Por LEONARDO
L. TAVANI
Llegados
a este punto, nuestra intención consistirá no ya en ir avanzando película por
película, sino en bucear en cada aspecto valioso de la saga 007 según su orden de
importancia. De todos modos, se entiende, la progresión temporal no será de
ningún modo desechada. Pero eso sí: a fin de no extender agotadoramente esta serie de artículos, dejaremos para futuras notas aquellos aspectos que nos hemos visto obligados a pasar por alto. Lo fundamental, para nosotros, ha sido brindar esa información que usualmente se halla distorsionada y sencillamente alterada en otros sitios.
Sabemos ya como se gestó Dr.
No, qué papel decisivo jugó Kevin McClory a la hora de autorizar el uso
de los derechos cinematográficos por parte de los fundadores de EON Productions
(y el acuerdo para que este produjera Thunderball a su debido tiempo), qué
rol correspondió genuinamente a cada productor, cómo se eligió a Connery y cuál
ha sido su influencia sobre el personaje y la serie a través del tiempo; más
las detalladas descripciones del uso rupturista y novedoso que se hizo de la
coreografía, coordinación y diseño de la acción gráfica, la llegada del rebelde
Monty Norman y su genuina propiedad intelectual sobre el tema más “cool” de la historia del cine, y —por
supuesto— cómo contribuyeron a definir el estilo de la serie tanto su primer
director, Terence Young, como así también sus guionistas (Harwood, Maibaum,
Mather, etc.). Vayamos entonces a por lo que sigue.
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los productores junto a George Lanzenby. Las caras de los primeros, lo dicen todo... |
Para concluir con los novedosos
métodos técnicos y artísticos/visuales que redefinieron la forma de producir
películas de acción por parte de esta saga, no podemos ignorar primero su
fantástica utilización del diseño de producción. En el artículo anterior
incluimos una magnífica foto del enorme Ken Adam con el set de Fort Knox a sus
espaldas. Con casi 30 años en la saga, comenzando por el mismísimo filme debut
(exceptuando alguna cinta puntual), Adam creó e impuso un estilo propio y
personalísimo que implicaba una particularísima forma de entender el “espacio”
que habría de enmarcar el “campo visual” del cuadro cinematográfico. Antes que
nada, y en oposición a la usanza común de entonces, al alemán nacionalizado
británico (nació el 5 de febrero de 1921 en Berlín como Kenneth Hugo Adam, y
murió en Londres, el 10 de marzo de 2016, habiendo sido nombrado Caballero por
la Reina algunos años antes) no comenzaba ninguno de sus bocetos sin saber a
ciencia cierta cuál sería el aspect ratio (relación de aspecto
del fotograma) con que tanto el director como su operador habrían de
fotografiar la película. Adam sabía que el sistema tradicional, heredado del
Hollywood industrial de la edad de oro, era muy bueno pero tenía sus bemoles.
Con la sola excepción del género negro (o film “noir”; ver nuestro
artículo al respecto), cuya consciencia de la importancia en la relación entre
espacio del campo visual, iluminación y encuadre era absoluta, en el resto de
los géneros tanto los “art directors”
como los “set decorators” hacían su
trabajo según sus capacidades y talentos y dejaban a operadores y directores la
labor de aprovechar lo mejor posible dicho set, ya sea desde la iluminación
como desde la forma de desplazar la cámara. Adam no trabajaba de ese modo. Dr.
No se rodó en 1:66.1, un rectángulo bastante más acotado que 1:85.1, y
el diseñador aprovechó esa circunstancia a su favor de una manera soberbia. El
decorado de la sala de “audiencias”, en la que el profesor Dent intenta avisar
al Dr. No que Bond está tras él y este —hablándole por altoparlantes— le indica
que tome la tarántula con la que deberá intentar matar al espía, es un prodigio
de “oblicuidades”, ángulos amenazantes, dispersión controlada de la luz y
perspectivas de cualidades ambiguas. Por su parte, el propio laboratorio
nuclear —con su reactor sumergido— luce muchísimo más grande de lo que era en
el set y hasta parece real (habida cuenta los mínimos conocimientos generales
sobre tecnología atómica que el espectador promedio pudiera tener entonces). Y
todo esto, como no, con un presupuesto tan exiguo que Hal Pereira (el diseñador
estrella de Paramount durante décadas) lo hubiera tomado, por caso, como un
insulto personal.
La otra pata de esta mesa de lujo la
conformó el enorme talento de Ted Moore (Ciudad del Cabo, 7 de agosto de 1914-
Surrey, marzo de 1987), ganador del Óscar y el BAFTA por su inolvidable trabajo
en Un
Hombre para la Eternidad (A Man
for All Seasons, 1966; Fred Zinneman), quien operó cámaras y fotografió
nada menos que 7 filmes de la saga, fundamentalmente los 4 primeros (sin lugar
a dudas los mejores). Moore fue otro rebelde de la industria, ya que también
violaba los cánones establecidos y trabajaba, para sorpresa de todos, muy
estrechamente con el editor (o montajista) del filme, estableciendo mucho antes
de iniciar la fotografía principal cual sería la técnica a utilizar por su
colega. Así podía adaptar tanto la forma de filtrar y capturar la luz como la
velocidad de exposición de la cinta, la que sabía variar como nadie para que se
adapte al tipo de corte y montaje que hubiera de practicar el editor. Esto que
explicamos se ejemplifica brillantemente en los primeros minutos de Dr.
No, en la secuencia en que los Tres Ratones Ciegos (asesinos a las
órdenes del villano) irrumpen en la villa del coronel Strangways y asesinan a
su secretaria precisamente cuando esta intentaba contactar a Londres con su
radio clandestina. Peter Hunt —otro talento inconmensurable reclutado por los
productores— (Peter R. Hunt; Londres, 25 de marzo de 1925- 14 de agosto de
2002, Santa Mónica, California), fue un editor y director realmente
transgresor, que llevaba años intentando convencer a los directores que sus
técnicas de montaje podían incrementar el suspenso y agilizar el avance de la
trama en las películas. No siempre era escuchado, pero dos años antes de
debutar en la saga Bond logró un triunfo personal con su labor en la que se
considera la película bélica más importante de la historia británica, ¡Hundan
el Bismarck! (Sinck The Bismarck!,
1960; Lewis Gilbert), basada en hechos reales. Con semejante palmarés, Hunt
llegó a la “cocina” de 007 con la idea de pedirle al operador que acelere el
paso de exposición en ciertas secuencias a la vez que regule inversamente la
apertura del lente, para que así la intensidad de la luz sea capturada de
manera más intensa, asemejándose a una explosión o golpe directo para los ojos
del espectador. Con Moore como compinche, Hunt obtuvo precisamente lo que
deseaba: por medio de planos brevísimos (de casi un segundo cada uno), que se
empalman unos a otros de manera encadenada pero con exceso de luz clara en ambos
laterales del cuadro, el espectador apenas si logra visualizar a los asesinos
que parecen ser enfocados en veloz paneo horizontal —de frente y disparándole a
la secretaria— cuando en realidad se trata de una serie de planos encadenados
que dan la sensación de muchos sicarios irrumpiendo y disparando desde cada
panel del enorme ventanal vidriado. Al año siguiente, en De Rusia Con Amor, ambos
creativos colaboraron de igual manera para que la extensa —e intensa— secuencia
de combate cuerpo a cuerpo entre Bond y Grant en el camarote del Orient Express
resultase tan espeluznante y violenta como la coreografiaba el equipo de Bob
Simmons (y él en persona, que se tomó dos días de otro rodaje en que estaba
trabajando para asistir a sus colaboradores en el diseño de esta escena).
Huelga decir, obviamente, que todos los demás rubros técnicos de la saga Bond
se encomendaron a personas que tuvieron plena libertad para trabajar a partir
de fórmulas propias y novedosas, fuera de las limitaciones que imponía el
sistema industrial de estudios. Vestuario, ingeniería de sonido, maquillaje y
demás departamentos, le dieron vuelta y media a la estandarización que imperaba
en Hollywood hasta entonces, y lo lograron obteniendo al mismo tiempo
resultados de taquilla y crítica como no se habían visto hasta entonces, lo que
confirmó que este grupo de “outsiders” estaba en lo correcto. Esta es, en
estrecho resumen, la fenomenal influencia que la saga Bond tuvo en la industria
cinematográfica mundial, sin la cual jamás hubieran existido filmes tan renovadores
e influyentes como Bullit (1968, Peter Yates), Contacto en Francia (1971;
William Friedkin) o Harry el Sucio (1971, Don Siegel). Por eso mismo, y con ese
desenfado propio de los fans, años atrás decía Hugo Zapata (en su sitio www.cinesargentinos.com.ar)
que “los
filmes de 007 están muy lejos de ser esa huevada pochoclera que pretenden los
críticos ignorantes”. Nada más cierto.
“INSIDE THE MOVIES”
Las películas de 007 se han movido
dentro de patrones más o menos establecidos, algunos de ellos basados en las
premisas literarias de Ian Fleming, y otros estipulados por su propio éxito
comercial. Con algunas excepciones, se trata invariablemente de una exposición inicial
del complot del villano de turno, la subsecuente pesquisa de Bond —que pasa dos
tercios de cada filme intentando penetrar en su guarida y el tercio restante
destruyéndola desde adentro, para finalmente quedarse con la ex chica mala
ahora reciclada como su feliz y redimida amante— y por supuesto la “picante”
apostilla erótica de clausura, coronada con la respectiva versión de la canción
de créditos de turno. Expuesta así, la estructura de los filmes Bond podría tal
vez confirmar la presunción que Zapata achacaba a la crítica snob, pero lo
cierto es que toda esquematización oculta, invariablemente, un mecanismo mucho
más complejo que el advertible a simple vista. Si bien en la era Moore algo de esto
pudo ser parcialmente cierto, en la fase históricamente inicial se trató más
bien de una ventaja narrativa. Una película 007 consiste en una cita obligada
que establece reglas de juego que no se deben escatimar, so pena de encender
las iras del público y de que el producto no funcione en absoluto: desde la
secuencia pre créditos —una misión usualmente desconectada de la trama central
que nos muestra al espía en plena posesión de sus extraordinarias facultades—
pasando por los jugueteos sexuales con Miss Monneypenny, las eternas quejas de
M acerca de la indisciplina y el ocio sibarita de su agente, la chica Bond de
turno (las hay buenas y malas, o ambas a la vez), el tour por los casinos y
ambientes más sofisticados del mundo, los gadgets
de Q y sus eternos lamentos ante el olímpico desprecio de Bond por cuidar de
ellos (ya lo dijimos en otra ocasión: Bond sin Q es como Batman sin Alfred),
las peculiaridades físicas y/o psíquicas del villano en cuestión, la
peligrosidad de sus esbirros más cercanos (el temible Oddjob de Goldfinger,
o el risible Jaws de The Spy Who Loved Me y Moonraker,
estos últimos ejemplos perfectos del descafeinado de la saga en la era Moore),
y por supuesto la megalómana artificialidad de la ultra tecnológica guarida de
nuestro demiurgo del mal en cada ocasión. Sin estas características, sin estos
elementos (con mayor éxito artístico en unas épocas o algo menor en otras), una
película Bond no puede funcionar como tal. Estaría, en todo caso, dedicada a
otra clase de público, a uno más joven y desconectado del pasado (tal como el
actual), pero no a los fans y amantes del personaje que asisten a una sala de
cine cada dos o cuatro años para cumplir con una cita de honor: la visita a
viejos y queridos conocidos, a quienes queremos ver actuar tal y como sabemos
que lo harán, y repitiendo satisfactoriamente sus particulares muletillas y sus
viejas respuestas. De Q con sus “Ya madura, 007” y “Nunca
bromeo con mi trabajo, 007”, pasando por los eternos “Deje
de escuchar por el intercomunicador, Miss Monneypenny, y tome nota…” de
M, hasta los infaltables Vodka Martinis “agitados, no revueltos” (shaken, not stirred), el champán Dom
Perignon del ’46 (ulteriormente cambiado a Bollinger), el caviar Royal Beluga
del Caspio, y todas las otras manías tan propias del espía seductor. Claro que
hay tramas menos lineales y más ligadas al espionaje puro y duro (From
Russia with Love; Thunderball; The Living Daylights),
pero siempre se puede confiar en el confortable clasicismo de las otras (Goldfinger;
The
Spy Who Loved Me; Moonraker; Octopussy). Por su parte,
el exotismo es marca de fábrica de la saga y a casi 60 años de su lanzamiento
ya no hay lugar de la tierra, por extravagante que parezca, que 007 no haya
visitado. De hecho, desde hace años ciertas locaciones se vienen repitiendo,
tal la escasez de sitios por descubrir. Si alguien les mostrara a Barbara
Broccoli y a Michael G. Wilson las magníficas panorámicas de Mar del Plata, a
no dudar que en cuestión de meses James Bond estaría conduciendo su Aston
Martin por la avenida Peralta Ramos…
Pero muchas de las debilidades de la
serie tuvieron su origen en un triunfo que todavía hoy pone los pelos de punta
por su amplitud y alcances: el del estreno de Dedos de Oro (Goldfinger) en 1964. Nada ni nadie había
preparado a los productores ni a la industria misma para tamaño fenómeno. Por
primera y única vez en la historia británica los exhibidores cinematográficos
debieron acordar mantener abiertas sus salas las 24 horas corridas, y esto
durante semanas, para lo cual debieron negociar con los gremios de su rubro
compensaciones y beneficios. Se organizaron legiones de “coleros” que por un
par de peniques guardaban su lugar en las filas a quienes no podían permitirse
perder tantas horas en ellas, la explosión de merchandising basado en la
película (y en 007 en general) fue la primera de esa magnitud en la historia,
los diarios y las revistas solo hablaron de Bond y del filme por meses y meses,
Connery no podía ir al baño sin encontrar a un paparazzo escondido tras el
inodoro, y en EE UU el filme superó las recaudaciones de todas las producciones
propias de ese año, dando así inicio real a la fiebre bondiana en ese país.
Claro, nadie duda que la peli “tenía con qué”. Si a alguien que nunca la vio
tuviéramos que citarle únicamente una línea de diálogo suya, sería aquella
entre el villano, Auric Goldfinger, y Bond, cuando este se halla atado a una
mesa sobre la que se está acercando el mortífero haz de un láser industrial.
Intentando ganar segundos de vida, 007 pregunta: “vamos Goldfinger, ¿qué es lo que
quiere…? ¿Acaso espera que hable”, a lo que el aludido responde, “No,
míster Bond, sólo espero que muera”. Si con este ejemplo nuestro
interlocutor no se convierte en fan ipso facto, es que está muerto. Pues bien,
este éxito descomunal acabó por resultar insidiosamente negativo para la saga.
Desde entonces, el temor a defraudar al público —o a perder su interés, y con
ello dólares— movió a sus productores a perpetuar indefinidamente el modelo
“Goldfinger”. Cada película tenía que ser más grande, más sofisticada, más
impactante, pero siempre siguiendo la plantilla estructural del argumento de
aquella.
A partir de 1964 cada villano pasó a ser un megalómano dispuesto a
dominar el mundo (o directamente a destruirlo, para crear luego su propia raza
genéticamente mejorada en una estación espacial, como pretende delirantemente
el Drax de Michael Londsdale en Moonraker/1979, Lewis Gilbert), lo
que de algún modo logró dinamitar parte de los aciertos fundacionales de la
saga. Si a eso le sumamos una cierta infantilización, o bien pasteurización de
los aspectos adultos de la serie durante la era Moore (algo que ya tratamos en
el primer artículo), el resultado no podía ser otro que la relativa estandarización
de la franquicia, en la que durante casi dos décadas no pasaba nada demasiado
excitante ni excesivamente novedoso, aunque ciertamente siguiera siendo
rentable y querida por su público. La citada Moonraker, por ejemplo,
obtuvo el mayor éxito de taquilla de la historia de la serie, superando en un
28 % (a valores actualizados a 1979) el récord de Goldfinger, pero nadie en
su sano juicio puede argumentar que se trató de un buen filme. Excesiva,
disparatada, absurda incluso, la única explicación a su éxito radica en dos
factores, primero al hecho de que James Bond ya era entonces una marca
registrada hecha carne en la cultura popular del público, y luego a la
innegable evidencia de que más allá de sus varios errores de criterio, Albert
Broccoli sabía de audiencias: entendía al “público” y poseía un fantástico
olfato comercial. La novela original trataba de un millonario criminal de
guerra nazi que escapó de los aliados y al cabo de los años, tras una cirugía
facial reconstructiva, adoptaba otra identidad y ponía sus millones al servicio
de un ingeniero alemán refugiado tras la cortina de hierro, quien le diseñaría
un misil más efectivo que los V-2 (bautizado Moonraker) con el cual se vengaría
de Inglaterra al lanzarlo sobre Londres. Publicada en los años ‘50s, la novela
presentaba algunos aspectos algo pasados de moda para 1979 (y ciertamente que
el protagonista sería muy anciano para entonces), pero inventarse el catálogo
de sinsentidos con que se sembró el guión de la película solo puede
justificarse mediante un concepto que el propio Broccoli defiende en un
reportaje brindado en Río de Janeiro (y que está entre los bonus del disco 2 de la edición en DVD del filme), en el que
afirma: “El público espera de una película de 007 algo sorprendente y fabuloso,
que no haya visto en ningún otro lado… y eso es lo que intentaremos darle con
esta película. Hicimos las cosas muy bien con la anterior (se refiere a
La
Espía Que Me Amó, 1977; Lewis Gilbert), así que no podemos defraudar a
nuestros seguidores ahora; tenemos que darles más y mejor diversión.”
Estas palabras revelan más de lo que parece a simple vista. Incluso, se diría
que como buen norteamericano “Cubby” entrega el credo del viejo y querido “más
es mejor”, lema y práctica que los yanquis llevan en su ADN y que en
muchas ocasiones (la actual, para nuestra desgracia) a boicoteado su industria
tanto cinematográfica como televisiva. En ocasiones el minimalismo y la
contención entregan mejores resultados que la desmesura. Y entiéndase que no se
trata tan solo de nuestra opinión: su propio hijastro, Michael G. Wilson, lo
afirma sin pudores en el documental del making-off de Sólo Para sus Ojos (For Yours Eyes Only, 1981; John Glen),
cuando dice, “entendimos que nos excedimos con Moonraker. Fue una película muy exitosa pero después de un tiempo todos en la
productora comprendimos que habíamos ido más allá de lo razonable para el
personaje. Así que con esta nos propusimos bajar un tanto a tierra y darle a
007 una misión más compleja y, por qué no, ‘terrenal’. Así y todo, se había
llegado a un punto en que Roger se sentía incómodo con tener que rodar la
secuencia en que mata a Locke, empujando su coche por la barranca. Esa escena
estuvo a punto de no rodarse, porque Roger insistía en que su versión de James
Bond no mataba a sangre fría. Tuvimos que trabajar en convencerlo.”
Este testimonio habla por sí solo y permite entender cuál era el derrotero
tomado por la serie, a lo que se sumaba el deterioro físico del actor, quien al
llegar a su filme despedida —la muy buena AView To A Kill/En La Mira De Los Asesinos, 1985; John Glen, quizás la mejor de su etapa— lucía como el abuelo de
Tanya Roberts, la chica Bond en esa ocasión. Es más, todo el excelente segmento
en Francia, donde Moore comparte protagonismo con el inolvidable Patrick Macnee
(Los Vengadores), quien interpreta a Sir Godfrey Tibbett —miembro inorgánico
del MI-6 y experto en cría de caballos— luce en verdad como las desventuras de
dos ancianos fugados de un geriátrico. Para colmo, Macnee tenía 5 años más que
Moore (había nacido en 1922, mientras que Moore lo hizo en 1927) y puede
creerse que se le notaban. Cuando Bond se ve forzado a seducir y hacerle el
amor a la salvaje May Day (Grace Jones, el gran acierto del filme), uno espera
que el bueno de Roger reciba asistencia cardiovascular de emergencia. El
espectador entiende que Moore y la familia Broccoli eran amigos íntimos
(Barbara Broccoli cuenta que lo llamó “tío Roger” hasta su muerte) y que además
el actor era un gancho seguro para la taquilla, pero si toda una productora no
logra ver a tiempo que su intérprete protagónico está más apto para el rol de
“abuelito de Heidi” que para un agente secreto internacional ultra entrenado,
pues ocurre que algo no está funcionando. Y más allá de que a mediados de los
‘80s la serie estaba comercialmente en forma, creativa y operacionalmente
requería de un cambio urgente. Pero ya llegaremos a ello.
CORTOCIRCUITOS EN EON
PRODUCTIONS
Si hoy día, cuando se cuenta con
medios tecnológicos de rodaje que parecen salidos de una novela de ciencia
ficción, una filmación promedio no baja de los tres meses para la fotografía principal (dícese de las
tomas que involucran a los protagonistas y a los secundarios de importancia),
más unos tres o cuatro más (a veces en paralelo) para la segunda unidad, queda
claro que haber escrito, rodado, pos producido y estrenado 4 superproducciones
consecutivas (Dr.No, From Russia With Love, Goldfinger
y Thunderball;
todas desde 1962 hasta 1965) fue un logro de tales dimensiones que deja
absolutamente perplejo a todo estudioso del fenómeno. Ya dijimos en la nota
inicial que Broccoli deseaba centrarse en una franquicia a la cual abocarse de
manera exclusiva, a modo de la tevé y en una decisión poco habitual para un
productor de cine, persona que habitualmente lleva el bichito del desafío
permanente en la sangre. Es evidente que esto se debió seguramente a razones
puramente emocionales, psicológicas y, por qué no, a ciertas malas experiencias
vividas en Hollywood, pero lo cierto es que Saltzman no pensaba de esa manera,
y ciertamente era un hombre inquieto, deseoso de producir y de diversificar sus
intereses comerciales (algo que lo llevaría prematuramente a la bancarrota). El
acuerdo inicial con United Artists implicó la realización de una o dos
películas por fuera de la saga para ayudar al estudio distribuidor a solventar
parte de la inversión y obtener fondos frescos para reinversión. Apenas se
estaba estrenando Dr. No (en mayo de 1962) EON comenzaba la producción de Call
Me Bwana, comedia dirigida por Gordon Douglas y protagonizada por Bob
Hope y Anita Eckberg. Hope era amigo de Broccoli y aceptó protagonizar por algo
menos que su cachét habitual a cambio
de la promesa de otros tres filmes a distribuir por UA. Se estrenó en febrero
de 1963 y durante el rodaje de From Russia With Love se mandó
pintar un mural con el afiche publicitario del filme sobre toda la pared
occidental de un edificio de pocos pisos en el centro de Estambul. La cinta
estaba por estrenarse en la capital turca y esta fue la excusa para que en la
secuencia en que Kerim Bay mata a Krilencu se vea a este descolgándose desde
una falsa ventana justo a la altura de la boca de la Eckberg. Segundos antes,
mientras Kerim y Bond aguardan el escape del asesino búlgaro, el aliado del
espía observa el afiche a través de la mira telescópica infrarroja y dice: “¡Vaya
si es grande, la boca de Anita…!”. La cinta obtuvo buenos dividendos y
animó a Saltzman a proseguir con un plan diversificado de proyectos, pero desde
el principio se topó con la férrea negativa de su compañero y socio. Recién en
1968 llevarían adelante Chitty Chitty Bang Bang, basada en
la novela infantil de Fleming (la única que escribió por fuera de la saga
Bond), musical infanto-juvenil dirigido por Ken Hughes, protagonizado por Dick
Van Dyke, escrito por Roald Dahl y Hughes, y con canciones de los célebres
hermanos Sherman, usuales colaboradores de Walt Disney (nominados al Óscar por
este trabajo). Lo cierto es que la opción original por derechos que Saltzman
compró en un principio permitía hacerse también con los respectivos a cualquier
obra escrita previamente al posible fallecimiento del autor. Esta cláusula no
tenía nada que ver con la mala salud de Fleming por aquellos tiempos, sino que
era bastante usual y solía incluirse a fin de adelantarse a cualquier litigio
posible si le sobrevenía una desgracia a un autor. La viuda de Fleming había
invitado a los productores a honrar su memoria produciendo esta historia
bastantes veces antes, pero siempre se encontró con una negativa elegante por
parte de Broccoli. Sin embargo, antes de la navidad de 1968 Cubby convence a su
socio de emprender el proyecto porque tiene un motivo personal: amigo íntimo
del novelista Roald Dahl, quiere encargarle nuevamente un guión puesto que este
se halla en una situación preocupante debido a la súbita enfermedad de su
esposa. Una serie invasiva y muy costosa de tratamientos dejaría las arcas del
matrimonio exhaustas (además de comenzar a minar la propia salud del marido
debido al stress y la angustia), y ante la negativa del autor de aceptar una
ayuda que no implique trabajo a cambio Broccoli optó por contratarlo primero como
guionista para You Only Live Twice (1967), la supuesta despedida de Connery de
la franquicia. Muy alejada del estilo del autor, la trama del filme requirió de
una revisión de Harold Jack Bloom, pero aun así se trató de un filme desparejo
con al menos algunos buenos momentos y como mínimo un gadget fantástico, el
autogiro “Little Nellie”, que ni siquiera era parte del guión de Dahl. Pero los
problemas financieros de Dahl no cesaban y la mejor solución que halló su amigo
fue encomendarle otro guión, tratándose ahora de uno que por naturaleza sí
pertenecía al universo creativo del narrador. Eso sería todo, por cierto, ya
que al año siguiente del estreno de “Chitty…”, 1969, también debería
rodarse y lanzarse On Her Majesty’s Secret Service (proyecto envuelto en polémicas
debido a la partida de Connery y la necesidad de encontrarle un improbable
reemplazo), pero su guión ya estaba preparado (firmado por Maibaum) y apenas si
necesitó de una revisión (acreditada) por parte de Simon Raven. Broccoli y
Saltzman sabían perfectamente que estaban sobre un tembladeral y no era momento
para innovar en demasía. Luego del estreno de Al Servicio Secreto de Su
Majestad, que fue la primera cinta de la saga en bajar sensiblemente su
rendimiento en taquilla, las relaciones entre ambos productores se tensaron en
demasía. Todo venía de mal en peor desde el período del rodaje, dado que los
malos concejeros de George Lazenby (en especial su agente, Roman O’Reilly, un
personaje repudiado por todo el show bussiness inglés) le llenaron la cabeza
con idioteces, desde que la moda Bond estaba por acabar hasta que la falta de
contrato firmado a la hora de iniciar el rodaje era una estratagema para
estafarlo, y así por el estilo. Tampoco ayudaría la actitud del propio
australiano, que se pasó todo el rodaje intentando seducir a Diana Rigg (esta
llegó a comer ajos crudos previo a la secuencia de amor en el cobertizo),
fastidiando a Telly Savallas (Lazenby se entrometió en casi todas las escapadas
del actor a los garitos de Suiza, dado que el americano era un jugador
empedernido), y finalmente volviendo literalmente locos a los productores con
sus dudas, sugerencias y reclamos. Sin embargo, no toda la culpa era suya.
Pensando más en alguien que tuviera el aspecto rudo y masculino de Connery, y
que además cobrara poco y tuviera menos pretensiones que una estrella
consagreada, acabaron contratando a alguien que jamás había sido ni trabajado
como actor (apenas un ex vendedor de autos devenido modelo masculino, que se
había hecho conocido por el comercial de los chocolates Fry’s), que poseía un
horrible acento insular, y que en definitiva había sido arrojado a la jaula de
los leones sin un látigo ni una silla. En los documentales correspondientes a
este filme, el editor Peter Hunt (quien sería ascendido a director para esta
cinta) reconoce que se la pasaba diciéndole al actor “que interpretara tal y cual
escena como lo haría Connery”, algo que tal vez podría haber hecho un
novato con al menos varios años de estudios de actuación, pero no uno que ni
siquiera sabía quién demonios era Stanislavsky. Pero prosigamos. Decíamos que
las tensiones producidas por este agotador rodaje más sus relativamente
mediocres resultados de cara al público, terminaron por hacer explotar una
bomba cuya mecha estaba consumiéndose desde mucho antes.
Sin la asistencia de su socio y
enteramente por su cuenta, Harry Saltzman no paró de producir películas durante
todo su período como copropietario de EON Productions. Luego de Goldfinger
y el mismo año de Thunderball estreno The Ipcress File (1965, Sidney J.
Furie), basada en la novela de Len Deighton y protagonizada por Michael Caine
como el espía Harry Palmer. Saltzman, lo dijimos antes, amaba el espionaje y
consiguió los derechos de este autor casi como revancha por no poder hacerlo en
1961. Estrenaría todavía dos cintas más del personaje, todas con Caine (por
supuesto): Funeral in Berlin (1966, Guy Hamilton) y Million Dollar Brain
(1967, de Ken Russell, ¡nada menos!), pero en 1965 (junto al filme Bond de
marras y The Ipcress…), lanzaría también And The Came a Man (aka A Man
Named Joe, de Ermanno Olmi, en coproducción con Italia), lo que comenzó
lentamente a levantar las iras de su socio, quien creía que Saltzman estaba
dilapidando su parte de las ganancias y restándole fondos a EON. El canadiense
lo ignoró y prosiguió su camino: Chimes at Midnight (o Falstaff, de y con Orson Welles, también
de 1965, con lo que fueron 4 ese año), Un Monde Nouveau (o A New World, 1966, de Vittorio de Sica),
Shock
Troops (1967; Costa-Gavras), el documental Israel: A Right To Live (1968,
de John Schlensinger), Play Dirty (1968, Andre de Toth) y la imponente Battle
of Britain (1969, Guy Hamilton), entre otras. El problema final, y por
ello hicimos hincapié en On Her Majesty’s…, vino después del
filme, dado que La Batalla de Inglaterra (de ese mismo año) tuvo un gran éxito
de crítica y público pero no logró recuperar todos los costos, tal la
envergadura de la inversión hecha por el productor para brindarle el mayor realismo
posible en la época a las secuencias de combate aéreo. Saltzman, para colmo,
comete el error de pedir un crédito de 40 millones de francos suizos al Union
Bank of Switzerland para comprar acciones de la Technicolor Motion Picture
Corporation, pero la operación se complicará y su posición accionaria dominante
será disputada legalmente. Deberá contratar los servicios de una importante y
costosa firma legal norteamericana al mismo tiempo que las discusiones con
Boóccoli se vuelven insostenibles. En 1970, cuando todo está casi perdido, se
empecina en producir el filme musical Tomorrow (Val Guest), protagonizado
por Olivia Newton-John, pero la cinta fracasa estrepitosamente en taquilla y
sume a su productor en el caos financiero. No puede pagar los intereses al
banco, e incluso debe parte del capital, dos empresas suyas de diferentes
rubros entran en convocatoria de acreedores, su posición en EON se debilita, y
a principios de 1970 su esposa Jaqueline es diagnosticada de cáncer terminal.
Ella sobrevivirá casi 10 años más, pero a costa de tratamientos tan costosos
como desgastantes. Para marzo de 1972 las finanzas de Saltzman se hallan en
estado desesperante y su socio le viene reclamando la venta de su parte de la
compañía desde hace dos años. El canadiense, que no quiere vender (y en algún
momento llega a proponerle trabajar en oficinas o incluso edificios diferentes,
sin necesidad de hablarse directamente, cosa que el americano rechaza de
plano), coproduce —sin embargo— los dos primeros filmes de Roger Moore, Live
And Let Die (1973) y The Man With The Golden gun (1974),
ambos de Guy Hmilton. Previamente, en 1971, el fugaz regreso de Connery en Diamonds
Are Forever (Guy Hamilton) lo contaría en el equipo más por pedido del
escocés, que realmente lo estimaba, que por acuerdo con Broccoli. Para el ’73
Cubby le soltó la mano por completo y dio la sociedad por terminada de manera
unilateral, por lo cual su ex socio debió demandarlo en los tribunales suizos,
donde tenía domicilio legal su parte de la sociedad comercial. Todos los
documentales de John Cork, antiguo aprendiz y meritorio de Broccoli, así como
biógrafo personal suyo, carecen de toda rigurosidad histórica y de cualquier
clase de objetividad. A pedido de Barbara Broccoli, Cork realizó (y realiza)
casi todos los bonus disc de las
películas actuales, y por supuesto las
revisiones correspondientes a las clásicas, pero todos adolecen de una visión
“broccoliniana” que ningún bien le hace a su memoria. En los últimos 6 años de
su sociedad, Cubby no paró de presionar a Harry para comprarle su parte por un
menor valor al de mercado y no cesó de boicotear cada uno de sus proyectos
personales. Incluso, hasta su fallecimiento en enero de 1980, Jaqueline
Saltzman no paró de declarar públicamente su decepción con el matrimonio Broccoli,
ya que había sido muy amiga de Dana, la mujer de Cubby, y esta jamás volvió a
hablarle —siquiera para saber sobre su estado de salud— luego de los conflictos
entre los socios. Nada de esto debería traducirse en nuestra visión de las
películas Bond, por supuesto, pero ocurre que muchos autores y numerosísimos
sitios web hacen suya la cruzada de Cork por santificar todo lo que lleve el
apellido Broccoli, ignorando así las principales reglas de la historiografía (y
por supuesto del periodismo), que implican objetividad y apego al acervo
documental. Así fue que con el paso de las décadas todo el mundo asumió como
cierto que el único responsable de esta saga había sido el ítalo norteamericano,
y que ese nombre que estaba por encima del suyo en los créditos de los filmes
hasta 1974 no era más que el de un socio ocasional. Cuando Broccoli estrena For
Your Eyes Only en 1981, Topol (el gran actor israelí célebre por El
Violinista en el Tejado, que en el filme interpretaba al contrabandista
Columbo) hace todo lo posible por reconciliar a los antiguos amigos y lleva a
Saltzman a la gala de estreno, quien ya había enviudado y se hallaba en una
situación financiera muy débil. Broccoli lo recibió correctamente pero sin
afectaciones, y más allá de la fiesta posterior a la proyección jamás volvió a
hablar con el canadiense, que murió por un paro cardíaco el 28 de septiembre de
1994, dejando como legado fílmico la producción de dos joyas del cine —a las
que financió realmente como pudo— Nijinsky (1980, Herbert Ross) y la
bella, poética y profunda Tiempo de Gitanos (Time
of the Gypsies, 1988), de ese loco lindo de Emir Kusturica. Como sea,
EON no volvería a producir otra cosa que filmes Bond hasta este 2019 (aunque
estrenada en enero de 2020), con el lanzamiento de The Rythm Section,
thriller de acción y espionaje protagonizado por Blake Lively y Jude Law, y
dirigida por Reed Morano.
DISECCIÓN DE LAS ETAPAS
“BOND”
Cada
período de esta querida saga cinematográfica ha estado marcado por la dirección
empresarial comercial que EON le imprimió en cada una de ellas. Sea en los ‘60s
(o a inicios de los ‘70s), cuando la sociedad entre los productores se sostenía
a pesar de sus diferencias de criterios y objetivos, como luego con Broccoli en
absoluta soledad, tanto la elección de los protagonistas como la dirección
tomada en cada proceso presentan características muy diferenciadas. La fase 1
(llamaremos así a cada etapa histórica) fue la más rica tanto temática,
argumental como artística en general. Primero por la brillante elección de su
protagonista, tema en que no redundaremos, quien no solo “fue”, “es” y “será” James Bond por ser el primero
(como ha escrito algún crítico demasiado joven luego de ver Casino
Royale / 2006), sino porque construyó con el personaje una criatura
puramente animal, primaria y primitiva, una sobrecarga de masculinidad
autoconsciente apenas soterrada por sus maneras refinadas y sus gustos
sofisticados. La presencia en pantalla de Sean Connery era tan poderosa que
lograba la alquimia que Woody Allen imaginó para su Rosa Púrpura del Cairo,
en la que la protagonista de una película se desprendía de la pantalla e
ingresaba a la sala de cine transformada en carne y hueso. Con semejante arma
secreta más un equipo técnico de lujo, sus primeras cintas son un dechado de
originalidad y fascinación que si bien modernizaron bastante los argumentos de
las novelas en que se basaron, a la vez supieron serles mayormente fieles, de
modo que el espectador podía sentirse muy satisfecho de asistir a la recreación
de un imaginario que ya le era propio desde la literatura popular. Los gadgets
eran dispositivos subsidiarios de la ficción, sorprendentes y fascinantes, pero
nunca algo tan absurdo que motivara el rechazo de la platea. Del maletín
trucado de From Russia…, pasando por el Aston Martin DB 5 modificado de Goldfinger,
hasta el sorprendente autogiro de You Only Live…,(que los productores
vieron en un aeródromo inglés, decidiendo contratar de inmediato a su
propietario y piloto para incluirlos en el filme), las herramientas de que se
rodeaba 007 podían parecer increíbles pero estaban basadas en dispositivos
tecnológicos posibles y por qué no realistas. Luego de la primera renuncia del
actor, que además del acoso de la prensa —que estaba mellando tanto su vida
privada como la profesional— percibió con claridad que You OnlyLive…iniciaba un
camino de deriva peligroso, si no de declive, las tensiones ya explicadas entre
los productores solo permitieron que se tomaran algunas decisiones poco
sensatas. La elección de George Lazenby para la siguiente cinta, tema que ya
tratamos, fue un error en toda regla porque se pretendió obtener un triunfo como
los anteriores justamente con la cinta más realista y dramática de la saga,
carga que un novato (que para colmo no era actor siquiera) no podía sostener sobre
sus hombros. El filme mencionado primero fue otro error garrafal puesto que, ya
muerto Fleming y con la trilogía “Blofeld/Spectre” concluida, no tenía sentido
alterar el orden de las novelas ni mucho menos lo que sucedía en ellas.
Expliquémoslo: En Thunderball (novela
ilegalmente basada por Fleming en un guión tripartito previo, motivo de las
querellas legales ya explicadas) aparecía la organización Spectre por vez
primera, pero si bien el novelista le dedica varios episodios a Blofeld y su
biografía, este jamás se cruza con Bond ni interfiere con su segundo al mando,
Emilio Largo. Recién en el epílogo de la novela M le informa a Bond que la
estación suiza del MI-6 ha descubierto el nombre del jefe del sindicato
criminal, aunque no se cuenta con fotos o descripción alguna acerca de su
aspecto.
La segunda novela de la mini saga fue Al Servicio Secreto de…, realmente muy parecida al guión final de la posterior película, con la diferencia de que en ella Bond y Blofeld (que realmente cree ser un Bleuchamp y reclama el título nobiliario) se ven las caras por primera vez. Ambos se desenmascararán mutuamente, 007 arruinará sus planes de guerra bacteriológica contra Inglaterra y otras capitales de Europa y al cabo lo dará por muerto en la nieve. El espía se casará con Tracy Draco en el final del libro, pero mientras conduce por la carretera aparece un vehículo que le dispara una ráfaga de ametralladora, asesinando a su conyugue. Se trataría de Blofeld y su aliada, Irma Blunt. La siguiente (y tercera) publicación, ahora sí Sólo se Vive Dos Veces, será el final de la historia. Desesperado por vengar la muerte de su esposa, Bond obtiene el dato de que su némesis se halla oculto en Japón, desarrollando una serie de venenos indetectables a través de sofisticados cultivos hidropónicos. Luego de múltiples peripecias, 007 logrará destruir su guarida y matará a Blofeld, pero a costa de apenas salvar su vida y quedar amnésico en el final. Su epílogo lo mostrará viajando a la Unión Soviética para hallar pistas sobre su identidad. Los productores cometen el pecado mortal de alterar el orden de las películas a partir de la segunda (You Only…) y para peor hacen que los enemigos se vean las caras en ella, de modo que cuando Lazenby y Telly Savallas fingen no reconocerse la primera vez que se encuentran en On Her Majesty’s…, la platea no lograba entender si esto ocurría por arte de magia del guión o porque Savallas ignoraba que habían cambiado al actor protagónico. Luego del tembladeral que siguió a este fiasco más la mojada de orejas que Columbia Pictures le propinó a EON con el estreno de la comedia ultra fallida Casino Royale (1967), la que de todos modos logró bastante éxito de público, la inestable sociedad entre Saltzman y Broccoli comenzó a cometer errores innecesarios. Pero atención, que tampoco es cuestión de achacarles toda la culpa, ya que medio planeta les acechaba los talones: los dos filmes estelarizados por James Coburn sobre Derek Flint (Our Man Flint y In Like Flint, de 1966 y ’67 respectivamente), la saga Matt Helm protagonizada por el querido Dean Martin (del ’66 al ’69; 4 filmes), la infinidad de “spoof” bondianos y de comedias de espionaje tanto angloparlantes como italianas (que fueron legión en los ‘60s), le enviaron enormes señales de peligro a los “creadores” de la franquicia, quienes realmente tuvieron motivos para creer que si no ponían toneladas de “carne sobre el asador” el negocio podía acabárseles mucho antes de lo planeado. Y si a eso le sumamos la agria ruptura de la sociedad, que dejó a Broccoli con las manos libres para dar rienda suelta a su habitual tendencia al desmadre, el hecho de que la saga no se hundiera durante los ‘70s solo puede atribuirse a un hecho indiscutible: como la Coca-Cola, 007 ya era una marca registrada.
La segunda novela de la mini saga fue Al Servicio Secreto de…, realmente muy parecida al guión final de la posterior película, con la diferencia de que en ella Bond y Blofeld (que realmente cree ser un Bleuchamp y reclama el título nobiliario) se ven las caras por primera vez. Ambos se desenmascararán mutuamente, 007 arruinará sus planes de guerra bacteriológica contra Inglaterra y otras capitales de Europa y al cabo lo dará por muerto en la nieve. El espía se casará con Tracy Draco en el final del libro, pero mientras conduce por la carretera aparece un vehículo que le dispara una ráfaga de ametralladora, asesinando a su conyugue. Se trataría de Blofeld y su aliada, Irma Blunt. La siguiente (y tercera) publicación, ahora sí Sólo se Vive Dos Veces, será el final de la historia. Desesperado por vengar la muerte de su esposa, Bond obtiene el dato de que su némesis se halla oculto en Japón, desarrollando una serie de venenos indetectables a través de sofisticados cultivos hidropónicos. Luego de múltiples peripecias, 007 logrará destruir su guarida y matará a Blofeld, pero a costa de apenas salvar su vida y quedar amnésico en el final. Su epílogo lo mostrará viajando a la Unión Soviética para hallar pistas sobre su identidad. Los productores cometen el pecado mortal de alterar el orden de las películas a partir de la segunda (You Only…) y para peor hacen que los enemigos se vean las caras en ella, de modo que cuando Lazenby y Telly Savallas fingen no reconocerse la primera vez que se encuentran en On Her Majesty’s…, la platea no lograba entender si esto ocurría por arte de magia del guión o porque Savallas ignoraba que habían cambiado al actor protagónico. Luego del tembladeral que siguió a este fiasco más la mojada de orejas que Columbia Pictures le propinó a EON con el estreno de la comedia ultra fallida Casino Royale (1967), la que de todos modos logró bastante éxito de público, la inestable sociedad entre Saltzman y Broccoli comenzó a cometer errores innecesarios. Pero atención, que tampoco es cuestión de achacarles toda la culpa, ya que medio planeta les acechaba los talones: los dos filmes estelarizados por James Coburn sobre Derek Flint (Our Man Flint y In Like Flint, de 1966 y ’67 respectivamente), la saga Matt Helm protagonizada por el querido Dean Martin (del ’66 al ’69; 4 filmes), la infinidad de “spoof” bondianos y de comedias de espionaje tanto angloparlantes como italianas (que fueron legión en los ‘60s), le enviaron enormes señales de peligro a los “creadores” de la franquicia, quienes realmente tuvieron motivos para creer que si no ponían toneladas de “carne sobre el asador” el negocio podía acabárseles mucho antes de lo planeado. Y si a eso le sumamos la agria ruptura de la sociedad, que dejó a Broccoli con las manos libres para dar rienda suelta a su habitual tendencia al desmadre, el hecho de que la saga no se hundiera durante los ‘70s solo puede atribuirse a un hecho indiscutible: como la Coca-Cola, 007 ya era una marca registrada.
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Moore y Barbara Bach presentando "La espía que me Amó" |
Comenzaba ahora la “fase 2”. Imposibilitado
de librarse de sus compromisos contractuales televisivos, Roger Moore no estaba
disponible en 1969, pero sí lo estaría en 1973, cuando debutó como James Bond
en la muy aceptable Vivir y Dejar Morir (Live
and Let Die, Guy Hamilton). Como él mismo lo afirmó en 1999, quizás si le
hubiera tocado el papel de Lanzeby en 1969 el resultado podría haber sido el
mismo: Connery no tenía reemplazo alguno entonces; era el rey indiscutido y el
público se negaba a aceptar cualquier otro actor en el papel. Con una
honestidad fuera de lo común, que habla a las claras del don de gentes del
querido actor, afirmó: “La saga experimentó dos sacudones muy
fuertes. Personalmente creo que On
Her Majesty’s… fue una gran película,
pero la gente la percibió muy mal, y Diamonds are Forever (la que igualmente pienso fue muy
aceptable) mostró a un Sean (por Connery) de vuelta de todo, que
claramente no quería estar allí, así que el público salió de los teatros
bastante convencida de que aquella etapa estaba concluida. Así que dos años
después, cuando me tocó hacerme con el personaje, los fans y todo el resto ya
estaban acostumbrados a la idea de que los años del primer 007 habían
terminado. Honestamente, pienso que en condiciones diferentes mi llegada a la
serie hubiera sido tan mal recibida como la de George Lazenby.”
(Variety) Ahora bien, el carisma personal de Roger Moore era innegable, y el
hecho de que haya sostenido él solito a la saga durante 12 años (o14, si
sumamos los dos de espera hasta el debut de Timothy Dalton) hablan de lo bien
que lo hizo a pesar de todas las contras y las malas decisiones de producción,
pero de hecho era 3 años mayor que Connery, lo que lo colocaba en una situación
frágil de cara a la continuidad en el tiempo de su labor (ya hablamos de esto
en la nota 1), y además la dirección de Broccoli iba siempre —y cada vez más—
en pos del absurdo, la pasteurización y el puro “grand guiñol”. En su debut,
Moore (que en realidad interpretó a una versión algo más cargada de su Simon
Templar, “el Santo”) realmente pareció llenar los zapatos de su predecesor. Bien
plantado, seguro de sí y encantador, dio la talla con seguridad y aplomo. El guión,
demasiado recargado, tenía aciertos parciales y muchos buenos momentos (por
ejemplo el primer encuentro con Míster Big, donde se respeta un diálogo textual
de la novela, aquel de Bond/Moore presentándose así: “Mi nombre es B…”, y
siendo abruptamente interrumpido por el villano, que le espeta “¡los
nombres son para las lápidas, Baby…!”), pero la inclusión de 007 en el
mundo negro de Harlem y la cultura del vudú no terminaba de cerrar del todo. Mención
aparte para el debut cinematográfico de Jane Seymour en el rol de Solitaire, la
única chica Bond de verdadero talento que supo y pudo labrarse una carrera
sólida después de su paso por la serie. Esta suerte de “maldición”, por cierto,
comenzó a esfumarse a partir de la era Brosnan, y si no, piensen en las
carreras posteriores de Famke Janssen o Eva Green, por poner apenas dos
ejemplos. Dejaremos para futuros artículos, en los que analizaremos aspectos
puntuales de la saga, el desarrollo exhaustivo de toda la etapa Moore más las
subsiguientes. Fueron años, ciertamente, en los que Broccoli se dio ciertos
lujos, tales como contar con el francés Claude Renoir (sobrino del célebre
pintor e hijo del famoso director) para la fotografía de La espía que me Amó (filme
que rodó mientras se iba quedando ciego), incorporar canciones de estrellas
consagradas (Sheena Easton, que sería la primera en aparecer en la secuencia de
créditos diseñada por Maurice Binder; Paul McCartney; Carly Simon, etc.); pero
también resultó la etapa menos adulta y más caricaturesca. Por ahora,
concluiremos nuestra ya larga historia con un paneo menos intensivo de las
subsiguientes.
DALTON Y MÁS ALLÁ
Con la partida del “geronte” Moore,
que se despidió con una cinta excitante y muy lograda (A View To a Kill, 1985)
pero que se lastraba por la imposibilidad de ver a un espía seductor y
entrenado en este señor tan mayor, Broccoli y su equipo entraron en pánico y se
toparon con la imposibilidad de encarar un casting serio y extenso. Querían a
un joven Pierce Brosnan —a quien habían conocido personalmente en el set de Solo
Para sus Ojos, ya que el actor estaba casado entonces con Cassandra
Harris, quien interpretaba en el filme a la falsa condesa Lisl, y esta se los
presentó en una de las visitas de su esposo— pero se toparon con la negativa de
los productores de la serie en que este trabajaba (volveremos sobre ello). Optaron,
en cambio, por apurar las cosas (lo correcto hubiera sido brindarle al público
un descanso no menor a 4 años) y contrataron sin demasiados prolegómenos a
Timothy Dalton. Nacido el 21 de marzo de 1946 en Colwyn Bay (Clywd), país de
Gales, el actor había cumplido 41 años poco antes del estreno de su filme, el
muy aceptable Su Nombre es Peligro (The
Living Daylights, 1987; John Glen), pero era fundamentalmente un intérprete
teatral de carrera (y uno de elevada calidad, hay que decirlo) y carecía de
grandes palmareses en la pantalla grande, aunque no era ningún novato en ella
(había participado en 15 películas antes de su debut como 007). En ese momento
estaba en pareja con la gran actriz Vanessa Redgrave, quien le llevaba casi dos
décadas de edad (se habían conocido durante el rodaje de Agatha, 1979; Michael
Apted), y si algo le caracterizaba era que necesitaba de dirección. Dalton
estaba acostumbrado a que el director le indicara todo aquello que era y es tan
caro al método Stanislavsky (sumado a sus variantes, como el de Strassberg),
desde motivación del personaje hasta el pasado imaginario del mismo, y todo eso
estaba en las antípodas de las nulas capacidades de un chapucero serial como
John Glen, antiguo editor de la saga y director de segunda unidad (había sido
asistente de Peter Hunt desde Dr. No), que se había hecho con el
sillón de director a perpetuidad a partir de Solo Para Sus Ojos
(1981), gracias a que Broccoli quería mantener la tradición de la productora
como “semillero” de técnicos y creativos, loable pretensión que en verdad
escondía el hecho de que el viejo Cubby no quería gastar dinero en directores
de prestigio ni mucho menos soportar sus divismos o pretensiones. Glen era como
un cachorrito sumiso que le dio todos los gustos al productor y que carecía de
cualquier capacidad de pulir o mejorar un guión, algo que está en el ABC de
todo director de cine. Y mucho menos de guiar a un actor, dado que ignoraba
absolutamente todo lo concerniente al arte interpretativo. Que aun así haya
salido un puñado de respetables películas, es un misterio que ni Sherlock
Holmes podría resolver. Dalton, volvemos a él, se las tuvo que ver con un
equipo aceitadísimo de técnicos y especialistas (como Willy Bogner, eterno stunt master de esquí desde la era
Connery; o Rémy Julienne, el piloto y doble de riesgo que también desde 1962
diseñó todas las persecuciones automovilísticas hasta Brosnan, cuando tomó la
posta uno de sus hijos), quienes se conocían de memoria y se trataban como
familia, pero para quienes los actores eran más una molestia que una necesidad;
y si a eso le sumamos un director imposibilitado de indicarle una sola pauta interpretativa,
no puede sorprender a nadie que a pesar de su correctísima actuación Dalton
diera siempre la sensación de ser un suplente, alguien que no encajaba del todo
con el perfil del personaje.
O quizás haya caído víctima de aquello que Moore previó que pudo pasarle si hubiera suplantado a Connery demasiado pronto. El Bond más humano pero a la vez expeditivo, capaz de matar y de mostrar sensibilidad a un tiempo, que entregó Dalton, chocó demasiado rápido con la sombra de Moore que aun lo cubría y se alargaba sobre los seguidores. No se puede pasar inmediatamente del disparate a la seriedad sin pagar un costo por ello. Para peor, los productores le hicieron sentir con claridad a Dalton que deseaban originalmente a Brosnan (el galés lo cuenta en un documental de finales de los 90s, donde explica porqué se marchó de la serie a pesar de que le habían ofrecido una cinta más), quien no solo se había hecho célebre por su personaje en la serie Remington Steele (NBC, 1982-’87), sino que incluso después de su final habría de mostrar un perfil muy pero muy bondiano en la miniserie Noble House (en Argentina, Tai Pan), lanzada en enero de 1988 por NBC y basada en la novela de James Clavell (Gorky Park). Dalton dio lo mejor de sí en su segunda y última cinta de la saga, la excelente Licencia Para Matar (Licence to Kill, 1989) (una de las favoritas del autor), suerte de revisión pos caída del muro de Berlín para el personaje, con un villano excelente (Franz Sánchez, interpretado por Robert Davi) salido de algún rincón imaginario de Miami Vice más que de la herencia “flemingniana”, además de contar con un jovencísimo Benicio del Toro como Darío, el siniestro ejecutor de Sánchez, más la inclusión de las dos más bellas y modernas chicas Bond de la saga, Carey Lowell (como Pam Bouvier, piloto de la CIA) y Talisa Soto (como Lupe Lamora, amante del villano). Pero aun así el público le dio la espalda a esta fugaz etapa y la serie, por extensos 6 años, se vio sumida en la oscuridad. Parecía no haber futuro para James Bond en ese mundo que acababa de abandonar el bipolarismo de la guerra fría…
O quizás haya caído víctima de aquello que Moore previó que pudo pasarle si hubiera suplantado a Connery demasiado pronto. El Bond más humano pero a la vez expeditivo, capaz de matar y de mostrar sensibilidad a un tiempo, que entregó Dalton, chocó demasiado rápido con la sombra de Moore que aun lo cubría y se alargaba sobre los seguidores. No se puede pasar inmediatamente del disparate a la seriedad sin pagar un costo por ello. Para peor, los productores le hicieron sentir con claridad a Dalton que deseaban originalmente a Brosnan (el galés lo cuenta en un documental de finales de los 90s, donde explica porqué se marchó de la serie a pesar de que le habían ofrecido una cinta más), quien no solo se había hecho célebre por su personaje en la serie Remington Steele (NBC, 1982-’87), sino que incluso después de su final habría de mostrar un perfil muy pero muy bondiano en la miniserie Noble House (en Argentina, Tai Pan), lanzada en enero de 1988 por NBC y basada en la novela de James Clavell (Gorky Park). Dalton dio lo mejor de sí en su segunda y última cinta de la saga, la excelente Licencia Para Matar (Licence to Kill, 1989) (una de las favoritas del autor), suerte de revisión pos caída del muro de Berlín para el personaje, con un villano excelente (Franz Sánchez, interpretado por Robert Davi) salido de algún rincón imaginario de Miami Vice más que de la herencia “flemingniana”, además de contar con un jovencísimo Benicio del Toro como Darío, el siniestro ejecutor de Sánchez, más la inclusión de las dos más bellas y modernas chicas Bond de la saga, Carey Lowell (como Pam Bouvier, piloto de la CIA) y Talisa Soto (como Lupe Lamora, amante del villano). Pero aun así el público le dio la espalda a esta fugaz etapa y la serie, por extensos 6 años, se vio sumida en la oscuridad. Parecía no haber futuro para James Bond en ese mundo que acababa de abandonar el bipolarismo de la guerra fría…
LA NUEVA ERA
El
eterno hiato de seis años que casi deja a 007 sin pantalla se debió
fundamentalmente a varias batallas comerciales. EON había cometido errores
inaceptables en cuanto a la administración de los derechos subsidiarios de su
franquicia (tema para otro artículo), se había enfrascado en una batalla
ridícula con un ya mayor McClory, quien insistía con lanzar su propia saga del
agente, y no encontraba la fórmula para adaptar al súper espía a un mundo sin
guerra fría. Llegados a este punto, Cubby Broccoli era más un lastre que una
garantía de continuidad. Su hijo Tony, fruto de su primer matrimonio, dejó de
colaborar en la productora, pero Barbara (su hija con Dana) definitivamente
pasó a ocupar la mesa chica junto a su hermanastro, Michael G. Wilson, hijo —a su
vez— del primer matrimonio de Dana Broccoli, quien había comenzado a trabajar
como asistente de producción a partir de La Espía… y que luego pasaría a ser
coguionista de las últimas 5 películas de la serie. Ellos tomaron la delantera
y fueron quienes decidieron el regreso a las pantallas con la contratación de
Brosnan, quien ahora sí se toparía con el rol para el que estaba destinado
desde la cuna. Con la idea de hacer tabla rasa de algunas manías de su padre,
Barbara y Wilson optaron por convocar a directores alejados de la serie y dueños
de miradas frescas, citaron a una nueva camada de guionistas y se lanzaron a la
preproducción de Goldeneye (1995, Martin
Campbell), filme que resultó un bombazo de taquilla histórico y que
—literalmente— resucitó la saga de sus cenizas.
Aun así, no puede negarse que se trató de una película híbrida, que por momentos apelaba a la nostalgia de tiempos pasados, pero que en otros apostaba decididamente por una cierta audacia narrativa. La Xenia Onatopp de Famke Janssen será una de las villanas que quedará para siempre en la historia de la franquicia, y por cierto que todo el clima del filme parece más un reconocimiento de que se está pujando por las cenizas del pasado (hasta la secuencia de créditos es clara en esto: hay restos y escombros de monumentos de la era soviética por todos lados), que por construir una nueva mitología. Dos años después, en 1997, llegaría la absolutamente mejor película de Brosnan y, casi sin discusión alguna, una de las mejores de la historia de la saga: Tomorrow Never Dies (El Mañana Nunca Muere; Roger Spottiswood). Y desde allí en adelante, la decadencia. ¿Pero por qué, si parece que todo es dólares en la franquicia y sus filmes lucen cada vez mejor? Pues porque todo volvió a los cauces que habían creado el desmadre de las dos décadas previas. Fallecido Broccoli antes del estreno de esta cinta, la empresa acabó por retomar las mismas sendas del viejo productor. Se contrató a dos guionistas ingleses sin experiencia en estas lides, Neal Purvis y Robert Wade, para El Mundo No Basta (1999, Michael Apted), quienes crearon un guión confuso, deshilachado y excesivo; se convocó a un prestigioso director (aunque absolutamente alejado de este tipo de género), pero aun así la clara sensación de exceso y sobrecarga no abandonaban nunca al espectador crítico. Finalmente, los crasos errores de una película híbrida como Day Another Day (Lee Tamnahori, 2002; cinta que celebraba el 40 aniversario de la serie) acabaron injustamente por ser achacados a cualquiera excepto a los guionistas y productores; así que estos últimos optaron por premiar a los primeros —a quienes mantienen en sus puestos hasta el día de hoy— despidieron a Brosnan sin un simple “gracias”, se aferraron al acuerdo de 2005 entre MGM/UA y Sony por el cual los derechos de Casino Royale cayeron por fin en manos de EON, para contratar finalmente a un actor muy bueno, Daniel Craig, pero poco conocido y por completo alejado de las características del personaje. Desde el filme homónimo de 2006 hasta el próximo a estrenarse (No Time to Die), se ha hecho exactamente todo lo contrario a lo que se proclama en público: James Bond no ha regresado de ningún modo a sus orígenes literarios, dado que esta encarnación ni siquiera adopta la mayoría de las señas biográficas creadas por Fleming (apenas si lo mantiene como escocés…), y como vimos dos artículos atrás, 007 no aparece en los libros de ningún modo como un asesino tan frío y expeditivo como este de Craig, y claro está que tampoco se tortura a sí mismo ni se cuestiona su propia vida. Quizás, como lo apuntamos en el epílogo de nuestra crítica a la serie Perry Mason (HBO), el dúo a cargo de EON no haya podido (ni mucho menos querido) escapar a este extraño clima de época, que reclama héroes torturados y oscuros, quizás demasiado autoconscientes. Barbara Broccoli descubrió a Craig en el filme Layer Cake, dirigido por Matthew Vaughn en 2004 (estrenado en cines de nuestro país e incluso editado luego en DVD), y de inmediato decidió no cumplir el contrato con Brosnan, quien había firmado por una cinta más.
Aun así, no puede negarse que se trató de una película híbrida, que por momentos apelaba a la nostalgia de tiempos pasados, pero que en otros apostaba decididamente por una cierta audacia narrativa. La Xenia Onatopp de Famke Janssen será una de las villanas que quedará para siempre en la historia de la franquicia, y por cierto que todo el clima del filme parece más un reconocimiento de que se está pujando por las cenizas del pasado (hasta la secuencia de créditos es clara en esto: hay restos y escombros de monumentos de la era soviética por todos lados), que por construir una nueva mitología. Dos años después, en 1997, llegaría la absolutamente mejor película de Brosnan y, casi sin discusión alguna, una de las mejores de la historia de la saga: Tomorrow Never Dies (El Mañana Nunca Muere; Roger Spottiswood). Y desde allí en adelante, la decadencia. ¿Pero por qué, si parece que todo es dólares en la franquicia y sus filmes lucen cada vez mejor? Pues porque todo volvió a los cauces que habían creado el desmadre de las dos décadas previas. Fallecido Broccoli antes del estreno de esta cinta, la empresa acabó por retomar las mismas sendas del viejo productor. Se contrató a dos guionistas ingleses sin experiencia en estas lides, Neal Purvis y Robert Wade, para El Mundo No Basta (1999, Michael Apted), quienes crearon un guión confuso, deshilachado y excesivo; se convocó a un prestigioso director (aunque absolutamente alejado de este tipo de género), pero aun así la clara sensación de exceso y sobrecarga no abandonaban nunca al espectador crítico. Finalmente, los crasos errores de una película híbrida como Day Another Day (Lee Tamnahori, 2002; cinta que celebraba el 40 aniversario de la serie) acabaron injustamente por ser achacados a cualquiera excepto a los guionistas y productores; así que estos últimos optaron por premiar a los primeros —a quienes mantienen en sus puestos hasta el día de hoy— despidieron a Brosnan sin un simple “gracias”, se aferraron al acuerdo de 2005 entre MGM/UA y Sony por el cual los derechos de Casino Royale cayeron por fin en manos de EON, para contratar finalmente a un actor muy bueno, Daniel Craig, pero poco conocido y por completo alejado de las características del personaje. Desde el filme homónimo de 2006 hasta el próximo a estrenarse (No Time to Die), se ha hecho exactamente todo lo contrario a lo que se proclama en público: James Bond no ha regresado de ningún modo a sus orígenes literarios, dado que esta encarnación ni siquiera adopta la mayoría de las señas biográficas creadas por Fleming (apenas si lo mantiene como escocés…), y como vimos dos artículos atrás, 007 no aparece en los libros de ningún modo como un asesino tan frío y expeditivo como este de Craig, y claro está que tampoco se tortura a sí mismo ni se cuestiona su propia vida. Quizás, como lo apuntamos en el epílogo de nuestra crítica a la serie Perry Mason (HBO), el dúo a cargo de EON no haya podido (ni mucho menos querido) escapar a este extraño clima de época, que reclama héroes torturados y oscuros, quizás demasiado autoconscientes. Barbara Broccoli descubrió a Craig en el filme Layer Cake, dirigido por Matthew Vaughn en 2004 (estrenado en cines de nuestro país e incluso editado luego en DVD), y de inmediato decidió no cumplir el contrato con Brosnan, quien había firmado por una cinta más.
Lo cierto es que a partir de 2006 el
personaje que conocíamos y amábamos no existe más. Dejaremos para otra ocasión
el debate acerca de si sus (ahora) 5 películas han sido buenas o no,
renovadoras o “más de lo mismo” —aunque bajo otros disfraces…— y todo lo que
ello conlleva. No se puede analizar el cine únicamente por sus resultados de
taquilla. Benny Hill presentaba en su show un sketch recurrente muy breve, que
transcurría en una parada de autobús y en cuya pared trasera podía leerse este grafiti:
“coma
en lo de Joe, ¡10.000 moscas no pueden equivocarse!”. ¿Se entiende…?
Por cierto que ya estábamos hasta la coronilla de autos invisibles, villanos de
cartón pintado y demás excesos, pero transformar a un personaje icónico en otro
completamente diferente no es renovación, es traición. La saga de Jason Bourne
fue la responsable de este cambio, y no toda la cháchara con que han querido
confundirnos. Si hasta le “robaron” a su director de segunda unidad para que el
look en pantalla se pareciera… Pero basta de quejas. James Bond, sea otro o el
mismo, diferente o igual, sigue en carrera. Cincuenta y ocho años después, no
es poca cosa. Los espectadores serán, en definitiva, quienes juzguen y decidan
si vale la pena mantener su fidelidad a esta saga señera. Como decía la
publicidad de Goldeneye, “usted conoce el número; usted conoce el
nombre…” Pues bien, desde ahora, usted conoce mucho más acerca de Bond,
James Bond. ¡A preparar el Martini!
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