por Leonardo Tavani
Calificación: Muy buena ★★★★
Tomb Raider (Ídem) EE UU, 2018.
Dirección: Roar
Uthaug Fotografía: George Richmond
Elenco: Alicia Vikander, Walton Goggins, Kristin
Scott-Thomas, Dominic West y Daniel Wu.-
Presenta Warner y MGM. 117 minutos.-
Sábado 2 de junio, pasadas las 23 hs. Estoy en casa de mi amigo R.,
con la panza a punto de explotar de tantos fatays de “Claudio, el Rey del Fatay” que embuché casi sin respirar. Ahora
estamos navegando un rato por la web, léase “boludear”. Entramos al sitio ese que no pienso deschavar, de donde
se descargan las pelis en 1080, y nos
ponemos a buscar títulos al “tum-tum”,
ya que la digestión de los fatay parece habernos obnubilado la voluntad. O será
que somos dos boludos nomás, vaya uno a saber. De golpe aparece la fotito de
Alicia Vikander en Tomb Raider, y con mi mejor tono de Gargamuza le digo: “ché, Tino, ¿descargamos Tomb
Raider?” Y R. me responde, “y
daaaaaaleeeeee!!!!”, y le dá clic nomás. Una horita después ya estaba
cargadita en mi pen-drive con
subtítulos incluídos. ¡Todo sea por ver a Alicia, que está bastante fuerte, en
plan heroína sexy!!! A la noche del domingo, muerto de sueño por haberme acostado
casi al amanecer, decido ver la peli; porque, la verdad, si ponía al
gordo Lanata me dormía al instante. Con un dejo de racionalidad, pensé: “si me duermo, no pasa nada. Me babeo un
rato con la Vikander y listo el pollo!”. Enchufé el ‘pen’ al televisor, seleccioné el archivo, le di ‘Play’ y me dispuse a roncar como nunca
en menos de tres minutos. Estaba equivocado, no me dormí nunca. Y cuando
terminó Tomb Raider sentí una extraña sensación en mi ego de cinéfilo
herido: metí violín en bolsa y antes de acostarme pensé en “el
Rey del Fatay”, “¡gracias,
Claudio! —exclamé— ¡esta te la debo a
vos!!!”.
Con perdón de
Alejandro Borenztein, al que no puedo siquiera emular, pero confieso que no podía
empezar esta review con seriedad. Me resultaba imposible. Incluso se me
dificultaba redactarla en tercera persona, porque nunca imaginé tomar siquiera levemente
en serio esta película. Obviamente que el “cine-pochoclo”
nos gusta a todos, porque antes que nada —seamos cinéfilos o simples
espectadores ocasionales— somos seres humanos a los que la evasión temporal de
los problemas cotidianos siempre nos resultará atractiva. El cine nació al filo
mismo del siglo XX como pura diversión, fantasía y originalidad. Ingmar Bergman
llegó después; y lo amamos, ¡cómo no!, pero la aventura y la magia estarán siempre
inscritas en el ADN de cada espectador. Lo que ocurre es que estamos en 2018,
uno está grande y ha pasado mucha agua
bajo el puente; una peli como Volver al Futuro, que en los ‘80s
era moneda corriente, ya es una utopía irrealizable. Y como ya nos tienen las
bolas por el piso con tanto superhéroe, tanto cómic, tanto videogame adaptado,
tanta serie recreada, tanto reboot, es que uno se vuelve elitista a la fuerza y
desprecia de antemano productos que a lo mejor valen la pena. Por si no me hice
entender, de tanto cine-pochoclo al pedo y pasado de rosca, uno termina por
odiar a todo el subgénero como si estuviera maldito, evitándolo como a la
peste. Y encima está este apartado especial que son las adaptaciones de
videogames, una abominación que habría que desterrar de la faz de la tierra.
Miren si no Assassins Creed, o como se llame, que protagonizó la actual
pareja de Alicia Vikander, el alemán Michael Fassbender, una reverenda mierda
inmirable, capaz de producir en el espectador el deseo inmediato de convertirse
en monje eremita. Pero ya se, estoy perdiendo el humor. Solo pensar en esa
cinta me disgusta. Y Tomb Raider —¡My God!— era el reboot de
otra saga basada en videojuegos, la que afortunadamente se había frenado con
apenas dos filmes, suficientes —sin embargo— para que uno desee exiliarse en
Plutón. Jamás los vi completos ni en un formato decente, apenas por tevé abierta,
pero eso me bastó para solicitar la eutanasia inmediata. ¿Cómo le iba a tener
fe a una nueva versión de aquello? ¿Y cómo se me iba a ocurrir que escribiría
la crítica para mi blog, al que trato como un santuario personal? Y bué, ver
para creer; y vivir para contar. Ahora paso a explicarles el por qué estoy
redactando esto.
Tomb
Raider 2018 se diferencia de sus dos inmundicias precedentes desde el
inicio mismo del filme. Luego de un breve prólogo que ilustra la historia mitológica
de rigor, esa que desatará la búsqueda posterior, las cosas adquieren un cariz
que deja sorprendido al espectador desprevenido. Porque aparece en pantalla Lara
Croft, pero una Lara de carne y hueso, sensible y humana, a años luz de la
insufrible y pedante súper-mina que sobreactuaba (como método compensatorio) la
siempre inexpresiva Angelina Jolie, la reina del colágeno labial. Alicia
Vikander, tremenda actriz sueca de un talento superlativo (La Chica Danesa/ Jason
Bourne/ Ex_Machina), transmite carnalidad y verosimilitud. Parece
haberse aferrado al inteligentísimo guión, y sólo a él, para construir una
criatura realista y tridimensional. Su Lara es una chica moderna, que practica
deportes varios —entre ellos un par de contacto, en los que recibe más piñas de
las que da— y trabaja de mensajera en bicicleta para ganarse el mango. Porque
esta Lara, cuyo padre desapareció 7 años atrás, está no solo enojada con su recuerdo,
sino con el tipo de vida que lo mantuvo casi siempre alejado de ella. Por eso
rechaza el dinero que legítimamente le pertenece (“es de él, no mío”, dirá en una secuencia) y vive como puede. Si
hasta pide unas libras prestadas para pagar el gimnasio al que asiste, cuyo
dueño la putea con ganas porque conoce perfectamente su apellido. Más tarde,
luego de un accidente que la pondrá bajo custodia policial y por el que recibe
un sermón acerca de lo que está haciendo con su vida, Lara responderá “no
soy esa clase de Croft!” La réplica, inteligente y brillante, tiene un
claro meta mensaje, o si se quiere “intertextualidad”,
puesto que parece dirigirse al corazón puramente hueco de sus filmes precedentes.
Ella no es esa clase de heroína de plástico y megabytes, ella no es ese tipo de
personaje con el que resulta imposible empatizar. Tampoco es esa clase de
protagonista que despierta fantasías masturbatorias. Esta es otra clase de
Croft. Esta es otra clase de película, más deudora de Indiana Jones que de una PlayStation.
Bienvenida sea.
Lara lleva bastante
tiempo retrasando la firma del acta de herencia, puesto que ese acto conlleva
la aceptación de la muerte de su padre desaparecido, al que por mucho que finja
odiar no puede soltar en absoluto. Cuando está a punto de hacerlo, el síndico
(siempre bienvenida la presencia de Sir Derek Jacobi, ese enorme actor inglés)
le entrega un misterioso artefacto de madera que semeja un artilugio para armar,
última voluntad de su progenitor. A partir de allí, la joven heredera se
sumergirá en una extraña trama que le revelará la íntima obsesión de su padre,
el motivo por el que la relegó casi contra su voluntad y un enigma a resolver
con el suficiente gancho para que tanto Lara como nosotros queramos seguir
adelante. Pero ella no ha firmado todavía (se apropia del artefacto sin cumplir
con el requisito legal) y para emprender el viaje que puede revelarle la verdad
necesita dinero, así que acude a una casa de empeño para negociar un valioso dije
que le obsequió su padre. La escena, desopilante, es una de las primeras
satisfacciones que brinda el filme, y pueden creerme que no desentona en
absoluto con el resto de la trama. Habrá una perlita de yapa con Alan, el
insufrible joyero, casi al final de la peli, un bonus track más que aplaudido. Pero es en este punto de la historia
donde las cosas usualmente se echan a perder, cuando todos los lugares comunes
de la galaxia se alinean con una catarata de f/x digitales infumables, amén de
una resolución siempre forzada y carente de la menor coherencia y credibilidad.
Bueno, no pasa así con Tomb Raider 2018. A partir del viaje
a Hong Kong, donde Lara espera encontrar una pista decisiva acerca del paradero
de su padre, la aventura mantiene una saludable plausibilidad y un desarrollo
satisfactoriamente verosímil. El derrotero de la protagonista obedece a la
íntima necesidad de obtener respuestas más que a un espíritu heroicamente
deportivo. Sabiendo qué le ocurrió a su progenitor, por qué entregó su vida por
una causa indescifrable, Lara espera hacer las paces con su recuerdo, con el
pasado, y —por qué no— consigo misma. El espléndido guión de Geneva
Robertson-Dworet y Alaistar Siddons (sobre una ida original de Evan Daugherty y
la propia Robertson-Dworet) señala este hecho con absoluta claridad pero
también con total naturalidad, porque nada está subrayado ni exagerado en esta
sólida producción. Por motivos que no adelantaremos, Lara se une a Lu Ren
(Daniel Wu) para intentar llegar a una misteriosa isla en el Pacífico, en la
que cree murió su padre. Su barco literalmente se estrella contra los arrecifes
de la isla en medio de un tifón nocturno, secuencia que en otras manos hubiera
recibido un tratamiento a toda pirotecnia, un festival de efectos digitales y
heroicidades propias de superhombres. Pero tanto el guión como la férrea
dirección de Roar Uthaug, de quien no sabíamos nada hasta ahora, evita
olímpicamente todos los lugares comunes del género y le otorga organicidad,
balance y credibilidad al relato.
Por supuesto que en
la isla se cuecen habas, y Lara cae en manos de Mathias Vogel (Walton Goggins),
un villano de temer —es cierto— pero que también presenta idéntica
característica que el resto de los personajes, resulta creíble y nunca risible.
Su Mathias está harto de buscar cierta tumba, odia ese pedazo de roca en el
océano y si no fuera porque trabaja para personas más despiadadas que él mismo,
tal vez ya se habría largado de allí sin pensarlo dos veces. Lara Croft le
trae, sin saberlo, la clave que le faltaba para concluir su búsqueda y no
dejará pasar la oportunidad de coronar su empresa. A partir de este punto llega
el momento de la verdad, el clímax que o bien echará todo por tierra o se alzará
con el trofeo a la aventura del año. Afortunadamente, sucederá lo segundo. Eso
no significa que no vayamos a asistir a peripecias que nos resultan bien
familiares, por el contrario, Tomb Raider se toma bien en serio su
herencia y se lanza a una búsqueda del tesoro (de hecho, una
tumba) con toda la salsa, sin que falten pruebas mortales, trampas ancestrales,
enigmas a resolver con la soga al cuello y el piso que —literalmente—
desaparece bajo tus pies. Si, todo eso está, pero al igual que en la secuencia
inicial de Los Cazadores del Arca Perdida (1981, S. Spielberg), cuando
Indy va por el ídolo dorado, o en Indiana Jones y la Última Cruzada
(1989, Spielberg), cuando el héroe sortea las trampas para acceder a la cámara
del Cáliz Sagrado, Lara intenta echar mano de sus conocimientos, sus
habilidades y su intuición, con un espíritu genuinamente lúdico y hasta auto
paródico, de sana desmitificación, algo que no veíamos hace rato en las
pantallas. Aquí tengo que parar la pelota y adelantarme a las críticas que de
seguro se le hicieron en Enero último, en ocasión de su estreno. No he leído
ninguna (ya les dije que esta peli no estaba en mi bitácora ni por asomo), pero
no tengo que ser Horangel para adivinar el contenido. Las acusaciones por falta
de originalidad deben haber llovido como sapos. Y si existieron, fueron
injustas. Para que ustedes me entiendan se los graficaré con una saga de la que
soy un sufrido fan, la de James Bond 007. Tanto jodieron con eso de que cada
película era igual a la anterior, que los gadgets de Bond eran cada vez más
increíbles, que la fantasía superaba a la credibilidad, que ahí lo tienen: una
tarde Barbara Bróccoli se encajetó
con Danielito Craig —que es menos Bond que Silvio Soldán— le armó un tipo de
historia bien calcada de Jason Bourne y la disfrazó de ‘realismo dramático de espionaje’. ¿El resultado? Cuatro filmes que
sepultaron al verdadero Bond, con un protagonista psicológicamente inestable,
tendencias suicidas, oscuramente violento, sin humor ni sofisticación, y un
resultado inexorable: está el nombre, está el número, pero James Bond brilla
por su ausencia.
Porque como lo señalaba Roger Ebert hace muchos años, cierto tipo de argumentos (los de 007, por caso) son como los cuentos Kabuki japoneses, relatos ceremoniales antiquísimos en los que siempre se narraba la misma historia, pero sustituyendo en cada ocasión los nombres de los personajes principales, las locaciones en que acaecen los eventos y pocos detalles más. Quiero decir que no se le puede pedir a una película acerca de cazadores de tumbas y/o tesoros que no haya ni tumbas, ni tesoros ni búsquedas frenéticas. Porque de eso trata el cuento. Un ejemplo claro de esto es Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal, una absoluta bazofia que echó por tierra con el hermoso recuerdo que teníamos del célebre arqueólogo. El problema no es la búsqueda de la ciudad perdida centroamericana, ni las trampas y vicisitudes por las que pasan los protagonistas, sino el esperpéntico guión del chapucero serial David Koepp, basado a su vez en una ¿idea? de ese adicto al autoboicot que es George Lucas, un tipo que consagró su vida a petardear y hacer mierda sus mejores ideas del pasado. Bueno, ahí tienen. Y por si no queda claro, veíamos cada semana un episodio de MacGyver para descubrir cómo salía de un entuerto con apenas una navaja suiza y su ingenio. Sin repetición de esquemas jamás habría existido esa serie, en ello se basaba su encanto. O Brigada A, que si no tenía a Mr. T construyendo algún artilugio mecánico en cada envío nos sentíamos ferozmente defraudados. El tema es cuan bien se mezclan los ingredientes de siempre, con cuanta originalidad se concibe el nuevo cóctel, para que su sabor parezca novedoso a pesar de estar elaborado con los licores de siempre. Es en este punto donde Tomb Raider nos ha dejado fascinados y satisfechos: los condimentos están y son los de siempre, pero la salsa resultante es tan sabrosa como adictiva.
Porque como lo señalaba Roger Ebert hace muchos años, cierto tipo de argumentos (los de 007, por caso) son como los cuentos Kabuki japoneses, relatos ceremoniales antiquísimos en los que siempre se narraba la misma historia, pero sustituyendo en cada ocasión los nombres de los personajes principales, las locaciones en que acaecen los eventos y pocos detalles más. Quiero decir que no se le puede pedir a una película acerca de cazadores de tumbas y/o tesoros que no haya ni tumbas, ni tesoros ni búsquedas frenéticas. Porque de eso trata el cuento. Un ejemplo claro de esto es Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal, una absoluta bazofia que echó por tierra con el hermoso recuerdo que teníamos del célebre arqueólogo. El problema no es la búsqueda de la ciudad perdida centroamericana, ni las trampas y vicisitudes por las que pasan los protagonistas, sino el esperpéntico guión del chapucero serial David Koepp, basado a su vez en una ¿idea? de ese adicto al autoboicot que es George Lucas, un tipo que consagró su vida a petardear y hacer mierda sus mejores ideas del pasado. Bueno, ahí tienen. Y por si no queda claro, veíamos cada semana un episodio de MacGyver para descubrir cómo salía de un entuerto con apenas una navaja suiza y su ingenio. Sin repetición de esquemas jamás habría existido esa serie, en ello se basaba su encanto. O Brigada A, que si no tenía a Mr. T construyendo algún artilugio mecánico en cada envío nos sentíamos ferozmente defraudados. El tema es cuan bien se mezclan los ingredientes de siempre, con cuanta originalidad se concibe el nuevo cóctel, para que su sabor parezca novedoso a pesar de estar elaborado con los licores de siempre. Es en este punto donde Tomb Raider nos ha dejado fascinados y satisfechos: los condimentos están y son los de siempre, pero la salsa resultante es tan sabrosa como adictiva.
En cuanto a los
rubros técnicos, son tan buenos como de costumbre en estas producciones, pero
hay que destacar especialmente la fotografía de George Richmond, quien hace una
sabia utilización de la luz para lograr matices sorprendentes y una permanente
sensación de autenticidad en la acción y los ambientes. Cuando hay CGI en
pantalla casi no se nota, porque el cuidado trabajo de este operador le otorga
una pátina verista a la imagen, así como se destaca superlativamente en las
extensas secuencias dentro de la colina, en plena búsqueda de la tumba
misteriosa. No hay artificialidad en estas tomas, ni tampoco una iluminación
directa o plana; al contrario, su trabajo recuerda al del lamentablemente
fallecido Andrew Lesnie, quien obró maravillas en las trilogías de El
Señor de los Anillos y El Hobbit. (Recuerden la iluminación
de la larga secuencia en las minas de Moriah, de “La Comunidad del Anillo”).
Por lo demás, el rubro actoral destaca por la homogeneidad de su buen hacer.
Dominic West, habitual villano (John Carter), cambia ahora de registro y compone a un exacto Richard Croft, mucho
más humano que la macchieta que componía Jon Voigt en la cinta original; Walton
Goggings —ya lo adelantamos— presenta a un enemigo formidable pero anclado en
la realidad, sin esas ampulosidades teatrales tan en boga, y la siempre
seductora Kristin Scott-Thomas (El Paciente Inglés/ Cuatro
Bodas y un Funeral/ Loca por las Compras) aporta
sutileza y personalidad para un rol que —por lo que se ve en el epílogo— tendrá
más que decisivas injerencias en futuras secuelas, un personaje particularmente
ambiguo. Y claro está, por último la diosa Alicia Vikander, quien es la
auténtica ganadora de esta batalla contra los fantasmas del pasado, ya que es
la genuina responsable de creerse al personaje, dotarlo de carnalidad y
humanidad, y además convertir a esta producción en una gratísima sorpresa que
—por fin— hace tabla rasa de sus vergonzantes antecedentes para construir una
nueva y refrescante mitología. Con ella de bastonera, un clímax y una
resolución tan creativas como disfrutables, y una dirección integral de enorme
mérito, el nuevo milenio cuenta ahora con una heroína fascinantemente atractiva que viene a reclamar su lugar en medio de
un panteón exclusivamente ‘testosterónico’.
Vogel, el villano de la trama |
Y bien, les aseguro
que me miro al espejo y no lo puedo creer, ¿yo escribiendo una crítica
laudatoria para Tomb Raider...? Si; como lo dije antes: ver para creer y vivir para
contar. Todo es posible; desde descargar una película apenas para
fantasear un rato con su protagonista, hasta toparse con una de las mejores
aventuras clásicas de la última década. Porque eso es Tomb Raider 2018, una
espléndida aventura bien moderna pero a la vez old-fashioned, dueña de sus propios recursos narrativos y tan deliciosamente
pasatista como lo fueron sus más ilustres antecesoras (Las Minas del Rey Salomón,
1950 /La Isla del Tesoro, 1950), una bienvenida vuelta de tuerca a lo
que antes había sido apenas un videogame glorificado para ver atiborrados de popcorn. Luego, cuando se enciende la
luz, todo se esfuma en un segundo; pero la sonrisa que esta Lara Croft te
dibuja en el rostro dura bastante más que los 117 minutos que insume verla en
pantalla. Háganme caso y dedíquenle una noche. No saldrán defraudados. Tomb
Raider tiene con qué callarle la boca al más criticón. Y si no, se la
cerramos con un buen fatay de Claudio, el
Rey. Y ahora que lo pienso, le hice demasiada publicidad. ¿Para cuando una docenita de cortesía,
Claudito!!!!?.-
Jajajaja, Claudio el Rey del Fatay, me muero!!!!
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