BERNARDO BERTOLUCCI: ÚLTIMO TANGO y ADIÓS


Por Leonardo L. Tavani
Este lunes 26 de noviembre partió al paraíso de los cineastas el grande, el enorme Bernardo Bertolucci. No podíamos ignorar la noticia, y a algo más de mes y medio para que este blog cumpla un año de existencia nos preguntamos cómo diablos no le dedicamos un artículo antes. Omisión imperdonable, este de ahora será un paper de apuro y carente del cuidado que habitualmente le damos a cada trabajo nuestro, pero servirá —cuando menos— de agradecimiento y despedida a un cineasta impar, inclasificable y rebelde como pocos. Repasemos, entonces, su vida y su obra. 
     
Él diría que llovió a cántaros, pero su madre recordaría como una espléndida tarde de sol aquella del 16 de marzo de 1940, en pleno corazón de Parma, cuando tuvo a bien, en medio de los gritos a la partera, de dar a luz al pequeño Bernardo. Pertenecía a una familia acomodada a la que la guerra golpeó poco y nada, y por ello mismo pudo trasladarse a Roma desde la adolescencia, estudiando en una prestigiosa escuela primero e ingresando a la Universidad de Roma después. Allí adquirió fama de poeta, emulando a su padre, y rápidamente comenzó a coquetear con el cine, primero como una forma de atraer chicas y, apenas un tiempo después, como una naciente e irrefrenable pasión. A sus 15 años el neorrealismo estaba ya acabado, o lanzaba algunos pocos estertores agónicos, pero esa enorme influencia sumada al período más fértil y profundo de Vittorio de Sica como director le influyeron hondamente. Al egresar de la universidad su destino estaba ya marcado y pasaría casi todo su tiempo rondando por Cinecittá y por las oficinas de los productores más relevantes. Apenas había cumplido los 24 años cuando, al presentar su segundo largo, se transformaría de la noche a la mañana en la cara visible internacional del nuevo cine italiano. Se trataba de Prima Della Rivoluzione/Before the Revolution/Antes de la Revolución (1964), y lo colocó de inmediato en el foco de atención mundial. Antes de eso había asistido en la dirección nada menos que a Pier Paolo Passolini en Accatone (1961), ópera prima del malogrado realizador de Saló, y al año siguiente rodaría su primer filme —con guión propio— basado en una idea del mismísimo Passolini, La Commare Secca (1962). Desde un principio se vería interesado en adaptar textos de autores como nuestro Borges o Alberto Moravia, así como el tratamiento nada ortodoxo del sexo, el erotismo y la política. Refinado y preciosista, su peculiarísimo estilo se caracterizó por un ejercicio visual compuesto por  movimientos de masas magistralmente coreografiados, cromatismo e iluminación significantes y dramáticamente relevantes, complejos movimientos de cámara y un montaje sutilmente estilizado, elementos todos que otorgaban una dimensión operística a su narración cinematográfica. Visible y reconocidamente influenciado por artistas, escritores y ensayistas tan disímiles como Freud, Marx, Verdi, Víctor Hugo, Degas (así como por los dos citados más arriba), tanto como deudor de la Nouvelle Vague francesa y el nuevo German Cinéma de fines de los ‘60s, su cine se enriqueció —por supuesto— con la mirada de todos ellos, pero siempre pasada por el tamiz del raciocinio y la íntima lectura del propio Bertolucci. Hombre inteligentísimo y de fina perspicacia, era incapaz de repetir como loro las nuevas ideas, por mucho que estas se adueñasen del medio social, y prefería siempre someterlas a su propio juicio y discernimiento. Su cine estará marcado por esta conducta tanto intelectual como ética, a la que no renunciará jamás y sobre la que construirá su sólida independencia de criterio.         
En 1968 estrenará Il Sosia/ Partner, su personalísimo homenaje a la nouvelle vague en general y a Jean-Luc Godard en particular. De hecho, El Socio será considerado siempre como su filme más godardiano, visualmente extraordinario, con un uso infrecuente de la paleta de colores, pero a la vez —en asonancia con su admirado colega— prescindente de la historia a narrar, casi como si el cómo (la forma) fuera más importante que el contenido. Todavía en esta vena dirigirá y escribirá en 1970 La Estrategia de la Araña/ Strategia del Ragno/ The Spider’s Stratagem, su particularísima versión de una historia de Jorge Luis Borges, a la que leyó por vez primera en inglés con el título de “Theme of The Traitor and The Hero”. Rodada originalmente para la tevé italiana, esta bellísima, enigmática e hipnótica película —filmada en un pueblo casi en miniatura, Sabbioneta, ubicado entre Padua y su Parma natal— se estrenará en cines gracias a los auspicios y la presión de Sergio Leone, fascinado con ella. En 1968 Bertolucci había coescrito el guión de Érase una Vez en el Oeste, obra maestra del romano, momento que coronó una amistad de hierro que sólo la prematura muerte del director de Por un Puñado de Dólares truncaría (30 de abril de 1989). Pero volviendo al filme, hallamos que se trató de un trabajo absolutamente surrealista en su gramática, que a su vez enriqueció a Borges incorporando elementos de la ópera “Rigoletto” de Verdi y algunas temáticas visuales extraídas de la obra de Magritte. Luego de esta película el nombre de Bertolucci se afianzaría sólidamente a nivel internacional, alcanzando un prestigio que tan solo Rossellini había ostentado antes, el cual se incrementaría exponencialmente con su siguiente filme, el que hasta hoy día se considera como su obra maestra y, por sobre todo, se recuerda como una de las mejores cintas italianas de todos los tiempos. Nos referimos a la magnífica Il Conformista/The Conformist/El Conformista (1971), filme superior e inolvidable protagonizado por Jean-Louis Trintignant, Stefania Sandrelli, Dominique Sandá y Pierre Clémenti. Ubicada en 1938, la acción sigue los pasos de Marcello Clérici (Trintignant), un seguidor de Mussolini de clase alta, quien —más que probablemente— se afilia al fascismo como una forma de lidiar, sublimar y negar su homosexualidad, la que sería, además, completamente repudiada por su católica y rica familia. Impregnada de segundas y terceras lecturas, actuada como los dioses, dueña de una riqueza visual, un encuadre y una edición superlativas, El Conformista prácticamente inauguró el movimiento del nuevo cine anglo-franco-italiano de la década de los ‘70s, y con toda justicia se la debe considerar como la pionera de una renovación estilístico-narrativa de alcance internacional. Su influencia llegó también al cine alemán, cómo no, y sirvió de inspiración a directores como Marguerette von Trotta, cuyo artículo pueden leer en nuestro blog.
Dirigiendo a Brando y Schneider en" Último Tango en París"

            Pero a Bertolucci, paradójicamente, no había cómo conformarlo, y apenas dos años después, en 1973, estrenaría su filme más polémico y controvertido, rotundamente prohibido en nuestro país por años —al punto que recién se lo reestrenaría completo y sin cortes luego del regreso democrático, en pleno gobierno de Alfonsín— y una de esas obras que influyen de tal modo en lo cultural que instalan frases, modas y hasta costumbres: Último Tango en París/ Last Tango in Paris/ Dernier Tango Á Paris. Su corta pero intensa filmografía previa le permitió convencer con apenas un llamado telefónico internacional al rebelde e inconstante de Marlon Brando, quien para entonces ya venía a los tumbos con su errática conducta tanto dentro como fuera de la pantalla, pero por cierto que acababa de resucitar menos de un año antes con El Padrino (The Godfather, 1972), de Cóppola. Un expatriado norteamericano en París, cincuentón, quien intenta exorcizar los fantasmas causados por el suicidio de su esposa, entabla una extraña, perversa y enfermiza “relación sin preguntas” con una veinteañera francesa. Experiencia sensorial y emocional única y fascinante, cuyas secuencias eróticas todavía hoy lucen osadas y desafiantes, ‘Último Tango…’ interpela al espectador como pocos filmes del siglo XX lo han hecho, removiendo la psique de cada uno hasta enfrentarlo con sus fantasías menos aceptadas. Bertolucci se encargó de convencer a nuestro enorme Gato Barbieri para que le compusiera e interpretara una partitura inolvidable, de esas que hacen historia y envuelven las imágenes arropándolas con sus polisémicas inducciones. Por otra parte y desde entonces, la manteca dejaría de ser una simple acompañante de las tostadas para pasar a constituir una parte indisoluble de toda fantasía anal. Además de la cinematografía del inconmensurable Vittorio Storaro (Apocalypse Now, 1979/ Reds, 1981/ Agatha, 1979), el filme se beneficiaba de un clima de época irrepetible, el que permitía la conscripción de un equipo técnico y creativo dispuesto a romper todos los moldes sin importarle las consecuencias. Hace poco, Jessica Chastain y otro grupito de militantes feministas ‘versión destroyer’, pulverizaron al director acusándolo de facilitar una violación en la filmación de esta cinta, resucitando añejas declaraciones de la occisa actriz.
Ocurrió que en un reportaje reciente Bertolucci rememoraba aquel rodaje indicando que la secuencia de la “manteca” no estaba realmente en el guión, que se le ocurrió un par de noches antes de su puesta en escena y que no le contó nada a María Schneider para que esta se sorprendiera realmente al momento de las tomas. Se trataba, así, de aclarar unas desafortunadas declaraciones proferidas por la ex actriz en 2011, poco antes de morir a causa de las drogas y la depresión clínica. En ellas afirmó haberse sentido violada por Brando (quien para entonces ya había muerto y no podía defenderse) y culpaba al director por planearlo. Es cierto que la actriz era una debutante muy jovencita, inexperta, pero —como aseveró el director ante estos ataques— ninguno de los dos actores estaba practicando el coito realmente. La secuencia puede lucir extremadamente realista, indudablemente, pero Brando jamás se propasó con su compañera ni Bertolucci era un proxeneta que entregaba a sus actrices. Lamentable y estéril polémica, que obligó al ya anciano cineasta a responder vehementemente cuando su salud no se lo permitía —cosa demostrada con el presente desenlace—, no ha sido otra cosa que un mojón más en la escalada internacional de sinsentido extremo en que se ha hundido el movimiento feminista global, ese que de tan radicalizado y obcecado pretende alterar (¡y lo ha conseguido!) los guiones de óperas clásicas (por ejemplo Tosca y Madama Butterfly, ambas de Puccini), obras teatrales famosas y demás aberraciones (como violar El Principito, por caso); pero que sin embargo no dice una palabra, por ejemplo, acerca de que sus gobiernos negocien armas, compren petróleo y reciban con los brazos abiertos a los gobernantes de Arabia Saudita, Qatar, Siria y demás paraísos de las libertades femeninas, en los que siquiera conducir un coche se convierte en una experiencia subversiva apenas autorizada por el príncipe de turno. Pero en fin, hablábamos de otra cosa, o de lo mismo, ¡qué va!
           
Depardieu en "Novecento"
Después de semejante éxito, y polémica, al italiano le llevaría casi 4 años pergeñar su siguiente obra maestra, la inclasificable y monumental Novecento/ 1900 (1977), realizada en coproducción con Francia y Alemania. Sus colosales 320 minutos, que se restauraron recién en 1991 (hasta entonces solía presentarse en versiones de 243 minutos), resultan un fresco del siglo XX italiano, una mirada a la dualidad del campesinado pobre y oprimido frente al cosmopolitismo de las grandes ciudades italianas, tanto como una radiografía del comportamiento del incipiente movimiento comunista de la península, que en un principio significó un camino de liberación para el campesinado y el proletariado pobre, lejos todavía del inevitable autoritarismo que se cocía en su interior. Con un reparto multiestelar e internacional, que incluyó a Burt Lancaster, Robert de Niro, Gérard Depardieu y Donald Shutherland, la historia política italiana estaba astutamente simbolizada en el derrotero de dos muchachos nacidos el mismo día de 1901, en el centro-norte de la península, allá en la Emilia-Romaña. Causante de debates tanto políticos como estilísticos, la obra propició precisamente aquello que debería caracterizar siempre al buen cine: polémica, discusión y análisis. Además de placer estético, se entiende, algo que Bertolucci dominaba a la perfección y entregaba absolutamente siempre. El final de esa década y el principio de la de los ‘80s lo hallaría embarcado en producciones más intimistas y sutiles; La Luna/ Luna (así en inglés), en 1979, fue un melodrama intensísimo acerca de una cantante de ópera norteamericana (Jill Clayburgh) que acaba de perder trágicamente a su marido, la que sin embargo parte con su hijo adolescente a Italia para protagonizar una ópera. Allí se revelarán las tendencias bisexuales del muchacho, se iniciará en la heroína, se descubrirá que su padre no era tal, e incluso se producirá una tortuosa relación incestuosa con su madre, todo ello arropado e ilustrado con la música de Verdi. Narrado así, el filme puede parecer un pastiche intragable, pero este cronista, que lo vio hace años, puede dar fe de la sutileza y las múltiples interpretaciones a las que el mismo se abre; y si bien es cierto que en su momento dividió a los críticos, no es menos cierto que su sólida estructura y su compromiso para con los personajes acaba por imponerse en el espectador, que en definitiva es lo que importa. Luego, en 1981, llegaría Tragedia de un Hombre Ridículo/ La Tragedia di un Uomo Ridicolo/ Tragedy of a Ridiculous Man, nuevamente sobre un guión propio, filme dispar que representó el primer paso en falso del director. Si bien no llega a ser una mala película, esta historia acerca de un industrial de Parma, fabricante de quesos, que es secuestrado por terroristas de izquierda para colectar dinero a través del rescate, se pierde en su propia trama, no llega a redondear la metáfora y, pecado imperdonable, desperdicia a un actor magnífico como Ugo Tognazzi. Aun así, no es un dato menor que la fotografía del filme haya estado a cargo del inmenso Carlo di Palma (Blow Up, 1966 / Hannah and Her Sisters, 1986 / Red Desert, 1964), un verdadero maestro de la iluminación y el encuadre, quien sintonizó a la perfección con el estilo preciosista y obsesivo del director.
           
escena de "Tragedia de un Hombre Ridículo"
Luego de dicha cinta, Bertolucci se retrajo sobre sí mismo y se dedicó durante gran parte de la década a producir filmes de terceros, trabajar ocasionalmente en la tevé y montar la regié de algunas óperas, género que amaba. Pero finalmente llegaría el año 1987 y con él su esperado regreso a la gran pantalla, el que se produciría con la ambiciosa y maravillosa El Último Emperador/The Last Emperor, coproducción con Inglaterra y China que lo colocó nuevamente en las grandes ligas. El autor de estas líneas no puede borrar el recuerdo de aquel lejano sábado en el que —escapada a Buenos Aires mediante— vio este espléndido filme en el desaparecido cine Atlas Lavalle, cuando la patética historia de Pu-Yi (el último emperador de la China, expulsado del trono por la revolución Roja de Mao) lo golpeó directamente en sus sentidos, su inteligencia, y además con toda la fuerza de la que es capaz el cine, el supremo arte de masas del siglo XX. Fue rodada en escenarios naturales de la Ciudad Prohibida como una concesión extraordinaria del gobierno chino y con la participación —por vez primera para occidente— de actores como la inigualable Joan Chen o Ying Ruocheng. Épica, dramática, vital, sensual, un festín para los sentidos; todos estos y aun más adjetivos le caben a este filme inigualable, una colección de talentos impares reunidos en una sola producción y comandados por una mente brillante. Desde Vittorio Storaro, otra vez a cargo de la cámara y la iluminación, pasando por la absorbente música de Riuichi Sakamoto, el anonadante diseño de producción de Ferdinando Scarfiotti (gloria del cine italiano), hasta el increíble vestuario del inglés James Acheson, multipremiado por sus soberbios diseños. El Último Emperador, ganadora de la friolera de 9 premios Oscar —incluyendo Mejor Película y Mejor Director— puso tan alta la vara para Bertolucci que, a la postre, le jugaría en contra. Todos sus filmes posteriores se medirían con él, especialmente para la miope mirada de los críticos, quienes —de aquí en más— esperarían del italiano que cada cinta suya les abriera las puertas de Xanadú. Y como eso es imposible, al menos para cualquier mortal (por muy buen artista que sea), se dedicaron a juzgar sus siguientes filmes con el ceño fruncido y las expectativas de quienes esperan la segunda llegada del mesías. Así fue que criticaron con saña The Sheltering Sky/ El Cielo Protector (1990), su primer filme enteramente norteamericano y protagonizado por John Malkovich, Debra Winger y Campbell Scott, en el que asistimos a la parábola de tres jóvenes que, en las postrimerías de la Segunda Guerra, arriban a Tánger en búsqueda de nuevas y vitales experiencias.
Nadie pareció advertir, sin embargo, las notorias similitudes con L’Avventura (1960), la magnífica y extraña cinta de Antonioni, a quien Bertolucci admiraba genuinamente. Con un estilo menos metafísico que el de su antecesor pero igualmente simbólico y profundo, el filme pasó sin pena ni gloria, fundamentalmente a causa de una crítica generalizadamente injusta y cruel. En 1992 y 1993 colaboró como actor en pequeños roles para dos películas de sendos jóvenes directores europeos, a quienes gustaba de apoyar con entusiasta sinceridad. Hasta que así llegó 1994 y con el nuevo año el estreno del filme que lo golpeó más bajo de lo aconsejable, haciéndolo blanco de las más encarnizadas críticas. Nos referimos Pequeño Buda/ Little Buddha, bellísima fábula narrada en dos tiempos: el contemporáneo, en que se asiste a la sorpresa y subsecuentes transformaciones que experimenta una familia de Seattle que recibe la noticia de que su pequeño hijo es considerado por los Lamas tibetanos como la reencarnación de Buda; y el de 2.500 años atrás, en el que se nos relata la historia del joven príncipe Siddharta y el cómo se transformó en Buda. Por supuesto que la cinta adopta un deliberado tono naïf, especialmente en los segmentos mitológicos, interpretados por un joven Keanu Reeves como Siddharta, pero ello no implica vacuidad temática alguna. El término “fábula” debería ser suficiente para explicar las pretensiones del filme, pero la mayoría de los críticos de la época (entre ellos mi admirado Roger Ebert, que en esa ocasión me falló y le erró fiero al bizcachazo) se negaron a aceptar otra cosa diferente a una cinta “seria”, “premiable” y “académica” como El Último Emperador, incluso si ello implicaba darle la espalda a la fascinante puesta en escena pergeñada por el director y su fiel secuaz Vittorio Storaro. Ahora bien, aunque dolido y cargando con las obvias inseguridades que acarrea un injusto fracaso como el que experimentó, Bertolucci se niega a rendirse y en 1996 estrena Stealing Beauty/ Belleza Robada, filme completamente opuesto a su estilo habitual, un drama intimista centrado en el estudio cuasi minimalista de personalidades y conductas. Contrata a una jovencísima Liv Tyler y la ubica en escenarios naturales de La Toscana, a dónde su personaje llega para pasar una temporada en la villa de una familia amiga que pretende confortarla luego de la muerte de su madre. Aunque novedosa en cuanto a tema y estilo, la película contiene, sin embargo, todos los elementos que han caracterizado la batuta del director: una altamente expresiva mise-en-scène, un montaje rítmico, fluidos movimientos de cámara y compleja narración, usualmente con varios niveles temporales y diversas líneas narrativas.

            Desde ese momento la salud de Bernardo Bertolucci comenzará a darle malas noticias, especialmente en su columna vertebral, la que someterá a una operación fallida que lo depositará en una silla de ruedas a mediados de 1999. Junto a otros problemas cardiovasculares, diabetes e insuficiencia renal, el gran director tuvo que dejar —a partir de allí— su carrera casi en suspenso; pero como buen rebelde e inconformista, cada tanto reunía fondos, ganas, y se lanzaba a la ruta otra vez. Asediada en 1998, y finalmente Los Soñadores en 2003, su última producción, resultaron el testamento cinematográfico de este genuino monstruo del cine. Presentada por él mismo —a pesar de su salud—   en la mostra de Venecia de ese año, la cinta bucea en el despertar sexual, cultural e ideológico de un estudiante de intercambio americano, que se halla en París precisamente en mayo de 1968, en plena revolución estudiantil. En ella están presentes todas las obsesiones del viejo cineasta, y además, se da el lujo de ofrecer un look moderno y una narración ágil, como si el tiempo y sus enfermedades no lo hubieran afectado en absoluto. Cuando este pasado lunes partió hacia la pantalla eterna, dejó tras de sí un legado fabuloso y fascinante de grandes películas, esas que de seguro soñó cuando su padre —poeta, profesor de historia y crítico de cine— le regaló, a sus 15 años, su primera cámara de 16 mm. Lo hizo todo, lo probó todo y se animó a todo; jamás renunció a su estilo ni a su manera de ver el cine. Recibió la Palma de Oro a su trayectoria en el Festival de Cannes en 2011, presidió dos veces (en 1983 y 2013) el jurado del Festival de Venecia, y antes —en 2007— dicho festival le otorgó el León de Oro por su carrera. ¡Último Tango, Maestro! ¡No lo olvidaremos jamás!.-

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