Por Leonardo Tavani
Calificación: Muy Buena ★★★★
Cobra Kai (Ídem) EE UU, 2018.
En 1984, en ocasión
de su estreno, el gran crítico Roger Ebert escribía que no deseaba en absoluto
ver The
Karate Kid. Cuenta que le echó una mirada al título y de inmediato
pensó que se trataba de (a) una secuela de Toenails
of Vengeance (sic en el
original), o (b) una aventura tipo Ricky Schroder contra el Megaloth Man (sic). “I was completely wrong”, dice al final de la frase. No hace
falta traducción. En Argentina el filme se estrenó al año siguiente, principios
de 1985, y los que sí fuimos con ganas a verla teníamos (como este humilde
escriba) 16 años. O algo menos. O apenas poco más. Y a esa edad íbamos a ver
cualquier cosa que en su título contase con expresiones como “karate”, “kung-fu”, “combat” o “killer”. Lo que no imaginábamos, a igual
que Ebert, es que nos toparíamos con la más conmovedora, movilizante y a la vez
divertida, atrapante y vibrante historia de amistad como pocas veces se había
visto antes.
Los amigos provenían de mundos diferentes; Daniel LaRusso era un pibe huérfano de padre, sin un mango y con una madre buenísima pero algo cabeza fresca, que lo saca de su New Jersey natal para llevarlo a Los Ángeles, en donde la espera un empleo mediocre. En California las cosas serán diferentes. Aunque a Daniel no le cuesta hacer amigos, en la capital del sol las diferencias de clase se notan. Y te las hacen notar. A Ali, una piba linda y con papis platudos, le simpatiza Daniel de inmediato, pero ella acaba de romper con Johnny —el winner arrogante y agresivo de la secundaria— quién se las agarra con el recién llegado hasta casi matarlo en dos ocasiones. Ocurre que Johnny y sus amigotes son la crema del dojo “Cobra Kai”, donde más que karate se enseña intolerancia, violencia y segregación, todo cortesía de su sensei, el ex sargento Kreese, un veterano de Vietnam perturbado y agresivo. Y aquí aparece la otra mitad de esta improbable amistad, el Sr. Miyagui, un japonés discreto y observador que es portero y ordenanza del condominio al que van a vivir madre e hijo. Cuando le salve la vida a Daniel durante el ataque más brutal de todos, este anciano aparentemente inofensivo se revelará como un genuino maestro en artes marciales; y un maestro de la vida, que no es poco. A partir de allí se involucrará casi sin quererlo en la vida de este chico, que no alcanza a encontrar su lugar por una razón bien sencilla, aún carece de balance y equilibrio. Que a esa edad nos faltaba a todos (y a algunos quizás todavía hoy), pero claro que con un mentor de ese calibre hay que ser muy burro para errarle al vizcachazo!!!
Miyagui empezará por lo más simple: “karate aquí; karate aquí; karate nunca aquí!”. Y al decirlo señala consecutivamente su cabeza, su corazón y por último su vientre. La metáfora es tan clara como el sol, pero el brillante guión de Robert Mark Kamen tuvo la sensibilidad e inteligencia suficientes como para ilustrar seres humanos genuinos y no macchietas, así que el bueno de Daniel —por muy vivo que se crea— no entenderá nada. Al menos no entonces; a la larga, y después de mucha paciencia oriental, lo comprenderá casi todo. Del otro lado, lógicamente, no habrá lecciones edificantes; Kreese solo enseña a ganar sin importar el modo, a humillar al prójimo —al que se entiende apenas como enemigo— y a tomar lo que se desea sin considerar el costo ni los métodos a emplear. El resto es historia, que en manos de un artesano con el talento del ya fallecido John G. Avildsen (Rocky, 1976/ The Power of One, 1992) dejó una marca indeleble en un par de generaciones que han amado (¡¡que amamos!!!) este filme.
Los amigos provenían de mundos diferentes; Daniel LaRusso era un pibe huérfano de padre, sin un mango y con una madre buenísima pero algo cabeza fresca, que lo saca de su New Jersey natal para llevarlo a Los Ángeles, en donde la espera un empleo mediocre. En California las cosas serán diferentes. Aunque a Daniel no le cuesta hacer amigos, en la capital del sol las diferencias de clase se notan. Y te las hacen notar. A Ali, una piba linda y con papis platudos, le simpatiza Daniel de inmediato, pero ella acaba de romper con Johnny —el winner arrogante y agresivo de la secundaria— quién se las agarra con el recién llegado hasta casi matarlo en dos ocasiones. Ocurre que Johnny y sus amigotes son la crema del dojo “Cobra Kai”, donde más que karate se enseña intolerancia, violencia y segregación, todo cortesía de su sensei, el ex sargento Kreese, un veterano de Vietnam perturbado y agresivo. Y aquí aparece la otra mitad de esta improbable amistad, el Sr. Miyagui, un japonés discreto y observador que es portero y ordenanza del condominio al que van a vivir madre e hijo. Cuando le salve la vida a Daniel durante el ataque más brutal de todos, este anciano aparentemente inofensivo se revelará como un genuino maestro en artes marciales; y un maestro de la vida, que no es poco. A partir de allí se involucrará casi sin quererlo en la vida de este chico, que no alcanza a encontrar su lugar por una razón bien sencilla, aún carece de balance y equilibrio. Que a esa edad nos faltaba a todos (y a algunos quizás todavía hoy), pero claro que con un mentor de ese calibre hay que ser muy burro para errarle al vizcachazo!!!
Daniel y Miyagui en el filme original |
Miyagui empezará por lo más simple: “karate aquí; karate aquí; karate nunca aquí!”. Y al decirlo señala consecutivamente su cabeza, su corazón y por último su vientre. La metáfora es tan clara como el sol, pero el brillante guión de Robert Mark Kamen tuvo la sensibilidad e inteligencia suficientes como para ilustrar seres humanos genuinos y no macchietas, así que el bueno de Daniel —por muy vivo que se crea— no entenderá nada. Al menos no entonces; a la larga, y después de mucha paciencia oriental, lo comprenderá casi todo. Del otro lado, lógicamente, no habrá lecciones edificantes; Kreese solo enseña a ganar sin importar el modo, a humillar al prójimo —al que se entiende apenas como enemigo— y a tomar lo que se desea sin considerar el costo ni los métodos a emplear. El resto es historia, que en manos de un artesano con el talento del ya fallecido John G. Avildsen (Rocky, 1976/ The Power of One, 1992) dejó una marca indeleble en un par de generaciones que han amado (¡¡que amamos!!!) este filme.
Pero volvamos al
presente. Es sabido que la industria del cine y la tevé yanqui ha sido
literalmente invadida por la generación de los ‘80s, que viene ocupando
posiciones de poder desde hace cerca de 12 o 15 años. Es una conclusión lógica
no solo del natural envejecimiento de los otrora altos ejecutivos (los que
quedan, como Harvey Weinstein, están yendo
en cana por degenerados), sino que aquella se vio altamente influenciada
por un cine inolvidable y una tele entrañable, que motivaron y movilizaron
vocaciones a granel. Y esa fue la época, además, en que se multiplicaron las
escuelas de cine, las academias de producción, los talleres de guión. Incluso
en Argentina se dio este fenómeno; y si no, averigüen la edad de los cineastas
que ruedan actualmente, o la de quienes conducen los destinos de las
productoras más prolíficas, tipo Underground
o Pol-Ka. Victoria Alonso —platense
de nacimiento— es incluso más joven y ha llegado al puesto de productora
ejecutiva de Marvel Studios; de La Plata a Hollywood casi sin escalas. Pues
bien, a esa precisa generación pertenecen los productores y guionistas Hayden Schlossberg y Jon Hurwitz,
quienes se han encargado de traer al presente a los dos personajes que se
enfrentaban en el combate final de The Karate Kid, Daniel LaRusso y
Johnny Lawrence. Aunque las dos secuelas inmediatas del filme (ambas dirigidas
por Avildsen) se ocuparon —a modo de prólogo— de ilustrar lo que les pasaba a
Johnny y el resto de los Cobra Kai a la salida del torneo, no es menos cierto
que ello fue apenas un vistazo, un atisbo para remarcar la oscuridad espiritual
y moral del falso sensei Kreese. Pero está claro que —para los fans— siempre
quedó en el aire la pregunta del millón, ¿qué
les pasó a estos pibes cuando dejaron de serlo? ¿Cómo les fue en la vida? Y bien, no solo nosotros nos hicimos esa
pregunta. Un grupito de cuarentones
largos, con un cierto lugarcito en la industria, también se la planteó. Y
con mucho empeño, bastante convicción y no poca suerte, lograron lo imposible:
Johnny y Daniel están de vuelta. Con 34 años más a cuestas; con muchas derrotas
uno, con varias victorias el otro; con rencores apenas disimulados y con muchas
cuentas para saldar, no es el cine —esta vez— el que los recibe de vuelta, sino
la tevé on demand. El reto era
superlativo, porque había mucho para perder y se contaba con apenas unas pocas
chances de éxito. Todo podía convertirse en un pastiche asquerosamente comercial
y decadente, incluso peor que aquel intento desangelado por empardar a Miyagui
(Noriyuki ‘Pat’ Morita) con una nueva
aprendiz, una muy joven Hilary Swank (The Next Karate Kid, 1994;
Christopher Cain). Además, en el filme original el personaje de Johnny —aunque
bien delineado por el guión— servía apenas de excusa para que Daniel tenga un
oponente reconocible tanto en la rivalidad por Eli (Elizabeth Shue) como en el
karate, área en la que el muchacho encarnaba la mala enseñanza de Kreese;
aunque también es cierto que hacia el final (cuando el sensei le ordena quebrar
ilegalmente la pierna de LaRusso) Johnny advertía horrorizado el desvío moral
de su maestro. Entonces, ¿acaso la nostalgia lo excusa todo? ¿O se trata nada
más que de un pingüe negocio? Pues bien, finalmente —y luego de muchas idas y
venidas— Cobra Kai es un hecho. Estrenada en el servicio on demand de Youtube, sus apenas 10
episodios de media hora de duración nos dejan con ganas de más y un sabor muy
bueno en la boca. Los astros se alinearon y la cosa cobró sentido. Acompáñennos
a dilucidar el por qué.
Cobra
Kai, ustedes lo saben, era el nombre del desaparecido dojo del ex
sargento Kreese. Que ese sea el título de esta mini serie resulta por demás
explícito; esta vez, el eje del relato no será Daniel LaRusso, sino su viejo
archirival, Johnny Lawrence, el mejor alumno de Kreese. Y resulta una
genialidad, una bienvenida vuelta de tuerca que torna al relato tan atrapante
como adictivo. Ocurre que el tiempo no pasó tan solo para nosotros, los
espectadores, sino también para ellos, los actores. Para ellos y para sus
criaturas de ficción, personajes que a la larga se han convertido en una
mochila de plomo. Entiéndase: mucho más que buen humor, hay que tener el ego bien
domeñado a la hora de reírse no tanto del rol que te dejó marcado, sino de tu
propia carrera como actor; ya que ni Zabka ni Macchio consiguieron carreras
posteriores a la altura de aquel fenómeno. Por ello, ficción y realidad se
entrecruzan misteriosamente en esta magnífica producción que arranca de modo
categórico: el otrora ganador John Lawrence es hoy día un fracasado alcohólico,
sin estudios ni trabajo digno, sin un dólar, divorciado en malos términos y con
un hijo adolescente al que prácticamente ha abandonado. Vive ahora en Reseda,
la zona pobretona de L.A. en donde antes vino a residir el adolescente Daniel,
y apenas si le queda un auto de colección que parece haber estado en la Franja
de Gaza. Se lleva mal con todo el mundo —eso si aceptamos que le dirige la
palabra a alguien— y no conserva ningún empleo mucho más allá de una semana.
Tiene un vecino adolescente de origen mexicano, que para él representa lo más
bajo en la escala zoológica. El chico es víctima del más cruel bullying, ese
que el adolescente Johnny practicaba tan bien con los demás, y una noche se
verá malamente forzado a defenderlo de sus agresores. La vida de Johnny está de
cabeza y el fantasma de aquel campeonato de karate de 1984 lo acosa todo el
tiempo. Para colmo de males, a Daniel LaRusso las cosas le han ido de perlas y
su rostro aparece a cada rato en tevé, sonríe desde enormes anuncios callejeros
y promociona su éxito en radio, porque ocurre que es el exitoso dueño de una
red de concesionarias de coches de lujo, una pesadilla para el looser de Johnny.
Todo el relato se
estructura a partir del personaje de William Zabka, que si bien no es el
discípulo de Shakespeare cuando menos demuestra una convicción y una honestidad
actoral admirables. Realmente uno se cree sus problemas y logra empatizar con
el personaje a pesar de que resulta ser un tipo despreciable. En la peli del
’84 tan solo se sugería que su familia tenía dinero y poco más; pero ahora los
productores de la serie expanden su historia y le dan un giro muy interesante.
Sin padre desde muy pequeño, su madre se casa con un millonario intolerante
motivada más por darle una buena vida a su vástago que por genuino amor de
pareja. Ella morirá pronto, y su padrastro apenas si lo sostendrá con algo de
dinero pero sin brindarle jamás un ápice de amor o comprensión. Por esa causa,
para Johnny Kreese resultó ser el único individuo que le prestó atención
brindándole un espacio de contención, a pesar de lo erradas que fueron sus
enseñanzas, y por eso mismo no puede evitar repetir los mismos errores y
aplicar las mismas categorías de pensamiento que le imprimió a fuego su antiguo
sensei. Todo lo contrario de Daniel, cuyas raíces se afirman en la sabiduría
del Sr. Miyagui, una luminosa escuela de vida difícil de ignorar. La serie
traza un interesante paralelismo con la película y las vidas presentes de sus
protagonistas. LaRusso, por su parte, está felizmente casado y tiene dos hijos,
una bonita adolescente que está a punto de perder su esencia en pos de seguir a
la chica “popular” de la secundaria
—una arpía discriminadora, elitista y superficial— y un pibe algo menor,
hinchado de hidratos de carbono e incapaz de soltar su iPad siquiera por un
segundo. Su negocio marcha sobre ruedas, se ha hecho millonario con su propio
esfuerzo, pero el segundo episodio lo muestra bastante cerca de la imbecilidad
propia de un nuevo rico sin sustancia. Pero Daniel tiene buenas raíces, como
las de esos bonsáis que Miyagui trabajaba con amor y paciencia infinita. Ahora
los obsequia a cada cliente como una marca de la casa, y ese gesto suena más a
banalidad que a homenaje. Pero la aparición en su vida de Johnny, quien viene a
demostrar que los viejos rencores nunca se extinguen, disparará en Daniel la
necesidad —algo tardía, es cierto— de retornar a las fuentes. Que no son otra
cosa que las enseñanzas de su maestro.
Ahora bien, un poco
a la fuerza, otro poco por dudosa convicción, Johnny tomará a Miguel, su
vecino, como alumno de karate. Reabrirá el dojo de su viejo sensei como una
forma de retomar el control sobre su vida, pero no le será nada fácil. Como si
de Montescos y Capuletos se tratara, los destinos de todos se cruzarán en la
misma Preparatoria del filme original. Allí se mezclan los hijos de padres con
dinero, como la primogénita de Daniel, con otros como el propio Miguel, pobre y
con madre y abuela inmigrantes. Pero a los adultos no les importará en absoluto
el origen racial o económico de novios y amigos, sino los lazos simbólicos que se
establecen entre ellos, que aquí pesan más que el plomo. Ser el aprendiz del
eterno rival parece algo más revulsivo que el vitriolo, y a la inversa, que un
hijo despreciado trabaje para el enemigo
y a la vez sea entrenado por este, causa peores furias que las de los antiguos
Titanes. A través del paso de los episodios —breves, intensos, precisos como
incisión de cirujano— los otrora adolescentes demuestran mucha menos madurez
que la esperable. En muchos aspectos no han crecido en absoluto, y eso se
advierte incluso en pasajes que no tienen directamente que ver con los
contendientes, tales como la visita de Daniel a la concesionaria de su más
ácido competidor. Ofuscado por la reaparición en su vida de Johnny, LaRusso se
comporta más como un púber caprichoso que como un empresario serio y
responsable. Por el lado de Lawrence las cosas no serán mejores. El improvisado
sensei irá tratando de emparchar agujeros al tiempo que lidiará con nuevos
alumnos, todos ellos nerds y
perdedores que han descubierto cómo la auto-defensa puede evitarles el bullying
perpetuo. Pero Johnny no es Miyagui; por mucho que lo intente, y puesto que lo
único que ha aprendido en la vida son aquellas lecciones envenenadas de Kreese,
son esas mismas malas enseñanzas las que —lamentablemente— les transmitirá a
sus entrenados. No tiene malas intenciones, pero nada bueno puede surgir de un
lema marcado a fuego que reza “golpea primero, golpea más fuerte, no tengas
piedad”. Sus estudiantes son jóvenes vulnerables y cada uno encajará
dichas enseñanzas como pueda, incluso al límite de que se dañe alguna frágil
personalidad. Por contrapartida, Daniel —que intenta recapturar la sabiduría
olvidada— tomará casi por azar a un peculiar estudiante, uno que tiene aviesas
intenciones en un principio, pero que sin embargo depondrá las armas a causa de
la implícita nobleza de su sensei. Y es que LaRusso, aunque por momentos se vea
algo contaminado por la sociedad de hiper-consumo y alta superficialidad que lo
rodea, mantiene sin embargo una conexión permanente con el pibe de Newark, más
pobre que una laucha, que alguna vez fue. Su alumno observará la dinámica de
esa casa —lujosa, intimidante para él— y advertirá rápidamente que esas son
simplemente personas, por mucho dinero que tengan; incluso las respuestas insolentes
del hijo menor hacia su padre hacen que este muchacho valore más a su maestro.
Como ocurría en la
película en que se basa, las tensiones íntimas de estos personajes se
resolverán en parte en el torneo de karate de All Valley. La competencia será
de nuevo una metáfora de la evolución interior de estas criaturas. Claro que lo
más interesente será el cómo se llega hasta allí, un clímax al que se arriba a
partir de múltiples peripecias que los protagonistas irán sorteando. En un
episodio, por ejemplo, parece que los viejos rivales van a pelear —finalmente—
a mano limpia, sin embargo se establecerá una breve tregua que concluirá —de
manera sorprendentemente orgánica y creíble— con ambos emborrachándose en un
bar y rememorando sus vidas. Allí Johnny descubrirá que Daniel tampoco tenía
padre y que incluso era más pobre de lo que aparentaba, y que Miyagui
representó para el chico una figura paterna sustituta, como para él mismo lo
había sido el violento Kreese. Es como si advirtieran, en medio de la nube de
alcohol, que a fin de cuentas tienen más cosas en común de las que están dispuestos
a admitir. Ya apuntamos antes que Zabka realiza un muy buen trabajo en la piel
de Johnny, pero no debemos olvidar a Ralph Macchio —cuya carrera ha ido a los
tumbos— quien aporta el punto justo de expresividad para que resulte bien
creíble su personaje. Se nota que lo quiere, que nunca le ha pesado su carga
simbólica y que lo conoce a la perfección. Esto se trasluce incluso en el
aspecto físico, puesto que Macchio es bastante mayor que Zabka, sin embargo
luce espléndidamente bien, de modo que ambos parecen realmente contemporáneos.
(Ralph Macchio nació el 4 de noviembre de 1962, pero fue elegido para el papel
porque le calzaba como un guante y además lucía bastante más joven. Lo mismo
Elisabeth Shue, quien nació el 6 de octubre de 1963 pero todavía se veía como
adolescente).
Ahora, ¿tiene Cobra Kai algunas
debilidades? Si, las tiene; pocas, pero visibles. La primera de ellas deviene
del propio formato elegido. Los episodios,
aproximadamente de 26 minutos cada uno, resultan un acierto narrativo
verdaderamente encomiable; pero ese mismo corsé obliga a un avance
excesivamente rápido en ciertas áreas, tales como el progreso de los entrenados
por Johnny: en cuestión de un par de episodios ya son los “Viuda e Hijos de Chuck Norris”,
cuando se supone que es en un filme donde se apela a las elipsis más abruptas,
por una cuestión obvia de duración y multiplicación de subtramas que atender.
En una nota personal, uno de nuestros más queridos amigos nos lo hacía notar en
una charla telefónica acerca de la serie, puesto que ese detalle se hace muy
evidente en varios pasajes claves de la trama. También sucede con las idas y
vueltas sentimentales de los personajes más jóvenes, que se resuelven con un
cierto trazo grueso. De todos modos se trata de una objeción menor, y una que
no impide en absoluto el disfrute de la serie en su totalidad. Otra observación
—quizás más personal, propia del gusto de este crítico— se refiere a un par de
peleas que protagonizan los estudiantes, particularmente aquella en que Miguel
vence sus temores y se impone ante sus agresores. Sucede en el comedor de la
escuela y presenta una coreografía poco creíble, propia de un filme de Jet Li o
Jason Statham, la que no se condice ni con The Karate Kid (allí el coreógrafo y
asesor técnico fue el talentoso Pat E. Johnson, amigo y discípulo de Chuk
Norris, quien a su vez tuvo un cameo
como el referee principal del torneo), ni con el espíritu general de la
historia, anclada en el más estricto realismo. Pero una vez más insistimos en
la nimiedad de la objeción, un prurito propio de puristas. No hay que olvidar
que aunque el envío está genuinamente destinado a nosotros, carcamanes de entre
45 y 55 años que disfrutamos aquel filme en salas que ya no existen, también se
ve obligado a atrapar a espectadores más jóvenes, que son los que naturalmente
disfrutan con los sistemas de streaming y pagan (una gran parte al menos) por
ello. Por eso mismo tienen tanto lugar los personajes adolescentes, que si bien
obedecen a una clara razón de ser (no olvidemos que la rivalidad entre Daniel y
Johnny se traslada metafóricamente a sus respectivos hijos y estudiantes),
también representan un claro anzuelo para pescar en una pecera un tanto más
amplia.
Macchio y Zabka en un aparición publicitaria |
Para concluir esta
review, debemos apuntar un hecho notable que ennoblece este producto más allá
de cualquier obvia intención pecuniaria. Al menos para nosotros —sus legítimos
destinatarios— la serie justifica ampliamente su razón de ser y presenta una
organicidad narrativa y temática admirable. A pesar de las poquísimas observaciones
que acabamos de plantear, apenas de forma, Cobra Kai adquiere status y entidad
propias, se percibe creíble y —por qué no— necesaria.
Necesaria, porque apenas arranca el episodio piloto se enciende inmediatamente
la necesidad del espectador por conocer el pasado y el presente de estos
personajes. Descubrir “qué les pasó”
a posteriori de The Karate Kid, se convierte en una incógnita que de algún modo
nos interpela a nosotros mismos. Es como si tanto productores como espectadores
nos uniéramos en un juego de espejos virtuales para plantearnos una misma
pregunta: ¿qué hicimos con nuestras vidas
desde entonces? ¿En que acabaron los
valores que aprendimos cuando adolescentes? No es poca cosa para un
producto que por sobre todo entretiene, divierte y permite pasar un buen rato.
Los menores de 40 pirulos también están invitados, pero ¡cuidado!, porque esta
vez —esta fucking vez— nos toca a
nosotros. Y no la vamos a dejar pasar.-
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