Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
(La calificación es tanto para los tres
filmes por separado como en conjunto)
Tres Colores:Azul (Trois Couleurs : Bleu)
Francia-Suiza-Polonia, 1993.
Elenco: Juliette Binoche, Benoit Regent, Emmanuelle Riva, Florence Pernel.
100 min.-
Tres Colores:Blanco (Trois Couleurs: Blanc) Francia-Polonia,
1994.
Elenco: Julie Delpy, Janusz Gajos, Zbigniew Zamachowski, Jerzy Stuhr.
92 minutos.-
Tres Colores:Rojo (Trois Couleurs:
Rouge) Francia-Polonia-Suiza, 1994.
Elenco: Irène Jacob, Jean-Louis Trintigant, Federique Feder, Jean-Pierre
Lorit
99 min.-
Equipo
técnico de la trilogía:
Dirección:
Krzysztof Kiéslowski – Fotografía: Edward Klosinski – Música: Zbigniew Preisner
- Escritas por: Kiéslowski y Krzysztof Piesiewicz.-
INTRODUCCIÓN
Viajemos
imaginariamente a la Polonia de 1941. La ocupación Nazi ha sido particularmente
despiadada con esa nación. Hogar de la mayor comunidad judía de Europa, el
añejo antisemitismo polaco mostró su peor cara durante esa trágica encrucijada
histórica, dividiendo amargamente a una sociedad casi impotente ante la
siniestra maquinaria de muerte alemana. Nadie confiaba en nadie. La delación
era pan cotidiano. En los guetos judíos se luchaba por la supervivencia en
condiciones espeluznantes y la vida, en general, no valía un centavo. Con ese
marco de horror, en ese ambiente irrespirable, nacía el 27 de junio de ese año Krzysztof Kiéslowski.
Como a todos los de su generación, las heridas de la guerra modelaron tanto su
formación ética, moral, espiritual y —claro está— artística. Apenas tuvo uso de
razón sus ojos vieron como la ocupación soviética trocaba un amo por otro, como
se uniformaban la cultura, la educación, el pensamiento y la opinión. No
existía la fraternidad, sino una
obligada “solidaridad” determinada
por el todopoderoso Estado, que en realidad se erigía en el “Socio del Silencio” de cada trabajador.
No existía la igualdad —ni ante la
ley, ni de ningún otro tipo— ya que ese mismo Estado, en nombre de Marx y
Lenin, decidía quién cumplía correctamente con las directrices superiores y
quién merecía castigo por evadirlas, favoreciendo la delación y el espionaje
intrasocial como sustitución de una sana meritocracia. Y por último, no existía
ni rastros de libertad, ya que todo
lo humano —todo lo que nos define como seres con libre albedrío— estaba sujeto
a la más férrea censura, a la más poderosa maquinaria de moldear cerebros,
voluntades y creatividad que se haya visto. Y todo en nombre de la liberación del proletariado, ese al que
hay que reeducar (a garrotazos) para que aprenda a lamer la mano que lo oprime
en su nombre.
Kiéslowski nació en Varsovia y
estudió en la Escuela de Cine y Teatro de Łódź. Cuando contaba con apenas 15
años presenció enormes tensiones sociales, manifestadas en disturbios,
agitación y persecución por parte de las autoridades. Los años ‘50s estaban en
su recta final y Europa experimentaba cambios socio-culturales fenomenales,
mientras que Polonia se hallaba sujeta a una uniformidad forzosa que no le
permitió resolver naturalmente las heridas y divisiones previas a la guerra.
Como ocurriría con la ex Yugoslavia y sus tensiones étnicas, Polonia no pudo ni
supo enfrentar la cuestión judía ni decidir qué clase de sociedad quería ser a
futuro. El comunismo soviético ponía un imaginario bozal a un mastín que —de
estar suelto— lo devoraría todo. Ese clima social, que hervía secretamente
gracias a una resistencia larvada, alimentada clandestinamente desde la Europa
libre, fue el que modeló la conciencia del joven Kiéslowski desde el momento
mismo de iniciar sus estudios superiores. La preocupación por una sociedad
obligada a ir en contra de su propia naturaleza, gobernada de forma totalitaria
y a distancia —apenas representada por unos títeres y monigotes del Kremlin—
definió y grabó con caracteres de fuego la aspiración del futuro director por
la autodeterminación, la libertad político-religiosa, y una educación al
servicio del individuo que no resultase un mero instrumento de adoctrinamiento
y sumisión.
SUS INICIOS Y LA
LLEGADA DEL RECONOCIMIENTO
Kiéslowski comenzó su carrera muy temprano, al filo de los 18 años,
dedicándose fundamentalmente al cine documental. Sus preocupaciones primarias
estaban enfocadas en las enormes diferencias
de clase en la sociedad polaca y la asfixiante presión de una burocracia
estatal corrupta y prebendaria. Esto puede sonar paradójico, pero no se debe
olvidar que es fruto de una situación que no está sujeta a opinión ni debate,
sino que es de estricto empirismo histórico: en todas las sociedades que
pretendieron implantar la “Dictadura del
Proletariado”, la que supuestamente derribaría las asimetrías
repugnantemente “capitalistas” (fruto
de este perverso sistema creado
—aparentemente— para fabricar esclavos sumisos en serie), se crearon ipso facto diferencias de clase aun más
marcadas que en el diabólico
capitalismo; desde la Nomenklatura soviética (a la que
pugnaban por ingresar los miembros más leales del Partido, todos ellos dueños
de prebendas y riquezas que se le negaban al pueblo llano), hasta los Kommisariat
de la ex R.D.A., cuyos miembros aparentemente accedían al paraíso de
Lenin pero a costa del espionaje interno, la delación y la tortura. Así
entonces, el joven cineasta debió enfrentar a la férrea censura polaca desde
sus inicios, llegando a ser detenido en tres ocasiones a causa de su obra,
aunque no por ello dejaría de filmar ni de intentar burlar las limitaciones que
se le imponían desde el poder. De hecho, a Kiéslowski se lo considera el padre
y pionero del movimiento bautizado como “Cine de Agitación Social”, una
corriente que empujó los límites de la censura, se arriesgó a mostrar la
realidad tanto económica como cultural de la Polonia de entonces y comenzó
—lenta pero ininterrumpidamente— a
filtrarse clandestinamente hacia la Europa Republicana, en donde estas
producciones se proyectaron de forma abierta, discutiéndose en las
universidades y promoviendo a su vez una política de presión hacia las
administraciones gubernamentales del ala soviética.
A finales de los años ‘70s Krzysztof
Kiéslowski se vuelca hacia el cine narrativo logrando una admirable síntesis de
estilos visuales y discursivos, de gran economía de recursos pero profundamente
preñados de significados y sublecturas. En 1980 creerá haber evadido por los pelos a la censura de su país
y estrenará Przypadek (1981 en EE UU, traducida como Blind Chances), una
reflexión metafórica acerca del destino político de Polonia simbolizada en las
desventuras de un estudiante que intenta —sin éxito— abordar un tren y luego se
lía con una ambigua mujer. Sin embargo, el filme pasaría por el filo de las impiadosas
tijeras del régimen y debería esperar hasta 1987 para poder reestrenarse en su
versión completa. La copia que llegó a occidente era más larga pero aun así no
representaba el trabajo integral del director. Kiéslowski, a pesar de todo, siguió filmando documentales en los que
apoyaba por completo el surgimiento de Solidarnosc (Solidaridad), el
movimiento político —al principio una federación de gremios— liderado por Lech
Walesa, cuyo nacimiento (se fundó formalmente en septiembre de 1980) marcaría
el camino de la transición polaca a la pluralidad política y la libertad. Todas
sus realizaciones de este período (entre 1980 y 1987) reflejan una inquietud
filosófica acerca de la posibilidad de que el individuo pueda siquiera
sobrevivir como tal en una sociedad que lo oprime y condiciona en todos los
aspectos posibles. Otros de sus tópicos preferidos será el de la naturaleza
dual del espíritu humano, entendido esto en varios sentidos posibles. Desde la
capacidad de querer el bien pero practicar el mal, hasta la aparente frivolidad
de vivir “alienado” en la propia
burbuja personal mientras a nuestro alrededor existe un ambiente de represión,
corrupción y decadencia. Dlugi Dzien Pracy (1981) y Bez
Konca (No End, 1984) son
algunos ejemplos de esta etapa de su carrera.
Con la llegada de la apertura
política a su país, bastante antes que la Perestroika de Gorbachov en la ex
Unión Soviética (U.R.S.S.) —gracias a la lucha de Walesa y la presión de la
Iglesia católica polaca, respaldada desde Roma por un Juan Pablo II
ferozmente anticomunista— Krzysztof
Kiéslowski dirige sus meditaciones hacia las implicaciones éticas y morales de
la conducta humana, el cómo reacciona el individuo a la libertad y si es capaz
de asumirla por completo, y si la sociedad que hemos creado es capaz de
promover algo mejor que nuestras pulsiones más primarias. La renovada
televisión polaca de finales de los ‘80s, que pretende aunar apertura
temático-política con calidad y masividad, lo convoca para una serie de
telefilmes (al principio de una hora) muy libremente basados en los 10
mandamientos: el “Decálogo” (Dekalog).
Emitidos en 1988, tanto el éxito, las alabanzas de la crítica como su
sorpresiva difusión en muchas televisoras de Europa occidental, motivaron al
director y a los productores a expandir varios de ellos y estrenarlos en salas
de cine. Ocurre que Kiéslowski ya contaba desde el vamos con guiones más
amplios y detallados, los que debió podar y readaptar para las versiones
televisivas. No citaremos todas (ustedes las pueden encontrar en los usuales sitios
web sobre cine, y además resulta una verdadera pesadilla transcribir títulos en
polaco), pero resulta imposible obviar Una Película de Amor (1988, Krotki film o Zabijaniu/Dekalog
6/Thou Shalt Not Commit Adultery/A Short Film about Love), un filme
magnífico y sugestivo, o No Matarás (1988, Dekalog
5, Krotki film o Milosci/Thou Shalt not Kill/A Short film of Kill), que en Argentina despertó merecidas loas de
la prensa especializada, además de ganar el Oscar al mejor filme extranjero y
el premio especial del jurado del festival de Cannes de ese año. Poco después
retomaría el camino del documental y luego rodaría un segmento para una
película episódica (1990, City Life; episodio Seven Days a Week), sin embargo no sería
sino hasta su siguiente largometraje que Kiéslowski adquiriría reconocimiento y
fama internacional. La Doble Vida de Verónica (Francia-Polonia 1991, La
Double Viè de Veronique/The
Double Life of Veronique) resultó un filme sugerente y sugestivo, mágico y
frustrante a la vez, ya que impide por completo la racionalización del
espectador, el que se ve inmerso en las vidas paralelas de dos jóvenes mujeres,
la polaca Verónica y la francesa Veronique (ambas interpretadas por la
enormemente bella y talentosa Irène Jacob, quien cerraría la trilogía “Tres Colores” en Rouge/Red/Rojo), cuyas existencias se ven
afectadas íntimamente y por idénticas situaciones, a pesar de no cruzarse jamás
ni vivir en la misma ciudad. Metafórica y metafísica, con tintes de cine
fantástico pero en clave de meditación existencial y filosófica, La
Doble... se convertiría en un filme de culto, amado por un nada pequeño
grupo representado por estudiantes de cine y artes plásticas de todo el mundo,
así como también combatido por ‘críptico’
y ‘elitista’ por parte de un sector
de la crítica más ortodoxa. Por supuesto que no compartimos estos últimos
conceptos, ya que la obra —de un lirismo románticamente trágico— representa una
audaz inmersión en la posibilidad (poética, que no empírica) del desdoblamiento
de la voluntad y el deseo, la quimera espiritual de que dos vidas estén unidas
por idéntico lazo místico que las complemente, sumiéndolas —a la vez— en una
perenne angustia vital. La cinta consolidó el status que el director consiguió
en los círculos más exigentes del séptimo arte y le permitió elaborar con
paciencia y dedicación su proyecto más ambicioso, personal y definitorio: “Trois
Couleurs: Bleu; Blanc; Rouge”. Vayamos a su encuentro.
TRES COLORES:
AZUL
Julie sobrevive casi
milagrosamente a un accidente en la ruta. Su marido, compositor de renombre, y
su pequeña hija mueren en el acto. Al cabo de una recuperación harto
dificultosa, que incluye un abortado intento de suicidio, la mujer ensaya
volver a su vida diaria, a su realidad. ¿Pero a cual vida debe volver? ¿Qué realidad dejó atrás? Y aun más, ¿qué
futuro es capaz de construir ahora? Pues bien, Julie no llora jamás. El ama de
llaves de su casa de campo rompe en llanto a escondidas; ella la abraza con
afecto y le pregunta el motivo. “Lloro porque usted no lo hace”.
Demoledor. Julie se mueve como un robot, insensible a todo. Cuando algo, un
detalle apenas, le recuerda a sus muertos se produce un blanco total en su
conciencia, que se traslada a la pantalla en un inquietante fundido —como no—
en tonos azulados. Kiéslowski lo acentúa además con unos acordes estridentes y demoledores,
fragmentos de un concierto para la ceremonia fundacional de la Unión Europea
(hoy tambaleante) que su marido estaba componiendo por encargo del parlamento
europeo. La obra inconclusa es otra de las cosas que la mujer pretende dejar
atrás, deshaciéndose de las partituras y borradores. Porque Julie ha quedado
tan atravesada, transida por el dolor, que ahora pretende cortar todo lazo afectivo que la una a la humanidad. Su
situación es tan única como anómala: ella puede darse el lujo de vivir sin trabajar,
sin desear nada, sin buscar nada, sin sentir, sin experimentar. Su dolor y su
pérdida la han conducido a la libertad más radical y absoluta, que
este es el concepto que Kiéslowski pretende desmenuzar con el bisturí de un
genuino artista. ¿Es posible el estado total de libertad, de independencia
definitiva de todo y de todos? Cuando se revele que el discípulo de su marido,
Olivier (Benoit Regent), la ha amado e idealizado en secreto todos estos años,
ella le hará el amor —tan fría como desapasionadamente— apenas para que él
comprenda que es una mujer como cualquier otra.
Y Julie comienza a vivir nuevamente.
A su extraño modo. Saboreando un café con helado, sintiendo la caricia del sol
en un banco de plaza, observando la vida desde la ventana de su nuevo
departamento, tan aséptico como carente de signos que le rememoren su otra
existencia. Pero nada la conmueve realmente, nada la compromete, nada la toca.
El director, verdadero merecedor del adjetivo “autor”, se encarga sabiamente de rodear a su criatura de un
elemento tan insospechado como angustiante, la vida. Porque la vida se
empecinará en sitiar la fortaleza de Julie; primero en la sonrisa pícara de la
puta del piso de abajo, a la que el consorcio quiere echar por promiscua, y que
se salva porque la mujer se niega a firmar el petitorio (sin unanimidad no
pueden desalojarla). Lucille (Charlotte Vèry) se inmiscuye cándidamente en su
vida, la toma como su confidente, le cuenta sus miedos. Luego aparecerán el
muchacho que presenció el accidente; y la madre prematuramente senil, quien
incluso en su confusión manifiesta cierta preferencia por la hermana de Julie;
y también un peculiar busca vidas, que toca su flauta en la calle reavivando
una cierta melodía que de ningún modo debería conocer; y nuevamente Olivier,
que no acepta resignaciones ni rechazos; y para colmo se cuela también una rata, la que se
aquerencia en su despensa con el muy sensato fin de parir múltiples ratitas...
La vida acosa a Julie para recordarle que la libertad absoluta no parece estar
en sus planes, que los lazos invisibles que nos ligan con nuestro entorno son
más sólidos que la muerte misma. El golpe final vendrá de la mano de otra
muchacha luminosa, todo lo opuesto a una arpía rompe-hogares, quien porta en su
vientre un recuerdito para nada insignificante de Patrice, el fallecido esposo
de Julie. Su respuesta a este shock inesperado revelará quién es ella en
realidad: una mujer íntegra y absolutamente noble. Y en el final, que aquí no
se adelantará, una lágrima surcará el rostro luminosamente azulado de Julie; y
tal vez sea la primera de muchas. Ya no es del todo libre, ahora puede sentir.
Ha comenzado a re-ligarse a los
demás.
Azul es un filme absorbente e
intenso, el más genuinamente dramático de la trilogía —un estudio simbólico de
los valores de la revolución Francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad) en la
sociedad contemporánea, graficados en los tres colores de la bandera gala— pero
a la vez el más humano y esperanzador, del que no puede despegarse los ojos ni
por un segundo. Es el más quirúrgico, el más científico, el más riguroso en su
construcción. No existe en él ni un plano, ni una toma, ni una palabra de más.
Es un trabajo de orfebrería narrativa en el que se nos conduce con maestría
suprema hacia la profundidad del alma de esta mujer, hacia el abismo de su
dolor, y al mismo tiempo se nos invita a asistir a su valiente pero dificultosa
reconstrucción. Sin el demoledor talento de Juliette Binoche (El
Paciente Inglés, 1996/ Yo te saludo, María; 1985/ La
Insoportable Levedad del Ser, 1988), una actriz única que aúna belleza
sin par con suprema maestría interpretativa, Bleu sería sin dudas otra
cosa muy distinta. Ella es capaz de transmitirlo todo, incluso el vacío
emocional absoluto, ese que su personaje pretende asumir para redefinir su existencia
a futuro. Su actuación es tan detallista como lo requería la estructura
semántica del filme, pero transmitiendo siempre verosimilitud y carnalidad en
dosis abrumadoras.
Con una construcción tan detallada y
minimalista, sorprende sin embargo una secuencia en apariencia descolgada del
resto. Mientras Julie toma sol en una plaza, una viejita intenta meter una
botella en un contenedor para reciclado de vidrios. Es muy anciana y encorvada,
y por ello no alcanza la boca del mismo. Ella aparecerá en los dos filmes
restantes intentando siempre la misma acción, y cada protagonista reaccionará
de maneras muy diferentes. Kiéslowski reconoció que no había pretendido darle
un significado único a este hecho. Quería que el espectador —si lo notaba por
sí mismo— sacara sus propias lecturas de ello. Aquí, Julie sencillamente no la
ve, ya que tiene su rostro volcado hacia el sol con los ojos absolutamente
cerrados. También los diferentes protagonistas de las otras películas aparecerán
en fugaces cameos, puesto que el director pretendió ilustrar la influencia
invisible de los tres valores ya mencionados en cada individuo, y el cómo ellos
nos entrecruzan metafísicamente, cómo nos enlazan sin que advirtamos esa unión
que nos cohesiona. Kiéslowski, que se
había exiliado en Francia durante algunos años duros para su país pero había
retornado apenas producido el deshielo soviético, estaba ahora viviendo
nuevamente en París a causa de sentirse —según sus propias palabras— un
extranjero en su patria. Los que pelearon (en su caso desde el arte) por una
Polonia libre no lograron asimilarse completamente a una sociedad híbrida como
lo fue la inmediatamente posterior a la caída del Muro de Berlín (1989). De ahí
la primera parte de nuestra introducción, en la que pretendimos ilustrar
brevemente las tensiones íntimas de la sociedad polaca, las que —arrastradas
desde hacía décadas— no habían podido, sin embargo, resolverse por culpa de la
autoritaria uniformidad política, social y cultural del extensísimo período
comunista-soviético. Este íntimo dolor, el de ser y no pertenecer —querer y no
poder— motivó en el director la necesidad de explorar el tema de la libertad
como ausencia forzada (y luego asumida) de los lazos más íntimos y primitivos.
¿Se puede vivir sin esos lazos? ¿Se es antológicamente Libre cuando se está
invisiblemente atrapado por ellos? Cada espectador sacará sus conclusiones al
cabo de ver Azul, una obra mayor que no debe ignorarse bajo ningún
pretexto.
TRES COLORES: BLANCO
A Karol Karol las cosas le están yendo como la "mona". O como
la mierda, si es que así interpretamos la blanquísima cagada de paloma que le
embadurna el saco a pocos minutos de empezado el filme. Su inmensamente bella
esposa Dominique —una de esas francesas por las que bien vale la pena perder la
cabeza— lo demanda por no consumar el matrimonio. Un vistazo a Karol basta para
creerle a su mujer, y así lo hace el juez, quien lo divorcia compulsivamente,
le entrega la peluquería que tenían juntos a ella y lo deja literalmente en la
calle. Karol parece no saber sobrevivir en esa jungla, ama a Dominique pero
algo le impide sentirse totalmente hombre ante ella. La metáfora es
inteligente, porque Karol está claramente emasculado en muchos y múltiples
sentidos. Su condición de inmigrante polaco (¿reflejo distorsionado del propio Kiéslowski?) le
impide contar consigo mismo; es un hombre sin autoestima porque ha perdido sus
raíces, ese lugar metafórico al que todos acudimos para hallar fortaleza y
sosiego. Pero el peluquero parece haber dejado mucho más que una patria detrás
suyo, sino su propia identidad. Trasladado a otra realidad la burbuja le
estalló demasiado pronto, dejándolo incapacitado para sobrevivir. ¿Será cierto?
Blanc
trata sobre la igualdad,
pero del mismo modo que su predecesora, dicho concepto no se refiere ni a la
política ni a nada remotamente parecido. Aquí hablamos de la capacidad de
respetar al otro hasta el punto de aceptarlo como un par. Como un igual. En
este magnífico film la igualdad está encarnada simbólicamente en el amor de
pareja; ni Karol ni Dominique fueron insinceros a la hora de expresar sus
sentimientos mutuos, pero estos resultaron insuficientes porque nunca se
aceptaron el uno al otro por lo que realmente eran. Apenas si asumieron
pasivamente la ilusión autocomplaciente que la sociedad describe como amor.
Cumplieron con el rito, pero olvidaron la fe. Ahora, explicado de este modo,
podría pensarse que Blanco es
otro filme oscuro y profundamente dramático; pero ocurre que Krzysztof
Kiéslowski es un artista superlativo y nos brinda 90 minutos de un humor
ácidamente corrosivo, venenoso y desmitificador. Esta es, de hecho, la cinta
más ágil y divertida de la trilogía,
un recorrido a la inversa para que Karol se halle a sí mismo y a la vez se “iguale”
a los demás. ¿Cómo? Simple, volviéndose un poco más ruin y ejecutando la más
agria venganza. Porque nuestro pequeño hombre retornará como pueda a Polonia
(irá oculto en la maleta de un viejo compatriota que regresa a casa, pero unos
mafiosos la robarán del aeropuerto —con él todavía enrollado dentro— apenas
arribada a Varsovia), y una vez allí se demostrará que no era para nada
incompetente en esto de sobrevivir e incluso prosperar.
No podemos adelantar las cosas que
le ocurren a Karol, ni mucho menos la extraña dirección que toma su vida de
regreso en Polonia, pero bien vale la pena destacar la aparente displicencia
que el director le imprime al relato, una sutil falta de rigor que aligera las
cosas de manera muy bienvenida por el espectador. Pero todo ello es una
ilusión; Kiéslowski cambia deliberadamente de registro y afloja meticulosamente
las riendas para que la parábola de Karol resulte menos cruel de lo que es en
realidad. El peluquero hace dinero rápidamente y apelando a métodos poco
legales, y todo ello destinado a una sola cosa: vengarse de Dominique. La ama
tanto que ese amor parece haberse vuelto veneno, y en su vida apenas si cabe
ahora la idea de la revancha, la de devolver dolor por dolor. Gracias al humor
que imprime el director al relato es posible seguir el derrotero de Karol sin
sentir rechazo por él. Nos preguntamos si este hombre se convirtió en quien
ahora es o si siempre lo fue, si acaso no nos engañó a todos y un monstruo
habitaba en su interior. Pero el filme nos sugiere que Karol también se hace la
misma pregunta, que no sabe como llegó hasta allí ni como hará para salir de su
laberinto. Cuando Dominique viaje a Polonia, envuelta por el ardid que su ex
marido le ha tejido, los roles se invertirán y nada evitará que la venganza de
Karol se concrete. Y para sorpresa de todos —de él mismo, sin dudas— ese golpe
cruel despierta algo impensado e impensable: el genuino amor. Amor sin
barreras.
Blanc es una película hecha para
disfrutar con todos los sentidos. Una vez más, como en Bleu, la música del
incomparable Zbigniew Preisner (Europa, Europa; 1991/ The
Secret Garden; 1993) acuna
las imágenes de Kiéslowski sin embriagarlas innecesariamente e involucrando al
espectador con sutileza y emoción. El jueves 3 de noviembre de 1994, en ocasión
de su estreno porteño, el enorme crítico Ricardo García Oliveri (el
más respetado por este humilde escriba, quien confiesa no poder llegarle ni a
los talones) apuntaba en Clarín: “Kiéslowski se caracteriza por —y saca
partido de— los beneficios de la ambigüedad. ¿Karol se ha vuelto igual a los
demás o lo era desde el principio? Y ese final, con el hallazgo, inesperado y
totalmente a contrapelo, del verdadero amor, ¿a qué otro cineasta se le hubiera
ocurrido?”. Este párrafo, brillante en la concisa exactitud de sus
conceptos, nos hace pensar —casi 24 años después— si la noción kieslowskiana de igualdad no es,
precisamente, asimilable a la ambigüedad. Tal vez ocurra que la igualdad pueda ser y encarnar disímiles definiciones de
acuerdo al cristal con que se la juzgue. Y una idea tan relativista, aplicada a
un concepto que de suyo parece sagradamente inconmovible, no puede menos que
ilustrarse con un humor tan desestabilizador (y perturbador) como el que el
director le imprime a esta magnífica producción. Y a igual que su antecesora, Blanco
se beneficia de dos intérpretes de antología: la sugerente y seductora Julie
Delpy (Europa, Europa, 1991/ Beatrice, 1988/ Killing Zoe, 1994) y el
monumental Zbigniew Zamachowski, quien entrega un Karol inigualable, un ser a
veces tan patético como el que más, pero capaz de sobrevivir a todo en nombre
de un único sentimiento, ese tan viejo como la humanidad misma. Un filme
sencillamente perfecto.
TRES COLORES: ROJO
El autor de este artículo
confiesa no saber cómo transmitirle al posible lector lo que está experimentando
al redactar estas líneas. Porque hablar de un filme siempre es revivirlo,
desmenuzarlo, lo que se asemeja a darle miles de vueltas a una piedra preciosa
para descubrir hasta sus menores detalles. Y llegado a este punto surge una
emoción evidente que le hace temblar los dedos por sobre el teclado. Porque Rouge,
la bellísima, conmovedora y magistral última parte de esta trilogía —un filme
que debería verse y enseñarse en las escuelas de cine— resultó ser, también, la
película final de su director. El 13 de marzo de 1996, en Varsovia, el corazón
de Krzysztof Kiéslowski dijo basta. Y todos nosotros perdimos algo. Perdimos la
oportunidad de seguir disfrutando de su arte; perdimos a un tipo que renegaba
públicamente del rótulo de “artista”,
pero que sin embargo lo era con cada fibra de su ser; perdimos a un director
que poseía la sobrenatural capacidad de narrar con la imagen, el encuadre y el
mismísimo contenido del cuadro visual, un artesano que transmitía sensaciones
que eran preguntas, y que además se hacía preguntas que se tornaban emociones. Kiéslowski
no era fácil, su cine no podía serlo. Había que sentarse en la butaca y poner
lo mejor de uno. Y no nos malinterpreten, nada hay de elitismo en lo que
decimos, que el cine tiene lugar para todos y no rechaza ninguna vertiente.
Pero no se puede vivir eternamente viendo tiros, explosiones, distopías,
terrores o comedias con sabor a grasada. De vez en cuando hay que mirarse al
espejo. De vez en cuando hay que dejar la superficialidad de lado para animarse
a más. El polaco te llevaba a ese territorio donde no te podías hacer trampas a
vos mismo, en el que tenías que permitirte ser el de verdad, y no el maniquí
que le presentamos usualmente a los demás. El cine de Kiéslowski te hacía
llorar, o añorar, o reír, o dudar; pero siempre, absolutamente siempre, te
obligaba a pensar. Inexorablemente. Si hoy día eso es algo deseable (o siquiera
posible), quedará para otro artículo. Pero al rever estos filmes, y mientras
escribe sobre ellos, embarga al autor una sensación de pérdida tan angustiante
como frustrante. Porque —hoy día— para verse desafiado desde la pantalla, para
aceptar el reto de completar el filme tal y como lo deseaba el autor, debemos viajar
inexorablemente al pasado. Parece ser que siempre hay que mirar atrás. Parecería
ser que todo el mejor cine se hizo antes. Así que hagámoslo una vez más,
echemos un vistazo al reciente pasado que encarna Rouge.
Rojo es el color de la Fraternidad.
Y la fraternidad no quiere decir amor,
no en el sentido romántico, al menos. Significa, estrictamente, “amistad
o afecto entre hermanos o entre quienes se tratan como iguales”. El ex
Juez Joseph Kern (un impecable y conmovedor Jean-Louis Trintignant, quien
brillara en filmes como ‘Z’ -1969- o ‘El Conformista’ -1971)
ciertamente que no siente por su prójimo fraternidad alguna. Viejo y aislado,
probablemente amargado por una frustración del pasado, pasa los días encerrado
en su casa escuchando clandestinamente las conversaciones telefónicas del
vecindario. Con un receptor de alta tecnología que le sirve para tal fin, el
otrora magistrado juzga imaginariamente las conductas de sus vecinos a través
de esas escuchas, convenciéndose así de la pobreza moral que le adjudica a toda
la sociedad. Pero el filme no se abre con su figura, sino con la de Valentine
(Irène Jacob) una modelo publicitaria increíblemente dulce, humana, solidaria y
sensible. Con la perspicacia de siempre, Kiéslowski la rodea de periódicos,
pantallas de tevé y radios en las que se difunden noticias tan trágicas como desmoralizantes;
y Valentine responde a todo ello sin perder jamás la fe en los demás. No es
superficial, ni por asomo, sino que todavía cree en el amor como fuerza motora.
Es de esas personas que no se dan por vencidas con quienes aparentan ser un
caso perdido. Aunque la defrauden, Valentine no dejará de apostar por el otro.
La actitud ética de la joven resulta revolucionaria en un mundo como el
nuestro, y el filme mismo es igual de rupturista, ya que se convierte en una
pieza única por su belleza, su inclasificable estilo y su abrumadora
profundidad. Profundidad en la sencillez, atención, puesto que todo en Rojo
fluye con la más absoluta y simple naturalidad. En esa aparente simpleza se
esconde una subrutina de lecturas múltiples y evocaciones de enorme intensidad.
Es el filme que más atención requiere de los tres, el que más demanda del
espectador, el que mejor esconde sus metáforas, pero también el que se abre —paralelamente—
a una dimensión inusitada de disfrute y gozo superlativos.
Valentine conocerá a Kern luego de
atropellar a su perra, que se ha escapado de ese caserón carente de afectos en
que se oculta el ex juez. Cuando se la devuelva, previo paso por la
veterinaria, ingresará —sin quererlo ni proponérselo— en la seca intimidad de
este hombre desencantado del mundo, al que la mirada límpida y llena de luz de
la chica le devolverá algo más que la vida: la ilusión. Al descubrir su
indiscreta afición, Valentine reprochará duramente la actitud de este hombre
duro y resentido, llegando incluso a amenazar con denunciarlo. No lo hará, más
por pudor que por falta de motivación ética, pero apenas unos días después se
enterará por el periódico que este hombre ha sido descubierto e irá a juicio.
Cuando lo visite para asegurarle que no fue ella quien le delató, se llevará
una sorpresa mayúscula. “Por supuesto que no ha sido usted. ¿Qué cómo
lo se? Pues porque he sido yo mismo”. El viejo juez comienza a mirarse
en los ojos de Valentine, y si acaso lo que ve no le gusta, cuando menos
empieza a desear cambiarlo. Ella parece tener ese efecto en los demás. Ahora
bien, paralelamente a sus historias, Kiéslowski nos permite atisbar las vidas
de un joven abogado —quien está a punto de obtener una magistratura— y su
amante, colega de profesión. Casi como con el repetido caso de la viejecita y
su botella (que en esta ocasión halla quien la ayude), el director prefiere que
nosotros dibujemos la historia detrás de este personaje, quien por momentos
parece el reverso del abogado que Joseph Kern debió ser a su edad. Las ocasiones
en que la muchacha y su vecino están a punto de cruzarse —casi siempre sin
lograrlo— evocan esa extraña alquimia que tienen nuestras grandes ciudades
modernas, en las que todos nos hallamos apiñados pero sin estar realmente
juntos.
Lo sorprendente en este filme es
cómo el director cambia tanto de dirección como de registro en varias
oportunidades, hasta llegar al golpe de efecto final, un epílogo dramático
(pero sin golpes bajos) que mueve a todos —protagonistas y espectadores— a no
posponer la apertura del corazón, a no dejar cosas sin decir, a reconocer al
otro como prójimo y tratarlo como tal. Pero el viaje hacia ese final está
rodeado de una melancolía lánguida y profunda, para nada triste (no nos
entiendan mal), pero que nos lleva a aceptar las consecuencias de la finitud de
las cosas. De las cosas; léase la vida. Finalmente, como en los dos
filmes anteriores, el meritorio y luminoso trabajo de Irène Jacob (Adiós
a los Niños, 1987/La Doble Vida de Verónica, 1991/Othello,
1885) domina y se adueña de la pantalla por completo. Su rostro, enmarcado en
rojos profundos, revela un mundo íntimo rico y trascendente. Resulta fácil
imaginar cómo esta mujer logra romper las barreras emocionales de un hombre
como Kern, ya que su sola mirada atraviesa el alma de aquellos que están a su
alrededor. Porque tal vez eso mismo signifique ‘Fraternidad’, la
capacidad de ver al otro y —al verlo— reconocer su “otredad”. Si cualquiera
de estas ideas llegan al corazón del desprevenido espectador, Rojo
habrá cumplido una vez más, a 24 años de su estreno, con el simple pero
mayúsculo cometido del arte cinematográfico: reflejar nuestra íntima humanidad,
para no perderla entre las falsas fantasmagorías de la alienación.
Conclusiones
Con « Trois Couleurs: Bleu, Blanc,
Rouge », Krzysztof Kiéslowski dejó tras de sí un testamento
cinematográfico verdaderamente maravilloso, un ejercicio de libertad creativa
que elevó al cine por sobre la puerilidad general, pero que a la vez no renegó
nunca del imperativo por contar una historia, única manera en que el cine
narrativo puede enriquecer sus metáforas pictórico-iconográficas. Precisamente
él, que hizo del documental una herramienta demoledora para denunciar el
totalitarismo de izquierdas, tenía más claro que nadie la necesidad de ilustrar
una anécdota pura y precisa para poder desarrollar la más bella poesía visual a
su alrededor. Justamente en Rojo, en la que la trama parece ser
más minimalista que nunca, se advierte —paradójicamente— la potencia de ese
mismo germen narrativo. Como pasa con la diminuta y seca semilla que planta el
labriego, la alquimia de la naturaleza generará a partir de ella la más bella y
orgullosa hierba, capaz de alimentar a muchos y perdurar largamente en el
tiempo. Así parece ser el cine de Kiéslowski, quien desarrolla a partir de una
semilla cuasi ínfima una red de conexiones humanas y emocionales que conducen a
una reflexión profundísima acerca de nuestra propia condición. Y sobre ese
tejido maravilloso de conexiones (un juez eremita y amargado con una modelo joven
y optimista; una sobreviviente que ha quedado completamente sola y una
prostituta que ama la libertad de su trabajo;
una francesa caprichosa y narcisista con un inmigrante frustrado y peluquero),
el director pinta un lienzo con imágenes de una potencia tan sugestiva como
evocativa que no puede menos que golpear directamente en lo más profundo de la
consciencia del espectador. Y en su espíritu, claro está.
Kieslowski en el set de "El Decálogo" |
Lo mejor que ocurre con el cine de
este polaco rebelde es su infinita capacidad de motivar preguntas en aquellos
que se atreven a prestarse al juego de su arte. No siempre resulta fácil “leer”
su cine ni “interpretar” sus metáforas; más bien ocurre que uno se deja
llevar de la mano, como un chico que confía ciegamente en la mamá, y a la larga
se comprende lo que se ve más por atávica intuición que por ejercicio racional
y cognitivo. Y allí radica la amarga belleza de su cine; como un caramelo que
de inmediato produce un sabor agrio y cortante, pero que a continuación
transmite la sensación más dulce de que se tenga memoria. Así resultan las tres
películas que componen Tres Colores, un tríptico que invita
a reflexionar acerca de nuestra condición humana posmoderna; de cómo hemos
moldeado esta sociedad occidental autocomplaciente, a la que fundamos sobre tres
principios que el polaco parece advertir que requieren de urgente revisión,
porque los hemos corrompido hasta vaciarlos de todo contenido. Pero por sobre
todo, esta trilogía habla acerca de la vida, pero de la Vida así, con
mayúsculas, esa misteriosa fuerza que se abre camino incluso desde el vacío más
absoluto: aquello que definimos como la “nada”.
La vida se infiltra, se inmiscuye, crea lazos y vínculos que luego destruye,
para una vez más reconstruirlos y arrojarnos a nosotros —simples humanos, sus marionetas—
a sus brazos amorosos. La vida puede brindar una caricia ocasional, pero
bienvenida, incluso en medio de un ambiente totalitario y represor (¡y vaya si Kiéslowski
lo sabía!), y a la vez puede aparentar que te abandona precisamente allí donde
parecería imposible que ello suceda. De todo esto habla Tres Colores, de esto y
de muchísimas cosas más, esas que sólo el cine puede evocar con su inigualable
gramática y su polisémica semántica. Por eso, cuando la batuta se halla en
manos de un genuino artista, uno que carga con suficientes fracasos y bastantes
dolores en su alma, el resultado no puede ser más que perfecto. O imperfectamente perfecto, para ser
francos, porque lo perfecto suena a ‘aséptico’
—aséptico y estéril—, y nada está más alejado del arte que la aséptica
uniformidad de la perfección. Lo sabemos, esto último suena a paradoja; y el
cine de Krzysztof Kiéslowski está plagado de ellas, porque nada es más
paradójico que el devenir humano. La vida es una paradoja a resolver; Tres
Colores nos invita a reflexionar —sin respuestas preelaboradas— sobre
ella. Abracemos esa posibilidad.-
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