Por Leonardo L. Tavani
La serie mezcla con gran acierto
todas las mitologías occidentales acerca del demonio y la brujería con un
relato vibrante y siempre atractivo, uno que se encarga de mostrar cómo ese
mundo primitivo (o mejor, primigenio) repta sigiloso por entre las grietas de
la sociedad posmoderna hasta adueñarse de ella por completo. Esta Sabrina se
pregunta desde el vamos si aquello que se espera de ella es lo correcto, si
acaso el Señor Oscuro no es —como lo pintan los mortales— el ‘mal’ encarnado;
ella no quiere firmar un pacto que le quite libre albedrío ni voluntad, y en
pos de tomar la decisión correcta descubrirá que la Iglesia de la Oscuridad no
es lo que parece ni su Señor el tan benévolo humanista que alega ser. Aunque
podría, con todo derecho, ser un producto adolescente para adolescentes, The
Chilling Adventures of Sabrina tiene la inteligencia de brindarse a
todos los públicos sin renegar por ello de sus originales destinatarios; y si
funciona —¡y vaya si lo hace!— es merced, antes que nada, a sus magníficos
protagonistas. Kieran Sipka (¡vaya uno a saber de dónde diablos salió!) resulta
una Sabrina sencillamente PER-FEC-TA! Pícara cuando debe serlo, vulnerable
apenas lo suficiente, carismática siempre, la joven actriz es una absoluta
revelación que construye un personaje tridimensional, agudo y siempre creíble.
¡Y sexy, si acaso hacía falta! Su performance se agiganta al estar
perfectamente a la altura de dos actrices de fuste, la magnífica Miranda Otto
(Éowyn en El Señor de los Anillos), quien se luce como la ególatra tía
Zelda, una bruja ideológicamente convencida de su pertenencia a la Iglesia de
la Oscuridad (y perpetuamente indignada por la iconoclastia de su sobrina); y
por cierto la balsámica participación de otra actriz británica de lujo, Lucy
Davis (la adorable Etta James de Wonder Woman), quien le brinda
múltiples facetas a su aparentemente sumisa tía Hilda, un personaje que irá
creciendo conforme la trama se dispare hacia territorios insospechados. Y si
ellas son de lo mejor de esta producción, qué decir entonces de otra inglesa
que se las trae, la sorprendente Michelle Gomez (Missy, la versión femenina del
Maestro en Doctor Who), verdaderamente perversa en la piel de… no, no,no…
no se puede… ¡descúbranlo por ustedes mismos…! Lo cierto es que todos los
intérpretes están sencillamente perfectos, lo que no quita que destaquemos a Richard
Coyle en la piel del sibilino Padre Blackwood, Sumo Sacerdote y Director de la
Academia de Artes Oscuras, quien brinda una performance perfecta como este
narcisista, elitista, discriminador y probablemente homicida hechicero.
Visualmente la serie es otra cosa: un genuino festín para la vista. Rodada en
pantalla ancha (2:35.1), utiliza filtros y distorsionadores para brindar planos
con foco correcto en el centro del cuadro visual y laterales fuera del mismo,
los que además lucen como si una pátina de bruma los cubriera. La iluminación
es tenue y crea absolutamente siempre sombras, claroscuros y efectos ópticos de
gran sutileza y belleza. Es otro de los grandes aciertos de esta producción inusual
en el género, así como igualmente lo son sus espléndidos guiones, que bordan
una historia atractiva, atrapante y difícil de soltar. Si somos demasiado
escuetos en cuanto a ella, es porque apenas disparada en el episodio uno, la
trama va creciendo exponencialmente y permite ir devanando el ovillo hasta el
sorprendente final del episodio diecinueve, el último de la segunda temporada,
y no conviene develar nada acerca de ella. Como ocurrió con Westworld,
“The
Chilling…” cierra el primer arco argumental con dicha conclusión,
aunque permitiendo un epílogo que deja en claro el retorno de nuestros amigos
en una tercera etapa. Realmente lograda, apasionante incluso y con la
inteligente pretensión de llegar a públicos de diferentes edades, esta nueva
“Sabrina” abre la puerta a un universo casi imposible de abandonar. Un
verdadero golazo de Netflix y Warner Televisión.-
Ahora nos ocuparemos de la opresiva Chernobyl
(Excelente ★★★★★), brillante y escalofriante miniserie de
5 episodios que cuenta en primera persona, y por vez primera con la información
completa y veraz acerca de las causas de la explosión, las vicisitudes de la
horrorosa tragedia de la central nuclear de Chernóbil (ciudad del norte de
Ucrania, entonces todavía parte de la URSS), ocurrida la madrugada del 26 de
abril de 1986. La trama toma los diarios clandestinos (grabados en cassettes de
audio) que filtró a occidente antes de suicidarse el científico nuclear Valery
Legasov, quien se ahorcó el 26 de abril de 1988, exactamente dos años después
de la tragedia. De no hacerlo, el cáncer que lo consumía se hubiera encargado
de él en poco tiempo más. Sus palabras en el prólogo de la miniserie, que de
hecho son las últimas del epílogo, reflejan fielmente el único “mensaje” que
esta aterrorizante producción pretende dejar: no hay que temerle al costo de la
verdad, hay que temer el costo de las mentiras. Legasov, quien aquel año sería
enviado a Austria para dar una conferencia “tranquilizadora”, en la que ocultó
y distorsionó información vital por presión del gobierno soviético y la KGB,
fue el experto “gentilmente obligado” por el gobierno de Gorbachov para
asesorar y acompañar al ministro de energía Boris Scherbina (Stellan Skarsgard),
quien murió víctima de complicaciones oncológicas causadas por la radiación el
22 de agosto de 1990. El relato, de una verosimilitud perturbadora, sigue de
manera sistémica a un puñado de personajes (estrictamente reales y con sus
verídicos nombres) que se ven inmersos en la progresión de la tragedia, tales
como uno de los bomberos enviado a lo que (en un principio) se creía apenas un
incendio en la planta. Tanto él como su esposa, con sus trágicos destinos,
sirven de ejemplo a la magnitud del horror deshumanizante que padecieron tantos
millares más. Por otra parte, Legasov, Scherbina y un par más de personalidades
retratadas aquí, componen la parte “gubernamental” de la historia, la que
muestra descarnadamente cómo se ocultó la verdad, se minimizó la cuantía del
siniestro y se cargó la culpa sobre los hombros de un par de ineptos —que lo
eran, sin dudas— pero que no representaban otra cosa que un engranaje más en la
burocrática y autoritaria ineficacia de un Estado elefantiásico e incapaz de
interpelarse a sí mismo.
Ya en el episodio uno el espectador no puede evitar
recordar las recientísimas y bufonescas declaraciones de ese canalla llamado
Nicolás Maduro, quien continuó su descenso a los infiernos de la estupidez
acusando a espías de EE UU por el mega corte de energía padecido en Venezuela
meses atrás. Como todos los payasos totalitarios, como todos los estados
autoritarios, Maduro recrea la realidad a su antojo y evita reconocer que ya no
pueden generar ni procesar energía porque su dictadura (heredera de las
políticas irracionales de su idolatrado antecesor) ha pulverizado el sano
equilibrio capitalista que se ilustra en el ciclo “inversión-sostenimiento en el tiempo de políticas serias-impuestos y
tarifas sensatas-reinversión y mejoramiento del sistema”. Aunque la
tragedia de 1986 sea mucho peor por las consecuencias humanas y
medioambientales que implicó, implica e implicará (dentro de 500 años los
niveles de radiación a más de 40 km a la redonda de la planta seguirán estando
muy por encima de lo tolerable por el organismo humano), la analogía con las
desventuras sufridas por el pueblo caribeño bien valen el enojo de algún lector
‘padeciente’ de “ideologitis” (‘dícese de la inflamación aguda de la ideología’,
usualmente dañina tanto para el paciente como para su entorno). La URSS, madre
de todos los regímenes totalitarios del siglo XX y el actual, permitió —gracias a su discurso y praxis tendientes a
endiosar ficticiamente al proletariado interpretando y pervirtiendo el pleno
sentido del término “igualdad”; lo que en la práctica significó “darle poder” a
burócratas resentidos, ignorantes henchidos de orgullo por “tener una cuota de
dicho poder” y lameculos del politburó, quienes preferirían (y prefirieron…)
que un tercio del planeta se contaminara con radiación a “poner en riesgo su
posición”— que la sobredimensionada estructura que creó alrededor de su
“utopía comunista”, y la subsecuente persecución ideológica necesaria para
hacerla posible y sostenerla en el tiempo, se colocaran por delante de la eficiencia
operativa y de los mismísimos seres humanos y sus necesidades. Los que
proclamaban venir a liberar al hombre de la asquerosa esclavitud
capitalista-burguesa, acabaron por someterlo aun más humillantemente a la
imposibilidad de pensar por sí mismo, a someterse a la autoridad omnímoda del
estado, la delación como cultura y la obediencia ciega y sin cuestionamientos.
Esta disquisición de filosofía política es precisamente la que se desprende de
cada fotograma de Chernobyl, miniserie que nos alerta acerca del peligro más
grande que enfrentamos como especie: la necesidad que tenemos de que otros
piensen por nosotros mismos y los espeluznantes límites que traspasamos para
lograrlo y “justificarlo”. La URSS, incluso en ese período —en el que empezaba
la glasnot, o sea el deshielo— puso
tanto en este como en otros casos al “Estado” por delante del individuo, o sea,
al tutor de la ideología y al garante del “sistema” por encima de las
necesidades del pueblo, que debería ser el verdadero destinatario de toda
política y toda praxis gubernamental. En fin, indicando que
cinematográficamente hablando Chernobyl es una producción
sencillamente perfecta y emocionante, hemos dejado ese aspecto en un segundo
plano porque si algo ejemplifica sus logros mejor que ninguna otra cosa, eso es
la profunda discusión humanista y política que su visionado provoca. Aún así, y
como nota al margen, destaquemos el apabullante crescendo dramático del
implacable episodio final, verdadera obra maestra que deja al televidente
completamente escalofriado. Imprescindible y obligatoria.
Ahora nos ocuparemos de La
Chica del Tambor / The Little
Drummer Girl (AMC y BBC, 2018) (Muy
Buena ★★★★),
miniserie de 6 episodio que adapta por vez primera para la pantalla chica la
célebre novela de John LeCarré. Llevada al cine en 1984 por George Roy Hill
(director de la ya mítica El Golpe/ The Sting; 1973) con resultados ambiguos, la trama de la nueva
versión transcurre en 1979, luego de un atentado terrorista a la residencia de
un diplomático israelí en Berlín Occidental. Un pequeño comando de Inteligencia
del Mossad viaja a la ciudad para montar una red que logre desbaratar la célula
palestina culpable del hecho. Para lograr la infiltración echarán mano de una
joven actriz del ‘under’ apodada Charlie, quien venía coqueteando con grupos
pro palestinos desde un tiempo antes, asistiendo a sus mítines y reuniones
clandestinas. Su reclutamiento será un proceso poco ortodoxo, en el que estarán
en juego cosas más profundas que la ideología o el odio racial. Producida,
entre otros, por los dos hijos mayores del novelista y por él mismo, la
historia —a pesar de contar con todo el tiempo del mundo para su exposición—
tropieza más de una vez con idénticos obstáculos que el filme de los ‘80s;
especialmente en los dos primeros episodios, innecesariamente densos y algo
desparejos. A diferencia de Diane Keaton, que entonces subrayaba demasiado
tanto las características morales como la personalidad de Charlie, la británica
Florence Pugh realiza una tarea conmovedora y de un vitalismo apabullante. Su
personaje resulta contradictorio, lleno de agujeros que busca llenar con lo que
puede, camaleónico y ambiguo tanto arriba como debajo del escenario, alguien
que vive otras vidas para tolerar la propia. Pugh entrega una actuación que
deja con la boca abierta y que además otorga el absoluto interés que la
producción genera. Ella y Michael Shannon (el Zod de Man of Steel) representan
la cota actoral más alta de esta miniserie, teniendo este último un dificultoso
reto, el de volver creíble un personaje que debe tomar decisiones éticamente
cuestionables para obtener el resultado buscado. Por otra parte, Alexander
Skarsgard —hijo de Stellan y usualmente muy buen intérprete— entrega un
personaje que resulta seco y distante, y que si bien así se supone que aparente
ser, aquí nos referimos a la monolítica “monogestualidad”
con que lo encara. Por momentos se le hace muy difícil al espectador creer
realmente que este agente parcialmente retirado, reclutado otra vez por lo
delicado de la operación, pueda despertar las ambiguas pasiones que
supuestamente enciende en Charlie, así como tampoco logra transmitir cabalmente
las tensiones internas que le provoca verla en brazos de su objetivo. Así y
todo, nuestra calificación se debe a que, a pesar de ciertas ambigüedades
argumentales y una parcial morosidad del relato en sus primeros tres envíos, La
Chica del Tambor se yergue por sobre sus pocos defectos y entrega un relato
bastante sólido, que siempre —aún con titubeos— sostiene el interés y que, especialmente
en el extenso y angustiante segmento en El Líbano, logra justificar con creces
su visionado. Muy, muy sólida como relato de espionaje, presentando ese tipo de
historia tan cara a Le Carré (y además, realista), que consiste en el drama
privado de aquellas personas ordinarias reclutadas para el “servicio” (caso su
“El Honorable Colegial”, “El Amante Ingenuo y Sentimental”, “El Espía Perfecto”, “La Casa Rusia” o “el Infiltrado”, todas ellas presentando civiles que se ven
envueltos en un juego peligroso cuyas reglas ponen otros); y por otro lado
amargamente escéptica, desencantada y pesimista en su mensaje. Despareja por
momentos, interesante siempre, The Little Drummer Girl no será
perfecta, pero se acerca tanto que bien vale la pena y el tiempo invertido en
verla. Una perlita.
Ahora toca el turno de la magnífica Gentleman
Jack (2019) (Excelente ★★★★★),
producción de la BBC presentada por HBO, creada y escrita íntegramente por
Sally Wainwright basándose en los diarios íntimos de Anne Lister. Estamos en
Halifax, 1832, y Anne Lister es la heredera legal de Shibdon Hall y sus tierras
anexas. Se trata de un hombre encerrado en el cuerpo de una mujer, una
aberración para la Inglaterra victoriana y puritana, cuya vida fue un intento
desenfrenado por romper moldes, escandalizar al prójimo y asumir la mayor
autonomía sobre su propia vida. No le fue fácil, indudablemente, pero Anne dejó
una detallada bitácora de su vida, logros y derrotas en sus extensos diarios,
escritos y compilados a lo largo de toda su vida. Consciente de lo explosivo de
su contenido, lo escribió con un sistema propio de taquigrafía, lo que hizo
imposible decodificarlos hasta cerca de la década de los ‘80s. Si bien a
cualquier lector le es lícito creer que esta es una producción que aprovecha el
clima de época, y por ello tildarla de oportunista, lo cierto es que nada está
más lejos de sus genuinas intenciones. Aunque el mensaje pro igualitario está
presente, ¡y cómo evitarlo! (atento a su tema), Gentleman Jack habla en
realidad de la Libertad, así con mayúsculas, y de la libertad, así con
minúsculas, y de cómo luchar por obtener la primera y conquistar la segunda,
para así ser seres humanos integrales, no divididos ni por el “deber ser”, las
ideologías, las religiones o el “statu quo”. La irlandesa Suranne Jones merece
todos los premios del planeta por su vívida, comprometida y apabullante
interpretación de esta mujer pre-transgénero que no le tuvo miedo al qué dirán
ni a la discriminación, y que peleó más que un hombre por su libertad de elección
y sus propios derechos. Contada casi como un thriller, en el que se mezclan
elementos como el robo del carbón de sus vetas por parte de un magistrado
todopoderoso y corrupto, un inquilino violento que acaba como los cerdos (¡ya
verán a qué nos referimos!), etc, etc, todo ello se inmiscuye —empero— en el
eje de esta historia, que es la pasión primero, y el amor después, que nacerá
entre Lister y Anne Walker (Sophie Rundle, impecable en este rol), una frágil y
triste heredera que deberá sufrir horrores antes de atreverse a romper las
tradiciones más sólidas. Narrada con un oficio superlativo, fotografiada como
los dioses, dueña de un guión simplemente perfecto, los 8 episodios de esta
primera temporada resultan una fiesta para el espectador inteligente, y un
desafío para todo aquel que ose poner en entredicho sus monolíticas
convicciones. Dueña de una libertad de pensamiento tan vívida como la de
protagonista, Gentleman Jack se yergue como una serie digna de discusión
(amén de difusión, claro está), y una capaz de divertir, maravillar, hacer
pensar y hasta romper moldes ancestrales, que no es poca cosa. Decir más sobre
ella sería hacerle flaco favor, ya que la gran fortaleza de esta serie consiste
en la hipnótica cualidad que provee su visionado, una tanda de ocho orgasmos de
una hora de duración cada uno… Y ya se sabe, dos cosas hay que no pueden
explicarse sino experimentarse, el dolor de muelas y el éxtasis sexual. Así
pues, qué mejor que disfrutar de esta astuta, inteligente y atrapante
producción; tan, pero tan parecida al placer que no nos podemos negar a ella:
hay que sucumbir de lleno en sus brazos. Simplemente perfecta.-
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