Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Muy Buena + (★★★★ y 1/2)
La
polémica inició, con toda probabilidad, cerca de la década de los ‘30s, cuando
la crítica cinematográfica se afianzó como disciplina y comenzó a ganar lugares
destacados en los medios gráficos de la época. A medida que los críticos
adquirieron mayor consciencia de sí y de su profesión se volvió demasiado
natural para ellos dividir a las películas entre “artísticas” (o de
“prestigio”) y de pura evasión o “divertimento”. Estas últimas, ciertamente,
podían de hecho recaudar cifras astronómicas en taquilla, pero aun así ser sistemáticamente
ignoradas o vilipendiadas. Hacia finales de la Segunda Guerra Mundial esta tendencia
crítica estaba ya consolidada, de modo que aquellas cintas que los críticos
destrozaban impiadosamente eran de hecho las mismas que atraían mayor cantidad
de espectadores a las salas. El tiempo pasó, los estudios académicos sobre el
cine se multiplicaron, para bien o para mal apareció Cahiers du Cinemá, y un
buen día una nueva generación de críticos comenzó a asomar sus cabecitas por
sobre la mediocridad general. Entre ellos, el mejor (y el que más admiramos)
fue sin dudas Roger Ebert, quien se convirtió incluso en una estrella de la
tevé, ya que fue el pionero en ver y analizar las películas por sus propios
valores y sin prejuicios de géneros o estilos cinematográficos. En nuestro
país, un profesional de tal amplitud de criterios fue, sin lugar a dudas, Ricardo
García Olivieri. Ahora bien, comenzamos este artículo de este modo porque la
producción que nos disponemos a desmenuzar —lanzada por Netflix hace poco más
de una semana— ya ha merecido numerosas críticas y objeciones precisamente por
sus propias señas de identidad, sin importar en absoluto los genuinos valores
que pueda poseer y cuán bien realizada esté. Lo que nos lleva a preguntarnos, ¿Hay
un cine menor? ¿Una película basada en una serie de novelas “juveniles” debe
ser necesariamente mediocre? Trataremos de responder al menos algunas de estas
cuestiones. Pero para ello haremos de cuenta que estas líneas no existieron y
recomenzaremos sin más. Allá vamos.
“Y un
día llegó Enola Holmes”. Para los mayorcitos como este crítico su nombre
no significaba nada, así como nunca nos habían importado nada los múltiples
imitadores de Conan Doyle, esos que han escrito incontables historias apócrifas
de Sherlock Holmes hasta nuestros días. Además, para los que crecimos leyendo a
Stevenson, Defoe, Dickens, Stendhal y tantos otros, esta moda —nacida a finales
de los ‘80s— de publicar colecciones de historias específicamente dirigidas a
chicos y adolescentes nunca nos cerró demasiado. Por lo tanto, las novelas de
Nancy Springer nos eran por completo desconocidas; y de conocerlas —seremos
francos— nos hubieran importado un pimiento. Llegados a este punto, entonces,
ustedes se preguntarán cómo demonios es que esta crítica se halla presidida por
notorias 4 estrellas y media. Bueno, eso no resulta tan difícil de explicar
después de todo, ya que Enola Holmes es, sencillamente, una
película deliciosamente genial. Poco importa el origen extra cinematográfico
del personaje, y mucho menos aun el subtexto feminista de su trama, que esta
vez es no se le impone al espectador como un deber cívico, y por supuesto que nos
tienen sin cuidado todos los deliberados anacronismos que la pueblan; lo que
realmente nos dibuja una enorme sonrisa en el rostro es el mágico hecho de
habernos sentado frente a la pantalla, carentes de toda expectativa y casi
dando por sentado que íbamos a ver un bofe como los de costumbre, para en
cambio acabar disfrutando como locos de esta película que reconcilia con el
cine de aventuras. Pero
vayamos por partes. El filme adapta con bastante libertad (al menos eso dicen
los que la han leído) la primera novela de su autora, Nancy Springer, en la que
hacía su debut esta imaginaria hermanita menor de Sherlock y Mycroft Holmes. La
acción transcurre en 1902, precisamente a partir del cumpleaños número 16 de
Enola (ella misma nos cuenta que nació en 1886, así pues, todos los críticos
que ubicaron la acción en este último año o bien estaban distraídos o bien
tienen los oídos tapados), cuya mañana comienza con el triste descubrimiento de
que su madre ha desaparecido misteriosamente. Eudoria Holmes (esa diosa de
Helena Bonham-Carter) ha aprovechado la prematura muerte de su esposo más las
igualmente tempranas partidas de sus hijos mayores para educar a Enola (cuyo
nombre es “alone”/sola al revés) del modo menos victoriano
posible, inculcándole independencia, amor al conocimiento, rebeldía e
inconformismo. Pero Eudoria guarda algunos secretos para sí y su desaparición
tiene directa relación con ellos. Sola por vez primera, enfrentando el hecho de
que a pesar de su enorme cultura no conoce realmente el mundo, ya que ha vivido
toda su existencia en esa alejada mansión campestre, Enola espera el arribo de
sus hermanos, quienes llegarán desde Londres para poner las cosas en orden.
Ninguno de ellos la reconoce, ya que dejaron atrás a una niña de 4 años y esta
Enola es toda una mujercita, pero lo que menos reconocen es su poco refinada y
escasamente “femenina” actitud, motivo de escándalo para el autoritario y
malhumorado Mycroft. Sherlock, en cambio, se divierte con esta hermanita menor
que se parece peligrosamente demasiado a él mismo y comienza a lamentar haberla
abandonado tanto a su suerte. Pero entre ambos se establecerá una suerte de
incipiente conexión a partir de la cual surgirán las primeras pistas que Eudora
ha dejado tras de sí. A punto de ser encerrada como pupila en la escuela para
señoritas de la rígida Miss Harrison (Fiona Shaw, dando cátedras de actuación
como de costumbre), Enola huye como puede tanto en busca de su madre como de su
propio destino. Hasta
aquí nos hallamos con apenas el disparador de la trama, que se enriquecerá con
el que será finalmente el primer misterio real a resolver en la vida de la
joven fugitiva, el que pesa sobre la vida del joven Lord Tewkesbury (Louis
Partridge), quien será no solo su impensado compañero de huida sino el causante
de las primeras cosquillas en el pecho de Enola. Pues bien, Enola
Holmes es, al igual que Mulán (cuya crítica acabamos de
publicar), una historia iniciática en toda regla, solo que mucho más liviana y
divertida. Y que esto último no se entienda como una objeción, qué va, ya que
la película hace del disfrute y la levedad todo un arte en sí mismo. Enola,
antes que nada, es una chica muy diferente a Sherlock, lo que constituye el
primer gran acierto tanto de la novelista, por un lado, como de la cinta en sí.
Es cierto que es tan inteligente como él, si no más —ya que en una ocasión se
da el lujo de darle esquinazo, para secreto disfrute del gran detective— pero
su forma de razonar es totalmente distinta, amén de que por supuesto es
muchísimo más humana y empática. Ella descree de las intocables reglas de
conducta de su tiempo y no acepta limitaciones de género o de raza, pero otra
de las grandes victorias del guión consistirá, precisamente, en mostrar con sutil
astucia como muchas veces ella se da de bruces con estos corsés culturales y
debe “recalcular” sobre la marcha para adaptarse o fracasar. No será nada
ingenua, pues, la excelente secuencia en que Enola asuma por vez primera un
disfraz, que consistirá ni más ni menos que en una discreta y sobria vestimenta
femenina a la moda, cuya primera dificultad para ella residirá en colocarse el
dichoso corsé, magnífica metáfora del encorsetamiento tanto moral como social
que esa sociedad le deparaba a la mujer. Pero Enola es una jovencita que se
abre al mundo por vez primera, y por eso mismo va armando el rompecabezas de su
propia razón con los fragmentos de sabiduría que cada persona le ha brindado
hasta entonces. Cada frase intencionada de su madre, cada recuerdo de infancia,
e incluso las recientes charlas con Sherlock previas a su fuga, son como un
puzle que la muchacha va armando sobre la marcha para poner en funcionamiento
una maquinaria mucho, muchísimo más sofisticada: su propia personalidad. Es una
delicia asistir al modo en que el filme inserta con total maestría estas
apostillas en medio de una trama que no baja jamás el ritmo ni cede tampoco a
la pirotecnia visual o narrativa. Porque Enola Holmes tiene varios momentos
de acción, de pelea cuerpo a cuerpo, de peligro supremo, pero absolutamente
nunca cede a la tentación de transformar dichas secuencias en orgías de
desmadre y exceso, tan al uso hoy en día. Lo que la cinta sí se permite es
jugar con ciertos anacronismos, como ese del tatami de artes marciales para
mujeres ubicado en la planta alta de una taberna apestosa, suerte de picardía
cómplice con el espectador que sirve para recordarle que en los márgenes de esa
sociedad tan estratificada late un movimiento revolucionario dispuesto a pelear
por sus derechos a existir en libertad. Y ese movimiento, cuyo eje invisible es
la propia Enola, no es otro que el de las sufragistas, las primeras luchadoras
británicas por los derechos femeninos. Resulta increíble que un par de críticos
despistados hayan argumentado que el misterio de Eudora no se resuelve en el
filme, cuando eso es totalmente erróneo. Lo que ocurre es que hay que leer un
poquito de historia, o si no —y ya en clave dramática— tomarse algo menos de
dos horitas para ver el magnífico filme británico Suffragette (Las Sufragistas, 2015; Sarah Gavron),
cosa que no les vendría nada mal. Sarcasmos aparte, la esencia tanto de la
película como del personaje mismo emanan de unas palabras que la huidiza madre
pronuncia en algún momento, “no podía dejarte un futuro así”. Y
es que Enola puede ser ella misma únicamente si ese mundo abre sus puertas a
una nueva consciencia, a una renovada igualdad, de lo contrario será —como
mucho— una rebelde marginada por todos, pero nunca una mujer genuinamente libre
y autosuficiente. El filme ilustra todo esto con un admirable sentido del
timing, sin olvidar jamás que trafica este mensaje bajo el manto del suspenso y
la aventura, y así es que lo logra con creces y en toda su magnitud. Enola Holmes presenta un guión sorpresivamente sólido de Jack
Thorne, que no deja nada librado al azar y mantiene un equilibrio narrativo
sencillamente perfecto, donde cada elemento está presente en su justa medida. A
partir de él, la sólida dirección de Harry Bradbeer se permite jugar con
collages visuales, animaciones antiguas, trucos deliciosamente anacrónicos y
toda clase de recursos de una nobleza narrativa que ya habíamos dado casi por
olvidados. El único entre estos recursos que causa ciertas dudas al principio,
y que por cierto resulta injusto adjudicárselo al hecho de que el director haya
hecho lo propio en la serie Fleabag (de y con Phoebe
Waller-Bridge), es el de la constante ruptura de la cuarta pared que practica
Enola. Hasta que el espectador se adapta por cierto que suena algo artificial y
forzado, paro al cabo de avanzar la trama se advierte que más bien funciona
como una forma para que la protagonista establezca una relación de complicidad
con la platea. Recordemos que Enola ha sido no solo educada, sino incluso “bautizada”
con un nombre que compele a la soledad como una forma de mantener la propia independencia,
y ese juego permanente con el espectador implica para la protagonista serle
fiel a su propia educación y formación. Sólo un otro yo imaginario, un
interlocutor a su exclusivo nivel intelectual, puede servirle a Enola de
referente y sostén en cada adversidad, y así es como este recurso debe
entenderse en el filme, y es por eso también que le sienta tan bien a Millie
Bobby Brown, quien se adueña de cada uno de esos momentos con una solvencia y
una picardía únicas. La protagonista de Stranger Things demuestra que Eleven
le queda chica y hasta se da el lujo de parecer una inglesa de pura cepa. Es un
total deleite verla moverse por la pantalla con una solvencia y una autoridad
fascinantes, y por cierto que sabe también cómo administrar las transiciones y
cambiar de registro con una naturalidad asombrosa. Carismática, pícara,
profundamente humana, Brown hace suya a Enola y al cabo de finalizar la cinta
el espectador tiene absolutamente en claro que no podría aceptar a nadie más en
dicho rol. Claro que la norteamericana no está sola, y además de haberse rodado
íntegramente en Gran Bretaña, la película se puebla (y beneficia) del enorme
talento y el afiatado oficio de los intérpretes británicos. A las ya citadas Bonham-Carter
y Shaw se suma Henry Cavill (Man of Steel) como Sherlock, quien
si bien no se transforma aun en un actor sobresaliente, ciertamente que ha
empezado a insuflarles una cierta cualidad desmitificadora a sus personajes más
recientes, algo que se agradece en el caso de su papel actual, ya que este
Sherlock Holmes es más joven que el literario (para 1902 se supone que la
criatura de Conan Doyle es ya un cincuentón largo) y todavía carga con algunas
cuentas familiares que saldar. A su lado está Sam Claflin como Mycroft (Snow
White & The Huntsman, The Hunger Games, y en tevé Peaky
Blinders, entre otras), quien se transforma en el genuino villano de
esta historia no por haber cometido un crimen, sino por no saber ni querer
entender a Enola y pretender manipularla como a un objeto sin voluntad propia;
y por cierto que se luce como un asesino despiadado Burn Gorman (The
Hour; Torchwood; Bleak House), un inglés nacido
circunstancialmente en California que es todo un maestro a la hora de ponerle
el cuerpo a los personajes más siniestros. Por
supuesto que todos los rubros técnicos están a la altura del desafío, pero
merece destacarse la dirección de fotografía de Giles Nuttgens así como el
diseño de producción de Michael Carlin. Si ellos destacan es fundamentalmente
porque todo el equipo de tratamiento digital ha realizado una labor magnífica,
logrando que Londres luzca como la de hace más de un siglo sin que se note la
intervención computarizada. Gracias a este empeño los excelentes decorados y la
perfecta iluminación no pierden fuerza ni protagonismo, de forma que los
protagonistas parecen moverse en un mundo real y no recreado artificialmente.
Producida por la propia protagonista y su hermana mayor Paige, Enola
Holmes resulta todo un triunfo allí donde hace tiempo venían
naufragando tantas producciones bienintencionadas, recuperando magia, encanto y
estilo. Y es aquí, a poco del final, que enlazamos nuestro artículo con la
breve introducción que le dio apertura. Enola Holmes no es una película
menor, como parecen creer algunos críticos; y aunque ellos piensen que al lado
de —por ejemplo— El Paciente Inglés (1996, Anthony Minghella) sí lo es, lo
cierto es que ninguna de las dos cura el cáncer ni acaba con la desnutrición en
el mundo… Son tan sólo películas, más dramática y adulta la una, y más liviana
y optimista la otra, pero jamás se debe olvidar (y lo hemos afirmado en otro
artículo) que cada filme establece reglas propias y que por eso mismo debe ser
calificado y medido según ellas, y de ninguna manera como si su género de
pertenencia le concediera a algunos el Olimpo y a otros el averno. Enola
Holmes es un bienvenido soplo de aire fresco en medio de un panorama
cinematográfico regularmente decepcionante, y por cierto que ya se ha
convertido en lo mejorcito de entre las producciones propias de Netflix, lo que
no es poca cosa. Si se dejan los prejuicios de lado, se disfrutará sin
restricciones. A no dudarlo.-
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