COBRA KAI: “Karate Kid” 34 años Después

Por Leonardo Tavani
Calificación: Muy Buena ★★★★
Cobra Kai (Ídem) EE UU, 2018.
Serie de Tevé presentada por Youtube on demand
10 episodios de 30 minutos.
            En 1984, en ocasión de su estreno, el gran crítico Roger Ebert escribía que no deseaba en absoluto ver The Karate Kid. Cuenta que le echó una mirada al título y de inmediato pensó que se trataba de (a) una secuela de Toenails of Vengeance (sic en el original), o (b) una aventura tipo Ricky Schroder contra el Megaloth Man (sic). “I was completely wrong”, dice al final de la frase. No hace falta traducción. En Argentina el filme se estrenó al año siguiente, principios de 1985, y los que sí fuimos con ganas a verla teníamos (como este humilde escriba) 16 años. O algo menos. O apenas poco más. Y a esa edad íbamos a ver cualquier cosa que en su título contase con expresiones como “karate”, “kung-fu”, “combat” o “killer”. Lo que no imaginábamos, a igual que Ebert, es que nos toparíamos con la más conmovedora, movilizante y a la vez divertida, atrapante y vibrante historia de amistad como pocas veces se había visto antes.
Los amigos provenían de mundos diferentes; Daniel LaRusso era un pibe huérfano de padre, sin un mango y con una madre buenísima pero algo cabeza fresca, que lo saca de su New Jersey natal para llevarlo a Los Ángeles, en donde la espera un empleo mediocre. En California las cosas serán diferentes. Aunque a Daniel no le cuesta hacer amigos, en la capital del sol las diferencias de clase se notan. Y te las hacen notar. A Ali, una piba linda y con papis platudos, le simpatiza Daniel de inmediato, pero ella acaba de romper con Johnny —el winner arrogante y agresivo de la secundaria— quién se las agarra con el recién llegado hasta casi matarlo en dos ocasiones. Ocurre que Johnny y sus amigotes son la crema del dojo “Cobra Kai”, donde más que karate se enseña intolerancia, violencia y segregación, todo cortesía de su sensei, el ex sargento Kreese, un veterano de Vietnam perturbado y agresivo. Y aquí aparece la otra mitad de esta improbable amistad, el Sr. Miyagui, un japonés discreto y observador que es portero y ordenanza del condominio al que van a vivir madre e hijo. Cuando le salve la vida a Daniel durante el ataque más brutal de todos, este anciano aparentemente inofensivo se revelará como un genuino maestro en artes marciales; y un maestro de la vida, que no es poco. A partir de allí se involucrará casi sin quererlo en la vida de este chico, que no alcanza a encontrar su lugar por una razón bien sencilla, aún carece de balance y equilibrio. Que a esa edad nos faltaba a todos (y a algunos quizás todavía hoy), pero claro que con un mentor de ese calibre hay que ser muy burro para errarle al vizcachazo!!!
Daniel y Miyagui en el filme original

            Miyagui empezará por lo más simple: “karate aquí; karate aquí; karate nunca aquí!”. Y al decirlo señala consecutivamente su cabeza, su corazón y por último su vientre. La metáfora es tan clara como el sol, pero el brillante guión de Robert Mark Kamen tuvo la sensibilidad e inteligencia suficientes como para ilustrar seres humanos genuinos y no macchietas, así que el bueno de Daniel —por muy vivo que se crea— no entenderá nada. Al menos no entonces; a la larga, y después de mucha paciencia oriental, lo comprenderá casi todo. Del otro lado, lógicamente, no habrá lecciones edificantes; Kreese solo enseña a ganar sin importar el modo, a humillar al prójimo —al que se entiende apenas como enemigo— y a tomar lo que se desea sin considerar el costo ni los métodos a emplear. El resto es historia, que en manos de un artesano con el talento del ya fallecido John G. Avildsen (Rocky, 1976/ The Power of One, 1992) dejó una marca indeleble en un par de generaciones que han amado (¡¡que amamos!!!) este filme.
            Pero volvamos al presente. Es sabido que la industria del cine y la tevé yanqui ha sido literalmente invadida por la generación de los ‘80s, que viene ocupando posiciones de poder desde hace cerca de 12 o 15 años. Es una conclusión lógica no solo del natural envejecimiento de los otrora altos ejecutivos (los que quedan, como Harvey Weinstein, están yendo en cana por degenerados), sino que aquella se vio altamente influenciada por un cine inolvidable y una tele entrañable, que motivaron y movilizaron vocaciones a granel. Y esa fue la época, además, en que se multiplicaron las escuelas de cine, las academias de producción, los talleres de guión. Incluso en Argentina se dio este fenómeno; y si no, averigüen la edad de los cineastas que ruedan actualmente, o la de quienes conducen los destinos de las productoras más prolíficas, tipo Underground o Pol-Ka. Victoria Alonso —platense de nacimiento— es incluso más joven y ha llegado al puesto de productora ejecutiva de Marvel Studios; de La Plata a Hollywood casi sin escalas. Pues bien, a esa precisa generación pertenecen los productores y guionistas Hayden Schlossberg y Jon Hurwitz, quienes se han encargado de traer al presente a los dos personajes que se enfrentaban en el combate final de The Karate Kid, Daniel LaRusso y Johnny Lawrence. Aunque las dos secuelas inmediatas del filme (ambas dirigidas por Avildsen) se ocuparon —a modo de prólogo— de ilustrar lo que les pasaba a Johnny y el resto de los Cobra Kai a la salida del torneo, no es menos cierto que ello fue apenas un vistazo, un atisbo para remarcar la oscuridad espiritual y moral del falso sensei Kreese. Pero está claro que —para los fans— siempre quedó en el aire la pregunta del millón, ¿qué les pasó a estos pibes cuando dejaron de serlo? ¿Cómo les fue en la vida? Y bien, no solo nosotros nos hicimos esa pregunta. Un grupito de cuarentones largos, con un cierto lugarcito en la industria, también se la planteó. Y con mucho empeño, bastante convicción y no poca suerte, lograron lo imposible: Johnny y Daniel están de vuelta. Con 34 años más a cuestas; con muchas derrotas uno, con varias victorias el otro; con rencores apenas disimulados y con muchas cuentas para saldar, no es el cine —esta vez— el que los recibe de vuelta, sino la tevé on demand. El reto era superlativo, porque había mucho para perder y se contaba con apenas unas pocas chances de éxito. Todo podía convertirse en un pastiche asquerosamente comercial y decadente, incluso peor que aquel intento desangelado por empardar a Miyagui (Noriyuki ‘Pat’ Morita) con una nueva aprendiz, una muy joven Hilary Swank (The Next Karate Kid, 1994; Christopher Cain). Además, en el filme original el personaje de Johnny —aunque bien delineado por el guión— servía apenas de excusa para que Daniel tenga un oponente reconocible tanto en la rivalidad por Eli (Elizabeth Shue) como en el karate, área en la que el muchacho encarnaba la mala enseñanza de Kreese; aunque también es cierto que hacia el final (cuando el sensei le ordena quebrar ilegalmente la pierna de LaRusso) Johnny advertía horrorizado el desvío moral de su maestro. Entonces, ¿acaso la nostalgia lo excusa todo? ¿O se trata nada más que de un pingüe negocio? Pues bien, finalmente —y luego de muchas idas y venidas— Cobra Kai es un hecho. Estrenada en el servicio on demand de Youtube, sus apenas 10 episodios de media hora de duración nos dejan con ganas de más y un sabor muy bueno en la boca. Los astros se alinearon y la cosa cobró sentido. Acompáñennos a dilucidar el por qué.
            Cobra Kai, ustedes lo saben, era el nombre del desaparecido dojo del ex sargento Kreese. Que ese sea el título de esta mini serie resulta por demás explícito; esta vez, el eje del relato no será Daniel LaRusso, sino su viejo archirival, Johnny Lawrence, el mejor alumno de Kreese. Y resulta una genialidad, una bienvenida vuelta de tuerca que torna al relato tan atrapante como adictivo. Ocurre que el tiempo no pasó tan solo para nosotros, los espectadores, sino también para ellos, los actores. Para ellos y para sus criaturas de ficción, personajes que a la larga se han convertido en una mochila de plomo. Entiéndase: mucho más que buen humor, hay que tener el ego bien domeñado a la hora de reírse no tanto del rol que te dejó marcado, sino de tu propia carrera como actor; ya que ni Zabka ni Macchio consiguieron carreras posteriores a la altura de aquel fenómeno. Por ello, ficción y realidad se entrecruzan misteriosamente en esta magnífica producción que arranca de modo categórico: el otrora ganador John Lawrence es hoy día un fracasado alcohólico, sin estudios ni trabajo digno, sin un dólar, divorciado en malos términos y con un hijo adolescente al que prácticamente ha abandonado. Vive ahora en Reseda, la zona pobretona de L.A. en donde antes vino a residir el adolescente Daniel, y apenas si le queda un auto de colección que parece haber estado en la Franja de Gaza. Se lleva mal con todo el mundo —eso si aceptamos que le dirige la palabra a alguien— y no conserva ningún empleo mucho más allá de una semana. Tiene un vecino adolescente de origen mexicano, que para él representa lo más bajo en la escala zoológica. El chico es víctima del más cruel bullying, ese que el adolescente Johnny practicaba tan bien con los demás, y una noche se verá malamente forzado a defenderlo de sus agresores. La vida de Johnny está de cabeza y el fantasma de aquel campeonato de karate de 1984 lo acosa todo el tiempo. Para colmo de males, a Daniel LaRusso las cosas le han ido de perlas y su rostro aparece a cada rato en tevé, sonríe desde enormes anuncios callejeros y promociona su éxito en radio, porque ocurre que es el exitoso dueño de una red de concesionarias de coches de lujo, una pesadilla para el looser de Johnny.
            Todo el relato se estructura a partir del personaje de William Zabka, que si bien no es el discípulo de Shakespeare cuando menos demuestra una convicción y una honestidad actoral admirables. Realmente uno se cree sus problemas y logra empatizar con el personaje a pesar de que resulta ser un tipo despreciable. En la peli del ’84 tan solo se sugería que su familia tenía dinero y poco más; pero ahora los productores de la serie expanden su historia y le dan un giro muy interesante. Sin padre desde muy pequeño, su madre se casa con un millonario intolerante motivada más por darle una buena vida a su vástago que por genuino amor de pareja. Ella morirá pronto, y su padrastro apenas si lo sostendrá con algo de dinero pero sin brindarle jamás un ápice de amor o comprensión. Por esa causa, para Johnny Kreese resultó ser el único individuo que le prestó atención brindándole un espacio de contención, a pesar de lo erradas que fueron sus enseñanzas, y por eso mismo no puede evitar repetir los mismos errores y aplicar las mismas categorías de pensamiento que le imprimió a fuego su antiguo sensei. Todo lo contrario de Daniel, cuyas raíces se afirman en la sabiduría del Sr. Miyagui, una luminosa escuela de vida difícil de ignorar. La serie traza un interesante paralelismo con la película y las vidas presentes de sus protagonistas. LaRusso, por su parte, está felizmente casado y tiene dos hijos, una bonita adolescente que está a punto de perder su esencia en pos de seguir a la chica “popular” de la secundaria —una arpía discriminadora, elitista y superficial— y un pibe algo menor, hinchado de hidratos de carbono e incapaz de soltar su iPad siquiera por un segundo. Su negocio marcha sobre ruedas, se ha hecho millonario con su propio esfuerzo, pero el segundo episodio lo muestra bastante cerca de la imbecilidad propia de un nuevo rico sin sustancia. Pero Daniel tiene buenas raíces, como las de esos bonsáis que Miyagui trabajaba con amor y paciencia infinita. Ahora los obsequia a cada cliente como una marca de la casa, y ese gesto suena más a banalidad que a homenaje. Pero la aparición en su vida de Johnny, quien viene a demostrar que los viejos rencores nunca se extinguen, disparará en Daniel la necesidad —algo tardía, es cierto— de retornar a las fuentes. Que no son otra cosa que las enseñanzas de su maestro.
            Ahora bien, un poco a la fuerza, otro poco por dudosa convicción, Johnny tomará a Miguel, su vecino, como alumno de karate. Reabrirá el dojo de su viejo sensei como una forma de retomar el control sobre su vida, pero no le será nada fácil. Como si de Montescos y Capuletos se tratara, los destinos de todos se cruzarán en la misma Preparatoria del filme original. Allí se mezclan los hijos de padres con dinero, como la primogénita de Daniel, con otros como el propio Miguel, pobre y con madre y abuela inmigrantes. Pero a los adultos no les importará en absoluto el origen racial o económico de novios y amigos, sino los lazos simbólicos que se establecen entre ellos, que aquí pesan más que el plomo. Ser el aprendiz del eterno rival parece algo más revulsivo que el vitriolo, y a la inversa, que un hijo despreciado trabaje para el enemigo y a la vez sea entrenado por este, causa peores furias que las de los antiguos Titanes. A través del paso de los episodios —breves, intensos, precisos como incisión de cirujano— los otrora adolescentes demuestran mucha menos madurez que la esperable. En muchos aspectos no han crecido en absoluto, y eso se advierte incluso en pasajes que no tienen directamente que ver con los contendientes, tales como la visita de Daniel a la concesionaria de su más ácido competidor. Ofuscado por la reaparición en su vida de Johnny, LaRusso se comporta más como un púber caprichoso que como un empresario serio y responsable. Por el lado de Lawrence las cosas no serán mejores. El improvisado sensei irá tratando de emparchar agujeros al tiempo que lidiará con nuevos alumnos, todos ellos nerds y perdedores que han descubierto cómo la auto-defensa puede evitarles el bullying perpetuo. Pero Johnny no es Miyagui; por mucho que lo intente, y puesto que lo único que ha aprendido en la vida son aquellas lecciones envenenadas de Kreese, son esas mismas malas enseñanzas las que —lamentablemente— les transmitirá a sus entrenados. No tiene malas intenciones, pero nada bueno puede surgir de un lema marcado a fuego que reza “golpea primero, golpea más fuerte, no tengas piedad”. Sus estudiantes son jóvenes vulnerables y cada uno encajará dichas enseñanzas como pueda, incluso al límite de que se dañe alguna frágil personalidad. Por contrapartida, Daniel —que intenta recapturar la sabiduría olvidada— tomará casi por azar a un peculiar estudiante, uno que tiene aviesas intenciones en un principio, pero que sin embargo depondrá las armas a causa de la implícita nobleza de su sensei. Y es que LaRusso, aunque por momentos se vea algo contaminado por la sociedad de hiper-consumo y alta superficialidad que lo rodea, mantiene sin embargo una conexión permanente con el pibe de Newark, más pobre que una laucha, que alguna vez fue. Su alumno observará la dinámica de esa casa —lujosa, intimidante para él— y advertirá rápidamente que esas son simplemente personas, por mucho dinero que tengan; incluso las respuestas insolentes del hijo menor hacia su padre hacen que este muchacho valore más a su maestro.
            Como ocurría en la película en que se basa, las tensiones íntimas de estos personajes se resolverán en parte en el torneo de karate de All Valley. La competencia será de nuevo una metáfora de la evolución interior de estas criaturas. Claro que lo más interesente será el cómo se llega hasta allí, un clímax al que se arriba a partir de múltiples peripecias que los protagonistas irán sorteando. En un episodio, por ejemplo, parece que los viejos rivales van a pelear —finalmente— a mano limpia, sin embargo se establecerá una breve tregua que concluirá —de manera sorprendentemente orgánica y creíble— con ambos emborrachándose en un bar y rememorando sus vidas. Allí Johnny descubrirá que Daniel tampoco tenía padre y que incluso era más pobre de lo que aparentaba, y que Miyagui representó para el chico una figura paterna sustituta, como para él mismo lo había sido el violento Kreese. Es como si advirtieran, en medio de la nube de alcohol, que a fin de cuentas tienen más cosas en común de las que están dispuestos a admitir. Ya apuntamos antes que Zabka realiza un muy buen trabajo en la piel de Johnny, pero no debemos olvidar a Ralph Macchio —cuya carrera ha ido a los tumbos— quien aporta el punto justo de expresividad para que resulte bien creíble su personaje. Se nota que lo quiere, que nunca le ha pesado su carga simbólica y que lo conoce a la perfección. Esto se trasluce incluso en el aspecto físico, puesto que Macchio es bastante mayor que Zabka, sin embargo luce espléndidamente bien, de modo que ambos parecen realmente contemporáneos. (Ralph Macchio nació el 4 de noviembre de 1962, pero fue elegido para el papel porque le calzaba como un guante y además lucía bastante más joven. Lo mismo Elisabeth Shue, quien nació el 6 de octubre de 1963 pero todavía se veía como adolescente).
             Ahora, ¿tiene Cobra Kai algunas debilidades? Si, las tiene; pocas, pero visibles. La primera de ellas deviene del propio formato elegido. Los episodios,  aproximadamente de 26 minutos cada uno, resultan un acierto narrativo verdaderamente encomiable; pero ese mismo corsé obliga a un avance excesivamente rápido en ciertas áreas, tales como el progreso de los entrenados por Johnny: en cuestión de un par de episodios ya son los “Viuda e Hijos de Chuck Norris”, cuando se supone que es en un filme donde se apela a las elipsis más abruptas, por una cuestión obvia de duración y multiplicación de subtramas que atender. En una nota personal, uno de nuestros más queridos amigos nos lo hacía notar en una charla telefónica acerca de la serie, puesto que ese detalle se hace muy evidente en varios pasajes claves de la trama. También sucede con las idas y vueltas sentimentales de los personajes más jóvenes, que se resuelven con un cierto trazo grueso. De todos modos se trata de una objeción menor, y una que no impide en absoluto el disfrute de la serie en su totalidad. Otra observación —quizás más personal, propia del gusto de este crítico— se refiere a un par de peleas que protagonizan los estudiantes, particularmente aquella en que Miguel vence sus temores y se impone ante sus agresores. Sucede en el comedor de la escuela y presenta una coreografía poco creíble, propia de un filme de Jet Li o Jason Statham, la que no se condice ni con The Karate Kid (allí el coreógrafo y asesor técnico fue el talentoso Pat E. Johnson, amigo y discípulo de Chuk Norris, quien a su vez tuvo un cameo como el referee principal del torneo), ni con el espíritu general de la historia, anclada en el más estricto realismo. Pero una vez más insistimos en la nimiedad de la objeción, un prurito propio de puristas. No hay que olvidar que aunque el envío está genuinamente destinado a nosotros, carcamanes de entre 45 y 55 años que disfrutamos aquel filme en salas que ya no existen, también se ve obligado a atrapar a espectadores más jóvenes, que son los que naturalmente disfrutan con los sistemas de streaming y pagan (una gran parte al menos) por ello. Por eso mismo tienen tanto lugar los personajes adolescentes, que si bien obedecen a una clara razón de ser (no olvidemos que la rivalidad entre Daniel y Johnny se traslada metafóricamente a sus respectivos hijos y estudiantes), también representan un claro anzuelo para pescar en una pecera un tanto más amplia.
Macchio y Zabka en un aparición publicitaria
            Para concluir esta review, debemos apuntar un hecho notable que ennoblece este producto más allá de cualquier obvia intención pecuniaria. Al menos para nosotros —sus legítimos destinatarios— la serie justifica ampliamente su razón de ser y presenta una organicidad narrativa y temática admirable. A pesar de las poquísimas observaciones que acabamos de plantear, apenas de forma, Cobra Kai adquiere status y entidad propias, se percibe creíble y —por qué no— necesaria. Necesaria, porque apenas arranca el episodio piloto se enciende inmediatamente la necesidad del espectador por conocer el pasado y el presente de estos personajes. Descubrir “qué les pasó” a posteriori de The Karate Kid, se convierte en una incógnita que de algún modo nos interpela a nosotros mismos. Es como si tanto productores como espectadores nos uniéramos en un juego de espejos virtuales para plantearnos una misma pregunta: ¿qué hicimos con nuestras vidas desde entonces? ¿En que acabaron los valores que aprendimos cuando adolescentes? No es poca cosa para un producto que por sobre todo entretiene, divierte y permite pasar un buen rato. Los menores de 40 pirulos también están invitados, pero ¡cuidado!, porque esta vez —esta fucking vez— nos toca a nosotros. Y no la vamos a dejar pasar.-



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