por Leonardo L. Tavani
calificación: Muy Buena (★★★★ )
¡Y
llegó otra heroína, nomás! Pero “attenti”,
que esta no usa 9 mm ni se monta sobre unos tacos infartantes, ¡no señor! Esta
es más pura que una flor de loto, está conectada con la naturaleza, ama a su
familia más que a sí misma y está toda llena de Chi, esa energía vital que
anima todas las cosas vivas y que, del modo en que el narrador en off lo
explica al principio del filme, se parece más a la Fuerza de Star
Wars que a una milenaria tradición espiritual china. Y como no podía
ser de otra manera en estos tiempos impregnados de “ideologitis politicarum correctionalis”, tanto Chi resulta un
problema porque su poseedor es una nena y no un patriarcalísimo varoncito. Pero papá Huá, que algo malo debe tener
en sus genes porque apenas si pudo engendrar dos chancletas y ningún machote,
en realidad se desvive por Mulán, a la que le consiente todas las travesuras y
todos sus despliegues de Jackiechanismo (o de Bruceleechanismo, o de
Jetlichanismo, como gusten), y eso a pesar de que la matrona y casamentera de
la comunidad se hace cruces con la nena, quien según parece está a un platito
roto de acarrearle la deshonra a su familia. Así que papá Huá se enoja un poco
y le prohíbe a la chica andar mostrando su Chi por ahí, no sea cosa que alguien
la confunda con un varoncito y no la quiera desposar. Pero vio, Doña, Alberto
Migré no se equivocaba y el destino nunca deja de meter la cuchara, por eso
aparece en el momento justo un malo malísimo, líder de una etnia mongol que se
la tiene jurada al emperador, cuestión que para combatirlo cada familia del
reino deberá enrolar a un hijo. Pero papá Huá, viejo héroe de otras guerras, no
tiene varoncitos que entregar y para colmo está hecho bosta y una de sus
piernas no da para más, así que la nena (enojada con la idea de que papi pase a
mejor vida apenas salga a la batalla) le roba la espada, la armadura y se
disfraza de nene para ir al encuentro de su destino. Muchas dificultades no
tendrá con su disfraz, que tampoco es Carmen Elektra la chica… Y por supuesto,
a partir de allí, las aventuras.
Okay, hasta aquí nuestro
acercamiento sarcástico. Ahora, vayamos en serio. Mulán 2020, la película “live
action” que Disney Pictures se vio forzada a lanzar desde su plataforma on-line
debido a la crisis mundial del co-vid 19, puede ser perfectamente leída de esta
forma. Y no criticaríamos a nadie por hacerlo, ni siquiera a nosotros mismos.
Algo de nuestras corrosivas observaciones efectivamente se halla en el guión de
la cinta, que ni pretende ser original ni tampoco parecería posible que lo
fuera, pero lo curioso con esta realización es que comienza a crecer lenta pero
firmemente a partir de sus propias debilidades, hasta erigirse finalmente en
una muy sólida historia de autodescubrimiento, lealtad y solidaridad. De Disney
no puede esperarse nada demasiado rupturista ni arriesgado, o por lo menos nada
que marque una nueva frontera narrativa; lo que quiere decir que de su seno
jamás podría surgir un equivalente “infanto-juvenil-familiar” de Quentin Tarantino
y su cine, por poner un caso. Sí, en cambio, pueden esperarse gratas
experiencias como Encantada (Enchanted,
2007; Kevin Lima), brillante filme que lanzó a la fama a la luminosa Amy Adams,
o la excelente Oz El Poderoso (Oz, The
Great And Powerful, 2013; Sam Raimi), maravillosa precuela a El
Mago de Oz protagonizada por James Franco; pero ocurre con los filmes
animados de la compañía —los puramente propios, no los de estudios asociados
como Pixar— que resultan siempre un tanto conservadores y demasiado apegados a
los vientos de época, corrección política mediante. En esas cintas, casi
siempre musicales (aunque hay excepciones), se trata usualmente de montarse a
la ola cultural de turno con mayor o menor fortuna, aunque conserven de todos
modos un tufillo a cierto conservadurismo poco disimulado. Sin embargo, no es
menos cierto tampoco que la Mulán animada databa de 1998, 22
años atrás, cuando la ola feminista estaba todavía en pañales y una heroína
mujer y protagónica era poco menos que una osadía. Pero ahora las cosas han
cambiado, y como pasa demasiado a menudo en estos tiempos convulsos, todo
movimiento cultural o político acaba pasándose de rosca, algo que el cine y la
tevé de estos días reflejan con amarga certeza. Entonces, lo que ocurre cuando
nos disponemos a ver Mulán es que se nos encienden todas
las alarmas y fruncimos el seño con disgusto, dispuestos a criticar con saña
justiciera cualquier exceso que siquiera asome la cabeza de ella.
Y así ocurre
con los primeros 10 o 15 minutos del filme, cuando el espectador adulto y
curado de espanto “lee” la trama que se va desarrollando de la manera en que
comenzamos este artículo. Pero Mulán, afortunadamente, depara más
de una sorpresa, y la primera de ellas es que no se trata en absoluto de un
panfleto feminista o igualitarista, sino más bien de la vieja y nunca resuelta
tensión entre deber de estado y lealtad al corazón, además de aquella entre
mandatos culturales o adaptación a las nuevas realidades. Y cómo no, de la
igualmente añeja cuestión de los “diferentes” y su dificultosa inserción en la
sociedad. Dicho así, de todos modos, podría pensarse que el filme resulta
acartonado y solemne, pero gracias a la vieja (y todavía no desaparecida del
todo) magia del cine, Mulán se convierte en una aventura
iniciática en toda regla, plena de emoción, llena de aciertos formales y
narrativos, dueña de una belleza visual arrebatadora y muy sabia a la hora de
dosificar la acción y la violencia. Lírica, de gran belleza poética, pero muy
firme en sus concepciones, la película nos cuenta el viaje personal de
iniciación de Huá Mulán, quien descubrirá muy pronto que haber nacido mujer no
es la única dificultad en su mundo patriarcal y androcéntrico, sino más bien su
propia arrogancia y orgullo, los que le impiden liberar a la magnífica mujer
que lleva dentro. Hasta entonces, Mulán no ha sido otra cosa que una niña
caprichosa demasiado consciente de sus talentos y capacidades, que si bien ha
acatado el severo mandato paterno que le prohíbe exteriorizar su dominio del
Chi —que conlleva, además, el de aceptar su “lugar” en la escala social— no ha hecho otra cosa que boicotear
consciente o inconscientemente todos los esfuerzos familiares por encauzarla y
recuperar así el honor familiar. El gran acierto del guión, insistimos,
consiste en señalar con toda claridad que el gran error de la protagonista
consiste en adoptar la mentira y el engaño como forma de proteger a su familia
y restaurarle su dignidad. Cuando se descubra su verdadera identidad (esto no
es un spoiler, se sabe que sucederá desde el vamos) por cierto que la reacción
de sus superiores, quienes hasta entonces habían valorado su esfuerzo y
valentía, será todo lo negativa que su cultura machista y altamente estratificada
permitiría esperar, pero el espectador, sin embargo, advierte rápidamente que
algo de razón hay en sus argumentos, por mucho que el corazoncito de todos esté
inequívocamente del lado de la protagonista. Mulán sigue creyendo que el fin
justifica los medios, y por cierto que algo de ambiguo cierto puede haber en
ello, pero solo si se es fiel a sí mismo/a, para lo que —irrevocablemente— debe
haber un camino previo y arduo de autoconocimiento.
Pues bien, Mulán, la película, construye
así a una heroína leal, valiente, fuerte y decidida, pero que aun así no se
conoce todavía a sí misma ni se ha permitido la libertad que conlleva la auto aceptación.
Resultará vital para la narración, por lo tanto, el personaje de la atribulada hechicera
Xian Lang (la maravillosa Gong Li, eterna musa del viejo cine de Zhang Yimou),
la que en sus primeras apariciones parece ser apenas la mano mágica del villano
Bori Khan (Jason Scott Lee), para luego revelarse como un ser tridimensional
cuyos poderes no le han liberado del yugo humano ni de sus propias prisiones
personales. Será el encuentro entre ambas, entonces, el que abra los ojos de
nuestra heroína y la encamine hacia la luz: la fidelidad a sí misma contra todo
y a pesar de todos. El filme, además, dosifica magistralmente las etapas de la
historia, separando sabiamente cada parte del relato para que ninguna se
imponga a la otra y para que el derrotero tanto íntimo como exterior de Mulán
se comprenda en profundidad, lo que redunda en un crescendo narrativo impecable
y, sobre todo, en la absoluta credibilidad en cuanto al viaje interior de la
protagonista. De algún modo, y esta es una lectura propia y específica de este
crítico, el filme parecería asimilar a su personaje central con el poder del
sol, o de cualquier otra fuente de luz poderosa y cegadora, ya que una vez que se
acepta a sí misma y abandona todas las máscaras y mentiras, Mulán brilla de tal
modo que parece cegar y obnubilar a todos los que la rodean, lo que hace que no
puedan o no quieran aceptarla tal como es. Pero al igual que pasa con el
viajero que posa sus manos sobre la frente para protegerse del sol meridiano,
que a la larga se adapta a la luz y puede ver con claridad, la auténtica y
cegadora personalidad de Mulán permite, empero, que los demás se adapten a ella
y acaben por abrazarla en su absoluta humanidad. Sin auto aceptación,
ciertamente, no puede haber ni respeto ni bienvenida alguna por parte del mundo
exterior. La película es muy inteligente a la hora de mostrar este viaje
interior de la protagonista y sabe construir también otros personajes complejos
y polimorfos, quienes tienen razones valederas para obrar como lo hacen y para
odiar como odian, en algunos casos. El amor, por cierto, también tiene sus
razones y la trama acierta en convertirlo en lo que es en realidad, no solo una
excusa romántica o sensiblera, sino la fuerza que motoriza nuestras acciones
más allá de sentimientos propios y personales. El amor puede ser, a veces,
deber y obediencia, sacrificio y entrega ciega, pero para poder entregarse a él
es requisito único ser dueño o dueña del propio corazón, de la propia
identidad. Y ese es el camino iniciático de Mulán, la guerrera que no blande su
espada contra los prejuicios de género ni contra las costumbres ancestrales,
sino contra su propio orgullo y su propia ceguera. Ella triunfa sobre todo
ello, y la película triunfa sobre toda pretensión ideológica y sobre todos los
lugares comunes que cabían esperar de ella. Casi igual que el derrotero de su
protagonista, que estaba destinada al fracaso y el deshonor, Mulán
2020 se yergue sobre sus aparentes debilidades y construye un relato
poderoso, simbólico, luminoso y atrapante.
Coproducción norteamericana y
neozelandesa (más algunos aportes de capitales chinos), dos tercios de ella rodada
en Nueva Zelanda y el tercio restante en China, Mulán halló en su
directora Niki Caro (también de la tierra maorí), a la mejor conductora posible
para esta historia atípica y luminosa, a pesar de que sus palmareses anteriores
no parecían presagiarlo. The Zookeeper’s Wife (2017) lograba
ser hasta ahora su mejor carta de presentación, sin embargo su olfato la ha
sabido guiar por el camino siempre peliagudo de una superproducción como esta
—que además se halla bajo el paraguas de una empresa nada fácil como Disney— quizás
precisamente por ser una outsider y porque no se esperaba nada de ella, pero lo
cierto es que la cinta adquiere rápidamente personalidad propia, “estilo”, y
una clara (clarísima) orientación que le permite no perderse ni en
grandilocuencias, lugares comunes o en absurdas correcciones políticas. La
joven Liu Yifei brilla como Mulán y se adueña por completo del personaje, y a
ella se suman los siempre competentes Jet Li (como el emperador) y Donnie Yeng,
viejo conocido del cine occidental, quienes aportan junto al resto del reparto
una solidez interpretativa que ya quisieran otra producciones similares. Los rubros
técnicos lucen tan bien como de costumbre en este tipo de filmes, pero merece
destacarse especialmente la labor de Grant Major, el diseñador de producción neozelandés
que nos dejó a todos con la boca abierta en las trilogías de El
Señor de los Anillos y El Hobbit, quien hace suyo el universo de la
China antigua y diseña unos ambientes estremecedoramente bellos y funcionales
al relato. La fotografía de Mandy Walker resulta en una paleta de colores
brillantes y lustrosos, de luz clara y directa en ciertos pasajes y más opaca
en aquellos donde el drama se apodera del espíritu de la protagonista, sin
embargo ha sido criticada por aportar un cierto halo de artificialidad al
entorno, como si esa cultura milenaria fuera “all brand new” y nada en ella sufriera desgaste por el paso del tiempo,
pero creemos que tal acusación es injusta, dado que tanto la luz como el color
se presentan al espectador tal y como el ímpetu arrogante de la protagonista
encara los desafíos. Ella es al principio binaria, todo o nada, bien o mal, “me aceptan o finjo ser otro”, y la imagen
es tan clara y directa como lo es esa falsa pretensión de conocimiento del
mundo que posee Mulán en un principio. Recién al final, cuando ella se ha
aceptado a sí misma y comienza a vivir su propia vida, la iluminación adquiere la
cualidad que permite la profundidad de campo y suaviza los reflejos sobre las
superficies. Quizás, si se nos permite esta disgresión, este filme habría sido
perfecto si hubiera estado hablado en chino, ya que el inglés —aunque su uso
sea entendible— le da una pátina de cierta artificialidad. En definitiva, Mulán
supera holgadamente la prueba, crece lenta pero seguramente y construye un
relato tan sólido como bellamente ilustrado. Merece la pena.-
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