Acerca de El Exorcista
Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente
(★★★★★)
The Exorcist (U.S.A. ,
1973. 121 min.) Warner Bros.
Dirección:
William Friedkin. Guión: William Peter Blatty, sobre su novela.
Reparto: Ellen Burstyn, Jason Miller, Max Von Sydow, Lee J. Cobb,
Jack MacGowran, Kitty Winn, Linda Blair y Titos Vandis.
Fotografía:
Owen Roizman y Billy Williams. Diseño: Bill Malley.-
Este es el film que lo creó todo. Olvídense de It, ignoren Saw, Hostel, Annabelle, y despídanse de los monstruos clásicos. Nada, nada en absoluto se le parece. Ningún otro film lo ha superado, ninguno jamás lo hará. No se puede. Es imposible. Nada ni nadie podrá quitarle el trono absoluto e indiscutido del cine de terror. Porque la mejor película de horror de toda la historia del cine tiene un título, y ese título es a la vez signo y significante, símbolo y señal: EL EXORCISTA.
Corría la primavera
boreal de 1973 cuando los cines de EE.UU. estrenaron la cinta que generaría una
revolución mundial; imitada hasta el hartazgo, comentada en programas de TV,
discutida en libros de religión, sensacionalismo y superchería; tapa de
revistas de toda índole, incluida la prestigiosa TIME. Polémica y
revulsiva a la vez, El Exorcista provocó más de 11 muertes registradas por paro
cardiorrespiratorio sólo en distintas salas de la costa este. La paranoia fue
total. Pero ninguna muerte impidió el firme avance de su taquilla desbordante.
Todos iban a verla. Todos discutían sobre ella. Vómitos, lipotimias, desmayos;
Warner tuvo que enviar veedores a cientos de salas de cine, porque gracias a un
verdadero aluvión de cartas de espectadores se enteraron que los exhibidores
cortaban las partes más horrendas para no tener que limpiar ni los baños ni las
propias salas. Así como lo leen. Propietarios de cines con pisos alfombrados se
negaron de plano a proyectarla. Varios autocines la quitaron del circuito
porque en sólo pocas semanas se registraron choques múltiples tras las
proyecciones: los conductores salían tan shockeados y mareados que acababan
colisionando.
Todo esto es real. Es información veraz, no extraída de internet sino de la bibliografía de la época. Pregunta, ¿cuándo otra película del género ha provocado semejantes reacciones? ¿Acaso alguna lo hará?
Todo esto es real. Es información veraz, no extraída de internet sino de la bibliografía de la época. Pregunta, ¿cuándo otra película del género ha provocado semejantes reacciones? ¿Acaso alguna lo hará?
En 1971 William Peter Blatty, novelista, guionista, productor y director, publica la que a la postre sería su novela más célebre y aclamada, The Exorcist. De profunda formación católica, Blatty estudió con los jesuitas y se sintió muy impresionado en su juventud con el caso de Monte Rainier, estado de Washington, ocurrido a finales de los ‘50s. Las discusiones teológicas que sin dudas desató influyeron poderosamente en su imaginación hasta llevarlo a concebir su aterradora historia.
La llegada al cine no podía esperar. Warner primerió a todos a la hora de alzarse con los derechos y casi de inmediato contactó al autor. Blatty venía de escribir los guiones de Darling Lili (1970, Blake Edwards) y la celebrada The Great Bank Robbery (1969, Hy Averback), además de coescribir junto a su amigo Blake Edwards A Shot in the Dark (1964), la segunda y la mejor de la saga del inspector Clouseau. El estudio quería su opinión acerca del guionista a elegir y tal vez contratarlo como consultor creativo, pero Blatty los sorprendió con su firme deseo de producir el film y encargarse del script.
El autor y guionista con los protagonistas |
El director en un momento del rodaje |
Friedkin junto a Burstyn |
Aunque nunca bautizado formalmente, el movimiento se conoce hoy como Independent Filmmaking y también recibió la decisiva influencia de la Nouvelle Vague francesa. Dentro de ese gran paraguas se inscribieron los futuros grandes directores y productores de los ‘60s y ‘70s, desde Stanley Kramer a Otto Preminger, por caso. Pero ellos institucionalizaron un nuevo sistema de producción , contratación y distribución que también se conoció como The Package[1]. Hablaremos de ello más extensamente en un futuro artículo dedicado al nuevo cine americano de entonces, aquí bastará con apuntar que dentro de ese grupo se destacaron otros cineastas jóvenes que ni siquiera podían contar con los beneficios del “Paquete” y realmente rodaban y exhibían como podían, en ocasiones contando con medios paupérrimos, pero adscribiendo a los ya citados movimientos europeos que sirvieron de base a la otra narrativa que nos ocupa[2].
El operador realizando la prueba de luz |
Aunque los críticos
e historiadores del cine norteamericanos discrepan con fechas, nombres e
influencias, nuestro grupo de cineastas ya citados se inscribe en lo que
correctamente denominamos segundo New
Free American Cinema o Second Cinemá
Vérité, corriente no planeada y cuasi involuntaria que renovó las pantallas
yanquis a través de un estilo semi documental, áspero y realista, que
presentaba temáticas de profundo anclaje en la vida real (así se tratase de
dramas intimistas o de policiales puro y duros) y un distanciamiento tanto de
la cámara como de la vieja artificialidad de la puesta que lograba un
acercamiento de indiscutible verismo
—y como ya dijimos— tan cercano al documental que a menudo se confundía con él.
El cine americano
de los ‘60s experimentó un cimbronazo fabuloso, un viento de cambio bienvenido
por todos, pero ese gran torbellino de ideas, estilos e historias alcanzaría
finalmente su cenit a inicios de los ‘70s, cuando precisamente se estrene El
Exorcista. Ahora que ya ubicamos al director William Friedkin en el
marco conceptual correcto para decodificar su obra, podemos acercarnos a la
misma desde el filme anterior al que nos ocupa: Contacto en Francia (The French Connection, 1971). Ganadora
de 5 premios Oscar, incluyendo los de mejor película y mejor director, la cinta
transformó por completo el género policial, incluyendo por vez primera escenas
de acción pura y dura en una historia de crimen y obsesión. Su protagonista, el
detective de Narcóticos Jimmy “Popeye” Doyle, resultaba lo opuesto a los héroes
de una pieza que presentaba el género hasta entonces. Obsesivo, malhumorado,
con ciertas adicciones a cuestas y también no poco loco, el personaje que le
valió el Oscar al enorme Gene Hackman parecía él mismo más peligroso que el
siniestro traficante de heroína marsellés, Alain Charnier, que portaba los
aristocráticos rasgos del gran actor español Fernando Rey.
Con semejantes pergaminos plagados de premios, Friedkin tuvo vía libre para controlar y obtener la última palabra creativa en el rodaje de la obra de Blatty. Los choques entre ambos resultaron antológicos: el autor y guionista abandonó el set a gritos en numerosas oportunidades, e incluso, se dice que estuvieron a segundos de tomarse a golpes. Los mayores reclamos del director tenían que ver con una cierta literalidad del script que atentaba contra la credibilidad del producto final. La ya famosa escena de Regan/araña[3], que se conoció recién en la edición del 25 aniversario en DVD (y como una de las escenas eliminadas que presentaban los extras de dicha edición),
La escena eliminada |
Friedkin bromeando con Blair en un alto del rodaje |
En cuanto a los
rubros técnicos todos son elogios y vítores. Hasta hoy se guarda el secreto del
cómo se logró hacer levitar la cama de Regan. Tanto el director como el
responsable de los efectos especiales aseguraron que lo consiguieron realmente
y sin montajes ópticos. La edición de sonido obtuvo un merecido premio Oscar
por un trabajo de antología, que influyó decisivamente en la creación de un
ambiente opresivo, asfixiante y genuinamente aterrador. También se cuidó hasta
lo obsesivo a la adolescente protagonista: ninguna de las escenas más
controvertidas la tuvo bajo el make-up, sino que fue sustituida por una doble
de su misma contextura, a la vez que la voz del demonio estuvo a cargo de la
veterana actriz de carácter Mercedes MacCambridge. Y algo más, Linda Blair no
asistió más que a la alfombra roja del estreno. No se le permitió ver el filme
terminado hasta su mayoría de edad. Es una pena que tantos cuidados resultaran
desperdiciados, ya que la actriz tomó un camino de adicciones y excesos desde
muy temprano.
El tono narrativo
de la película también se vio establecido desde un principio, proponiendo una estética
semi documental que se extendió a cada aspecto del filme. A tal punto que dos
sacerdotes jesuitas interpretaron a sus equivalentes en la trama: el Reverendo
William O’Malley encarnó al Padre Dyer y el Rev. Thomas Bermingham hizo lo propio
como el superior de la Casa Jesuítica de Gorgetown (a la vez que ofició de
asesor teológico de la cinta). Cada uno lo hizo con dispensa del Provincial de
la Orden y con la condición de donar íntegramente sus honorarios[4]. Esto
era algo inaudito y nunca visto hasta entonces, pero reforzó poderosamente la
idea de realismo crudo y sentido documentalista de la película. Y para reforzar
aún más este verismo extremo Friedkin dio un golpe de timón con respecto a la
música incidental de la cinta.
Por sugerencia del estudio se contrató a nuestro compatriota Lalo Schifrin, que por entonces —además de la enorme celebridad obtenida por el tema de Misión: Imposible (CBS, 1966-’73) — había roto todos los moldes con los scores de filmes como The Cincinnati Kid (1965, Norman Jewison), Cool Hand Luke (1967, Stuart Rosenberg), Bullit (1968, Peter Yates) o Dirty Harry (1971, Don Siegel). Schifrin compuso una partitura formalmente impecable y de gran poder de sugerencia, pero Friedkin, probablemente harto ya de los choques con Blatty y detestando que le impusieran cualquier cosa, maltrató al compositor apenas escuchados los primeros acordes y —tal como rememoró el maestro, no sin cierta amargura, para el libro de Diego Curubeto “Babilonia Gaucha ataca de nuevo”— le espetó agriamente: “Esto es una fucking marimba tango”. De inmediato lo despidió[5]. Hoy día, ciertos testigos del entonces equipo de producción han declarado a medios especializados que casi con seguridad Friedkin no deseaba realmente insultar al compositor, sino que toda la trifulca no habría sido otra cosa que una maniobra para que el filme careciera por completo de música incidental sin que el estudio pusiera el grito el cielo por ello. De hecho, el realizador ya le había echado el ojo (o mejor, el oído) a Tubular Bells de Mike Oldfield, ya que su amigo Richard Branson era precisamente quien había mezclado y orquestado la versión de estudio a partir de la cinta original de Oldfield. Branson le hace escuchar el demo, que deja pasmado al director, y ante su requerimiento le asegura que puede contar con los derechos de uso si así lo quiere.
De hecho, el productor no hallaba disquera alguna que quisiera editar la obra, y en una maniobra más que arriesgada crea el sello Virgin a sólo efecto de poder publicarla, lo que sucedió ese mismo año 1973, muy poco antes del estreno del filme . Ironías del destino, Virgin Records sigue siendo actualmente uno de los más poderosos emporios de la industria, incluso en medio de la crisis por la cuasi desaparición de los formatos físicos, y tiene en su haber éxitos tales como el descubrimiento y lanzamiento de Madonna.
Por sugerencia del estudio se contrató a nuestro compatriota Lalo Schifrin, que por entonces —además de la enorme celebridad obtenida por el tema de Misión: Imposible (CBS, 1966-’73) — había roto todos los moldes con los scores de filmes como The Cincinnati Kid (1965, Norman Jewison), Cool Hand Luke (1967, Stuart Rosenberg), Bullit (1968, Peter Yates) o Dirty Harry (1971, Don Siegel). Schifrin compuso una partitura formalmente impecable y de gran poder de sugerencia, pero Friedkin, probablemente harto ya de los choques con Blatty y detestando que le impusieran cualquier cosa, maltrató al compositor apenas escuchados los primeros acordes y —tal como rememoró el maestro, no sin cierta amargura, para el libro de Diego Curubeto “Babilonia Gaucha ataca de nuevo”— le espetó agriamente: “Esto es una fucking marimba tango”. De inmediato lo despidió[5]. Hoy día, ciertos testigos del entonces equipo de producción han declarado a medios especializados que casi con seguridad Friedkin no deseaba realmente insultar al compositor, sino que toda la trifulca no habría sido otra cosa que una maniobra para que el filme careciera por completo de música incidental sin que el estudio pusiera el grito el cielo por ello. De hecho, el realizador ya le había echado el ojo (o mejor, el oído) a Tubular Bells de Mike Oldfield, ya que su amigo Richard Branson era precisamente quien había mezclado y orquestado la versión de estudio a partir de la cinta original de Oldfield. Branson le hace escuchar el demo, que deja pasmado al director, y ante su requerimiento le asegura que puede contar con los derechos de uso si así lo quiere.
De hecho, el productor no hallaba disquera alguna que quisiera editar la obra, y en una maniobra más que arriesgada crea el sello Virgin a sólo efecto de poder publicarla, lo que sucedió ese mismo año 1973, muy poco antes del estreno del filme . Ironías del destino, Virgin Records sigue siendo actualmente uno de los más poderosos emporios de la industria, incluso en medio de la crisis por la cuasi desaparición de los formatos físicos, y tiene en su haber éxitos tales como el descubrimiento y lanzamiento de Madonna.
Pero volviendo a
nuestro tema, decíamos antes que hasta la carencia de música sirvió para
profundizar el clima documental del filme. En toda la cinta apenas si se
escuchan 10 segundos de Tubular Bells, justo cuando Chris
Macneill pasa frente a la Casa de los Jesuitas, mucho antes que se desate el
horror. Para los créditos finales fue contratado Jack Nietzche, que compuso una
potente suit de cierre, pero es un hecho que durante toda la acción dramática
del film no existe acompañamiento musical alguno, apenas la fugaz excepción
citada. También es cierto que el Alfred Hitchcock hizo lo propio con Los
Pájaros (The Birds, 1963),
cinta en la que Bernard Herrmann únicamente elabora los efectos sonoros a
través de instrumentos musicales, pero que carece de música propiamente dicha.
Pero las diferencias entre ambas son notables y a la larga la cinta del genio inglés no sirve como antecedente válido, porque en ella dicha carencia es parte de un engranaje de golpes de efecto y profunda meticulosidad que la puesta utiliza para ‘manipular’ la respuesta emocional del espectador, cosa que el Maestro amaba hacer; pero El Exorcista es otra cosa, y en ella es el aplastante naturalismo de su puesta la que conduce a impactar en el espectador, como si todo su ambiente, su atmósfera, nos recordara a cada segundo que eso que vemos en pantalla es estrictamente real. La carencia de música refuerza esta idea porque ahuyenta todo subrayado emotivo: en la vida real, en la calle o en casa, no existe banda de sonido para nuestras tragedias, ni mucho menos para nuestras alegrías privadas.
Pero las diferencias entre ambas son notables y a la larga la cinta del genio inglés no sirve como antecedente válido, porque en ella dicha carencia es parte de un engranaje de golpes de efecto y profunda meticulosidad que la puesta utiliza para ‘manipular’ la respuesta emocional del espectador, cosa que el Maestro amaba hacer; pero El Exorcista es otra cosa, y en ella es el aplastante naturalismo de su puesta la que conduce a impactar en el espectador, como si todo su ambiente, su atmósfera, nos recordara a cada segundo que eso que vemos en pantalla es estrictamente real. La carencia de música refuerza esta idea porque ahuyenta todo subrayado emotivo: en la vida real, en la calle o en casa, no existe banda de sonido para nuestras tragedias, ni mucho menos para nuestras alegrías privadas.
El filme se abre en
Irak del norte, cerca de Mosul, donde un avejentado y enfermo sacerdote, el
Padre Merrin, coordina una serie de excavaciones arqueológicas. La idea del Mal
como una fuerza autónoma, venida del mundo antiguo y lista para penetrar en
nuestra realidad, se hace furiosamente patente. Todo lo confirma. Rostros con
enfermedad, ojos con glaucoma, viudas aún más amortajadas que sus difuntos,
amuletos malignos, perros que se devoran entre sí, ruinas históricas
custodiadas por milicianos armados hasta los dientes... Y el viento del oeste,
el que subleva los ánimos, el que levanta muros de arena, el que está gobernado
por Pazuzu, señor de las moscas y amo de Poniente. Merrin lo presiente, percibe
su acecho tanto como intuye su propia finitud. Y allí está la antigua efigie
babilónica, con la serpiente del conocimiento coronando el falo erecto,
abrazada por ese viento del oeste y enfrentando directa, orgullosamente al
anciano sacerdote. Un plano de aterradora belleza que aún hoy suscita asombro y
controversias, preñado de sentido y simbología.
Y luego tenemos
Georgetown. Civilización sobre barbarie. Conocimiento versus superstición.
Libertades civiles contra opresión. Faro de occidente y a la vez preñada de
tinieblas, la nación que desde allí se preside engendró racismos genocidas y
guerras innecesarias. ¿Qué podría evitar que el mal ancestral se afincara allí?
¿Qué clase de inocencia se libraría de la corrupción? ¿Acaso no pecaron los
ángeles?
Regan Theresa
MacNeil tiene 12 años y es una niña perfectamente normal. Su madre es una
cotizada actriz de Hollywood divorciada, escéptica acerca de su profesión y
alejada de divismos inútiles. Se halla en Washington rodando un filme
testimonial sobre las luchas
estudiantiles. Trata desesperadamente de que su hija viva en un entorno feliz y
estable. El desinterés que evidencia su ex marido por la niña la embarga de
dolor. De algún modo siente que su éxito melló la estima masculina de su
entonces pareja e intenta compensarlo privándose de todos los beneficios que la
fama comporta. Pero hay algo en su interior, un extraño vacío que carece de
nombre y que intenta llenar sin conseguirlo. Tal vez por eso se fijará en el
rostro de un sacerdote, uno más entre la multitud que observa el rodaje en el
set de exteriores de la película que protagoniza. Su rostro refleja una cierta
desazón, un dolor ancestral y una pena profunda que le recuerdan a sí misma.
Y en ese marco, poco a poco pero sin pausa, se filtrará el horror. El ser más amado corrompido por una conducta inexplicable; la oscuridad más honda como compañera perpetua. Crisis nerviosas, espasmos violentos, objetos que se mueven de manera inexplicable. Y la metamorfosis. La que transmuta lo puro en putrefacción. La que torna repugnante lo que antes se admiraba. La que trae al presente y a nuestras vidas aquello que no tiene nombre ni heredad.
Y en ese marco, poco a poco pero sin pausa, se filtrará el horror. El ser más amado corrompido por una conducta inexplicable; la oscuridad más honda como compañera perpetua. Crisis nerviosas, espasmos violentos, objetos que se mueven de manera inexplicable. Y la metamorfosis. La que transmuta lo puro en putrefacción. La que torna repugnante lo que antes se admiraba. La que trae al presente y a nuestras vidas aquello que no tiene nombre ni heredad.
Si el mal corrompe
el cuerpo de Regan, la medicina moderna y sus prácticas invasivas sencillamente
la violan, abusan de ella incluso robándole su esencia más íntima y vital.
¿Acaso no representa eso mismo, no es su propia alma la que se drena con esa
extracción de líquido raquídeo horrendamente dolorosa? Chris MacNeil,
acostumbrada a fingir como profesión, deberá pretender que escucha a todos, que
les cree, que los tiene en cuenta. Tendrá que fingir que esa cosa maniatada en
su cama es su hija enferma mentalmente, deberá mentir para no revelar que
aquella entidad asesinó a Burke Dennings.
Se verá forzada a engañarse a sí misma hasta que ello ya no sea posible. Y ahí entrará en escena el sacerdote de mirada melancólica, precisamente el único que no puede traerle ni paz ni consuelo. Porque Damien Karras es un hombre duramente golpeado por la vida, vapuleado por ese dios al que debe amar pero en el que ya no está tan seguro de creer. Sin los jesuitas jamás podría haber estudiado psiquiatría ni logrado ordenarse presbítero, pero a causa de sus votos se vio privado de asistir a su anciana madre, una sencilla inmigrante polaca, que acaba de morir mísera, demente y solitaria. ¿Puede el dios de la misericordia permitir esto? ¿Su fe no será tan solo una ilusión para crédulos?
Se verá forzada a engañarse a sí misma hasta que ello ya no sea posible. Y ahí entrará en escena el sacerdote de mirada melancólica, precisamente el único que no puede traerle ni paz ni consuelo. Porque Damien Karras es un hombre duramente golpeado por la vida, vapuleado por ese dios al que debe amar pero en el que ya no está tan seguro de creer. Sin los jesuitas jamás podría haber estudiado psiquiatría ni logrado ordenarse presbítero, pero a causa de sus votos se vio privado de asistir a su anciana madre, una sencilla inmigrante polaca, que acaba de morir mísera, demente y solitaria. ¿Puede el dios de la misericordia permitir esto? ¿Su fe no será tan solo una ilusión para crédulos?
Esa certeza, que
Friedkin nos ilustra con un plano exquisito, el del anciano Merrin de pie
frente a la casa de la calle Prospect, apenas bañado por una mortecina luz que
brota desde la ventana de la habitación de Regan, será fundamental no ya para
combatir un demonio o exorcizar un mal espíritu, sino para conseguir permanecer
firmes en la creencia de que debajo de toda apariencia del mal, bajo toda
máscara maligna, existe una chispa divina que conserva la esencia de lo más
puro, lo más noble, lo que nos define esencialmente como humanos. Porque no
trata de otra cosa toda esa parafernalia de horrores y vómitos que escupe la
entidad Regan: ella, o lo que sea que se apoderó de su libre albedrío, busca
distorsionar hasta convertir en mueca, en sucia parodia, a la propia niña.
Trata de convertir en sucia e impura la propia esencia de su humanidad, para
que se torne así en una leprosa más, una pordiosera recostada entre orines que
pide una monedita a un cura. “Yo fui
monaguillo, Padre”. La posesión no tiene como objeto primario al poseso,
sino a su entorno. Es un golpe directo a sus creencias y a todo aquello que los
mantiene humanos, y esta película ilustra eso como ninguna lo hizo antes ni
ninguna lo haría después.
El filme lo tiene
todo. Como el Teniente Kinderman, un judío desencantado de la vida, que intuye
desde un principio lo que está pasando pero calla y omite. Las pruebas sobre
las pinturas y plastilinas de Regan le indican que ella cometió las
profanaciones a la parroquia, y si pudo eso bien pudo matar a Dennings; pero
primero estará su instinto paterno, su íntima comprensión del dolor como
compañero de camino. Luego que se entreviste con Chris decidirá callar y
esperar. Es tanto el sufrimiento que percibe en esa madre que rápidamente lo
embargará la certeza de que algo supra
humano está sucediendo. Preferirá dejarlo en manos de ese cura polaco y arisco,
que sabe visita la casa con demasiada frecuencia, hasta que algún evento mayor
lo obligue a actuar.
El filme lo tiene
todo, insistimos; como su propia evolución narrativa, que oscila desde una
junta médica que defecciona de todo credo científico para buscar refugio en las
supercherías del mundo primitivo, hasta un psiquiatra que insiste con un
problema en el lóbulo frontal cuando ya ha probado en carne propia la
excepcionalidad extrema del caso. Y allí están estos sacerdotes, guardianes de
un conocimiento arcaico que sin embargo prefieren enterrar, ignorantes de las
fuerzas que pueden invocar tanto como de las que pueden desatar.
Y en el medio
de todos ellos una madre destruida, tironeada por cada flanco, encubridora de
un crimen y desesperada por la vida de su única hija, a la que ve desaparecer
con cada minuto que pasa. Precisamente será una simple y sencilla pregunta,
fruto del más común de los sentidos, la que apure el desenlace de este drama:
“¿Morirá mi hija?” Cuando el Padre
Karras suba las escaleras por última vez todo habrá cambiado. Habrá recobrado
la fe, después de todo. Regan no morirá. Porque un par de hombres buenos, con
tan solo la espada de un antiguo ritual, se interpondrán entre ella y su ordalía.
El P. Dyer interpretado por el Rev. O'Malley |
En su momento
corrieron ríos de tinta acerca del final de esta película. La cuestión era que
la moral bienpensante y autocomplaciente de la sociedad americana les impedía
reconocer la sabiduría de esa conclusión perfecta. Ya la novela había suscitado
idéntica polémica. Los que dicen creer en el paraíso no parecen aceptar que un
alma esté mejor allí que aquí; que un sacerdote descreído recupere la fe
perdida y salve el alma y el cuerpo de una preadolescente les parece poca cosa,
si es que el infortunado no acaba como ellos quieren.
Que muera un anciano apenas sostenido por comprimidos sublinguales de nitroglicerina les parece un horror, sin advertir que el demonio se queda alelado, frustrado y estupefacto, deseando que el cadáver se reanime para así continuar la batalla, que era puramente personal. El triunfo final tiene costos, como todo lo tiene en esta vida, pero al cabo la vida se impone sobre la muerte, que no otra cosa representa el beso que Regan estampa en la mejilla del Padre Dyer, movida por una fuerza invisible y sutil, segundos antes de subirse a ese automóvil que la alejará de allí para siempre. El sacerdote se asomará a la abismal escalera que desemboca en la calle M. Allí abajo, en medio de charcos de sangre, confesó y absolvió a su amigo aquella noche fatal. Ahora parece haber desaparecido todo rastro de la tragedia. Dyer suspirará y se alejará de espaldas a la cámara.
Que muera un anciano apenas sostenido por comprimidos sublinguales de nitroglicerina les parece un horror, sin advertir que el demonio se queda alelado, frustrado y estupefacto, deseando que el cadáver se reanime para así continuar la batalla, que era puramente personal. El triunfo final tiene costos, como todo lo tiene en esta vida, pero al cabo la vida se impone sobre la muerte, que no otra cosa representa el beso que Regan estampa en la mejilla del Padre Dyer, movida por una fuerza invisible y sutil, segundos antes de subirse a ese automóvil que la alejará de allí para siempre. El sacerdote se asomará a la abismal escalera que desemboca en la calle M. Allí abajo, en medio de charcos de sangre, confesó y absolvió a su amigo aquella noche fatal. Ahora parece haber desaparecido todo rastro de la tragedia. Dyer suspirará y se alejará de espaldas a la cámara.
Nunca un final ha
sido tan perfecto. El agregado que efectúa la edición en DVD denominada “Con escenas nunca vistas” es
verdaderamente criminal, aportando un toque tranquilizador que no estaba ni en
la visión del director ni en la intención del autor en su propia novela. Es
más, cada escena agregada en dicha edición está horrendamente de más,
arruinando todo lo bueno y simbólico que este filme imprescindible posee.
Recomendamos vivamente no ver ni comprar dicha edición, sino disfrutar de la
absoluta pureza del corte original para cines. Siempre lo recordaremos: menos
es más. Y en el caso de El Exorcista no existe secuencia alguna
que pueda añadir más originalidad, perfección o escalofríos a una obra maestra
que habla de la profunda dualidad de nuestra esencia humana, y de todos los
sacrificios de que somos capaces para restaurarla a su inocencia original.
Simplemente perfecta.-
[1] “El Paquete” surgió como opción a la posición dominante de los
grandes Estudios, los que de todos modos ya habían perdido por Ley sus cadenas
de Salas de Cine, pero seguían controlando todo el proceso de producción y
exhibición. Así, un productor independiente podía contratar estrellas
negociando directamente con sus representantes, alquilaba estudios y
laboratorios privados y trataba directamente con las incipientes distribuidoras
no sindicadas de la época.-
[2] Todo este movimiento se denominó genéricamente Cinéma Vérité y resultó
la influencia de Friedkin, Penn y compañía. Se lo llama Free American Cinema sólo para conectarlo con su cuasi homónimo
inglés, del que abreva, y tuvo cultores tan variopintos como ideológicamente
antitéticos: desde Andy Warhol (Kiss, 1963; Empire, 1964) hasta
Lionel Rogosin (On the Bowery, 1955; How do you Like dem Bananas, 1966).-
[3] Se trata de una secuencia casi calcada de la novela, en la que
Regan baja las escaleras con sus pies y manos y el torso arqueado hacia arriba,
imitando una araña, a la vez que lame los tobillos de su madre y los de Sharon
tal como una culebra.-
[4] Clero Regular: que está sujeto a Regla, o sea la Regla de la Orden
a que pertenece (y por extensión, que vive ‘recluido’ en un monasterio o lugar
afín). Clero Secular: que vive en el ‘Siglo’, o sea no recluido. En la
actualidad eso significa pertenecer al clero diocesano. Los miembros de una
Orden hacen votos de pobreza, obediencia y castidad. El clero secular sólo de
obediencia y castidad. Los ‘Regulares’ no pueden acceder al Obispado ni al
Cardenalato si no abandonan su Orden y se pasan a la diócesis, excepto en
países como EE.UU. y otros donde el catolicismo es minoría, precisamente porque
carecen del caudal de vocaciones de las naciones católicas. El voto de pobreza
implica que no pueden poseer bienes inmuebles ni superfluos, o ganar más dinero
que el mínimo indispensable para la subsistencia.-
[5] Schifrin no tuvo valor para desechar su partitura y la reutilizó,
con apenas algunas variaciones, en The Amityville Horror (1979, Stuart
Rosenberg).-
No hay comentarios.:
Publicar un comentario