Un viaje por el film que redefinió el horror

Acerca de El Exorcista
                                         
         Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente ()

The Exorcist (U.S.A., 1973. 121 min.) Warner Bros.
Dirección: William Friedkin. Guión: William Peter Blatty, sobre su novela.
Reparto: Ellen Burstyn, Jason Miller, Max Von Sydow, Lee J. Cobb,
Jack MacGowran, Kitty Winn, Linda Blair y Titos Vandis.
Fotografía: Owen Roizman y Billy Williams. Diseño: Bill Malley.-

        
    Este es el film que lo creó todo. Olvídense de It, ignoren Saw, Hostel, Annabelle, y despídanse de los monstruos clásicos. Nada, nada en absoluto se le parece. Ningún otro film lo ha superado, ninguno jamás lo hará. No se puede. Es imposible. Nada ni nadie podrá quitarle el trono absoluto e indiscutido del cine de terror. Porque la mejor película de horror de toda la historia del cine tiene un título, y ese título es a la vez signo y significante, símbolo y señal: EL EXORCISTA.
            Corría la primavera boreal de 1973 cuando los cines de EE.UU. estrenaron la cinta que generaría una revolución mundial; imitada hasta el hartazgo, comentada en programas de TV, discutida en libros de religión, sensacionalismo y superchería; tapa de revistas de toda índole, incluida la prestigiosa TIME. Polémica y revulsiva a la vez, El Exorcista provocó más de 11 muertes registradas por paro cardiorrespiratorio sólo en distintas salas de la costa este. La paranoia fue total. Pero ninguna muerte impidió el firme avance de su taquilla desbordante. Todos iban a verla. Todos discutían sobre ella. Vómitos, lipotimias, desmayos; Warner tuvo que enviar veedores a cientos de salas de cine, porque gracias a un verdadero aluvión de cartas de espectadores se enteraron que los exhibidores cortaban las partes más horrendas para no tener que limpiar ni los baños ni las propias salas. Así como lo leen. Propietarios de cines con pisos alfombrados se negaron de plano a proyectarla. Varios autocines la quitaron del circuito porque en sólo pocas semanas se registraron choques múltiples tras las proyecciones: los conductores salían tan shockeados y mareados que acababan colisionando.

Todo esto es real. Es información veraz, no extraída de internet sino de la bibliografía de la época. Pregunta, ¿cuándo otra película del género ha provocado semejantes reacciones? ¿Acaso alguna lo hará?
         
   En 1971 William Peter Blatty, novelista, guionista, productor y director, publica la que a la postre sería su novela más célebre y aclamada, The Exorcist. De profunda formación católica, Blatty estudió con los jesuitas y se sintió muy impresionado en su juventud con el caso de Monte Rainier, estado de Washington, ocurrido a finales de los ‘50s. Las discusiones teológicas que sin dudas desató influyeron poderosamente en su imaginación hasta llevarlo a concebir su aterradora historia.
La llegada al cine no podía esperar. Warner primerió a todos a la hora de alzarse con los derechos y casi de inmediato contactó al autor. Blatty venía de escribir los guiones de Darling Lili (1970, Blake Edwards) y la celebrada The Great Bank Robbery (1969, Hy Averback), además de coescribir  junto a su amigo Blake Edwards A Shot in the Dark (1964), la segunda y la mejor de la saga del inspector Clouseau. El estudio quería su opinión acerca del guionista a elegir y tal vez contratarlo como consultor creativo, pero Blatty los sorprendió con su firme deseo de producir el film y encargarse del script.
El autor y guionista con los protagonistas
Aunque hubo vacilaciones, ya que se corría el riesgo de que su exceso de control acabara por volverse en contra de la calidad del filme, las partes acordaron ulteriormente y en pocas semanas más se puso en marcha la maquinaria que culminó en la película más aterradora de la historia del cine.
       
El director en un momento del rodaje
     Desde un principio el proyecto tuvo un férreo conductor: William Friedkin. Nacido en Chicago el 29 de agosto de 1939, Friedkin arribaría al mundo de Hollywood luego de un largo y fértil paso por el universo de la Tevé. Comenzó en una emisora local de Chicago con apenas 16 años y en menos de dos ya dirigía programas y especiales. Antes de debutar como cineasta hacia finales de los ‘60s ya tenía sobre sus espaldas más de 2000 shows dirigidos. Esto no es un detalle menor, ya que como veremos más adelante, Friedkin de algún modo impulsaría un impensado y nunca deliberado movimiento estilístico, narrativo y argumental, cuyos miembros más destacados fueron John Frankenheimer (The Manchurian Candidate, 1962.
Seconds, 1966. Black Sunday, 1977), Sydney Lumet (Long’s Day Journey into Dark, 1962. Serpico, 1973. The Pawnbroker, 1965), el también  actor John Cassavettes (A Woman Under the Influence, 1974. Faces, 1968. Gloria, 1980) y por supuesto Arthur Penn (Bonnie & Clyde, 1967. Mickey One, 1965. Little Big Man, 1970). Todos ellos abrevaron en la Televisión como laboratorio y  taller embrionario para desarrollar su talento y oficio, pertenecieron a un mismo entorno cultural, social y político liberal y bebieron de las mismas fuentes artísticas, las que conformaron sus influencias estilísticas.
Friedkin junto a Burstyn
A ellos se sumaron desde afuera Francis Ford Coppola (The Godfather, 1972.
The Conversation, 1974. Apocalypse Now, 1979) y Martin Scorsese (Boxcar Bertha, 1972. Alice Doesn´t Live Here Anymore, 1974. Mean Streets, 1973), quienes  nunca trabajaron en Tevé pero sí participaron de este mismo huracán renovador. Este grupo impresionante de nombres, todos revolucionarios y polémicos a la vez, conformaron un novísimo movimiento artístico que dio forma al segundo Free American Cinema. El primero, nunca reconocido formalmente por la crítica y el stablishment, tuvo sus raíces en el Free Cinema británico, que entre finales de los ‘40s e inicios de los ‘50s revolucionó las pantallas inglesas, hartas de la artificialidad y el conformismo del maistream americano. El movimiento, liderado por Lindsay Anderson (If, 1968; This Sporting Life, 1963; O Lucky Man!, 1973), Tony Richardson (Look Back in Anger, 1958; The Entertainer, 1960; A Taste of Honey, 1961) y Karel Reisz (Saturday Night and Morning Sunday, 1960; Night Must Fall, 1964; Morgan!{A Suitable Case for Treatment}, 1966), influyó decididamente sobre un número enorme de cineastas y estudiantes que se volcaron a producir de modo independiente.
Aunque nunca bautizado formalmente, el movimiento se conoce hoy como Independent Filmmaking y también recibió la decisiva influencia de la Nouvelle Vague francesa. Dentro de ese gran paraguas se inscribieron los futuros grandes directores y productores de los ‘60s y ‘70s, desde Stanley Kramer a Otto Preminger, por caso. Pero ellos institucionalizaron un nuevo sistema de producción , contratación y distribución que también se conoció como The Package[1]. Hablaremos de ello más extensamente en un futuro artículo dedicado al nuevo cine americano de entonces, aquí bastará con apuntar que dentro de ese grupo se destacaron otros cineastas jóvenes que ni siquiera podían contar con los beneficios del “Paquete” y realmente rodaban y exhibían como podían, en ocasiones contando con medios paupérrimos, pero adscribiendo a los ya citados movimientos europeos que sirvieron de base a la otra narrativa que nos ocupa[2].
El operador realizando la prueba de luz
            Aunque los críticos e historiadores del cine norteamericanos discrepan con fechas, nombres e influencias, nuestro grupo de cineastas ya citados se inscribe en lo que correctamente denominamos segundo New Free American Cinema o Second Cinemá Vérité, corriente no planeada y cuasi involuntaria que renovó las pantallas yanquis a través de un estilo semi documental, áspero y realista, que presentaba temáticas de profundo anclaje en la vida real (así se tratase de dramas intimistas o de policiales puro y duros) y un distanciamiento tanto de la cámara como de la vieja artificialidad de la puesta que lograba un acercamiento de indiscutible verismo —y como ya dijimos— tan cercano al documental que a menudo se confundía con él.
            El cine americano de los ‘60s experimentó un cimbronazo fabuloso, un viento de cambio bienvenido por todos, pero ese gran torbellino de ideas, estilos e historias alcanzaría finalmente su cenit a inicios de los ‘70s, cuando precisamente se estrene El Exorcista. Ahora que ya ubicamos al director William Friedkin en el marco conceptual correcto para decodificar su obra, podemos acercarnos a la misma desde el filme anterior al que nos ocupa: Contacto en Francia (The French Connection, 1971). Ganadora de 5 premios Oscar, incluyendo los de mejor película y mejor director, la cinta transformó por completo el género policial, incluyendo por vez primera escenas de acción pura y dura en una historia de crimen y obsesión. Su protagonista, el detective de Narcóticos Jimmy “Popeye” Doyle, resultaba lo opuesto a los héroes de una pieza que presentaba el género hasta entonces. Obsesivo, malhumorado, con ciertas adicciones a cuestas y también no poco loco, el personaje que le valió el Oscar al enorme Gene Hackman parecía él mismo más peligroso que el siniestro traficante de heroína marsellés, Alain Charnier, que portaba los aristocráticos rasgos del gran actor español Fernando Rey.
         
   Con semejantes pergaminos plagados de premios, Friedkin tuvo vía libre para controlar y obtener la última palabra creativa en el rodaje de la obra de Blatty. Los choques entre ambos resultaron antológicos: el autor y guionista abandonó el set a gritos en numerosas oportunidades, e incluso, se dice que estuvieron a segundos de tomarse a golpes. Los mayores reclamos del director tenían que ver con una cierta literalidad del script que atentaba contra la credibilidad del producto final. La ya famosa escena de Regan/araña[3], que se conoció recién en la edición del 25 aniversario en DVD (y como una de las escenas eliminadas que presentaban los extras de dicha edición),
La escena eliminada
funcionaba correctamente en la novela pero no en la cinta —a la que le aportaba un toque gore de segunda categoría— y fue felizmente eliminada del corte definitivo a pesar de las protestas de Blatty, lo que confirmó que Friedkin cabalgaba con el caballo del comisario. Por fortuna para nosotros, porque cada decisión del director condujo a una adaptación cinematográfica de superlativo poder sugestivo y gran profundidad metafísica.
Friedkin bromeando con Blair en un alto del rodaje
            En cuanto a los rubros técnicos todos son elogios y vítores. Hasta hoy se guarda el secreto del cómo se logró hacer levitar la cama de Regan. Tanto el director como el responsable de los efectos especiales aseguraron que lo consiguieron realmente y sin montajes ópticos. La edición de sonido obtuvo un merecido premio Oscar por un trabajo de antología, que influyó decisivamente en la creación de un ambiente opresivo, asfixiante y genuinamente aterrador. También se cuidó hasta lo obsesivo a la adolescente protagonista: ninguna de las escenas más controvertidas la tuvo bajo el make-up, sino que fue sustituida por una doble de su misma contextura, a la vez que la voz del demonio estuvo a cargo de la veterana actriz de carácter Mercedes MacCambridge. Y algo más, Linda Blair no asistió más que a la alfombra roja del estreno. No se le permitió ver el filme terminado hasta su mayoría de edad. Es una pena que tantos cuidados resultaran desperdiciados, ya que la actriz tomó un camino de adicciones y excesos desde muy temprano.
            El tono narrativo de la película también se vio establecido desde un principio, proponiendo una estética semi documental que se extendió a cada aspecto del filme. A tal punto que dos sacerdotes jesuitas interpretaron a sus equivalentes en la trama: el Reverendo William O’Malley encarnó al Padre Dyer y el Rev. Thomas Bermingham hizo lo propio como el superior de la Casa Jesuítica de Gorgetown (a la vez que ofició de asesor teológico de la cinta). Cada uno lo hizo con dispensa del Provincial de la Orden y con la condición de donar íntegramente sus honorarios[4]. Esto era algo inaudito y nunca visto hasta entonces, pero reforzó poderosamente la idea de realismo crudo y sentido documentalista de la película. Y para reforzar aún más este verismo extremo Friedkin dio un golpe de timón con respecto a la música incidental de la cinta.
Por sugerencia del estudio se contrató a nuestro compatriota Lalo Schifrin, que por entonces —además de la enorme celebridad obtenida por el tema de Misión: Imposible (CBS, 1966-’73) —  había roto todos los moldes con los scores de filmes como The Cincinnati Kid (1965, Norman Jewison), Cool Hand Luke (1967, Stuart Rosenberg), Bullit (1968, Peter Yates) o Dirty Harry (1971, Don Siegel). Schifrin compuso una partitura formalmente impecable y de gran poder de sugerencia,  pero Friedkin, probablemente harto ya de los choques con Blatty y detestando que le impusieran cualquier cosa, maltrató al compositor apenas escuchados los primeros acordes y —tal como rememoró el maestro, no sin cierta amargura, para el libro de Diego Curubeto “Babilonia Gaucha ataca de nuevo”— le espetó agriamente: “Esto es una fucking marimba tango”. De inmediato lo despidió[5]. Hoy día, ciertos testigos del  entonces equipo de producción han declarado a medios especializados que casi con seguridad Friedkin no deseaba realmente insultar al compositor, sino que toda la trifulca no habría sido otra cosa que una maniobra para que el filme careciera por completo de música incidental sin que el estudio pusiera el grito el cielo por ello. De hecho, el realizador ya le había echado el ojo (o mejor, el oído) a Tubular Bells de Mike Oldfield, ya que su amigo Richard Branson era precisamente quien había mezclado y orquestado la versión de estudio a partir de la cinta original de Oldfield. Branson le hace escuchar el demo, que deja pasmado al director, y ante su requerimiento le asegura que puede contar con los derechos de uso si así lo quiere.
De hecho, el productor no hallaba disquera alguna que quisiera editar la obra, y en una maniobra más que arriesgada crea el sello Virgin a sólo efecto de poder publicarla, lo que sucedió ese mismo año 1973, muy poco antes del estreno del filme . Ironías del destino, Virgin Records sigue siendo actualmente uno de los más poderosos emporios de la industria, incluso en medio de la crisis por la cuasi desaparición de los formatos físicos, y tiene en su haber éxitos tales como el descubrimiento y lanzamiento de Madonna.
            Pero volviendo a nuestro tema, decíamos antes que hasta la carencia de música sirvió para profundizar el clima documental del filme. En toda la cinta apenas si se escuchan 10 segundos de Tubular Bells, justo cuando Chris Macneill pasa frente a la Casa de los Jesuitas, mucho antes que se desate el horror. Para los créditos finales fue contratado Jack Nietzche, que compuso una potente suit de cierre, pero es un hecho que durante toda la acción dramática del film no existe acompañamiento musical alguno, apenas la fugaz excepción citada. También es cierto que el Alfred Hitchcock hizo lo propio con Los Pájaros (The Birds, 1963), cinta en la que Bernard Herrmann únicamente elabora los efectos sonoros a través de instrumentos musicales, pero que carece de música propiamente dicha.
Pero las diferencias entre ambas son notables y a la larga la cinta del genio inglés no sirve como antecedente válido, porque en ella dicha carencia es parte de un engranaje de golpes de efecto y profunda meticulosidad que la puesta utiliza para ‘manipular’ la respuesta emocional del espectador, cosa que el Maestro amaba hacer; pero El Exorcista es otra cosa, y en ella es el aplastante naturalismo de su puesta la que conduce a impactar en el espectador, como si todo su ambiente, su atmósfera,  nos recordara a cada segundo que eso que vemos en pantalla es estrictamente real. La carencia de música refuerza esta idea porque ahuyenta todo subrayado emotivo: en la vida real, en la calle o en casa, no existe banda de sonido para nuestras tragedias, ni mucho menos para nuestras alegrías privadas.
            El filme se abre en Irak del norte, cerca de Mosul, donde un avejentado y enfermo sacerdote, el Padre Merrin, coordina una serie de excavaciones arqueológicas. La idea del Mal como una fuerza autónoma, venida del mundo antiguo y lista para penetrar en nuestra realidad, se hace furiosamente patente. Todo lo confirma. Rostros con enfermedad, ojos con glaucoma, viudas aún más amortajadas que sus difuntos, amuletos malignos, perros que se devoran entre sí, ruinas históricas custodiadas por milicianos armados hasta los dientes... Y el viento del oeste, el que subleva los ánimos, el que levanta muros de arena, el que está gobernado por Pazuzu, señor de las moscas y amo de Poniente. Merrin lo presiente, percibe su acecho tanto como intuye su propia finitud. Y allí está la antigua efigie babilónica, con la serpiente del conocimiento coronando el falo erecto, abrazada por ese viento del oeste y enfrentando directa, orgullosamente al anciano sacerdote. Un plano de aterradora belleza que aún hoy suscita asombro y controversias, preñado de sentido y simbología.
            Y luego tenemos Georgetown. Civilización sobre barbarie. Conocimiento versus superstición. Libertades civiles contra opresión. Faro de occidente y a la vez preñada de tinieblas, la nación que desde allí se preside engendró racismos genocidas y guerras innecesarias. ¿Qué podría evitar que el mal ancestral se afincara allí? ¿Qué clase de inocencia se libraría de la corrupción? ¿Acaso no pecaron los ángeles?

            Regan Theresa MacNeil tiene 12 años y es una niña perfectamente normal. Su madre es una cotizada actriz de Hollywood divorciada, escéptica acerca de su profesión y alejada de divismos inútiles. Se halla en Washington rodando un filme testimonial sobre  las luchas estudiantiles. Trata desesperadamente de que su hija viva en un entorno feliz y estable. El desinterés que evidencia su ex marido por la niña la embarga de dolor. De algún modo siente que su éxito melló la estima masculina de su entonces pareja e intenta compensarlo privándose de todos los beneficios que la fama comporta. Pero hay algo en su interior, un extraño vacío que carece de nombre y que intenta llenar sin conseguirlo. Tal vez por eso se fijará en el rostro de un sacerdote, uno más entre la multitud que observa el rodaje en el set de exteriores de la película que protagoniza. Su rostro refleja una cierta desazón, un dolor ancestral y una pena profunda que le recuerdan a sí misma.
Y en ese marco, poco a poco pero sin pausa, se filtrará el horror. El ser más amado corrompido por una conducta inexplicable; la oscuridad más honda como compañera perpetua. Crisis nerviosas, espasmos violentos, objetos que se mueven de manera inexplicable. Y la metamorfosis. La que transmuta lo puro en putrefacción. La que torna repugnante lo que antes se admiraba. La que trae al presente y a nuestras vidas aquello que no tiene nombre ni heredad.
            Si el mal corrompe el cuerpo de Regan, la medicina moderna y sus prácticas invasivas sencillamente la violan, abusan de ella incluso robándole su esencia más íntima y vital. ¿Acaso no representa eso mismo, no es su propia alma la que se drena con esa extracción de líquido raquídeo horrendamente dolorosa? Chris MacNeil, acostumbrada a fingir como profesión, deberá pretender que escucha a todos, que les cree, que los tiene en cuenta. Tendrá que fingir que esa cosa maniatada en su cama es su hija enferma mentalmente, deberá mentir para no revelar que aquella entidad asesinó a Burke Dennings.
Se verá forzada a engañarse a sí misma hasta que ello ya no sea posible. Y ahí entrará en escena el sacerdote de mirada melancólica, precisamente el único que no puede traerle ni paz ni consuelo. Porque Damien Karras es un hombre duramente golpeado por la vida, vapuleado por ese dios al que debe amar pero en el que ya no está tan seguro de creer. Sin los jesuitas jamás podría haber estudiado psiquiatría ni logrado ordenarse presbítero, pero a causa de sus votos se vio privado de asistir a su anciana madre, una sencilla inmigrante polaca, que acaba de morir mísera, demente y solitaria. ¿Puede el dios de la misericordia permitir esto? ¿Su fe no será tan solo una ilusión para crédulos?
        
    Del otro lado del país está Lankaster Merrin, ese anciano cura lleno de piadosa fe pero a la vez asediado por las dudas acerca del orgullo y la soberbia. Ahora que se acerca su partida al Padre el sacerdote se pregunta sobre la auténtica naturaleza de su íntima fe. ¿Acaso no es más fácil amar a Dios en los “prójimos” que se nos parecen? ¿Se puede encontrar al Señor en los abyectos y excluidos? Incluso Karras padece las mismas cuitas. Ese pordiosero sucio y maloliente que le pide limosna en el metro lo acecha permanentemente: “Yo fui monaguillo, Padre”. A Merrin lo acosan visiones similares: un amuleto maligno usado para detener una flecha mortal; un hombre con viruelas y glaucoma; la pureza de un libro, la riqueza de su contenido, contra la aplastante imposición del sufrimiento sin sentido. Ambos clérigos, que pronto se encontrarán al borde de las trincheras del alma de una niña vapuleada por lo innombrable, comparten más de una pregunta y más de una duda, pero solo uno de ellos se yergue ante la oscuridad con una certeza inconmovible.
            Esa certeza, que Friedkin nos ilustra con un plano exquisito, el del anciano Merrin de pie frente a la casa de la calle Prospect, apenas bañado por una mortecina luz que brota desde la ventana de la habitación de Regan, será fundamental no ya para combatir un demonio o exorcizar un mal espíritu, sino para conseguir permanecer firmes en la creencia de que debajo de toda apariencia del mal, bajo toda máscara maligna, existe una chispa divina que conserva la esencia de lo más puro, lo más noble, lo que nos define esencialmente como humanos. Porque no trata de otra cosa toda esa parafernalia de horrores y vómitos que escupe la entidad Regan: ella, o lo que sea que se apoderó de su libre albedrío, busca distorsionar hasta convertir en mueca, en sucia parodia, a la propia niña. Trata de convertir en sucia e impura la propia esencia de su humanidad, para que se torne así en una leprosa más, una pordiosera recostada entre orines que pide una monedita a un cura. “Yo fui monaguillo, Padre”. La posesión no tiene como objeto primario al poseso, sino a su entorno. Es un golpe directo a sus creencias y a todo aquello que los mantiene humanos, y esta película ilustra eso como ninguna lo hizo antes ni ninguna lo haría después.
            El filme lo tiene todo. Como el Teniente Kinderman, un judío desencantado de la vida, que intuye desde un principio lo que está pasando pero calla y omite. Las pruebas sobre las pinturas y plastilinas de Regan le indican que ella cometió las profanaciones a la parroquia, y si pudo eso bien pudo matar a Dennings; pero primero estará su instinto paterno, su íntima comprensión del dolor como compañero de camino. Luego que se entreviste con Chris decidirá callar y esperar. Es tanto el sufrimiento que percibe en esa madre que rápidamente lo embargará la  certeza de que algo supra humano está sucediendo. Preferirá dejarlo en manos de ese cura polaco y arisco, que sabe visita la casa con demasiada frecuencia, hasta que algún evento mayor lo obligue a actuar.
            El filme lo tiene todo, insistimos; como su propia evolución narrativa, que oscila desde una junta médica que defecciona de todo credo científico para buscar refugio en las supercherías del mundo primitivo, hasta un psiquiatra que insiste con un problema en el lóbulo frontal cuando ya ha probado en carne propia la excepcionalidad extrema del caso. Y allí están estos sacerdotes, guardianes de un conocimiento arcaico que sin embargo prefieren enterrar, ignorantes de las fuerzas que pueden invocar tanto como de las que pueden desatar.
El P. Dyer interpretado por el Rev. O'Malley
Y en el medio de todos ellos una madre destruida, tironeada por cada flanco, encubridora de un crimen y desesperada por la vida de su única hija, a la que ve desaparecer con cada minuto que pasa. Precisamente será una simple y sencilla pregunta, fruto del más común de los sentidos, la que apure el desenlace de este drama: “¿Morirá mi hija?” Cuando el Padre Karras suba las escaleras por última vez todo habrá cambiado. Habrá recobrado la fe, después de todo. Regan no morirá. Porque un par de hombres buenos, con tan solo la espada de un antiguo ritual, se interpondrán entre ella y su ordalía.

            En su momento corrieron ríos de tinta acerca del final de esta película. La cuestión era que la moral bienpensante y autocomplaciente de la sociedad americana les impedía reconocer la sabiduría de esa conclusión perfecta. Ya la novela había suscitado idéntica polémica. Los que dicen creer en el paraíso no parecen aceptar que un alma esté mejor allí que aquí; que un sacerdote descreído recupere la fe perdida y salve el alma y el cuerpo de una preadolescente les parece poca cosa, si es que el infortunado no acaba como ellos quieren.
Que muera un anciano apenas sostenido por comprimidos sublinguales de nitroglicerina les parece un horror, sin advertir que el demonio se queda alelado, frustrado y estupefacto, deseando que el cadáver se reanime para así continuar la batalla, que era puramente personal. El triunfo final tiene costos, como todo lo tiene en esta vida, pero al cabo la vida se impone sobre la muerte, que no otra cosa representa el beso que Regan estampa en la mejilla del Padre Dyer, movida por una fuerza invisible y sutil, segundos antes de subirse a ese automóvil que la alejará de allí para siempre. El sacerdote se asomará a la abismal escalera que desemboca en la calle M. Allí abajo, en medio de charcos de sangre, confesó y absolvió a su amigo aquella noche fatal. Ahora parece haber desaparecido todo rastro de la tragedia. Dyer suspirará y se alejará de espaldas a la cámara.
            Nunca un final ha sido tan perfecto. El agregado que efectúa la edición en DVD denominada “Con escenas nunca vistas” es verdaderamente criminal, aportando un toque tranquilizador que no estaba ni en la visión del director ni en la intención del autor en su propia novela. Es más, cada escena agregada en dicha edición está horrendamente de más, arruinando todo lo bueno y simbólico que este filme imprescindible posee. Recomendamos vivamente no ver ni comprar dicha edición, sino disfrutar de la absoluta pureza del corte original para cines. Siempre lo recordaremos: menos es más. Y en el caso de El Exorcista no existe secuencia alguna que pueda añadir más originalidad, perfección o escalofríos a una obra maestra que habla de la profunda dualidad de nuestra esencia humana, y de todos los sacrificios de que somos capaces para restaurarla a su inocencia original. Simplemente perfecta.-
              
           
                       
             

           
           




[1]El Paquete” surgió como opción a la posición dominante de los grandes Estudios, los que de todos modos ya habían perdido por Ley sus cadenas de Salas de Cine, pero seguían controlando todo el proceso de producción y exhibición. Así, un productor independiente podía contratar estrellas negociando directamente con sus representantes, alquilaba estudios y laboratorios privados y trataba directamente con las incipientes distribuidoras no sindicadas de la época.-
[2] Todo este movimiento se denominó genéricamente Cinéma Vérité y resultó la influencia de Friedkin, Penn y compañía. Se lo llama Free American Cinema sólo para conectarlo con su cuasi homónimo inglés, del que abreva, y tuvo cultores tan variopintos como ideológicamente antitéticos: desde Andy Warhol (Kiss, 1963; Empire, 1964) hasta Lionel Rogosin (On the Bowery, 1955; How do you Like dem Bananas, 1966).-
[3] Se trata de una secuencia casi calcada de la novela, en la que Regan baja las escaleras con sus pies y manos y el torso arqueado hacia arriba, imitando una araña, a la vez que lame los tobillos de su madre y los de Sharon tal como una culebra.-
[4] Clero Regular: que está sujeto a Regla, o sea la Regla de la Orden a que pertenece (y por extensión, que vive ‘recluido’ en un monasterio o lugar afín). Clero Secular: que vive en el ‘Siglo’, o sea no recluido. En la actualidad eso significa pertenecer al clero diocesano. Los miembros de una Orden hacen votos de pobreza, obediencia y castidad. El clero secular sólo de obediencia y castidad. Los ‘Regulares’ no pueden acceder al Obispado ni al Cardenalato si no abandonan su Orden y se pasan a la diócesis, excepto en países como EE.UU. y otros donde el catolicismo es minoría, precisamente porque carecen del caudal de vocaciones de las naciones católicas. El voto de pobreza implica que no pueden poseer bienes inmuebles ni superfluos, o ganar más dinero que el mínimo indispensable para la subsistencia.- 
[5] Schifrin no tuvo valor para desechar su partitura y la reutilizó, con apenas algunas variaciones, en The Amityville Horror (1979, Stuart Rosenberg).- 

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