaban allí, incluyendo a la sensual prima Daisy
(Catherine Bach), y los nuevos héroes seguían conduciendo el legendario
“General Lee” (un Dodge Charger
Modelo 1969 con un motor v8 "HEMI", que tenía la bandera
confederada pintada en el techo), esa temporada resultó un catastrófico fracaso
que, entre otras cosas, le valió a la cadena recibir una catarata de cartas de
protesta (recuerden que no existía internet todavía) que casi deja sin aliento
a los empleados de Correos. Tamaña campaña convenció a la empresa de que la
serie tenía público asegurado, así que se contactaron con los actores renunciados
y les ofrecieron casi el triple de lo que ganaban antes, con lo que obtuvieron
su regreso para la temporada siguiente, la que por supuesto elevó sus ratings
exponencialmente.
Aun así, la saga 007 de diferencia
de todos estos casos por tener su origen en una serie de novelas aparecidas a
partir de 1953, hace ya casi 70 años, algo que debería motivar un cierto
respeto por parte de productores y ejecutivos. Nada está escrito en piedra, y
sin embargo, en ocasiones pareciera que ciertos fenómenos globales de la
cultura de masas sí lo están. Es la gente la que cristaliza sus características
a partir del amor, la fidelidad y la pasión con que se acerca a ellos. Conan
Doyle escribió solo 4 novelas y 5 colecciones de cuentos con Sherlock como
protagonista, y aun así más de un siglo
y cuarto después todo el planeta sigue releyendo esas historias como si nunca
lo hubiera hecho. Si la serie de BBC protagonizada por Benedict Cumberbatch
funcionó (aunque desbarrancó un poco en su última temporada), fue porque la
adaptación contemporánea de Mark Gattis y Steven Moffat estuvo hecha con mucho
amor por el personaje y manteniendo —a pesar de todo— ciertas señas de
identidad del mismo que permitió a la audiencia conectar con él. El espíritu
del viejo médico de Southsea estuvo presente en cada guión de dichos
telefilmes, de lo contrario el proyecto hubiera resultado en una irrefrenable
catástrofe. Ahora, entonces, demos un leve giro a nuestro argumento y vayamos a
la cuestión de fondo que se oculta tras esta movida comercial. Por mucho que
nos duela reconocerlo (y esto lo dijimos en nuestra reciente serie de tres
artículos acerca de la historia de James Bond en el cine), 007 fue un producto
cinematográfico exclusivamente “sesentista”. Bellamente “sesentista”, por otra
parte. La década de 1960 fue un paraíso único en lo concerniente a la cultura
pop, las artes, las transformaciones culturales y las comunicaciones globales.
Este personaje, que había nacido literariamente una década atrás, cobró vida
precisamente cuando la sociedad ya estaba, de algún modo, lista para él. Cuando
Playboy reporteó a Connery para el número que aparecería el mismo mes del estreno
de Solo
Se Vive Dos Veces (You Only Live
Twice, 1967; Lewis Gilbert), pocos advirtieron la inteligente lectura
social que había en una de las respuestas que brindó el actor escocés
recientemente fallecido. Consultado acerca de las críticas que el incipiente
movimiento feminista le hacía a la saga por una supuesta “cosificación” de la
mujer en ella, Connery afirmó: “estoy al tanto de estas teorías acerca de la
“mujer objeto” en los filmes Bond, pero la verdad —y temo que esto suene
demasiado petulante— es que muchísima gente va al cine a verme a mí”.
Inteligentísima respuesta, en verdad. El actor estaba afirmando así que las
películas de 007 eran algo por completo diferente a todo lo visto hasta
entonces, y que en realidad encarnaban una nueva manera de entender los roles
sociales y las reglas culturales. Como dijimos en el primero de aquellos
artículos, la conducta de Bond en ciertos pasajes de Dr. No (1962, Terence
Young) estaba a años luz de la moral convencional que se permitían las
películas por entonces. El espía se aprovecha sexualmente de Miss Taro (una
infiltrada del villano) y se lo refriega en su cara cuando la detienen (lo que
le vale un escupitajo de la mujer), y luego asesina al profesor Dent innecesariamente,
cuando este ya no tiene balas en su pistola y está totalmente a su merced. Y si
bien todavía hay ciertos resabios patriarcales en ciertos detallitos de las
tramas de estas primeras magníficas cintas, los roles femeninos en ellas
resultan por completo diferentes a la media estándar. Pero incluso más
importante que todo esto es el hecho de que la anterior respuesta evidenciaba
un conocimiento muy sutil de las transformaciones que entonces se estaban
experimentando en ámbitos más profundos que, por caso, los hábitos de consumo.
Un ejemplo de allá y de acá: en décadas anteriores la gente iba al cine a ver “una
de Bogart” o “una de Gable”; o también “una
de Sandrini” o “una de Tita Merello”; Connery —sin
embargo— afirmaba lo contrario: el público estaba yendo al cine para ver a Bond
(que lo interpretaba él, indudablemente, pero podía ser cualquiera…) porque “ahora” importaba más el personaje (o
sea, la idea) que las peripecias del guión o la personalidad de las
estrellas. James Bond era machista, misógino, indisciplinado, individualista,
hedonista y —casi, casi— “amoral”, ¡pero por eso mismo era amado por las
audiencias de todo el mundo! Jamás hubiera podido pasar algo así en la
década de los ‘40s. Era un fenómeno nuevo, cuyos alcances llega hasta nuestros
días. Un antihéroe en toda regla podía ser ahora el héroe de su propia saga y
el personaje más amado por las clases medias de moral cristiana (o de cualquier
otra religión) y respetuosas de la ley.
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¿Pinocho "trans"? |
En resumen, si un personaje
literario salta al cine y desencadena semejante revolución cultural, de ningún
modo puede ser tomado a la ligera. Y aunque su viaje a través de estas casi
seis décadas en la pantalla grande no ha sido todo lo suave que hubiéramos
deseado, la única forma de mantenerlo vivo y rentable es respetando su esencia
y practicando la más cínica política de puro gatopardismo, o sea, cambiar algo
para que nada cambie. Pero este posmodernismo mercantilista e hipócrita en que
vivimos olvida a menudo que no todo puede ser sujeto a transformaciones
radicales ni manipulado hasta la despersonalización, y que vale la pena
sostener ciertas tradiciones y respetar determinadas creaciones. Decía Román
Gubern, allá por 1987, que Bond se había convertido en una silueta animada
similar a la secuencia del gunbarrel
de apertura, totalmente vacía y carente de contenido. Broccoli y Wilson optaron
por construir un personaje radicalmente nuevo y diferente a partir de 2006,
aunque conservando su nombre y su número; pero ahora, si finalmente se lanzara
esta nueva saga de 007 —sea con una mujer o con otro hombre cualquiera— el
mensaje que se estaría enviando sería uno tristemente descorazonador. A los
autores, pues que no se molesten en crear y escribir poniendo todo su esfuerzo
y talento en ello, ya que invariablemente (sea con su autorización o sin ella)
los derechos cinematográficos de sus obras serán vendidas a productores y
realizadores mercenarios, quienes en pos de atraer audiencias devoradoras de
pochoclos pulverizarán sus legados y a sus personajes de ficción. Y a los
espectadores (y lectores), principalmente a los que aman una buena historia
bien contada, que bajen los brazos y olviden toda pretensión de respeto hacia
ellos y sus inteligencias. Todo puede ser mercantilizado, todo puede ser
vampirizado hasta la total licuefacción, todo puede ser manipulado para generar
ganancias y más ganancias. Y lo más importante, nada es sagrado. Ni los
clásicos de la literatura, ni los clásicos populares. La biblia junto al calefón.
Será por eso, quizás, que joyitas como The Queen’s Gambit o Raised
by Wolves (por citar dos productos de géneros radicalmente diferentes)
se producen para y se ven a través de servicios de streaming, mientras que el cine con mayúsculas (y
la tevé tradicional que aun sobrevive) se contentan con escupir superhéroes al
por mayor y se arrancan los ojos por conseguir los derechos de cuanta empresa
de cómics haya dando vueltas por ahí. Antes (y sean ustedes quienes le pongan
fecha y plazo a este “antes”…) la
industria del entretenimiento no tenía tantos pruritos a la hora de desarrollar
sus proyectos. Nadie se suicidaba comercialmente, por cierto, pero tampoco se
cortaban las venas por darle al público solo papilla pre masticada. Había
riesgo, innovación, audacia incluso. Dos estudios le dijeron que “no” al proyecto
de Volver
al Futuro (Back to the Future;
1985, Robert Zemeckis), pero Spielberg y la Universal Pictures les dieron luz
verde y además una total libertad creativa a sus realizadores, algo que hoy
resultaría impensable. Pero, por ejemplo, el desatino de que Pinocho se vuelva
una chica transgénero sería perfectamente viable: ¿a quién le importaría un
bledo de Carlo Collodi si tiene a mano la excusa de la diversidad y la
inclusión a toda costa? ¿O acaso Arthur J. Raffles, el caballero ladrón creado
por E. W. Hornung a finales del siglo XIX, no podría reescribirse como una
mujer lesbiana, dominatriz y negra? ¿A quién le movería el piso dinamitar la
memoria y el legado de dicho autor, o la de Ian Fleming, si puede asegurarse un
golpe de efecto gigantesco? La verdad…, este cronista prefiere que paren la
calesita: se quiere bajar.-
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