El Sueño Americano, Lado “B”



Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente ()
Showgirls  (USA, 131 min.). Carolco/ MGM-UA
Dirección: Paul Verhoeven. Guión: Joe Eszterhas.
Elenco: Gina Gershon, Elizabeth Berkley, Kyle MacLachlan, Glenn
Plumier, Robert Davi, Greg Travis y Gina Rivera.-

       
     ¿Qué el sexo es una forma de poder? ¿Qué la sexualidad puede usarse como un arma? ¿No me digan? ¡Chocolate por la noticia...! OK, digamos que Nomi Malone también lo sabe. O lo intuye, que viene a ser lo mismo. O lo viene poniendo en práctica desde hace rato, que viene a ser lo mismo de lo mismo. Y sabe cuidarse, ojo con echársele encima así como así. La chica porta una navaja casi tan afilada como su ambición. Y sabe usarla. Igual que sabe usar su vulva y todo el resto. Cuando quiere, como quiere; dónde quiere ya no es tan seguro; en fin, que en el pasado tal vez no pudo elegir ninguna de esas cosas, porque sobrevivir tiene sus bemoles. Tampoco tenemos que estar muy seguros de que Nomi se llame Nomi, como no nos consta que sepa bailar profesionalmente, aunque es cierto que hay múltiples formas de mover el cuerpo y ella parece dominar varias.
            Entonces, la luz se hace. Del fundido a negro al sol de la carretera. Y las montañas. Y el Estado de Nevada ahí nomás. Y en Nevada está Las Vegas, la ciudad que no es ciudad, el lugar del no lugar, el sitio del neón perpetuo, el oropel ocultando el oro, el terciopelo cubriendo la propia piel a jirones. Y la chica quiere ir allí, porque todo lo que encandila atrae. Atrae y promete. Y todo lo que promete encuentra un oído atento y dispuesto, porque cuando se huye de algo, muy especialmente del propio pasado, se escuchan siempre las melifluas voces que auguran el cambio milagroso. Para dejar de ser lo que se es. O lo que se fue.
O aquello que no podemos abandonar ni en una banquina ni en una maleta, porque sigue adherido a nuestro pellejo interior, ese que oculta algo parecido a una máquina que bombea sangre. Sentimientos no, por supuesto. Para eso se necesita ser humano, y cuando se quiere olvidar, ser otro, se deja de ser humano; nos convertimos en títeres de la negación. Y eso trae consecuencias. Pregúntenle a Nomi, si no me creen, ¿pero no les dije antes que acaso no se llame Nomi? Se sabe, los nombres pueden ocultar. Y pueden develar.
            Cuando ella se suba a la camioneta del vaquero que la levanta en la ruta, creyendo que la tendrá fácil, éste se encontrará con la navaja en su rostro. Se los dije, la chica es brava. Y él es machista, tanto que a la tercera frase que dice, Malena Pichot querrá degollarlo con un tramontina desafilado, así que mejor no le recomendemos esta peli. Le va a hacer mal. Y con qué necesidad...!!!
        
    Pero me fui. Volvamos a Nomi. El pibe se hace el vivo, no logra nada, después se hace el buenito y por último le afana la maleta, que era todo lo que ella tenía en el mundo. Si no te c... te choreo, ¿ustedes me entienden, no? Y bué, que esperabas nena, después de todo vos también le habrás afanado algo a más de uno: las ilusiones, por ejemplo; o la billetera, cosa más pueril pero no por ello menos necesaria. Cuando conozca a Molly, a la que le estaba moliendo el auto a piñas de pura bronca, uno intuye otra vez que la mina sabe utilizar a la gente, que lo ha hecho antes, y que lo hará siempre que lo necesite. Pero Molly es buena persona, le toma cariño y la acoge en su casa (en el menos lúdico de los sentidos, claro), permite que se devore todos los paquetes de papas fritas que encuentra, que le use los vestidos y que duerma hasta tarde. Porque ahora Nomi (la entonces debutante Elizabeth Berkley, nacida para este rol) trabaja en un cabaret de cuarta, el Cheetah, uno de esos en los que se ofrecen bailes privados para el baboso de turno, que puede mirar pero jamás tocar, faltaba más! Sólo las chicas pueden manosear, si quieren, y quieren si eso les trae algo suculento a cambio
. Claro que si hay buena propina Al Torres (un melifluo y agudo Robert Davi) se queda con su parte. Al sería un buen tipo si es que eso le reportara beneficios, pero como es dudoso que así sea prefiere seguir como hasta ahora. Un hijo-de-puta que regentea strippers. Pero tiene su corazoncito, no vayan a creer: si alguno le eyacula encima a cualquiera de sus chicas le manda al patovica. ¡! ¡Hacéte el vivo ahora, jeropa! Pero vean, Nomi no quiere bailar allí, ella quiere bailar a lo grande, con lujos y coreografía, medias de red y purpurina. Igual que Crystal Connors, la nueva estrella del Stardust. En el detrás de escena trabaja Molly como modista de las coristas, y de vez en cuando lleva a su amiguita Nomi para que reviente de ganas por estar allí. Pero Andrew, el bailarín negro adicto al sexo que conoció en un boliche, le advirtió ya que ahí no hará otra cosa que lo mismo pero con otra apariencia. “Creen que son artistas, paro al final sólo muestran las tetas y calientan al público, como vos hacés en el Cheetah”. El bailarín que no baila la tiene muy clara. Lástima que no sepa aplicar esos concejos en su propia vida. Lo pierde un polvo, cualquier polvo. Y acaba embarazando a otra Nomi, una menos viva que nuestra heroína, que lo pasó a cuchillo pero no le creyó una palabra. Tiene experiencia la pendex. Mucha de la mala, y algo de la buena.
            No se si me van siguiendo, pero acá la cosa es así: el sexo es tu única arma, tu única defensa, tu exclusiva herramienta. Sobre todo si naciste del lado equivocado de la caja de caudales. Y muy especialmente allí, en Las Vegas, ciudad del pecado con salvoconducto, porque en ella late el negativo siniestro de la América real, la que trabaja de día pero se pervierte de noche; la que fustiga al sexo bajo todos los anatemas que cada religión autorizada le permite, mientras en la oscuridad sucumbe de lleno en sus brazos. Esa América que ya no puede con la carga de ser el faro de Occidente (autoproclamada cuna de las libertades civiles y la democracia) —como tampoco se banca ser gendarme del mundo— así que esconde toda esa fatiga y encubre tanta impotencia con toda la cocaína que puede aspirar, con toda la heroína que se pueda inyectar; y por qué no, con todas las vejaciones sexuales posibles, porque de tantas prohibiciones y tanta moralina ya no puede gozar como es debido: ahora necesita de emociones fuertes, como por ejemplo pegarle a una ilusionada grupie entre tres y sin asco, mientras se la viola por cuanta cavidad sea posible hacerlo. Pero a no desesperar, que la fama todo lo cubre, todo lo permite, te da inmunidad y acceso ilimitado a todo lo que el dinero puede pagar. Así que, ¿quién te va a creer, negrita de mierda y costurera, que el cantante de moda y sus dos patovicas te masacraron? ¿Acaso tu mejor amiga, justo ahora que alcanzó su sueño a pura zancadilla? Bueno, quién sabe. A lo mejor la flaca tiene algo parecido a una conciencia. A lo mejor todavía distingue blanco de negro.
            Ahora una perlita. Cuando Nomi se gana 500 verdes por un baile privado para Zack (Kyle MacLachlan), el productor artístico del Stardust y pareja de Crystal (al que hace acabar como un perro jadeante, no vayan a creer), ella va corriendo con su amiga y se compra un vestido de diseño por primera vez. ¡Y nada menos que un Versace!  Tocó el cielo con las manos, vean. Bien, ustedes saben que se pronuncia “Versáche”: ustedes sí, pero Nomi no. Cuando va a la audición que le consigue Crystal, que está más caliente con ella que un microondas sobrecargado, alguien le elogia el vestido. La muy burra responde “Gracias, es un Verséis”. Pronuncia un apellido italiano como una palabra cualquiera en inglés. Pero nadie la corrige, todos se le ríen. Es que en Showgirls, lo que equivale a decir en ‘América Lado B’, todo es cuestión de poder. ¿Acaso vos no te creerías  poderoso si le hacés sentir a una rubia poco educada y marginal todo el peso de su ignorancia? ¿No te aprovecharías de ello y le harías firmar lo que sea o aceptar cualquier condición? Después de todo, cuando alguien sugiere librarse de Crystal y llamar a Paula Abdul o LaToya Jackson, el dueño del casino pone el grito en el cielo y deja las cosas bien claritas: “Acá no hay dinero para esas figuras”. Crystal Connors podrá ser un poquito más fina y un tocazo más perra que Nomi, pero a la larga o a la corta las dos salieron del mismo pet shop.  
            Y ya que estamos con las chicas, ¡hay que ver como se calientan la pava estas güachas...! A la Connors la flaca le gustó de entrada, pero como está subida a un caballo de siete metros no puede evitar caerle mal a Nomi, que será bruta y pobre pero tiene su orgullo. Entonces, cuando la estrella va con Zack al Cheetah (¿recuerdan que les conté como lo dejó al pobre?), Nomi se la pasa jadeando y contoneándose para ella solita, se la devora con la mirada, y si bien en el baile privado lo franelea a él  —es cierto— a la que realmente se está transando es a Crystal (Gina Gershon, impecable). El jueguito durará toda la peli: que un ensayo juntitas acá, que una miradita matadora allá, que me garcho a tu novio porque así te como la mente a vos... En fin, que no tienen paz estas discípulas de Safo.
El beso del final, único contacto real entre ambas, es posible porque llega cuando todas las armas están depuestas, cuando se firma el armisticio. Luego de la tragedia que sufre Molly, de la que Nomi fue involuntaria causante, todo cobra amargo sentido para ella. No es posible triunfar a cualquier costo, no al menos que quieras conservar tu alma, o lo que sea que nos defina más allá de lo puramente biológico. Nomi comprende que se embarcó en un sueño posible pero perverso porque venía fallada de fábrica, la vida que le tocó le dejó pocas opciones y se quedó con las más fáciles. Que siempre son las más rápidas. Y son las que traen consecuencias. El abogado del diablo está siempre a la puerta de tu camarín con el contrato listo para la firma. Y de Crystal ni les cuento. ¿Qué puede importarle a ella una zancadilla artera si llegó hasta aquí con la misma técnica? Y le salió una discípula. Encima una que la ratonea mal. Así que, “andá nena, está todo bien, yo necesitaba un descanso. Cuando te amigues con vos misma vení a buscarme; vos siempre tendrás la llave.”
            La verdad, no se si les aclaré algo o los confundí más. Volví a ver Showgirls hace apenas unos días, nada menos que 27 años después de aquella luminosa y única ocasión en una sala que ya no existe, el Trocadero. Superó la prueba con creces. Pero tenía mis temores. ¿Y qué si por entonces me hubiera dejado llevar por las hormonas de la juventud? ¿Acaso ahora se revelaría tal y como antes la habían percibido otros? La memoria es traicionera y el paso del tiempo aún más. No soy el mismo de entonces, ni por asomo. Y la peli corría idéntico riesgo. Aunque parezca imposible, un filme puede mutar. Sus fotogramas permanecerán idénticos e incólumes, sus sonidos serán los mismos, sus cortes estarán en el mismo lugar: pero una misteriosa y trascendental alquimia la puede transmutar, una cierta magia profunda y arcana la puede metamorfosear. De pronto, algo que parece inconmovible logra subrepticiamente cambiar de piel, salir de la crisálida, y existir como un ente completamente diferente al que era. Y no siempre para bien. En el cine la oruga no suele devenir mariposa. Usualmente retorna a larva. Hay excepciones, claro. Casablanca (1942, Michael Curtiz) no hace otra cosa que mejorar. Pero la excepción confirma casi siempre la regla. Veamos entonces, si el film reveló toda su creatividad y mantuvo todo su veneno, ¿cual es el problema con Showgirls? Pues que fue un estrepitoso fracaso de crítica en todos lados. O bien nadie la supo entender, o bien nadie quiso entenderla, o hubo intereses creados, o nadie le iba a tolerar semejante mojada de oreja a un holandés inmigrante. Vaya uno a saber.
Acá pasó lo mismo: la mayoría de los críticos del stablishment no captaron la onda. Demasiado sexo sucio, demasiado musical decadente, la impronta provocadora y contestataria de Verhoeven les cayó gruesa. Y como estaba Eszterhas tras el guión exclamaron “¡cartón lleno!”, porque es cierto que el húngaro es un jeropa importante y muchas de sus historias no son más que fantasías masturbatorias de su sucia cabecita. Pero aquí mandaba Verhoeven, y el desarrollo del script fue celosamente supervisado por el holandés, que prácticamente dictó gran parte del mismo. El director sabía exactamente qué tipo de fábula sucia y perversa, disfrazada de pseudo musical erótico, quería contar. Y ahora les entrego la clave del filme: se trata de una mirada impiadosa acerca de la cara oculta del sueño americano y el “American Way of Life”, y una sátira cruel sobre las obsesiones americanas por excelencia: el sexo, el triunfo, el dinero, el poder y los tabúes culturales violados desde dentro de su propia lógica. Okay, suena lindo y es cierto, pero la parte que no entendió (casi) nadie acerca de todo lo anterior es esta otra: que todo lo apuntado no proviene ni de un cineasta talentoso, ni tampoco de uno ordinario, ni mucho menos de uno norteamericano. Se trata de la visión particularísima de un inmigrante europeo con  pergaminos celosamente ganados, a saber: un profundo liberal (en el estricto sentido político y social que el término entraña en la Europa central), un verdadero progresista (idéntica aclaración); un hombre culturalmente carente de tabúes retrógrados y secularizado al extremo. En definitiva, un digno exponente de la sociedad centroeuropea de fin de siglo, infinitamente menos hipócrita y aún menos maniquea que la de este lado del Atlántico. ¿Ahora entienden por qué esta película tan intensamente provocadora causó tanto rechazo entonces?
            Un Rebelde con Causa
          Por si quedó confuso, lo aclaro: volver a ver el film después de casi tres décadas me fascinó. Tanto como para merecer esta extensa review e intentar influir en ustedes para que la rescaten y la vean. Lo merece; no ha envejecido ni un minuto. Y me permitió comprobar que ni yo había enloquecido entonces —puesto que amé la peli cuando todo el resto decía odiarla— ni el mundo de los críticos estaba decididamente en mi contra. Se trataba de un prejuicio insensato, uno que les impedía tomar la distancia necesaria para entender el contexto. Y el contexto, mucho me temo, no era otro que el del propio cineasta y su ácida, crítica y revulsiva pasión por los perdedores y los outsiders inmersos en sociedades aparentemente utópicas. Conozcamos un poco más acerca de él.
          
    Paul Verhoeven, ese genio demente nacido en Amsterdam el 18 de julio de 1938, amante de Hitchcock y Renoir, comenzó su carrera a finales de los sesenta como documentalista de la marina holandesa y rápidamente se hizo de un nombre al producir y dirigir la serie ‘Floris’. Ya en 1973 adquirió fama internacional con su segundo largo, ‘Turkish Delight’, una aguda sátira sexual y social acerca de un matrimonio entre un escultor (Rutger Hauer, su actor fetiche) y una chica de clase media (Monique Van de Ven). Después vendrían obras maestras como ‘El Soldado de Orange’ y ‘El Cuarto Hombre’ (De Vierde Man), ambas de 1979, ‘Spetters’ (1980) y ‘Flesh + Blood’ (1985), su primera producción en inglés. En todas ellas, sin importar la variante temática o la época en que se sitúen, Verhoeven construye capas y capas de tensión, manipulación sexual y emocional, duplicidad moral e hipocresía apenas encubierta.
Noten que en Spetters ya se inmiscuye en el submundo de unos fracasados que huyen de su realidad metiéndose en el negocio de las carreras clandestinas. La pasión que muestra por indagar en las tribus urbanas y en los perdedores está presente desde muy temprano. Su cine carece por completo de corrección política o autorregulación alguna; es más, esa falta de límites a menudo fue confundida con sensacionalismo barato y amor por el golpe bajo. Pero Verhoeven jamás ha especulado con nada de eso, incluso se ha enredado frecuentemente con sus propias obsesiones, tropezando con ellas por no saber limitarlas ni domarlas. En el grisáceo cine de nuestros días, carente de audacia y prisionero de los estudios de mercado, las morbosas y conspicuas fantasmagorías del alma de este holandés errante y rebelde resultan tan necesarias como vitales.
            Ya en América vendrían Robocop (1987), Total Recall (El vengador del Futuro, 1990) y Basic Instinct (Bajos Instintos, 1992). Un paneo por las tres revelará las mismas obsesiones: la pérdida de humanidad e identidad; la manipulación a través del sexo, el poder y el dinero; el erotismo como una adicción incontrolable (y que todos ven como innoble), y por supuesto la violencia desmesurada, la ambición ilimitada, la obsesión por poseer al otro hasta volverlo nuestro reverso. El paso siguiente, el filme que nos ocupa, no podía ser menos que otra minuciosa colección de dichas obsesiones, maravillosamente envueltas con la apariencia de un melodrama musical  furiosamente erótico, una road-movie atrapada en un loop de círculos concéntricos, del que únicamente se puede escapar asumiendo la propia frustración y deponiendo las armas de la negación.
         
   Joe Eszterhas y Verhoeven estaban distanciados desde la polémica por el guión de Bajos Instintos, al que el escritor quiso cambiar  sobre la marcha del rodaje, cediendo a las presiones de los grupos gays/lésbicos en contra de la cinta. La campaña resultó antológica, pero a la larga solo consiguió incrementar el arrollador éxito de taquilla de la peli (y convertir a Sharon Stone en una mega estrella). Verhoeven logró finalmente imponerse —a costa de la relación con el guionista—  aunque varios minutos de metraje sensible se fueron al canasto y se alteraron algunos planos para suavizar el impacto ante el comité de calificaciones. A principios del ’95 ambos se reencontraron en Ivy’s, un coqueto restó de Beverly Hills. Eszterhas reconoció que fue un acierto rechazar las presiones de los activistas tanto como las del Estudio, y ambos creativos no solo se reconciliaron sino que sellaron un pacto que cumplirían a rajatabla: crear una película cruda y realista, descarnada y decadentemente lujosa a la vez, que reflejara la cara oculta y negada de las obsesiones norteamericanas por excelencia, las que ya he enumerado exhaustivamente en este artículo.
            Y claro, la crítica la destrozó —ya se los dije— pero sin embargo la cinta obtuvo una recaudación récord dentro de la franja NC-17, la calificación más restrictiva en el sistema yanqui, la que ninguna peli quiere obtener jamás. Eso apenas si le sirvió a Verhoeven para llegar a rastras a 1999, cuando malamente lograría financiación y distribución para su siguiente proyecto, SpaceShip Troopers (Tropas del Espacio), basada en la novela de Robert A. Heinlein. Y si bien la taquilla acompañó, la crítica resultó una vez más intencionadamente demoledora: el otrora romance con el cineasta holandés estaba acabado. Dicha novela, escrita por un republicano enamorado del fascismo, recibió un tratamiento tan chocante en el guión —glorificando todo lo que supuestamente rechaza una sociedad abierta como la yanqui— que significó un nuevo bofetón de parte de Verhoeven para con sus huéspedes
. La venganza es un plato que se sirve frío, reza un proverbio Klingon, y el director esperó cuatro largos años para despacharse a gusto. Hoy día, con el moderado Trump en la Casa Blanca, la irónica radiografía del larvado fascismo americano que presenta dicha película, se torna más vívidamente siniestra que nunca. No hay caso, la vida imita al arte. Nunca al revés. Y los verdaderos artistas son siempre profetas; y como les sucedía a los antiguos profetas hebreos, nunca nadie quiere escucharlos. Más bien buscan apalearlos.
        
    En fin, el bueno de Paul se tuvo que ir a casita. Holanda lo estaba esperando. América lo había agotado, exprimido de tanta lucha con los obtusos de sesera, los hipócritas y los intolerantes. Además, comprendió finalmente que Hollywood es apenas una cáscara vacía, un remedo penoso de lo que alguna vez fue; un lugar donde te pagan mil dólares por tu cuerpo y apenas dos por tu alma, como dijo Marilyn cierta vez. Y ella sabía de qué hablaba. Así terminó. Pero bueno, como les decía, después de varios años de silencio y consiguiendo financiación hasta de las piedras, Paul Verhoeven volvió a rodar en su propio país, en su propia lengua y con sus propios valores. El resultado fue Zwartboek / Black Book (El Libro Negro, 2006), verdadera obra maestra imprescindible y arrolladora, de una potencia narrativa y una audacia formal que quitan el aliento; tan polémica, revulsiva y políticamente incorrecta como su mejor cine. Pero esa es otra historia, una que amerita review propia. Por ahora se las debo. Mientras esperan, anímensele a Showgirls. Como dicen en España, tan cutre como hortera. Buenas Tardes.-
             

           

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