Franco Zeffirelli – Hermano Cine, hermana Ópera.



por Leonardo L. Tavani         
Este mismo sábado (15 de junio) nos hemos despertado con la triste noticia acerca de la partida de Franco Zeffirelli, uno de los más grandes artistas italianos de todos los tiempos. En su caso, etiquetarlo sólo como director, regisseur o decorador es simplemente una blasfemia. Fue un artista integral de las artes escénicas y cinematográficas, un hombre renacentista, un buscador de la verdad a través de la belleza y la furia. Porque así eran sus obras; revulsivas a veces, huracanadas otras, polémicas siempre. Desde la visión menos comprendida —pero la más amada por el público— acerca de la vida de san Francisco de Asís, hasta el aparente sacrilegio de confiarle el príncipe Hamlet a un todavía joven Mel Gibson; o como su tenaz osadía al mostrar una María que recibe la supuesta anunciación del ángel sin ángel alguno y sin voces divinas, apenas como un drama que se debate en su propia psique… y cómo no, la todavía mayor “atrocidad” de presentar el parto en Belén con dolor y a puro grito, para horror de las autoridades eclesiásticas de los ‘70s. Nos ha dejado, cuando menos, un puñado de obras mayores, de esas que han construido el prestigio de este maravilloso arte de masas que es el cine. Lo homenajearemos de la única manera que podemos y sabemos, intentando que jamás se lo olvide. ¡A su salud, Maestro!

            Franco Zeffirelli estaba destinado a la belleza desde su cuna, ya que tuvo la dicha de ver la luz en la maravillosa ciudad de Florencia, donde el arte y la armonía soplan junto al viento por cada vericueto de sus calles. Es una pena que muchos sitios web apunten su natalicio como producido en Venecia, que si bien hubiera sido no poca cosa, no es en absoluto cierto; pero en fin, errores aparte, nuestro futuro artista dio sus primeros berrinches un 12 de febrero de 1923 en el seno de una familia acomodada en la que el buen gusto tenía un sitial de privilegio. No era un noble como Visconti, con quien haría sus primeras armas cinematográficas, pero sin dudas tenía en común con él tanto el dinero familiar como la inclinación paterna por las bellas artes. Se recibió de arquitecto por la Universidad de Florencia y cursó artes plásticas, diseño escenográfico y dirección teatral en la Accademia di Belle Arti de la misma ciudad. Su vida estuvo ligada al teatro y la ópera desde el principio. A los 20 años ya diseñaba escenografías para el Teatro della Pérgola, en su Florencia natal, y antes de cumplir 30 contaba en su currículum con la dirección de dos obras de Shakespeare y la regié de un clásico de Verdi, La Traviatta. Pero poco antes, en 1945, ve Henry V, uno de los clásicos filmes basados en la obra del Bardo protagonizado y dirigido por sir Laurence Olivier, y profundamente emocionado, a la salida del cine se juramenta trabajar en el mundo de las películas, convencido de que allí podrá conjugar sus pasiones en un solo medio. Será precisamente en el Teatro della Pérgola que Zeffirelli se topará con el enorme Luchino Visconti. Tenían tanto en común, veían el arte con un tipo de prisma tan personal, que el futuro director de Senso (1954) lo convocaría casi de inmediato para ser su colaborador. La influencia de Visconti en el cine del florentino se hace evidente en cada fotograma de sus obras, especialmente en el dedicado amor al detalle visual y a la puesta como parte indisoluble de la propia narración. Además de ocuparse de los decorados, la iluminación y el diseño de producción integral en numerosos filmes del director milanés, se permitió además participar como actor en un par de ellos, pero todo su talento se revelaría en el rol de asistente de dirección, que cumpliría en tres de las mejores películas de Visconti, La Terra Trema/ The Earth Trembles /La Tierra Tiembla (1947), Bellissima (1951) y Senso/The Wanton Contessa (1954).
En el rodaje de Romeo y Julieta
            Zeffirelli debuta en la dirección en 1957 con Camping, una divertida comedia costumbrista pensada para el lucimiento de Nino Manfredi, a la que le seguirán La Bohéme (1965; basada en la ópera de Puccini y para la que también diseñó los decorados), La Fierecilla Domada (1967; basada en la obra de Shakespeare) y Romeo y Julieta (1960). Esta última marcó una época tanto por el enfoque adoptado para su traslación cinematográfica como por la edad y escasa experiencia de sus protagonistas: la británica Olivia Hussey (quien curiosamente nació en Buenos Aires en 1951) cumplió los 17 años cuando la cinta ya estaba estrenada, y Leonard Whiting (Romeo) contaba con 18 para entonces. Zeffirelli quería que el público experimentara la furia juvenil del amor entre ambos tal y como Shakespeare la había concebido, arriesgándose incluso a que sus protagonistas no exudaran todo el carisma necesario. Pero su decisión fue la correcta y el filme resultó un éxito de crítica y público. Por lo demás, todas estas cintas fueron muy bien recibidas en Italia y en gran parte de Europa occidental, cimentando su prestigio con una rapidez sorprendente. La minuciosidad de su puesta y encuadre, la dinámica que le imprimía a los relatos y la sabia elección que hacía a la hora de podar y/o eliminar elementos poco cinematográficos de sus adaptaciones teatrales, le valieron los elogios más encendidos así como el rápido salto allende el Atlántico, volviéndose un personaje respetado en las pantallas americanas. Pero en 1972 estrena su personalísima Fratello Sole, Sorella Luna (Hermano Sol, Hermana Luna/Brother Sun, Sister Moon), versión de la vida del “Pobre de Asís” narrada en clave ‘hippie’, acorde al ritmo de los tiempos, y por su causa las aguas se dividirán. Filme maldito, amado por unos y perniciosamente odiado por otros, resultó un fiasco de taquilla al momento de su lanzamiento (lo que cambió radicalmente con las sucesivas reposiciones del filme) y puso en entredicho el talento del director en un momento definitorio de su carrera; sin embargo —y aunque este crítico reconoce no gustar de ella— se trata de una cinta magnífica, sugestiva y sugerente, que pretende hablar de otras cosas (especialmente del compromiso social ante los desposeídos en oposición al hipócrita tratamiento que de ellos hace la política y la Iglesia) mientras pone en primer plano la opción personal de Francesco/Francisco no como una ingenua posición idealista, sino como una sólida interpelación a los que usurpan el trono de Pedro para satisfacer su propia agenda. El revés que sufre su reputación internacional no lo amilana pero lo obliga a buscar nuevos desafíos. Mientras prosigue su carrera de regisseur operístico y director teatral, se afianza como una de las nuevas personalidades fichadas por la televisión italiana, la RAI, que desde mediados de los ‘60s venía contratando realizadores y guionistas provenientes del mundo del cine para presentar especiales o telefilmes de gran calidad.

 Luego de varias colaboraciones de gran aceptación entre los televidentes, la empresa le encomendará el proyecto que, a la larga, le devolverá el prestigio parcialmente perdido, la miniserie Jesús de Nazareth (1979). Polémica desde un principio, su producción enfrentó a todas las partes con el enorme y siniestro poder de la Iglesia Católica, que hizo lo imposible para censurarla. Ocurre que Zeffirelli obtuvo carta blanca para su realización, además de un presupuesto enorme, lo que le permitió romper todos los moldes. La primera decisión que encendió alarmas en el Vaticano fue la elección de Anthony Burgess como guionista. El novelista y periodista británico, autor de la mundialmente polémica La Naranja Mecánica (1962; llevada al cine por Stanley Kubrik en 1972) parecía la elección menos obvia para recrear la historia neotestamentaria, pero era exactamente la mirada que Zeffirelli buscaba. Católico de nacimiento pero profundamente iconoclasta, el director se hacía preguntas que pretendía responder con esta realización, y el resultado, altamente meritorio, consistió en una mirada lo más “realista” posible para una historia que, desde el vamos, trata de cosas tan poco concretas como la fe y los relatos místicos. Como apuntamos en nuestra introducción, escenas como las de la anunciación y el parto de Jesús fueron abominadas por la Iglesia, que solicitó se eliminaran del corte final de la obra. Tampoco gustó nada que se viera al nazareno portar un tronco en posición horizontal sobre sus hombros, a modo de la cruz; pero ocurre que esa era la verdad histórica, ya que las crucifixiones romanas se ejecutaban en tinglados de madera sólidamente apuntalados, a los que la víctima era subido por medio de sogas y roldanas, portando su propio madero superior, en el que se le clavaban las muñecas, más o menos en el lugar donde está el túnel carpiano. Visto en retrospectiva, resulta increíble que, pocos años después y en vista del éxito de la miniserie, la grey católica acabara adoptando toda la iconografía de esta producción, como por ejemplo las numerosas imágenes del actor Robert Powell como el mismísimo Jesús. El éxito del envío fue tal que se le encomendó al director reeditarla para su estreno en cines, cosa que sucedió en 1980.

            A partir de este punto la carrera de Franco Zeffirelli experimentaría una caída notable en cuanto a la calidad de los temas elegidos y los proyectos aceptados. El florentino no quiso ni supo ponerse en las manos de una sólida empresa de agentes artísticos (fundamentalmente para el mercado norteamericano), quizás por falta de buenos concejeros o —como él mismo reconoció en una ocasión— porque pensaba que un contrato así le quitaría tiempo y libertad para aceptar los usuales encargos teatrales y operísticos que recibía. Como sea, sin una agencia que administrase su figura como corresponde, el director acabó por aceptar proyectos que no eran para él o que no hubieran sido aceptados por otros colegas. Tal el caso de la decepcionante Endless Love (1981), drama fallido con Brooke Shields, o The Champ (1979), de hecho su primera producción hollywoodense, cintas que apenas si pueden presumir del preciosismo y virtuosismo visual del italiano, pero que de ningún modo hicieron algo por su prestigio. La Traviatta (1982) y Othello (1986) fueron, en cambio, dos excelentes realizaciones en las que pudo demostrar esa peculiar cualidad suya que le permitía cruzar cine y ópera sin que el producto final luzca anti cinematográfico o excesivamente teatral. Sin embargo, ambas cintas fueron tibiamente acogidas y su buena estrella parecía haberlo abandonado. 
En 1988, en coproducción entre Inglaterra, EE UU e Italia, presenta su película más personal, Young Toscanini/ Il Giovane Toscanini, un minucioso y detallado estudio artístico y moral de los años de formación del gran director de orquesta, músico y compositor nacido en Parma en 1867.

 Pero por raro que parezca, la crítica se puso de acuerdo en destruirla y se llegó, incluso, a retirarla del festival de Venecia después de una única exhibición. Fue un golpe duro para el director, que sentía por esta cinta un amor muy particular y le había dedicado dos años de trabajo intensísimos (además de otros tantos de investigación y estudio), pero el mundillo internacional del cine se maneja más por medio de hábiles publicistas, agentes inescrupulosos e inversionistas de anchas espaldas, por lo que la naïf actitud de Zeffirelli lo dejaba expuesto a injusticias de variado calibre, tales como esta. Sin embargo, el italiano no era un hombre que se dejara intimidar por los contratiempos, y apenas dos años después —en 1990— estrenará su mejor filme en lengua inglesa, una poderosa y particularísima versión de Hamlet. Zeffirelli sabía ver más lejos que sus colegas y tenía un don particular para el arte del “casting”, de modo que su elección de Mel Gibson para encarnar al atribulado príncipe danés dejó atónitos a los profanos pero dibujó una media sonrisa en el rostro de sus adeptos más enjundiosos. Y, cómo no, acertó otra vez. Acompañado por un reparto estelar de lujo (Glenn Close, Alan Bates, Paul Scofield, Ian Holm y Helena Bonham Carter, entre otros), Gibson brindó una interpretación poderosísima, de tono centralmente físico, preñada de sutilezas y sin desbordes incontrolados. Cuando su Hamlet deba lucir más enajenado que nunca, cuando sus emociones necesariamente se salgan de cause, el australiano realmente las controla con rienda firme, como si todo el tiempo nos recordase que a pesar del dolor por la pérdida de su padre y la traición de su madre, es él quien maneja los hilos de este guiñol de títeres destinado a desenmascarar a los regicidas.  Climática, operística, intensa, Hamlet propone un acercamiento a las tragedias del Bardo libre de corsés de época o prejuicios de estilo.

            Los años ‘90s fueron el período en que Franco Zeffirelli se dedicó a la ópera con mayor ahínco y asiduidad. Recorrió los mejores teatros líricos del viejo continente así como varios del nuevo, y rodó un par de excelentes documentales acerca del género y varios especiales televisivos con versiones de óperas célebres grabadas en escenarios naturales. Recién en 1995 volvería a la gran pantalla con un filme británico, una nueva y excelente versión de Jane Eyre, basada en la novela de Charlotte Brontë. Protagonizada por William Hurt (en uno de sus más sólidos trabajos), Charlotte Gainsbourg, Joan Plowright y Geraldine Chaplin, la película puede considerarse sin pudor alguno como la mejor adaptación fílmica de la novela que se haya emprendido. Sutil, bellamente fotografiada, dueña de un clima soberbio, coescrita por el propio Zeffirelli con un notable sentido cinematográfico del relato, Jane Eyre lo ubicó en el merecido lugar que su figura de artista reclamaba. A finales de 1999 estrenó la magnífica y evocativa Té con Mussolini, comedia dramática que contaba las lánguidas peripecias de un grupo de señoras de clase alta en la Roma de la Segunda Guerra, damas que habían sido expropiadas de sus bienes por ser judías. Con Cher y Judi Dench como parte de un reparto de lujo, el filme se cuenta entre lo mejor de toda su carrera. De allí en más se refugiaría casi por completo en su amado mundo del teatro, al que le dedicaría lo mejor de su espíritu, pero —sin embargo— volvería a imbricar cine y ópera con Callas Forever (2002), una exploración de la vida y la tragedia íntima de la gran soprano griega, interpretada aquí por la enorme Fanny Ardant.

 El recibimiento del filme fue muy bueno por parte de la crítica pero algo tibio por parte del público, lo que ayudó en gran modo a que el Maestro optara por los escenarios antes que las pantallas. Los tiempos habían cambiado y con ellos los gustos y los hábitos de consumo, así que el gran creador italiano prefirió el refugio de ese mundo tan íntimo y público a la vez que es el teatro. Con algunos trastornos en su salud que lo aquejaron en los últimos años, Franco Zeffirelli debió espaciar más de lo querido sus trabajos escénicos, dedicando más tiempo a publicar diversos ensayos sobre arte, sociedad y cinematografía en varios periódicos italianos y algunas revistas especializadas. Se fue como vivió, con perfecta sobriedad en lo íntimo pero una pasión irrefrenable por el arte. Rever cuando menos un par de sus mejores filmes permitirá entender cuanto ha perdido el arte cinematográfico con su partida; cuanto nos hemos dejado adocenar como espectadores críticos… Las películas mueren únicamente si dejamos de verlas, los grandes directores también. Nunca lo olvidemos.-





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