EL FINAL DE “GAME OF THRONES”: UNA DISCUSIÓN


por Leonardo L. Tavani
Calificación de la temporada: Buena Plus (★★★ y 1/2)
¡ATENCIÓN: EL ARTÍCULO CONTIENE SPOILERS TOTALES!
Concluyó Game of Thones. Ocho intensísimas temporadas, centenares de actores que pasaron por la saga, locaciones imposibles, millares de extras, CGI para hacer dulce… Y por sobre todo, la desmesurada psicosis de los fans —se llamen como se llamen— quienes, gracias a la masividad global que brindan esas herramientas de diabólicas que son las redes sociales, han escupido bilis como para cubrir todo el continente africano. Trataremos, humildemente, de echar algo de luz acerca de la despedida del gran fenómeno mediático del siglo XXI. Bienvenidos.

            Ya todos saben qué es, cómo surgió y de dónde proviene GOT (así la llamaremos desde aquí para simplificar), así que huelga perder tiempo y espacio con ello. Sea por los motivos que sea, George R. R. Martin, autor de las novelas y co productor de la serie, no ha concluido todavía su saga. Faltan dos libros, y la urgencia parece no estar en el diccionario personal del barbudo escriba. En un momento dado, entonces, el producto audiovisual se independizó del literario, y así surgieron los “haters” (odiadores) más virulentos del universo. GOT es una saga inspirada, hasta en la más insignificante ‘coma’, en El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien; negarlo, sea por fanatismo o por necedad, no lo vuelve menos cierto. Ni es un demérito ni le quita originalidad: después de todo, nada hay de nuevo bajo el sol; se sabe que apenas hay tres o cuatro ideas fuerza, o argumentos arquetípicos, en base a las cuales se erigen todas las ficciones que conocemos. GOT no es la excepción. Pero, ¿en qué se diferencian ambas? Pues en lo que sugiere su mismo título: la intrincada, sociopática, desmesurada y apocalíptica sed de poder del ser humano (que en la obra del sudafricano también está presente, claro, pero con diferentes implicancias). En esta historia —y aquí sí hay una conexión directa con Tolkien— hallamos una tierra en la que aún resuenan los ecos de sus orígenes míticos, y casi casi a modo de los Elfos, resulta que unos seres ancestrales —poderosos y unidos a la naturaleza— asistieron con horror al surgimiento de una especie que apenas “nacida” comenzó a depredar el medio ambiente y a matar (léase “talar”) a sus propios dioses, ciertos árboles con espíritu y consciencia. Incapaces de pararlos (‘pararnos’), conjugaron su magia para crear una suerte de “herramientas” que pudieran mantener controlados a los hombres, o sea, los caminantes blancos. Pero se les fueron de las manos, y sus poderes no resultaron suficientes para domeñarlos o evitar su multiplicación. Confinados al mundo allende el Muro, la humanidad fue olvidándolos hasta perder toda noción de peligro, de modo que la perenne lucha por el poder en Poniente se convirtió en un fin en sí mismo y en un reflejo fiel de la desconexión humana de todo lo bueno, noble y primigenio.

            Tenemos entonces, y esto es algo que este escriba no ha encontrado en ningún otro comentario, un producto peligrosamente dual, ambiguo. Porque se trata de una historia decididamente perteneciente al género fantástico, pero que a la vez se presenta como una trama furiosamente realista, de índole política y pasional a un tiempo. ¿Cómo conjugarlas sin riesgo? Porque en The Lord of the Rings lo maravilloso, lo fantástico, es parte constitutiva tanto del ethos como del pathos de su trama; pero GOT las escinde de manera harto peligrosa, diciéndonos “miren lo que pasa cuando se distraen arrancándose los ojos por codicia”, sin reconciliar  con verdadera pericia ambas vertientes, ambos géneros. Claro, ya en un principio (el episodio piloto) nos topábamos con esta suerte de zombies medievales, pero a 30 segundos de los títulos de crédito nos veíamos fascinantemente envueltos en una esquizoide trama de traiciones, incesto, ambición desmedida y crimen. Los caminantes blancos resultaban apenas una excusa para que existiera la Guardia de la Noche y el Muro. ¿Dragones? Bueno, si las estampitas de San Jorge vienen con uno incluido… ¿Fuego Valyrio? Nitroglicerina, che… ¿Religiones con gente que resucita a otra? Miren hacia la colina Vaticana… En fin, a la corta o a la larga, el universo de GOT era mayoritariamente “creíble”, o si se prefiere, “dramáticamente sostenible”; mientras que los ‘caminantes’ servían, a la vez, como metáfora, signo y significante (¡y no vacío, precisamente!). Pero apenas una temporada atrás, asistimos a una batalla detrás del Muro en la que el Rey de la Noche, mirando fijamente a Jon Snow, ejecuta un simple pase y “re-resucita” a los ‘caminantes’ recién finiquitados. Toda la credibilidad posible se fue al demonio. Sin embargo, había más golpes de efecto en el menú, como matar y convertir en zombie a uno de los dragones de Daenerys, entre otras cosas… Es más que probable que el espectador promedio, saturado de información y maravillas, haya ignorado la voz de alerta que asomaba en su interior. Pero el huevo de la serpiente se quebró allí. Ahora, sin aviso y sin anestesia, GOT se transformaba en un producto de género fantástico puro y duro, ¡pero manteniendo igualmente su estructura de ficción política y tragedia épica! ¡¡¡¿¿¿What the Fuck???!!! Para aclararlo todavía más, bien vale citar a John D. F. Black (script consultant, guionista y productor asistente de Star Trek, la serie clásica), quien —en un documental— aseveraba que en la Sci-Fi (y esto vale para el ‘fantástico’) jamás, pero absolutamente jamás, se debe obligar al espectador a “creer” dos premisas diferentes a la vez. Habrán sucedáneos y desprendimientos de la premisa básica, pero nunca dos o más radicalmente diferentes, ya que el público rechazará la historia y se negará a “aceptarla”. Aún así, bueno es acotarlo, GOT ha funcionado igual, por muchos agujeros que su argumento haya mostrado en estas últimas tres temporadas. Entonces, ¿qué diantres ocurrió con esta despedida catódica?

            Para ejemplificar el derrotero de GOT nada mejor que apelar a la ancestral imagen de la salamandra que se muerde la cola. La historia arrancó poniendo el acento en la familia Stark, como una suerte de Virgilios que conducen a muchos Dantes (o sea, los espectadores) por el Infierno. La trama fue girando lentamente y ensanchándose exponencialmente, tal como se agranda la sección del vientre de la salamandra; y acabó —en un largo suspiro— cerrándose en la cola del animal, que de tan delgada acabó en su boca. Nuestra metáfora implica decenas de personajes, docenas de locaciones diferentes a las que se acudió una y otra vez, vueltas de tuerca y giros argumentales casi interminables… En fin, fue casi demasiado, y aunque los creadores de la serie (Weiss y Bennioff) mantuvieron la coherencia interna con gran pericia, resultaba inevitable que el final dejara algunos huecos. Esto no es aritmética, y tantas líneas argumentales no podían clausurarse con total prolijidad. ¿Significa, entonces, que los 6 episodios finales de GOT fueron malos? De ningún modo. Vamos a ello.
            EPISODIO 1: Dado que este crítico esperó hasta una semana después del final de la serie para descargarla de la web y disfrutarla, los comentarios acerca de la vacuidad de este capítulo (lo que incluyó artículos en el diario El Día de nuestra ciudad) ya lo habían casi convencido de dicha realidad. Pero al verlo, nada resultó menos cierto. De sólida factura, su trama es ajustada y lógica, presenta la nueva situación (la llegada de Daenerys y sus tropas a Invernalia) con coherencia interna y ofrece un panóptico realista acerca de cada personaje importante. Cada uno asume su “lugar” y acepta la lógica de sus propias decisiones de acuerdo al enorme peligro que se avecina. Es el episodio más “objetivo” y “racional” de todos y encuentra el tono justo de emotividad entre los personajes. Si los “psico-fans” (fans sicópatas) querían algo así como John Wick en Invernalia se equivocaron de producto.

            EPISODIO 2: Tan bueno y disfrutable como el anterior, resulta un dignísimo prólogo a la batalla del apocalipsis, o sea, la confrontación final con los muertos que caminan. Se muestran las cartas de cada uno como nunca, Jon descubre la verdad sobre sí mismo y su linaje, y se logra comprender —por fin— qué “pito” toca Bran, el Cuervo de Tres Ojos. Tenso, con momentos emotivos y algunas despedidas que mueven a la lágrima, sólo se echa en falta, como en su predecesor, la cuasi ausencia en pantalla de Cersei. Ya volveremos sobre el punto, pero este sí es un error: como de costumbre, si el gran villano no está siempre, o casi, en primer plano, su fuerza dramático-simbólica se desvanece y su figura pierde potencia como oponente.
            EPISODIO 3: La gran decepción. Extenso, de casi hora y media de duración, la batalla que presenta —que debería ser la más apremiante de esta historia— se diluye como acuarela en el océano. Cinematográficamente hablando, que de eso se trata, resulta un fiasco. Es algo así como asistir a una guerra de personas contra muñequitos Lego; o peor aún, una pobre imitación de las masacres de porcelana en Matrix 2 y 3: basura carente de alma o pasión. Atención, este episodio de GOT no es basura —se entiende— pero luce tan frío y mecanizado como aquella bazofia. Primer error: la ambientación en medio de la noche y la niebla. Los productores sabrán si ello obedeció a ahorrar en CGI o a qué diablos, pero EL ENEMIGO NO SE VE!!! Y lo que no veo no me conmueve!!! (salvo que se sea Hitchcock y se domine ampliamente el arte del suspenso y la administración de emociones provenientes de lo que está fuera de cuadro, habilidad de la que carece el director del capítulo). Lo poco que sí se ve, en planos cortos y con montaje veloz, es una sucesión de “cosas” que se mueven y que supuestamente te matan, pero de ahí a provocar angustia y empatía en el espectador hay un abismo infranqueable. Segundo error: la falta de naturalidad y organicidad en las propias acciones. Esto se advierte, más que nada, en los momentos que deberían ser emocionantes y, sin embargo, nada transmiten. Apenas si el seco agradecimiento de Bran hacia Theon, segundos antes de su muerte, causa algo de emoción. Su decisión de luchar por aquellos a los que traicionó en el pasado lo redime ante el espectador y estuvo bien resuelta. A diferencia de la batalla por la Guardia de la Noche, años atrás, o como la más reciente entre los bastardos —ambas brillantes y excelentemente rodadas— la que nos ocupa no logra traspasar la pantalla ni se resuelve de manera satisfactoria. Todo es tan inorgánico y notoriamente calculado, que la súbita aparición de Arya como la aniquiladora del Rey de la Noche resulta anodina e intrascendente. Parece como si hubieran echado a suertes qué personaje aún con vida tenía que eliminar al zombie, y el resultado nos deja tan fríos como una noche al rocío. Está claro para nosotros que este momento, tan esperado tanto por fans como por los realizadores, acabó por subsumir la creatividad (y la desfachatez narrativa) de las primeras temporadas en pos de una ejecución tan calculada como estéril. Por querer contentar a todos, estamos seguros, acabaron por defraudar en grande. Una pena.

            EPISODIO 4: Bueno, bastante sólido, pero no a la altura de los dos primeros. Lo mejor es la fiesta inicial por la victoria, la que —entre miradas torvas y suspicacias varias— nos recuerda el por qué esta historia nos hechizó en un principio. Pero resulta desparejo y no logra ilustrar con eficacia la rápida y progresiva transición de Daenerys hacia sus zonas más oscuras, así como simboliza mejor que ninguna otra cosa la inexplicable transformación de Jon Snow en un títere de fuerzas externas, en alguien incapaz de asumir su destino y obrar con auténtico libre albedrío. De aquí hasta el final, Jon será otra persona, y ello sin que medie una explicación plausible que lo justifique, más que el capricho “clausuratorio” de los productores y guionistas.
            EPISODIO 5: Muy probablemente el mejor de la temporada, aunque con notorias lagunas de sentido, sin embargo. Otra vez se nos pide creer, aceptar, demasiadas cosas de índole extrema, y ello atenta contra la credibilidad de la trama. Súper ballestas gigantes que matan dragones de un simple disparo, pero que más tarde —aunque haya más de 50 de ellas en línea sobre las murallas de Desembarco del Rey— no pueden ni representar un mínimo reto para el dragón restante y su “madre”; una flota poderosísima que resulta arrasada en segundos, etc. etc. Todo ello —que afortunadamente no puede borrar lo integralmente bueno del episodio— quita algo de brillo a un asedio a la ciudad real que se esperaba desde hace años. Pero, por otro lado, el envío cuenta con otras fortalezas que lo rescatan de la quema. La colosal tragedia que causa la furia vindicatoria de Daenerys está muy bien ilustrada, tanto como la impotente angustia de quienes querían evitar, precisamente, tal matanza. El enfrentamiento entre los hermanos Clegane también está okay, aunque contiene un alto elemento gore más digno de Sam Raimi que de GOT. También resulta un acierto el derrotero de Arya en medio del horror, metáfora de la intensa búsqueda por su propia alma que emprendió cuando abandonó al “Perro”. En lo que a ella respecta, el epílogo de su historia en el episodio siguiente representa un nuevo viaje, ciertamente, pero esta vez desde el autoconocimiento alcanzado. Pero si algo deja con un sabor ambiguo en la boca, eso es el débil final de Cersei Lannister. Si bien es muy comprensible que los guionistas acaben con los hermanos incestuosos abrazados ante la muerte, no deja de ser menos cierto que la caída de la mampostería sobre ambos se ilustró débil y pobremente. Uno hasta siente algo de pena por semejante serpiente, y la verdad es que su maquiavélica e inacabable maldad merecía una muerte más categórica y catárquica. Ocurre que los clímax en cine y tevé se estructuran de forma que recojan la tensión que el argumento ha venido causando (deliberadamente, claro) en el espectador, para luego forzarlo a liberar dicha “fuerza” o “tensión” por medio de la resolución climática de la trama. En la comedia romántica, por caso, eso sucede siempre con la escena que debe —obligatoriamente— culminar con el beso y/o reconciliación de la pareja protagónica. En sintonía, cuando vemos una película de 007 esperamos que Bond acabe sofisticada y expeditivamente con el villano de turno, ya que si eso no sucede sentimos algo muy parecido a un ‘coitus interruptus’. Creemos, honestamente, que este punto es el más flojo de un episodio con altibajos, cierto, pero que igualmente cumple con su cometido. Como lo insinuamos al principio, cuando se han montado tantas expectativas acerca de algo, resulta muy difícil cumplirlas para total satisfacción de todos. (Adenda: el supuesto retroceso ético y moral de Jaimie Lannister, tan criticado por los fans, no es tal. Él ha cambiado, por cierto, pero vuelve con su hermana —si acaso puede salvarla— con el fin de que el bebé que espera vea la luz. Tanto si muriera, que es lo que ocurrió, como si lograra huir con Cersei y vivir a su lado con el niño, ambas opciones serían para él una forma de expiación y penitencia. Como queda claro en varios pasajes previos, Jaimie ha desarrollado una conciencia, y una que no lo deja en paz.).

            EPISODIO 6 (FINAL): Otra gran decepción. Mientras que El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey nos sigue haciendo llorar a moco tendido cada vez que la revemos, con esos epílogos emocionantes, desgarradores y profundos, GOT opta por un larguísimo capítulo despedida obvio y casi innecesario. Lo único bueno y completamente sensato de su trama es la muerte de Daenerys. Su final estaba escrito desde el primer día que la conocimos, cuando aún la manipulaba su monstruoso y codicioso hermano. Aquí debemos discrepar con los psico-fans y recordarles que la Madre de Dragones no venía a liberar a nadie, sino a esclavizar a todos: su paz era la de los cementerios; o se estaba con ella o en su absoluta contra. Los términos medios no eran lo suyo. Desde la matanza de los esclavistas, innecesaria, nada puede sorprendernos sobre ella, quien, por otra parte, ha asumido siempre una conducta mesiánica: y ya se sabe en qué acaban los mesías convencidos de su “misión”. Ahora bien, criticamos antes el giro velozmente abrupto en la psicología de Jon Snow, y eso se advierte perfectamente en este episodio, ya que si Tyrionne no lo induce (si no le “hace la croqueta”, diríamos los argentos), él jamás hubiera hundido su daga en la mujer amada. Esto está tan claro, que incluso en el momento final de la historia Jon se sigue preguntando si hizo lo correcto. El dolor, la pena, está claro que las cargará de por vida, pero realmente no tiene derecho a la duda: las propias últimas palabras de la reina la muestran tal como era, una megalómana autocrática y despótica. En cuanto a la reunión de los nobles, que ha cosechado burlas por doquier, hay que decir que no es tan absurda como parece, y que la situación desastrosa en que queda Poniente no permite una solución diferente a este acuerdo “pre-pre-pre-democrático”. Simplemente, las resoluciones para cada personaje lucen algo forzadas y poco naturales, poco orgánicas respecto del propio relato. Aún así se llega al definitivo final, con complacientes guiños de “género” —todo hay que decirlo— más algunas arbitrariedades que uno hubiera deseado jamás se hubieran producido. Que alguien como Jon, todo nobleza, entrega y desinterés propio, deba acabar sus días —desobedeciendo, además— sobreviviendo como pueda allende el Muro, causa vergüenza ajena y deseos de estrangular a los guionistas. En definitiva, como ya apuntamos, el más acertado destino resulta el de Arya Stark, toda una Marco Polo de Westeros. Episodio demasiado alargado, inconexo, y abarrotado de corrección política, da un aceptable cierre a la historia, pero no uno sobresaliente, que es lo que hubiéramos deseado.


            En conclusión, hallamos que GOT abrió demasiadas líneas narrativas y expandió su abanico argumental más allá de lo aconsejable, de modo que ningún final hubiera resultado tan prolijo y “ajustado” como sí lucían los eventos de las primeras temporadas. Ha sido un digno final, cuyas críticas tienen algo de asidero pero no toda la razón, así como resulta astronómicamente absurda la petición global por rehacer la temporada, un pedido propio de alienados. ¿Se podía hacer mejor? La respuesta es sí, pero con condiciones: la primera, que hubiera detrás una serie de novelas ya terminada, sobre la cual poder reescribir la historia a gusto y placer del medio audiovisual; y la segunda, que la propia trama de Martin estuviera tan, pero tan bien elaborada y pensada como Tolkien lo hizo antaño con la suya. Sólo así se hubiera podido reclamar una conclusión más sólida para esta titánica serie, la que no puede ser opacada o despreciada por ciertas endebles decisiones que se tomaron para su conclusión. Para ser justos, tanta ansiedad, tanta expectativa acumulada a presión, no podía resolverse a satisfacción de todos. Se ha hecho lo mejor que se pudo, que no es poco. Tal vez hubiera sido necesario que las dos últimas temporadas contasen con diez envíos cada una, como las anteriores, y así cerrar mejor algunas historias. Pero ello ya es contra fáctico. El final de GOT ha llegado, y es el que es. Ni mucho menos perfecto, pero de ningún modo un fiasco. De esos hay muchos, y todos en la pantalla grande. Game of Thrones ha dignificado enormemente la televisión, o como se llame a los nuevos modos de ver historias en casa: no es poca cosa; nunca lo será. Quienes la han destrozado, aún con una pequeña parte de razón, jamás han hecho otra cosa que jugar con una consola digital. En cambio, todo ese corajudo equipo de realizadores se lanzó a la aventura e “HIZO” una serie monumental. La perfección es para los cementerios; lo perfectible es propio de los vivos.-    
          

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