por Leonardo L. Tavani
Calificación de la temporada: Buena Plus
(★★★ y 1/2)
¡ATENCIÓN: EL ARTÍCULO CONTIENE SPOILERS
TOTALES!
Ya
todos saben qué es, cómo surgió y de dónde proviene GOT (así la llamaremos
desde aquí para simplificar), así que huelga perder tiempo y espacio con ello.
Sea por los motivos que sea, George R. R. Martin, autor de las novelas y co
productor de la serie, no ha concluido todavía su saga. Faltan dos libros, y la
urgencia parece no estar en el diccionario personal del barbudo escriba. En un
momento dado, entonces, el producto audiovisual se independizó del literario, y
así surgieron los “haters” (odiadores) más virulentos del universo. GOT es una
saga inspirada, hasta en la más insignificante ‘coma’, en El Señor de los Anillos,
de J. R. R. Tolkien; negarlo, sea por fanatismo o por necedad, no lo vuelve
menos cierto. Ni es un demérito ni le quita originalidad: después de todo, nada
hay de nuevo bajo el sol; se sabe que apenas hay tres o cuatro ideas fuerza, o
argumentos arquetípicos, en base a las cuales se erigen todas las ficciones que
conocemos. GOT no es la excepción. Pero, ¿en qué se diferencian ambas? Pues en
lo que sugiere su mismo título: la intrincada, sociopática, desmesurada y
apocalíptica sed de poder del ser humano (que en la obra del sudafricano
también está presente, claro, pero con diferentes implicancias). En esta
historia —y aquí sí hay una conexión directa con Tolkien— hallamos una tierra
en la que aún resuenan los ecos de sus orígenes míticos, y casi casi a modo de los Elfos, resulta que
unos seres ancestrales —poderosos y unidos a la naturaleza— asistieron con
horror al surgimiento de una especie que apenas “nacida” comenzó a depredar el
medio ambiente y a matar (léase “talar”) a sus propios dioses, ciertos árboles
con espíritu y consciencia. Incapaces de pararlos (‘pararnos’), conjugaron su
magia para crear una suerte de “herramientas” que pudieran mantener controlados
a los hombres, o sea, los caminantes blancos. Pero se les fueron de las manos,
y sus poderes no resultaron suficientes para domeñarlos o evitar su
multiplicación. Confinados al mundo allende el Muro, la humanidad fue
olvidándolos hasta perder toda noción de peligro, de modo que la perenne lucha
por el poder en Poniente se convirtió en un fin en sí mismo y en un reflejo
fiel de la desconexión humana de todo lo bueno, noble y primigenio.
Tenemos
entonces, y esto es algo que este escriba no ha encontrado en ningún otro comentario,
un producto peligrosamente dual, ambiguo. Porque se trata de una historia
decididamente perteneciente al género fantástico, pero que a la vez se presenta
como una trama furiosamente realista, de índole política y pasional a un
tiempo. ¿Cómo conjugarlas sin riesgo? Porque en The Lord of the Rings lo
maravilloso, lo fantástico, es parte constitutiva tanto del ethos como del pathos de su trama; pero GOT las escinde de manera harto peligrosa,
diciéndonos “miren lo que pasa cuando se distraen arrancándose los ojos por codicia”,
sin reconciliar con verdadera pericia
ambas vertientes, ambos géneros. Claro, ya en un principio (el episodio piloto)
nos topábamos con esta suerte de zombies medievales, pero a 30 segundos de los
títulos de crédito nos veíamos fascinantemente envueltos en una esquizoide
trama de traiciones, incesto, ambición desmedida y crimen. Los caminantes
blancos resultaban apenas una excusa para que existiera la Guardia de la Noche
y el Muro. ¿Dragones? Bueno, si las estampitas de San Jorge vienen con uno
incluido… ¿Fuego Valyrio? Nitroglicerina, che… ¿Religiones con gente que resucita
a otra? Miren hacia la colina Vaticana… En fin, a la corta o a la larga, el
universo de GOT era mayoritariamente “creíble”, o si se prefiere, “dramáticamente sostenible”; mientras que
los ‘caminantes’ servían, a la vez, como metáfora, signo y significante (¡y no
vacío, precisamente!). Pero apenas una temporada atrás, asistimos a una batalla
detrás del Muro en la que el Rey de la Noche, mirando fijamente a Jon Snow,
ejecuta un simple pase y “re-resucita”
a los ‘caminantes’ recién finiquitados. Toda la credibilidad posible se fue al
demonio. Sin embargo, había más golpes de efecto en el menú, como matar y
convertir en zombie a uno de los dragones de Daenerys, entre otras cosas… Es
más que probable que el espectador promedio, saturado de información y
maravillas, haya ignorado la voz de alerta que asomaba en su interior. Pero el
huevo de la serpiente se quebró allí. Ahora, sin aviso y sin anestesia, GOT se
transformaba en un producto de género fantástico puro y duro, ¡pero manteniendo
igualmente su estructura de ficción política y tragedia épica! ¡¡¡¿¿¿What
the Fuck???!!! Para aclararlo todavía más, bien vale citar a John D. F.
Black (script consultant, guionista y
productor asistente de Star Trek, la serie clásica), quien —en un documental— aseveraba que en la Sci-Fi (y esto vale para el
‘fantástico’) jamás, pero absolutamente jamás, se debe obligar al espectador a
“creer” dos premisas diferentes a la vez. Habrán sucedáneos y desprendimientos
de la premisa básica, pero nunca dos o más radicalmente diferentes, ya que el
público rechazará la historia y se negará a “aceptarla”. Aún así, bueno es
acotarlo, GOT ha funcionado igual, por muchos agujeros que su argumento haya
mostrado en estas últimas tres temporadas. Entonces, ¿qué diantres ocurrió con
esta despedida catódica?
Para
ejemplificar el derrotero de GOT nada mejor que apelar a la ancestral imagen de
la salamandra que se muerde la cola. La historia arrancó poniendo el acento en
la familia Stark, como una suerte de Virgilios que conducen a muchos Dantes (o
sea, los espectadores) por el Infierno. La trama fue girando lentamente y
ensanchándose exponencialmente, tal como se agranda la sección del vientre de
la salamandra; y acabó —en un largo suspiro— cerrándose en la cola del animal,
que de tan delgada acabó en su boca. Nuestra metáfora implica decenas de
personajes, docenas de locaciones diferentes a las que se acudió una y otra
vez, vueltas de tuerca y giros argumentales casi interminables… En fin, fue casi
demasiado, y aunque los creadores de la serie (Weiss y Bennioff) mantuvieron la
coherencia interna con gran pericia, resultaba inevitable que el final dejara
algunos huecos. Esto no es aritmética,
y tantas líneas argumentales no podían clausurarse con total prolijidad.
¿Significa, entonces, que los 6 episodios finales de GOT fueron malos? De
ningún modo. Vamos a ello.
EPISODIO 1:
Dado que este crítico esperó hasta una semana después del final de la serie para
descargarla de la web y disfrutarla, los comentarios acerca de la vacuidad de
este capítulo (lo que incluyó artículos en el diario El Día de nuestra ciudad)
ya lo habían casi convencido de dicha realidad. Pero al verlo, nada resultó
menos cierto. De sólida factura, su trama es ajustada y lógica, presenta la
nueva situación (la llegada de Daenerys y sus tropas a Invernalia) con
coherencia interna y ofrece un panóptico realista acerca de cada personaje
importante. Cada uno asume su “lugar” y acepta la lógica de sus propias
decisiones de acuerdo al enorme peligro que se avecina. Es el episodio más
“objetivo” y “racional” de todos y encuentra el tono justo de emotividad entre
los personajes. Si los “psico-fans” (fans sicópatas) querían algo así como John
Wick en Invernalia se equivocaron de producto.
EPISODIO 2:
Tan bueno y disfrutable como el anterior, resulta un dignísimo prólogo a la
batalla del apocalipsis, o sea, la confrontación final con los muertos que
caminan. Se muestran las cartas de cada uno como nunca, Jon descubre la verdad
sobre sí mismo y su linaje, y se logra comprender —por fin— qué “pito” toca
Bran, el Cuervo de Tres Ojos. Tenso, con momentos emotivos y algunas despedidas
que mueven a la lágrima, sólo se echa en falta, como en su predecesor, la cuasi
ausencia en pantalla de Cersei. Ya volveremos sobre el punto, pero este sí es
un error: como de costumbre, si el gran villano no está siempre, o casi, en
primer plano, su fuerza dramático-simbólica se desvanece y su figura pierde
potencia como oponente.
EPISODIO 3:
La gran decepción. Extenso, de casi hora y media de duración, la batalla que
presenta —que debería ser la más apremiante de esta historia— se diluye como acuarela
en el océano. Cinematográficamente hablando, que de eso se trata, resulta un
fiasco. Es algo así como asistir a una guerra de personas contra muñequitos
Lego; o peor aún, una pobre imitación de las masacres de porcelana en Matrix
2 y 3: basura carente de alma o pasión. Atención, este episodio de
GOT no es basura —se entiende— pero luce tan frío y mecanizado como aquella
bazofia. Primer error: la ambientación en medio de la noche y la niebla. Los
productores sabrán si ello obedeció a ahorrar en CGI o a qué diablos, pero EL
ENEMIGO NO SE VE!!! Y lo que no veo no me conmueve!!! (salvo que se sea Hitchcock y
se domine ampliamente el arte del suspenso y la administración de emociones
provenientes de lo que está fuera de cuadro, habilidad de la que carece el
director del capítulo). Lo poco que sí se ve, en planos cortos y con montaje
veloz, es una sucesión de “cosas” que se mueven y que supuestamente te matan,
pero de ahí a provocar angustia y empatía en el espectador hay un abismo
infranqueable. Segundo error: la falta de naturalidad y organicidad en las
propias acciones. Esto se advierte, más que nada, en los momentos que deberían
ser emocionantes y, sin embargo, nada transmiten. Apenas si el seco
agradecimiento de Bran hacia Theon, segundos antes de su muerte, causa algo de
emoción. Su decisión de luchar por aquellos a los que traicionó en el pasado lo
redime ante el espectador y estuvo bien resuelta. A diferencia de la batalla
por la Guardia de la Noche, años atrás, o como la más reciente entre los
bastardos —ambas brillantes y excelentemente rodadas— la que nos ocupa no logra
traspasar la pantalla ni se resuelve de manera satisfactoria. Todo es tan
inorgánico y notoriamente calculado, que la súbita aparición de Arya como la
aniquiladora del Rey de la Noche resulta anodina e intrascendente. Parece como
si hubieran echado a suertes qué personaje aún con vida tenía que eliminar al
zombie, y el resultado nos deja tan fríos como una noche al rocío. Está claro
para nosotros que este momento, tan esperado tanto por fans como por los
realizadores, acabó por subsumir la creatividad (y la desfachatez narrativa) de
las primeras temporadas en pos de una ejecución tan calculada como estéril. Por
querer contentar a todos, estamos seguros, acabaron por defraudar en grande.
Una pena.
EPISODIO 4:
Bueno, bastante sólido, pero no a la altura de los dos primeros. Lo mejor es la
fiesta inicial por la victoria, la que —entre miradas torvas y suspicacias
varias— nos recuerda el por qué esta historia nos hechizó en un principio. Pero
resulta desparejo y no logra ilustrar con eficacia la rápida y progresiva
transición de Daenerys hacia sus zonas más oscuras, así como simboliza mejor
que ninguna otra cosa la inexplicable transformación de Jon Snow en un títere
de fuerzas externas, en alguien incapaz de asumir su destino y obrar con
auténtico libre albedrío. De aquí hasta el final, Jon será otra persona, y ello
sin que medie una explicación plausible que lo justifique, más que el capricho
“clausuratorio” de los productores y
guionistas.
EPISODIO 5:
Muy probablemente el mejor de la temporada, aunque con notorias lagunas de
sentido, sin embargo. Otra vez se nos pide creer, aceptar, demasiadas cosas de
índole extrema, y ello atenta contra la credibilidad de la trama. Súper
ballestas gigantes que matan dragones de un simple disparo, pero que más tarde
—aunque haya más de 50 de ellas en línea sobre las murallas de Desembarco del
Rey— no pueden ni representar un mínimo reto para el dragón restante y su
“madre”; una flota poderosísima que resulta arrasada en segundos, etc. etc. Todo
ello —que afortunadamente no puede borrar lo integralmente bueno del episodio—
quita algo de brillo a un asedio a la ciudad real que se esperaba desde hace
años. Pero, por otro lado, el envío cuenta con otras fortalezas que lo rescatan
de la quema. La colosal tragedia que causa la furia vindicatoria de Daenerys
está muy bien ilustrada, tanto como la impotente angustia de quienes querían
evitar, precisamente, tal matanza. El enfrentamiento entre los hermanos Clegane
también está okay, aunque contiene un alto elemento gore más digno de Sam Raimi
que de GOT. También resulta un acierto el derrotero de Arya en medio del
horror, metáfora de la intensa búsqueda por su propia alma que emprendió cuando
abandonó al “Perro”. En lo que a ella respecta, el epílogo de su historia en el
episodio siguiente representa un nuevo viaje, ciertamente, pero esta vez desde
el autoconocimiento alcanzado. Pero si algo deja con un sabor ambiguo en la
boca, eso es el débil final de Cersei Lannister. Si bien es muy comprensible
que los guionistas acaben con los hermanos incestuosos abrazados ante la
muerte, no deja de ser menos cierto que la caída de la mampostería sobre ambos
se ilustró débil y pobremente. Uno hasta siente algo de pena por semejante
serpiente, y la verdad es que su maquiavélica e inacabable maldad merecía una
muerte más categórica y catárquica. Ocurre que los clímax en cine y tevé se
estructuran de forma que recojan la tensión que el argumento ha venido causando
(deliberadamente, claro) en el espectador, para luego forzarlo a liberar dicha
“fuerza” o “tensión” por medio de la resolución climática de la trama. En la
comedia romántica, por caso, eso sucede siempre con la escena que debe —obligatoriamente—
culminar con el beso y/o reconciliación de la pareja protagónica. En sintonía,
cuando vemos una película de 007 esperamos que Bond acabe sofisticada y
expeditivamente con el villano de turno, ya que si eso no sucede sentimos algo
muy parecido a un ‘coitus interruptus’.
Creemos, honestamente, que este punto es el más flojo de un episodio con
altibajos, cierto, pero que igualmente cumple con su cometido. Como lo
insinuamos al principio, cuando se han montado tantas expectativas acerca de
algo, resulta muy difícil cumplirlas para total satisfacción de todos. (Adenda:
el supuesto retroceso ético y moral de Jaimie Lannister, tan criticado por los
fans, no es tal. Él ha cambiado, por cierto, pero vuelve con su hermana —si
acaso puede salvarla— con el fin de que el bebé que espera vea la luz. Tanto si
muriera, que es lo que ocurrió, como si lograra huir con Cersei y vivir a su
lado con el niño, ambas opciones serían para él una forma de expiación y
penitencia. Como queda claro en varios pasajes previos, Jaimie ha desarrollado
una conciencia, y una que no lo deja en paz.).
EPISODIO 6 (FINAL):
Otra gran decepción. Mientras que El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey nos
sigue haciendo llorar a moco tendido cada vez que la revemos, con esos epílogos
emocionantes, desgarradores y profundos, GOT opta por un larguísimo capítulo
despedida obvio y casi innecesario. Lo único bueno y completamente sensato de
su trama es la muerte de Daenerys. Su final estaba escrito desde el primer día
que la conocimos, cuando aún la manipulaba su monstruoso y codicioso hermano.
Aquí debemos discrepar con los psico-fans y recordarles que la Madre de
Dragones no venía a liberar a nadie, sino a esclavizar a todos: su paz era la
de los cementerios; o se estaba con ella o en su absoluta contra. Los términos
medios no eran lo suyo. Desde la matanza de los esclavistas, innecesaria, nada
puede sorprendernos sobre ella, quien, por otra parte, ha asumido siempre una
conducta mesiánica: y ya se sabe en qué acaban los mesías convencidos de su
“misión”. Ahora bien, criticamos antes el giro velozmente abrupto en la
psicología de Jon Snow, y eso se advierte perfectamente en este episodio, ya
que si Tyrionne no lo induce (si no le “hace
la croqueta”, diríamos los argentos), él jamás hubiera hundido su daga en
la mujer amada. Esto está tan claro, que incluso en el momento final de la
historia Jon se sigue preguntando si hizo lo correcto. El dolor, la pena, está
claro que las cargará de por vida, pero realmente no tiene derecho a la duda:
las propias últimas palabras de la reina la muestran tal como era, una
megalómana autocrática y despótica. En cuanto a la reunión de los nobles, que
ha cosechado burlas por doquier, hay que decir que no es tan absurda como
parece, y que la situación desastrosa en que queda Poniente no permite una
solución diferente a este acuerdo “pre-pre-pre-democrático”.
Simplemente, las resoluciones para cada personaje lucen algo forzadas y poco
naturales, poco orgánicas respecto del propio relato. Aún así se llega al
definitivo final, con complacientes guiños de “género” —todo hay que decirlo—
más algunas arbitrariedades que uno hubiera deseado jamás se hubieran
producido. Que alguien como Jon, todo
nobleza, entrega y desinterés propio, deba acabar sus días —desobedeciendo,
además— sobreviviendo como pueda allende el Muro, causa vergüenza ajena y
deseos de estrangular a los guionistas. En definitiva, como ya apuntamos, el
más acertado destino resulta el de Arya Stark, toda una Marco Polo de Westeros.
Episodio demasiado alargado, inconexo, y abarrotado de corrección política, da
un aceptable cierre a la historia, pero no uno sobresaliente, que es lo que
hubiéramos deseado.
En
conclusión, hallamos que GOT abrió demasiadas líneas narrativas y expandió su
abanico argumental más allá de lo aconsejable, de modo que ningún final hubiera
resultado tan prolijo y “ajustado” como sí lucían los eventos de las primeras
temporadas. Ha sido un digno final, cuyas críticas tienen algo de asidero pero
no toda la razón, así como resulta astronómicamente absurda la petición global
por rehacer la temporada, un pedido propio de alienados. ¿Se podía hacer mejor?
La respuesta es sí, pero con condiciones: la primera, que hubiera detrás una
serie de novelas ya terminada, sobre la cual poder reescribir la historia a
gusto y placer del medio audiovisual; y la segunda, que la propia trama de
Martin estuviera tan, pero tan bien elaborada y pensada como Tolkien lo hizo
antaño con la suya. Sólo así se hubiera podido reclamar una conclusión más
sólida para esta titánica serie, la que no puede ser opacada o despreciada por
ciertas endebles decisiones que se tomaron para su conclusión. Para ser justos,
tanta ansiedad, tanta expectativa acumulada a presión, no podía resolverse a
satisfacción de todos. Se ha hecho lo mejor que se pudo, que no es poco. Tal
vez hubiera sido necesario que las dos últimas temporadas contasen con diez
envíos cada una, como las anteriores, y así cerrar mejor algunas historias.
Pero ello ya es contra fáctico. El final de GOT ha llegado, y es el que es. Ni
mucho menos perfecto, pero de ningún modo un fiasco. De esos hay muchos, y
todos en la pantalla grande. Game of Thrones ha dignificado
enormemente la televisión, o como se llame a los nuevos modos de ver historias
en casa: no es poca cosa; nunca lo será. Quienes la han destrozado, aún con una
pequeña parte de razón, jamás han hecho otra cosa que jugar con una consola
digital. En cambio, todo ese corajudo equipo de realizadores se lanzó a la
aventura e “HIZO” una serie monumental. La perfección es para los cementerios;
lo perfectible es propio de los vivos.-
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