por Leonardo Tavani
Calificación: Muy Buena (★★★★)
El Planeta
de los Simios (Planet of the Apes), EE UU, 1968.
Dirección: Franklin J. Schaffner. Guión: Michael
Wilson y Rod Serling, sobre la
novela de Pierre Boullè. Fotografía: Leon Shamroy.
Música: Jerry Goldsmith.
Intérpretes: Charlton Heston,
Roddy McDowall, Kim Hunter, James Daly.
Fox, 112 min.-
(Dedicado a mi gran amigo R.D.N., quien pidió expresamente esta review. De no complacerlo,
juramentó obsequiarme la discografía completa de Michael Bolton. Ruego no
cumpla tamaña amenaza)
Lo cierto es que
ese mismo año de 1968 se estrenaba el título seminal del género, 2001:
A Space Odyssey (Stanley Kubrick), un filme ciento por ciento
británico, y Hollywood no podía ni quería quedarse atrás. Ya desde mediados del
‘67 el productor Arthur P. Jacobs estaba embarcado en el proyecto, cuyos
derechos había comprado para Fox, a la vez que se asocia con Rod Serling para
darle forma, contenido y fondo. Serling era una figura mítica de la TV
americana: había creado, producido, co escrito y presentado nada menos que La
Dimensión Desconocida (The
Twilight Zone, CBS: 1959-64), y en cine contaba con éxitos como Seven
Days in May (1964, John Frankenheimer) o Saddle the Wind (1958,
Robert Parrish). El propio productor trajo al proyecto al talentoso Michael Wilson,
ganador del Oscar a mejor guión adaptado por A Place in the Sun (1951,
George Stevens), contribuyendo de esa forma a su genuina rehabilitación
pública. Ocurre que Wilson fue una de las víctimas de la persecución maccartista
a los miembros de la industria del cine; se negó a testificar ante una comisión
del HUAC (siglas en inglés del Comité de Actividades Anti Norteamericanas) —a
la vez que fue señalado como simpatizante comunista por un ignoto testigo— por lo que fue injustamente incluido en la
aberrante lista negra. Por años trabajó por escaso dinero y debiendo firmar con
pseudónimos, adjudicando sus guiones a terceros o bien de forma anónima, no
acreditado. De esta humillante manera debió co escribir nada menos que los
guiones de dos clásicos del cine: The Bridge on the River Kwai (El puente sobre el río Kwai. 1957, David
Lean) y Lawrence of Arabia (1962), también de Lean.
El guión definitivo de El Planeta de los Simios, firmado entonces por Wilson y Serling, resultó un script sólido e inteligente, en la mejor tradición de la ciencia ficción seria y adulta. Arruinarlo resultaría difícil, pero no imposible. Para que eso no ocurriera Jacobs contó con todo el apoyo del Estudio, que si bien aun no se reponía del fracaso más estrepitoso de su historia (Cleopatra: 1964, Joseph L. Mankiewicz) —que lo dejó al borde de la quiebra— puso a disposición del productor todos los recursos disponibles. Después de todo, la ciencia ficción estaba de moda: era un género que podía competir exitosamente con la Tele, atrayendo más espectadores y conquistando especialmente a los jóvenes, los verdaderos consumidores del momento. Si la apuesta salía bien las finanzas de la Fox resucitarían de la tumba. Y vaya si salió bien. Resultó un éxito de taquilla fenomenal, generó una redituable franquicia (cuatro filmes más; eso sí, a cual peor) e incluso se trasladó a la pantalla chica, transformado en una serie de dos temporadas.
Ahora, la película
propiamente dicha. Allá vamos.
El primer acierto
de la producción consistió en confiar el comando de la cinta al talentosísimo
Franklin J. Schaffner, quien apenas dos años después ganaría el Oscar a mejor
director por la célebre Patton (1970). También obtendría un
suceso enorme en 1978 con Los Niños del Brasil (The Boys from Brazil, basada en la
novela de Ira Levin), tanto como el logrado poco antes con Papillon (1973),
adaptación de la obra de Henri Charrière. Su visión personal del proyecto,
novedosa y rupturista, se adaptó perfectamente a los muchos aciertos del guión,
tanto como sirvió para ocultar y disimular ciertas faltas de presupuesto
inevitables. Piénsese que tan solo el diseño, elaboración y ejecución de
máscaras y maquillaje costó u$s 1.025.000, el 17% del presupuesto total del
filme. El aterrizaje violento de la nave sobre la superficie del planeta, por
ejemplo, no se ilustró con toma exterior alguna de la cápsula, sino que el
director sustituyó esa posibilidad con un astuto plano-secuencia subjetivo muy
novedoso, pleno de vértigo y velocidad. Incluso antes, previo al momento en que
el Comandante Taylor ingresa a la cámara criogénica, tampoco habrá toma alguna
del exterior de la nave surcando el espacio. Schaffner entendía cabalmente la
historia que estaba narrando, y ésta no trataba realmente de viajes espaciales,
sino del enfrentamiento entre unos humanos llegados del remoto pasado con un
mundo en el que la evolución dio un trascendental giro a la inversa, entregando
la supremacía biológica a las criaturas que otrora estuvieron en la base de la
pirámide evolutiva.
La narración nos
conducirá a ser testigos de la odisea personal del comandante Taylor:
enjaulado, emparejado con una hembra humana por la fuerza, tratado como un
animal sucio y piojoso, a la postre será estudiado y utilizado como cobayo con
idéntico desdén y similar crueldad que la empleada por la humanidad con otros
animales. Todo su mundo se pone de revés, todas sus creencias puestas en
entredicho; todas las verdades en las que se basan sus principios y su dignidad
humana, subvertidas. También su libre albedrío, tanto como su condición de sujeto de derechos, resultan eliminados
por completo. Ahora él es el animal, sin importar que pueda hablar, sin
importar que razone, sin que cuente para nada que sea un visitante de allende
las estrellas. Es una anomalía, una peligrosa influencia capaz de motivar
indagaciones y dudas, algo que ningún régimen autocrático ni religión oficial
alguna pueden tolerar. El status quo
se sostiene con ciudadanos obedientes y fielmente crédulos, no sea cosa que empiecen
a hacerse preguntas incómodas y luego se las hagan a las autoridades
establecidas. ¡Dios no lo permita!
Aquí radica el gran
acierto del guión, el motivo genuino por el que el filme se ha convertido en
objeto de culto. Cambiando astutamente el ángulo y el cariz de los sofismas que
el autor planteaba en la novela, que como ya apuntamos tenían una raíz
eminentemente Volteriana (extraídas de Zadig o el destino, 1747, y Cándido,
1759), el filme centra y focaliza el conflicto en la oposición entre ciencia
versus religión, razón contra ideología ciega,
y culto al estado por sobre el individuo. Y aun más importante para
nosotros: relato por sobre historia
genuina. Nótese aquí, el Dr. Zaius (un excelente Maurice Evans) reconoce
saber la verdad —que los humanos prevalecieron antes y tuvieron una larga y
próspera historia sobre el planeta— pero
prefiere la mentira oficial que le asegura el sostenimiento del gobierno y la
domesticación pacífica de la sociedad simia. Y algo más, se nos dice que las antiguas
escrituras sagradas indican que se debe evitar el excesivo desarrollo
tecnológico y científico, so pena de perecer en el mismo holocausto que los
humanos se auto infringieron.
Queda claro que los primeros simios inteligentes
obtuvieron dicha conciencia como una forma de mutación —influenciada sin dudas
por la radiación atómica— y su primitivo profeta advertirá a las generaciones
futuras acerca de este peligro, conminándolos a una forma de sociedad menos
libre pero más sustentable en el tiempo. Y por supuesto, denunciando al hombre
como un animal harto peligroso para sí mismo y para las otras especies, un ser
al que no hay que permitir prosperar ni multiplicarse. Las implicancias que
ello tenía para el espectador de entonces, y por qué no para el contemporáneo,
motivaban interrogantes de múltiples aristas y sutiles resonancias, las que
difícilmente se acallaban con el final de la cinta. Vista en la actualidad
sucede todavía lo mismo, porque en estos 50 años transcurridos desde su estreno
nuestra sociedad no ha hecho otra cosa que explotar los recursos del planeta
hasta su casi agotamiento, contaminar y alterar nuestros ecosistemas e
incrementar las tensiones bélicas mundiales. ¿Qué cosa podría evitar,
eventualmente, que dejáramos de ser la especie dominante o incluso acelerar
nuestra extinción?
Como Taylor,
Charlton Heston realiza una labor impecable. Con una carrera impresionante a
sus espaldas, que iba desde títulos como The Greatest Show on Earth (1952,
Cecil B. DeMille), The Naked Jungle (1954, Byron Haskin), The Ten Commandments (1956,
C. B. DeMille), hasta otros como Touch of Evil (1958, Orson Welles), Ben-Hur
(1959, William Wyler) o Major Dundee (1965, Sam Peckinpah),
Heston contaba no solo con la experiencia suficiente sino muy especialmente con
la autoridad actoral necesaria para
el rol. Desde el inicio mismo, cuando lo vemos grabando la bitácora final antes
de pasar al criosueño, su personaje
se nos presenta como arrogante y orgulloso, firmemente convencido de sus ideas,
escéptico y utilitarista. Algo más tarde, los punzantes diálogos con sus dos
subordinados (que invariablemente rematará con sonoras y altivas carcajadas
desaprobatorias), marcarán tanto su posición ideológica como su incólume
creencia en la superioridad de su raza. El gran acierto de Schaffner consistirá
en ilustrar brillantemente tales sugerencias con la pura imagen, razón de ser
del séptimo arte: Heston/Taylor se nos presentará casi siempre como un
musculoso adonis tallado a mano, el que incluso sucio, magullado y con apenas
unos harapos como ínfima vestimenta,
representará simbólicamente al arquetipo norteamericano por excelencia.
Pauline Kael decía por entonces que se nos mostraba a Heston como el prototipo
del individuo poderosamente ganador
que solía producir América. Absolutamente cierto. Y además una ácida ironía
acerca de la arraigada creencia yanqui en el destino manifiesto de su nación.
Por oposición, los
simios se muestran relativamente toscos en sus movimientos, atávicamente
ligados al pasado de su especie, cuando vivían en las alturas de los bosques y
sin los privilegios del bipedalismo. Sus vestimentas son exclusivamente
funcionales, aunque no exentas de cierta belleza austera, pero junto a todo el
resto de su cultura parecen obedecer al mandato de utilidad y simpleza. Como descubriremos
cerca del final, los simios viven en un mundo paradojalmente antiguo y moderno
a la vez por expreso mandato de su profeta y legislador, el mítico Caesar. Y
aquí volvemos a lo que ya apuntamos antes, el hecho de que esta sociedad simia
no resulta una verdadera dictadura totalitaria por derecho propio (o sea, por
sus genuinas concepciones autocráticas acerca del poder y el Estado), sino más
que nada a causa de un ancestral mandato de auto preservación. El Estado simio
se asegura la lealtad de sus ciudadanos, el que ejerzan sus derechos en forma
limitada, e incluso el estudio de las ciencias con ciertos límites ideológicos
precisos, no tanto como obsesión totalitaria —lo repetimos— sino para evitar
caer en la espiral de decadencia y destrucción de sus ancestros humanos. Se
protegen como especie y sociedad, apostando a su perdurabilidad, eludiendo el
riesgo de una sociedad abierta, para ellos el huevo de la serpiente de la pasada
ordalía humana.
Lo repetimos,
fueron estos inteligentes condimentos los que permitieron a El
Planeta de los Simios convertirse en un clásico del género y perdurar
saludablemente durante estos primeros 50 años desde su estreno. Probablemente
seguirá viva otros tantos, mientras siga vigente el insidioso hábito de ver
películas. Porque, como hemos dicho en otros artículos y no nos cansaremos de
repetir, el cine nos mira mientras se hace mirar; nos fotografía mientras
creemos tenerlo en un puño; nos revela y nos devela. Y claro está, cuando
salimos de la sala, también nos desvela. Como las pesadillas, o como los
mejores sueños: el vacilante comprador elige cual de los dos. Que nunca se
equivoque...!.-
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