Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★

Cinema Paradiso. Italia, Francia; 1988.
Dirección y guión: Guiseppe Tornatore – Fotografía: Blasco Giurato – Música: Ennio Morricone – Editor: Mario Mora -Elenco: Jacques Perrin, Salvatore Cascio, Philippe Noiret, Leopoldo Trieste, Antonella Attili. –  123 min. (Y 155 min. en la versión del director).-
Las pequeñas cosas lo cambian todo. No las grandes, no las dramáticamente trágicas. De esas siempre es posible reponerse, y usualmente —pasado el temporal— se retoman los mismos hábitos y se vuelve a los mismos caminos. Pero las diminutas transformaciones, los mínimos gestos, las acciones más banales, todo ello suele parecerse a la semilla de mostaza, que de tan pequeña parece invisible, pero al germinar produce un arbusto fabulosamente grande. Las pequeñas cosas suelen tardar en irrumpir en nuestras vidas, a veces décadas. Así pasó con este llamado telefónico. Tardó más de treinta años en producirse; la anciana que tomó el aparato pensó en esa acción por muchos lustros, pero supo esperar el momento; supo ser paciente. Y acertó. Del otro lado de la línea, separada de ella por casi dos tercios de la península itálica, una magnífica cama imperial revela más de lo que las palabras podrían decir.
Se acerca el amanecer y las dos personas que allí duermen se adivinan extraños. Podrán compartir sus cuerpos, pero no se importan mutuamente. El cincuentón que toma con desgano el teléfono ignora completamente que esa acción tan banal habrá de transformarlo por completo. La voz temblorosa y avejentada de su madre no lo conmueve todo lo que debiera, pero las palabras que oye sí lo hacen. “Ha Muerto”, se escucha, y no se requerirán nombres ni mayores explicaciones. El avión que en pocas horas lo depositará en Sicilia no alcanzará para hacerlo despertar. Eso vendrá después, de vuelta en Roma, cuando una vieja lata —única herencia que reciba del muerto— le devele cuanto amor y cuanto sacrificio hizo falta para dejarlo ir. Dejarlo ir para que construyera una vida mejor, para que se convirtiera en el arquitecto más famoso de Italia, para que el dinero y los negocios lo depositen después en una cama fría y sin amor, apenas cubierta con sexo de ocasión.
El fallecido se llamaba Alfredo y era un anciano ciego y amargado, cuyos únicos recuerdos valiosos tenían que ver con la mirada pícara y la sonrisa franca de Totó, un niño que amaba las películas, soñaba con ellas y sólo deseaba ser proyeccionista del Cinéma Paradiso, esa salita diminuta que pertenecía a los curas y en la que todos los sueños eran posibles, donde Anna Magnani podía mirarte a los ojos y hacerte desear sus pechos turgentes, donde Alida Valli era capaz de invitarte a entrar por las puertas de sus ardientes labios ansiosos. Pero también el lugar donde los besos no estaban, donde se habían esfumado, celosamente censurados por el Padre Adelfio, que ante cada estreno se ocupaba de ver primero la cinta para que Alfredo cortara indefectiblemente cada fotograma que el clérigo juzgara indecente. Que eran casi todos, ¡vamos! Y Totó, eternamente frustrado, se preguntaba invariablemente a dónde diablos habían ido a parar aquellos besos, en qué lugar habrían logrado asentarse para consumar su trunca pasión. Ahora, cuarenta años después y en la aséptica frialdad del microcine de su multinacional empresa, Salvatore —que hace mucho dejó de ser Totó— descubre, por fin, dónde estaban aquellos besos. Dónde se habían escondido, dónde lo estaban aguardando. Porque lo esperaban a él, y sólo a él. Para que despierte, para que recuerde. Para que recuerde que todo el dinero del mundo, todo el lujo, todo el poder, no pueden ni por asomo contra ese viejo proyector que una noche de verano, cuando el cine estaba colmado y ya no había posibilidades de una función más, ejecutó un pase de magia y la película — ¡oh milagro!— pasó a dibujarse en las paredes de las casas que rodeaban la plaza del pueblo. Para que se convenza de que una cama está mucho mejor vacía que llena de cinismo o de puros intereses. Para que busque en su interior e invoque a aquel niño al que todo lo admiraba, que todo lo esperaba, para que lo salve de su presente; para que lo rescate de sí mismo. Y allí, en esa otra pantalla, tan diferente y tan tecnológicamente aséptica, las viejas imágenes en blanco y negro se abalanzarán sobre los sentidos de Salvatore hasta hacerlo temblar. Jean Gabin besando a Jacqueline Laurent; Clark Gable a Norma Shearer; Tracy a Hepburn, Bogart a Bacall… Acaso, cuando Salvatore salga del microcine —precisamente después de que nosotros leamos “Fine”— habrá dejado de llamarse así para volver a ser Totó. Uno más sabio, más maduro y golpeado por la vida, menos ingenuo y con una insalvable cuota de cinismo; pero —por fin— otra vez él mismo; Totó. El que siempre estuvo allí, olvidado y escondido, esperando su momento para regresar, para recordarle al prestigioso Salvatore qué cosas realmente valen la pena y por cuál de ellas merece batirse a duelo. Y todo por un diminuto, insignificante llamado telefónico. Y todo por unos besos de celuloide, viajeros del tiempo en una lata oxidada guardada en un desván de la olvidada Sicilia… Todo por un cine. Un recuerdo. Un sueño en Technicolor. Cinéma Paradiso.  
 Ahora, un comentario.
Hace exactamente 30 años y un par de meses, aquella olvidada versión de mí mismo —que portaba idéntico nombre pero que hoy me es tan ajena como una estrella remota— entraba a un cine de Capital para darle una chance a una pequeña película italiana firmada por un director entonces ignoto. Es cierto que ya había ganado en Venecia y poco después lo haría en Cannes, pero faltaban los Óscar, y esa estatuilla sería suya recién en la ceremonia de marzo de 1989. Actuaba Philippe Noiret y con eso me bastaba; pero también era cierto que el francés no hablaba italiano y había sido doblado para actuar en el filme, y mi esnobismo de purista encendía todas las alertas de fracaso. Quince minutos después de que la magia hubiera comenzado, ni yo ni nadie más en la sala pudimos pensar en nada semejante ni prestar atención a tales detalles. Cinema Paradiso abría sus alas y uno sólo podía volar. Y alto; muy alto. Al final, con ese final (¡y qué final!), no pude contener una catarata de llanto que evidenciaba motivos mucho menos obvios que el contenido del filme. La historia de Alfredo y Totó tocaba entonces, y toca hoy todavía, fibras demasiado íntimas y universales a la vez como para salir indemne de su visionado. Cinema Paradiso es una experiencia cinematográfica sublime e irrepetible, portadora de un poder transmutador que obra al modo del lapis exilis, la piedra filosofal de los alquimistas. Todo lo que baña es transformado, llevado hacia una esencia superior; regenerado hasta el punto de mudar su esencia. Y si bien es cierto que al cabo de unas horas volveremos, casi indefectiblemente, a desandar los mismos senderos, también lo es —y nuestra experiencia personal así lo confirma— que ninguna otra película ha logrado inducir a sus espectadores (y entre ellos, a mi mismo) a una tan profunda introspección como Cinema Paradiso lo hace. A lo largo de estas tres décadas, cada vez que volvimos a ella (cada vez que me lancé a sus brazos), algo de la persona que éramos hasta entonces pareció quedar irremisiblemente atrás. Se trata de una obra poderosamente mágica, evocativa, universal y autorreferencial a la vez, que se inmiscuye en nuestra conciencia y bucea hasta los arcanos más ocultos de nosotros mismos. Nos refleja, nos mira a los ojos mientras la vemos, nos cuenta un cuento de cuando las cosas eran menos complicadas, menos ‘adultas’, menos ‘utilitarias’… Pero aun así se niega a ser naïf, ¡qué va!, se niega de plano a resultar simplona o cursi. Cinema Paradiso brota, surge, nace, de un lugar en el mundo bien concreto, de un preciso momento en la historia; se construye sobre pilares sólidamente realistas, sensatos y estables; no elude —más bien lo contrario— ni el drama, ni la decepción, ni la frustración, ni la profunda injusticia (tanto privada como pública) que se cierne sobre los que estamos vivos. Ocurre que ella se niega a quedar anclada, a ser definida por esa desesperanza; la película quiere, pretende y logra rescatarnos de la trampa de la auto conmiseración, la insatisfacción y, claro está, del continuo vaciamiento de sentido que permitimos se produzca en nuestras vidas. Cinema Paradiso nos habla de una época mejor no porque realmente lo fuera, sino porque la cultura, la educación y la motivación de entonces forzaban a las personas a mirar el propio destino a los ojos, sin falsas ilusiones ni esperanzas de pacotilla. Hasta hace algo más de 30 años la vida era (como ahora) dura, profundamente desigual e injusta —en más de una ocasión cruel— pero se te educaba (nos educaban) para afrontarlo, para hacer algo con tu vida a pesar de todo. Sonará idiota, pero si la vida te daba limones, hacías limonada; nada de esperarlo todo del Estado, ni de las dádivas, ni del anclaje en la queja permanente. Esas pequeñas cosas como el cine, y claro está, la idílica salita del pueblo, estaban allí para alegrar tu vida, para asociarte a una ilusión válida, positiva, que te motivara a la acción. Pero fuera del cine la vida tenía que seguir, y usualmente lo hacía.
 Cinema Paradiso no construye un pasado paradisíaco, idílico o pre adánico; todo lo contrario, la miseria de la Sicilia de posguerra está allí en primer plano: Totó y su madre, que ni siquiera ha recibido una comunicación del ejército que le confirme o no si su marido ha muerto, viven en la pobreza y llenos de carencias; cuando el chico se mande una travesura algo desmedida será molido a palos por esta mujer sin norte, que apenas puede con su vida y ni siquiera sabe a ciencia cierta si es una viuda de guerra; Alfredo, que es un tipo bueno y simplón, no es, empero, un padre sustituto; hace lo que puede con su vida y también con la del muchacho. Cuando menos le brinda buenos e inteligentes consejos —no poca cosa— pero Tornatore nos recuerda con pequeñas y fugaces apostillas que nadie puede suplantar realmente al padre perdido. Y a medida que crezca, Totó ira viviendo experiencias muy lejanas de la siempre perfecta medida del cine. Se enamorará perdidamente pero fracasará en dicho amor. La profesión que ha elegido desde pequeño parece desear expulsarlo a como dé lugar, el servicio militar resultará una mierda y le quitará, al volver, cosas que ama; el cine que adora finalmente cerrará sus puertas; el hombre que ha sido como un padre para él se empeña en expulsarlo del pueblo y le aconseja, con toda la fuerza de su convicción, que no retorne jamás: ‘¡jamás!’. Cinema Paradiso nos recuerda insistentemente el valor de saber soltar, de no aferrarnos a lo perecedero: algunas cosas están destinadas a moldearnos, es cierto, pero a su vez son transitorias, del mismo modo que lo es nuestra propia vida. El filme nos instruye acerca de la fuerza imbatible del amor, pero no de uno pintado con tonalidades rosadas, sino el de verdad, el que duele al brindarlo y, casi siempre, duele más por no recibir nada a cambio. Alfredo, que alguna vez quedó ciego en un accidente causado por darle gusto a ese chiquillo comprador de Totó, no solo no lo lamentó jamás, sino que se privó del contacto con ese ser querido, se negó a sí mismo el poder morir con él a su lado, por el solo deber auto impuesto de ayudarlo a crecer, a que no quedara atado a ese pueblo miserable, a esa isla olvidada, ni al destino mediocre de muchos de los que allí malvivían. Cinema Paradiso nos habla de sacrificios personales y de aprender a sobrellevarlos para mantenernos en la convicción que los motivó. Nos habla de la pasión, pero no la destructiva (esa que motiva, por caso, a bombardear a piedrazos el ómnibus que transporta al equipo del club contrario), sino sobre aquella que nos brinda un norte en la vida, un anclaje en todo lo bueno y noble que ofrece esta existencia a veces difícil. En el filme, la pasión por el cine, por las películas, se transforma en un símbolo del amor a la vida, de estar dispuesto a hacer algo —mal o bien, poco importa— pero hacerlo y no desistir de ello. El Salvatore adulto que regresa a casa para el entierro de Alfredo, que reencuentra su cine a punto de ser derrumbado para construir un shopping, es un hombre rico y exitoso, pero que ha perdido —por olvido, omisión o deliberado desdén— todo aquello que lo definió como persona. Pero por sobre todo, ha perdido la pasión. La buena (insisto), la que motiva y mantiene el recuerdo del niño que fuimos, la que aviva la llama del deseo; y no el deseo por tener y acumular (lugar común tan repetido), sino deseo de mirar por encima del paredón. Porque nunca deberíamos dejar de ser en parte niños, como cuando queríamos treparnos a esa pared enorme para saber qué diantres pasaba del otro lado.
            Cinema Paradiso, además de todo lo dicho, es un canto de amor al cine, un grito potente pero amoroso que alerta sobre su desaparición (o si se quiere, sobre su perversa mutación), un aviso que a 30 años exactos de su estreno se ha vuelto más urgente que nunca porque el peligro ya no es tal, sino una inexorable realidad. Vean, parte de lo que Tornatore metaforizaba en Totó y su derrotero, o en el napolitano que compraba y rehacía el cine luego del incendio, y también en la parábola de Alfredo y su rollo de besos en celuloide, hoy adquiere oscuros visos de realidad inexcusable. La industria toda se ha vuelto como el Salvatore adulto del inicio de la peli: cínica, sólo preocupada por las ganancias, superficial; mientras que la cinematografía misma se debate entre quienes ya no quieren verse reflejados en ella —y sólo aceptan explosiones, superhéroes y pura evasión— y los que filman incongruentes pastiches que venden como vanguardia iluminada (y que para colmo exigen sea subvencionada por el erario público en nombre de la “cultura para todos”), alejando aun más de las salas al maltratado público que todavía resiste. La decadencia y posterior derrumbe del “Paradiso”, ocurrida bajo la total indiferencia del pueblo (sólo asisten su ex propietario, ya anciano, Salvatore —que acaba de presenciar al funeral de Alfredo— y unos pocos nostálgicos más), representa la progresiva indiferencia del público ante el compromiso que se requiere para enfrentarse a un filme, al menos uno que nos interpele y no sea de pura evasión. Este es un problema viejo, que la edad de la película no disminuye en absoluto. En Europa ya era una realidad en 1988, y Tornatore lo plasma como nadie en los sutiles intersticios de su cinta. Aun faltaba un año para la caída del muro de Berlín y con él el derrumbe del comunismo soviético, y Cinema Paradiso profetizaba con clarividencia un mundo en el que los valores más básicos se harían trizas, dejando un vacío tanto cultural, social y político que ninguna de las aventuras posteriores ha podido llenar. El director y guionista (al que esta vez podemos llamar “autor” sin ruborizarnos) parece pasar por alto ciertos excesos de su cultura, pero ello no es así, sino más bien al contrario, y esto tiene que ver con lo que malamente intentamos demostrar en los párrafos anteriores: los abusos del clero (que en el filme, por suerte, se limitan a los castigos físicos que reciben los chicos en la escuela. Más hubiera desvirtuado el ethos de la obra), la explotación de los obreros analfabetos por parte de los pocos capitalistas de la isla, la pobreza estructural de la región, la censura sistemática ejercida por el cura del pueblo, los políticos corruptos y venales, etc., etc. Todo eso está en escena, en primer plano incluso, pero Giuseppe Tornatore —profeta, como todo artista— supo ver y anticipar el largo y doloroso proceso de desintegración cultural que hoy día derrumba inexorablemente a Occidente. Y con su película intenta, por sobre todo, apelar a lo profundo del corazón de sus espectadores, para que ellos (nosotros) recuperen (recuperemos) los valores esenciales que nos moldearon como seres humanos. Tornatore se ríe del padre Adelfio y su furia censora, y nos recuerda que Totó y todos sus paisanos se hicieron hombres de bien y valía no solo a pesar de, sino precisamente a causa de ese ambiente y esa cultura. Es como si los obstáculos, el baño de realidad permanente y no poca disciplina nos construyeran para bien, nos modelaran para la vida real y no para la fantasía sobreprotectora de los padres posmodernos, esos mismos que impiden a sus hijos ver un noticiero (“porque el nene se trauma, ¿viste…?”), pero les permiten masacrar humanos a voluntad en una ‘play’ (“porque eso es virtual, ¿viste?, y además no se lo puedo prohibir…”). Pero tal vez sean fantasmas en la mente de este cronista, ecos de ideas mal digeridas, lecturas sobregiradas… ¿Quién sabe…?
Lo cierto es que Cinema Paradiso, la película, fue, es y será una obra maestra imperecedera, una joya del séptimo arte que no tiene ateos, una obra impar y maravillosa, la que —sin embargo— tiene la genial hechura de la absoluta sencillez: está rodada, parida y creada con total simplicidad estilística y formal. Quiero decir que si ustedes ven Lawrence de Arabia (Lawrence  of Arabia, 1962; David Lean), por poner un ejemplo, ocurrirá que —indefectiblemente— ella les hará sentir el ‘peso’ de su calidad de ‘película bien hecha’. Es una cinta soberbia, sin dudas, pero se le nota demasiado la “soberbia”… Con Cinema Paradiso pasa exactamente lo contrario; se trata de un filme tan simple como contundente, dueño de un pathos sencillamente perfecto, de y con la cadencia de la vida misma, jamás grandilocuente, nunca autoconsciente, siempre humilde en su narrativa. Y así, a fuerza de simpleza y humildad, se transforma en algo esplendorosamente prodigioso, tan potente como movilizante y enriquecedor. Hoy, a 30 años exactos de su estreno, hablar en términos usuales del filme (que si la fotografía, que si las actuaciones, que patatín o que patatán…), resulta una banalidad tan pedante como insostenible. Porque Cinema Paradiso está viva, es una película en construcción, prodigio sólo posible para aquellos que tienen algo verdaderamente importante para decir. Y para contar. Y para mostrar. Y para develar. Cinema Paradiso late al ritmo de la existencia, se te adhiere a la piel y no es posible despegarse de ella; nos susurra al oído y te moviliza como nada ni nadie es capaz hoy de hacerlo. Por supuesto, si tuviera que volverme horrorosamente pueril le dedicaría un larguísimo párrafo al gran maestro Ennio Morricone, quien compuso una de las más hermosas, profundas y emocionantes partituras de toda su extensa carrera; o me desharía en elogios hacia la dirección de fotografía y la cámara de Blasco Giurato, un monstruo de la cinematografía italiana; o les contaría que al momento de su estreno italiano resultó un fracaso, por lo que sus distribuidores le podaron media hora enterita y la reestrenaron con su metraje definitivo, y ahí sí se convirtió en un éxito, en fin… pero todo ello no haría otra cosa que bastardear lo que —en definitiva— no es otra cosa que un poema amoroso hacia una película que amamos con las tripas, que nos hace llorar siempre y cada vez con lágrimas renovadas y sinceras, que nos hace reír hasta el dolor de panza y, ¡oh milagro del cine!, nos confronta con nosotros mismos y consigue que en cada vuelta veamos cosas que ignorábamos estuvieran allí. Este es el peor de nuestros artículos, lo sabemos, pero secretamente —muy en lo profundo— desearíamos que fuera el mejor. Porque ella lo merece. Porque necesitamos desesperadamente contagiar el deseo de verla, el placer de hundirse en sus maravillosos y únicos 123 minutos hasta que nada exista a nuestro (a vuestro) alrededor. Porque su título lo dice todo, pero a la vez lo deja todo a la imaginación. Porque ella es como la vida misma, esa en la que nos enojamos con quienes amamos y, a veces, amamos a quienes no deberíamos; esa vida  (esta vida) en la que solemos actuar como niños caprichosos; como Totó, que cuando se le impide subir a la cabina del cine se enoja con quien más lo quiere y cuida, y acompañado del más obvio de los gestos, le grita “Alfredo, ¡va’ f’angulo!”. Se llama Cinema Paradiso y espera por ustedes. Y por mí. De eso no tengo dudas.-

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