por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente (★★★★★)
Darren
Star no come vidrio. Se formó bien de abajo en las lides de producción aunque también
debutó muy temprano como guionista con una divertida comedia romántica de
ciencia ficción (extraña mezcla, lo sabemos, pero que en este caso funcionó)
titulada Goin’ Time on Planet Earth (1988, Charles Matthau). En 1991
hizo lo propio con If Could Cool Kill (William Dear), en la que Richard Grieco
(por entonces una estrella juvenil en ascenso) se convertía en un espía
adolescente a la fuerza en medio de un viaje de estudios a Francia. Pero su
formación estuvo ligada siempre a la tevé y bajo el paraguas de grandes
veteranos del medio, como el muy querido Aaron Spelling (papá de Tori,
probablemente el único gran pecado en la vida del creador de El
Crucero del Amor), bajo cuyas órdenes supo producir Beverly
Hills 90210 y MelrosePlace, entre otras.
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Darren Star |
Pero
su gran éxito, y con él su enorme contribución al formato actual de las series,
fue ese proyecto enteramente propio que dio la vuelta al mundo y todavía hoy
sigue dando que hablar: Sex and the City (HBO, 1998-2004).
Las aventuras sexuales de Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker) y sus amigas
en la Gran Manzana marcaron una auténtica revolución mediática que abrió las
puertas, casi sin quererlo, al negocio del streaming. Starr, que concibió él
solo la premisa y escribió los guiones de los primeros episodios, vio venir
antes que nadie los grandes cambios que se avecinaban y dio un sorpresivo giro
de timón con esa deliciosa y picante historia de cuatro amigas en la gran ciudad.
Concebida como un show de temporada baja (aquellos que se emitían durante los
tres meses de verano, cuando las series de 20 o más episodios estaban en hiato,
lo que significaba que no podían superar los 12 capítulos por temporada), Starr
optó por brindarle un formato de aproximadamente media hora —inusual para un
producto que no era una sitcom— además de una desfachatez y una insolencia tan
inusuales como bienvenidas. Finalmente sería HBO la que hiciera realidad esta
serie, la más rupturista en décadas y una de las más influyentes a todo nivel
en la industria. Pero decíamos al inicio que Darren Star no come vidrio y sabe
demasiado bien que después de ciertas revoluciones viene una suerte de
desaceleración casi ineludible, porque lo nuevo se vuelve rápidamente viejo y
pierde así su esencia disruptiva. Hablamos exclusivamente en términos narrativos
audiovisuales y a todo lo referente a
dicho negocio, por supuesto. El estilo de Sex And The City, y más aun, el tipo
de historia que pretendía contar, ha sido clonado hasta el cansancio y ha
perdido (indudablemente) mucha de su fuerza inicial. Nótese que la propia serie
tuvo incluso sus detractores en las últimas temporadas, debido a la mirada
quizás demasiado autocomplaciente que Michael Patrick King le insufló una vez
que quedó a cargo del envío. Darren Star ha aprendido de todas estas
experiencias y no ha perdido tampoco un ápice de su olfato, lo que nos lleva,
finalmente, a su nuevo trabajo y el primero para Netflix, Emily en París. Allá
vamos.
Emily es una joven y ascendente ejecutiva
en una empresa de publicidad ubicada en Chicago, la que acaba de adquirir una
pequeña firma francesa del rubro. Cuando su jefa quede sorpresivamente
embarazada y no pueda mudarse a París para hacerse cargo del manejo
publicitario en redes sociales, Emily será la elegida para iniciar esta
verdadera aventura en la ciudad luz. De novia desde hace bastante tiempo y aun
cuando su prometido parezca no estar muy convencido con el plan, nuestra
heroína no dudará en dejar Chicago atrás para comenzar esta nueva etapa en su
vida. Este es, ciertamente, apenas el planteo inicial de la historia, que
insume apenas unos minutos de metraje, ya que el verdadero corazón de la trama
consistirá en enfrentar a Emily con el que será el auténtico “tema” de la
serie, el que subsumirá y concentrará a todos los demás, y que no es otro que
el feroz y ácido análisis acerca del narcisista “ombliguismo” cultural norteamericano. A décadas de Un
Americano en París (An American
in Paris, 1951; Vincente Minelli), esa maravillosa muestra del poderío del
Hollywood dorado en la que Gene Kelly bailaba y enamoraba a Leslie Caron al
compás de la música de Gershwin, la mirada de Emily in Paris no puede
ser más radicalmente diferente en todos los aspectos. En la primera, el
personaje de Kelly (Jerry Mulligan) era un pintor sin dinero que sin embargo se
adueñaba de la ciudad del amor como si ningún obstáculo pudiera impedírselo,
como si su sola condición de norteamericano lo dotara del don de la supervivencia
social, cultural y económica. Claro que todavía se trataba del período de
posguerra (el 24 de agosto del ’44 los parisinos vieron por fin a su ciudad
liberada por las tropas norteamericanas, que fueron recibidas entre vítores y
algarabía), y por entonces un americano podía sentirse todavía bienvenido y en
casa en esa bella ciudad, pero los tiempos han cambiado y ya no solo se trata
de la mirada del resto del mundo hacia los yanquis, sino de la de ellos hacia
el resto del mundo. Pues bien, Emily es una chica muy inteligente, lectora,
avispada, que aunque vive desesperantemente atada a las redes sociales (no hace
un movimiento sin filmarse con el celular y subirlo a la red) tiene sin embargo
mucha más profundidad intelectual y humana de lo que podría parecer a simple
vista. Por eso mismo es más cosmopolita y abierta que muchas otras americanas
promedio y no deja de ilusionarse enormemente con su viaje a París, pero una
vez allí y enfrentada al desafío de vivir y trabajar en un sitio cuyas costumbres
desconoce —además del hecho de no hablar una palabra de francés— nuestra
protagonista sacará a relucir muchas de esas características que usualmente
hacen destacar negativamente a los yanquis fuera de su país. Emily, aun a pesar
de su sensibilidad e inteligencia, actúa en ocasiones como si el planeta
debiera adecuarse a su forma de ver y vivir la vida, y por cierto que oculta debajo de su increíble encanto un
cierto elitismo cultural que puede volverla bastante snob. Sin embargo, y de
allí que el personaje funcione, Emily sabe dar marcha atrás, comprende qué
cosas hace mal y readapta su conducta de acuerdo a ello. Aun así mete la pata
repetidas veces, porque no deja de ver las cosas al “american style” y se deja llevar demasiado por sus ambiciones.
La protagonista quiere
desesperadamente caer bien a todos, y en especial a su jefa local, que la
detesta, una parisina cuyo amante es el principal cliente de la agencia y que
no soporta a esta niñata sabihonda y tan segura de sí, que viene a decirles
cómo hacer mejor las cosas que ellos vienen haciendo bien desde hace años y que
no se aviene a aprender siquiera su idioma. Hay una secuencia maravillosa en el
primer episodio, en la que Emily —vestida para matar— espera más de dos horas a
que alguien abra la oficina para descubrir después que allí nadie va al trabajo
antes de las 10 de la mañana. Emily vive para trabajar, para superarse, para
dar más y más de sí, y cuando se la confronta con su adicción al trabajo
responde que “ama lo que hace”, pero
lo cierto es que ella es un exponente perfecto de una sociedad desmesurada a la
que le cuesta horrores poner las cosas en perspectiva. Luego de sus primeros
días, cuando nadie le muestra un ápice de simpatía, uno de los empleados se
topa con ella en un café y le dice que “ustedes, los americanos, viven para
trabajar, mientras que nosotros trabajamos para vivir. Ustedes sólo saben hacer
las cosas en grande. Nosotros sabemos disfrutar de las pequeñas”.
Apostillas como esta aparecen a granel en cada episodio y resultan como dardos
envenenados que inducen al espectador a mirarse más profundamente en el espejo.
Pero atención, que la serie no es de ningún modo una colección de máximas de
autoayuda ni cosa alguna por el estilo, sino una muy inteligente exploración
acerca de los caminos que puede tomar una sociedad cuando apuesta únicamente
por el éxito a toda costa vista desde la óptica de un pez fuera del agua.
No son estos los únicos temas que la
comedia aborda, por supuesto, ya que Emily In Paris tiene munición pesada
con que dispararle a todos, como a los “influencers”
—esos engendros de la era de las redes que actúan como si hubieran descubierto
la cura del cáncer— a cierto chauvinismo muy francés y a esto que podríamos
definir como “relaciones líquidas”.
Emily irá empapándose en la forma de vivir gala y descubrirá paulatinamente que
no tiene todas las respuestas ni se las sabe todas, aunque aprenderá
—paradójicamente— a valorarse mejor a sí misma precisamente a causa de ello. De
cada desafío saldrá fortalecida porque, a pesar de sus primeros instintos, la
muchacha no se dejará atrapar por sus neurosis, al contrario de Carrie
Bradshaw, su “prima hermana” imaginaria. Ahora bien, Darren Star parece tomarse
una cierta revancha de aquel final tan controvertido de Sex And The City, al que
la pluma y la dirección de Michael Patrick King convirtieron en una comedia
romántica de manual, tanto que uno imagina que la decisión de situar la acción
en París podría deberse precisamente al deseo de reinventar aquel viaje de
Carrie a la ciudad luz. Como ella, Emily es adicta a la moda y a las últimas
tendencias, se enamora y se desilusiona con idéntica velocidad, hace amistades
rápidamente y las pone a prueba casi sin solución de continuidad, tiene sexo
sin “histeriqueos” ni complejos, pero
por sobre todo se dispone a vivir con menos “mandatos” sobre su consciencia. Carrie era una mujer cool y desinhibida, quien sin embargo se
perdía en océanos de racionalidad y caía bajo el peso de toneladas y toneladas
de argumentos a favor o en contra de cada decisión sentimental. No era sólo Mr.
Big la persona incapacitada de comprometerse afectivamente en aquella historia,
sino fundamentalmente la propia protagonista, de allí la sutil ironía que
implicaba que pudiera ser capaz de escribir sus columnas sobre vínculos y sexo
y no aplicar la mismas recetas en sí misma. Emily, en cambio, no se hace tantos
problemas. Puede conocer a un atractivo profesor con el que comparte el mejor
sexo de su vida, y 48 horas después despacharlo con el dedito anular en alto apenas
por descubrir que se trata de un imbécil arrogante sin remedio. Más allá de
estas referencias, sin embargo, conviene aclarar que aquellos que jamás hayan
visto Sex And The City disfrutarán ampliamente de esta serie sin el menor
problema, ya que los hilos invisibles que las liga tienen que ver con aspectos
más sutiles e intertextuales que el espectador no tiene por qué advertir y que
pertenecen, como intentamos desarrollar, al ámbito creativo y personal de su
creador y productor.
Emily en París cuenta una
divertidísima y sexi historia de autodescubrimiento, crecimiento y adaptación
que no sería lo que es si no contara con unos personajes sencillamente
maravillosos. La primera amiga que Emily hace en la ciudad luz, Mindy Chen
(Ashley Park), es una creación inteligentísima que sirve de contrapunto
perfecto a las dudas que experimenta nuestra protagonista, pero por sobre todo
se vuelve su pícara cicerone personal. Philippine
Leroy-Beaulieu (Sylvie, la jefa francesa), compone a una mujer difícil y áspera
a la que es difícil comprender con un solo golpe de vista —lo que torna
fascinante a su criatura— quien experimenta una clara sensación de amenaza, de
pérdida de control, con la aparición de esta jovencita autosuficiente y algo
engreída; en cuanto al resto del elenco (que brilla sin fisuras) baste
mencionar a Bruno Gouery (Luc, un personaje divertidísimo que provee un par de
momentos encantadores), Camille Razat (Camille, la primera amiga francesa que
hace Emily), y por supuesto el galán de turno, Lucas Bravo, quien en la piel de
Gabriel (un chef con sueños de independencia) compone a un muchacho que se va
enamorando casi sin querer de su nueva vecina. En suma, Emily En París es una comedia dramático romántica que merece
cada punto de su calificación debido a su encanto, su inteligencia, su mirada
aguda y filosa acerca de los cambios culturales y comunicacionales del nuevo
siglo, pero fundamentalmente por su grande y magnífica arma secreta: Lily
Collins. La actriz nacida en Inglaterra pero criada en Los Ángeles está en un
punto de su carrera en el que puede conseguirlo todo, y eso es gracias a su magnífico
talento, su sobrenatural encanto y su
asombrosa naturalidad. Su escaso metro sesenta y cinco de estatura le alcanza y
sobra para imponer una presencia en pantalla arrolladora, a la que acompaña con
unas miradas tan cargadas de emoción y unas sonrisas tales que pueden derribar
la gran muralla china. La hija de Phil (quien ha logrado que ese detalle pase
al olvido) compone a una Emily a la que es imposible no amar y de la que no
queremos desprendernos una vez concluye la temporada. De lo mejor en la
plataforma de la “N” roja. Imperdible.-
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