50 años de un clásico inoxidable


 por Leonardo Tavani
Calificación: Muy Buena (★★★★)

El Planeta de los Simios (Planet of the Apes), EE UU, 1968.
Dirección: Franklin J. Schaffner. Guión: Michael Wilson y Rod Serling, sobre la
novela de Pierre Boullè. Fotografía: Leon Shamroy. Música: Jerry Goldsmith.
Intérpretes: Charlton Heston, Roddy McDowall, Kim Hunter, James Daly.
Fox, 112 min.-

(Dedicado a mi gran amigo R.D.N., quien pidió expresamente esta review. De no complacerlo, juramentó obsequiarme la discografía completa de Michael Bolton. Ruego no cumpla tamaña amenaza)

     
    Primero fue la novela del francés Pierre Boullè  —también autor de “El Puente sobre el Río Kwai” (magistralmente llevada al cine por David Lean) —  una historia sumamente entretenida, de ágil lectura y con un inexorable (y quizás claustrofóbico) final. Publicada en 1963, en su momento se discutió si su trama realmente pertenecía a la sci-fi pura y dura. Existían elementos ambiguos en ella, uno de los cuales era sencillamente el motivo que originaba la inteligencia en los simios: durante siglos actuaron por simple imitación de los humanos, hasta que ese ejercicio mímico despertó la autoconciencia en la especie. Es cierto, no es una explicación demasiado elaborada ni arropada con las mantas de la jerga científica, pero aunque dicha objeción  fuera sostenible, eso no le impidió a la novela ocupar su legítimo sitial en el panteón fantacientífico. Por fortuna prevaleció la comprensión cabal de las intenciones de su autor, que consistieron en construir un cuento filosófico y moral al mejor estilo volteriano —ambientado en un entorno futurista, que permitiera resaltar las paradojas de la ecuación evolución/decadencia— tanto como la capacidad del espíritu humano para enfrentar la adversidad extrema y encarar lo absurdo e irracional (aquello que desquicia tanto nuestro esquema de valores como nuestra visión del mundo). Por mucha polémica y discusión que encendiera, la novela acabó por influir decididamente en el panorama de la sci-fi literaria de mediados de los ‘60s. Que llegara al cine solo era cuestión de tiempo, y que los americanos la adaptaran primero casi una obviedad. Los franceses estaban por entonces inundados de Nouvelle Vague, demasiado embargados de solemne cinèma verité  como para ocuparse de unos monitos que hablan.
            Lo cierto es que ese mismo año de 1968 se estrenaba el título seminal del género, 2001: A Space Odyssey (Stanley Kubrick), un filme ciento por ciento británico, y Hollywood no podía ni quería quedarse atrás. Ya desde mediados del ‘67 el productor Arthur P. Jacobs estaba embarcado en el proyecto, cuyos derechos había comprado para Fox, a la vez que se asocia con Rod Serling para darle forma, contenido y fondo. Serling era una figura mítica de la TV americana: había creado, producido, co escrito y presentado nada menos que La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, CBS: 1959-64), y en cine contaba con éxitos como Seven Days in May (1964, John Frankenheimer) o Saddle the Wind (1958, Robert Parrish). El propio productor trajo al proyecto al talentoso Michael Wilson, ganador del Oscar a mejor guión adaptado por A Place in the Sun (1951, George Stevens), contribuyendo de esa forma a su genuina rehabilitación pública. Ocurre que Wilson fue una de las víctimas de la persecución maccartista a los miembros de la industria del cine; se negó a testificar ante una comisión del HUAC (siglas en inglés del Comité de Actividades Anti Norteamericanas) —a la vez que fue señalado como simpatizante comunista  por un ignoto testigo—  por lo que fue injustamente incluido en la aberrante lista negra. Por años trabajó por escaso dinero y debiendo firmar con pseudónimos, adjudicando sus guiones a terceros o bien de forma anónima, no acreditado. De esta humillante manera debió co escribir nada menos que los guiones de dos clásicos del cine: The Bridge on the River Kwai (El puente sobre el río Kwai. 1957, David Lean) y Lawrence of Arabia (1962), también de Lean.

        
    El guión definitivo de El Planeta de los Simios, firmado entonces por Wilson y Serling, resultó un script sólido e inteligente, en la mejor tradición de la ciencia ficción seria y adulta. Arruinarlo resultaría difícil, pero no imposible. Para que eso no ocurriera Jacobs contó con todo el apoyo del Estudio, que si bien aun no se reponía del fracaso más estrepitoso de su historia (Cleopatra: 1964, Joseph L. Mankiewicz) —que lo dejó al borde de la quiebra— puso a disposición del productor todos los recursos disponibles. Después de todo, la ciencia ficción estaba de moda: era un género que podía competir exitosamente con la Tele, atrayendo más espectadores y conquistando especialmente a los jóvenes, los verdaderos consumidores del momento. Si la apuesta salía bien las finanzas de la Fox resucitarían de la tumba. Y vaya si salió bien. Resultó un éxito de taquilla fenomenal, generó una redituable franquicia (cuatro filmes más; eso sí, a cual peor) e incluso se trasladó a la pantalla chica, transformado en una serie de dos temporadas.

            Ahora, la película propiamente dicha. Allá vamos.
            El primer acierto de la producción consistió en confiar el comando de la cinta al talentosísimo Franklin J. Schaffner, quien apenas dos años después ganaría el Oscar a mejor director por la célebre Patton (1970). También obtendría un suceso enorme en 1978 con Los Niños del Brasil (The Boys from Brazil, basada en la novela de Ira Levin), tanto como el logrado poco antes con Papillon (1973), adaptación de la obra de Henri Charrière. Su visión personal del proyecto, novedosa y rupturista, se adaptó perfectamente a los muchos aciertos del guión, tanto como sirvió para ocultar y disimular ciertas faltas de presupuesto inevitables. Piénsese que tan solo el diseño, elaboración y ejecución de máscaras y maquillaje costó u$s 1.025.000, el 17% del presupuesto total del filme. El aterrizaje violento de la nave sobre la superficie del planeta, por ejemplo, no se ilustró con toma exterior alguna de la cápsula, sino que el director sustituyó esa posibilidad con un astuto plano-secuencia subjetivo muy novedoso, pleno de vértigo y velocidad. Incluso antes, previo al momento en que el Comandante Taylor ingresa a la cámara criogénica, tampoco habrá toma alguna del exterior de la nave surcando el espacio. Schaffner entendía cabalmente la historia que estaba narrando, y ésta no trataba realmente de viajes espaciales, sino del enfrentamiento entre unos humanos llegados del remoto pasado con un mundo en el que la evolución dio un trascendental giro a la inversa, entregando la supremacía biológica a las criaturas que otrora estuvieron en la base de la pirámide evolutiva.

            La narración nos conducirá a ser testigos de la odisea personal del comandante Taylor: enjaulado, emparejado con una hembra humana por la fuerza, tratado como un animal sucio y piojoso, a la postre será estudiado y utilizado como cobayo con idéntico desdén y similar crueldad que la empleada por la humanidad con otros animales. Todo su mundo se pone de revés, todas sus creencias puestas en entredicho; todas las verdades en las que se basan sus principios y su dignidad humana, subvertidas. También su libre albedrío, tanto como su condición de sujeto de derechos, resultan eliminados por completo. Ahora él es el animal, sin importar que pueda hablar, sin importar que razone, sin que cuente para nada que sea un visitante de allende las estrellas. Es una anomalía, una peligrosa influencia capaz de motivar indagaciones y dudas, algo que ningún régimen autocrático ni religión oficial alguna pueden tolerar. El status quo se sostiene con ciudadanos obedientes y fielmente crédulos, no sea cosa que empiecen a hacerse preguntas incómodas y luego se las hagan a las autoridades establecidas. ¡Dios no lo permita!

            Aquí radica el gran acierto del guión, el motivo genuino por el que el filme se ha convertido en objeto de culto. Cambiando astutamente el ángulo y el cariz de los sofismas que el autor planteaba en la novela, que como ya apuntamos tenían una raíz eminentemente Volteriana (extraídas de Zadig o el destino, 1747, y Cándido, 1759), el filme centra y focaliza el conflicto en la oposición  entre ciencia versus religión, razón contra ideología ciega, y culto al estado por sobre el individuo. Y aun más importante para nosotros: relato por sobre historia genuina. Nótese aquí, el Dr. Zaius (un excelente Maurice Evans) reconoce saber la verdad —que los humanos prevalecieron antes y tuvieron una larga y próspera historia sobre el planeta—  pero prefiere la mentira oficial que le asegura el sostenimiento del gobierno y la domesticación pacífica de la sociedad simia. Y algo más, se nos dice que las antiguas escrituras sagradas indican que se debe evitar el excesivo desarrollo tecnológico y científico, so pena de perecer en el mismo holocausto que los humanos se auto infringieron.
Queda claro que los primeros simios inteligentes obtuvieron dicha conciencia como una forma de mutación —influenciada sin dudas por la radiación atómica— y su primitivo profeta advertirá a las generaciones futuras acerca de este peligro, conminándolos a una forma de sociedad menos libre pero más sustentable en el tiempo. Y por supuesto, denunciando al hombre como un animal harto peligroso para sí mismo y para las otras especies, un ser al que no hay que permitir prosperar ni multiplicarse. Las implicancias que ello tenía para el espectador de entonces, y por qué no para el contemporáneo, motivaban interrogantes de múltiples aristas y sutiles resonancias, las que difícilmente se acallaban con el final de la cinta. Vista en la actualidad sucede todavía lo mismo, porque en estos 50 años transcurridos desde su estreno nuestra sociedad no ha hecho otra cosa que explotar los recursos del planeta hasta su casi agotamiento, contaminar y alterar nuestros ecosistemas e incrementar las tensiones bélicas mundiales. ¿Qué cosa podría evitar, eventualmente, que dejáramos de ser la especie dominante o incluso acelerar nuestra extinción?

            Como Taylor, Charlton Heston realiza una labor impecable. Con una carrera impresionante a sus espaldas, que iba desde títulos como The Greatest Show on Earth (1952, Cecil B. DeMille), The Naked Jungle (1954, Byron Haskin), The Ten Commandments (1956, C. B. DeMille), hasta otros como Touch of Evil (1958, Orson Welles), Ben-Hur (1959, William Wyler) o Major Dundee (1965, Sam Peckinpah), Heston contaba no solo con la experiencia suficiente sino muy especialmente con la autoridad actoral necesaria para el rol. Desde el inicio mismo, cuando lo vemos grabando la bitácora final antes de pasar al criosueño, su personaje se nos presenta como arrogante y orgulloso, firmemente convencido de sus ideas, escéptico y utilitarista. Algo más tarde, los punzantes diálogos con sus dos subordinados (que invariablemente rematará con sonoras y altivas carcajadas desaprobatorias), marcarán tanto su posición ideológica como su incólume creencia en la superioridad de su raza. El gran acierto de Schaffner consistirá en ilustrar brillantemente tales sugerencias con la pura imagen, razón de ser del séptimo arte: Heston/Taylor se nos presentará casi siempre como un musculoso adonis tallado a mano, el que incluso sucio, magullado y con apenas unos harapos como ínfima vestimenta,  representará simbólicamente al arquetipo norteamericano por excelencia. Pauline Kael decía por entonces que se nos mostraba a Heston como el prototipo del individuo poderosamente ganador que solía producir América. Absolutamente cierto. Y además una ácida ironía acerca de la arraigada creencia yanqui en el destino manifiesto de su nación.

            Por oposición, los simios se muestran relativamente toscos en sus movimientos, atávicamente ligados al pasado de su especie, cuando vivían en las alturas de los bosques y sin los privilegios del bipedalismo. Sus vestimentas son exclusivamente funcionales, aunque no exentas de cierta belleza austera, pero junto a todo el resto de su cultura parecen obedecer al mandato de utilidad y simpleza. Como descubriremos cerca del final, los simios viven en un mundo paradojalmente antiguo y moderno a la vez por expreso mandato de su profeta y legislador, el mítico Caesar. Y aquí volvemos a lo que ya apuntamos antes, el hecho de que esta sociedad simia no resulta una verdadera dictadura totalitaria por derecho propio (o sea, por sus genuinas concepciones autocráticas acerca del poder y el Estado), sino más que nada a causa de un ancestral mandato de auto preservación. El Estado simio se asegura la lealtad de sus ciudadanos, el que ejerzan sus derechos en forma limitada, e incluso el estudio de las ciencias con ciertos límites ideológicos precisos, no tanto como obsesión totalitaria —lo repetimos— sino para evitar caer en la espiral de decadencia y destrucción de sus ancestros humanos. Se protegen como especie y sociedad, apostando a su perdurabilidad, eludiendo el riesgo  de una sociedad abierta, para ellos el huevo de la serpiente de la pasada ordalía humana.       
  
            Lo repetimos, fueron estos inteligentes condimentos los que permitieron a El Planeta de los Simios convertirse en un clásico del género y perdurar saludablemente durante estos primeros 50 años desde su estreno. Probablemente seguirá viva otros tantos, mientras siga vigente el insidioso hábito de ver películas. Porque, como hemos dicho en otros artículos y no nos cansaremos de repetir, el cine nos mira mientras se hace mirar; nos fotografía mientras creemos tenerlo en un puño; nos revela y nos devela. Y claro está, cuando salimos de la sala, también nos desvela. Como las pesadillas, o como los mejores sueños: el vacilante comprador elige cual de los dos. Que nunca se equivoque...!.-

  

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