Más Series para disfrutar el inicio del Invierno: De todo, como en Botica





Por Leonardo L. Tavani
Nuestra primera crítica es para Chilling Adventures of Sabrina (Muy Buena ★★★★), la muy elogiable recreación que Roberto Aguirre-Sacasa ha realizado para Netflix y Warner Televisión, basándose en el famoso cómic para adolescentes Sabrina, the Teenage Witch (Archie Comics Inc.). La sitcom juvenil de los ‘90s ha quedado bien atrás y la nueva producción que nos ocupa trae a Sabrina al siglo XXI, dándole un giro bien oscuro y rodeándola de una mitología atractiva e inteligente. Las dos temporadas lanzadas hasta ahora, 2018 (10 episodios) y 2019 (9 episodios), no buscan renegar del pasado ni mucho menos, pero esta Sabrina ya no es una chica ingenua preocupada por tal o cual chico o por qué atuendo le queda mejor, sino una jovencita inteligente y con carácter, una huérfana criada por sus tías y a punto de cumplir 16 años, lo que sucederá el mismo día de Halloween, momento en que deba asistir al claro del bosque de Greendale para firmar el Libro de la Oscuridad, lo que la confirmará como una bruja definitivamente entregada al servicio del Señor Oscuro. Nuestra chica es ‘mestiza’, hija de una humana y un hechicero, quien fuera nada menos que el sumo sacerdote del aquelarre local. Pero lo que Sabrina ignora es que ella es el elemento fundamental de una trama más siniestra que ha sido urdida por el mismísimo Lucifer.

            La serie mezcla con gran acierto todas las mitologías occidentales acerca del demonio y la brujería con un relato vibrante y siempre atractivo, uno que se encarga de mostrar cómo ese mundo primitivo (o mejor, primigenio) repta sigiloso por entre las grietas de la sociedad posmoderna hasta adueñarse de ella por completo. Esta Sabrina se pregunta desde el vamos si aquello que se espera de ella es lo correcto, si acaso el Señor Oscuro no es —como lo pintan los mortales— el ‘mal’ encarnado; ella no quiere firmar un pacto que le quite libre albedrío ni voluntad, y en pos de tomar la decisión correcta descubrirá que la Iglesia de la Oscuridad no es lo que parece ni su Señor el tan benévolo humanista que alega ser. Aunque podría, con todo derecho, ser un producto adolescente para adolescentes, The Chilling Adventures of Sabrina tiene la inteligencia de brindarse a todos los públicos sin renegar por ello de sus originales destinatarios; y si funciona —¡y vaya si lo hace!— es merced, antes que nada, a sus magníficos protagonistas. Kieran Sipka (¡vaya uno a saber de dónde diablos salió!) resulta una Sabrina sencillamente PER-FEC-TA! Pícara cuando debe serlo, vulnerable apenas lo suficiente, carismática siempre, la joven actriz es una absoluta revelación que construye un personaje tridimensional, agudo y siempre creíble. ¡Y sexy, si acaso hacía falta! Su performance se agiganta al estar perfectamente a la altura de dos actrices de fuste, la magnífica Miranda Otto (Éowyn en El Señor de los Anillos), quien se luce como la ególatra tía Zelda, una bruja ideológicamente convencida de su pertenencia a la Iglesia de la Oscuridad (y perpetuamente indignada por la iconoclastia de su sobrina); y por cierto la balsámica participación de otra actriz británica de lujo, Lucy Davis (la adorable Etta James de Wonder Woman), quien le brinda múltiples facetas a su aparentemente sumisa tía Hilda, un personaje que irá creciendo conforme la trama se dispare hacia territorios insospechados. Y si ellas son de lo mejor de esta producción, qué decir entonces de otra inglesa que se las trae, la sorprendente Michelle Gomez (Missy, la versión femenina del Maestro en Doctor Who), verdaderamente perversa en la piel de… no, no,no… no se puede… ¡descúbranlo por ustedes mismos…! Lo cierto es que todos los intérpretes están sencillamente perfectos, lo que no quita que destaquemos a Richard Coyle en la piel del sibilino Padre Blackwood, Sumo Sacerdote y Director de la Academia de Artes Oscuras, quien brinda una performance perfecta como este narcisista, elitista, discriminador y probablemente homicida hechicero. Visualmente la serie es otra cosa: un genuino festín para la vista. Rodada en pantalla ancha (2:35.1), utiliza filtros y distorsionadores para brindar planos con foco correcto en el centro del cuadro visual y laterales fuera del mismo, los que además lucen como si una pátina de bruma los cubriera. La iluminación es tenue y crea absolutamente siempre sombras, claroscuros y efectos ópticos de gran sutileza y belleza. Es otro de los grandes aciertos de esta producción inusual en el género, así como igualmente lo son sus espléndidos guiones, que bordan una historia atractiva, atrapante y difícil de soltar. Si somos demasiado escuetos en cuanto a ella, es porque apenas disparada en el episodio uno, la trama va creciendo exponencialmente y permite ir devanando el ovillo hasta el sorprendente final del episodio diecinueve, el último de la segunda temporada, y no conviene develar nada acerca de ella. Como ocurrió con Westworld, “The Chilling…” cierra el primer arco argumental con dicha conclusión, aunque permitiendo un epílogo que deja en claro el retorno de nuestros amigos en una tercera etapa. Realmente lograda, apasionante incluso y con la inteligente pretensión de llegar a públicos de diferentes edades, esta nueva “Sabrina” abre la puerta a un universo casi imposible de abandonar. Un verdadero golazo de Netflix y Warner Televisión.-

            Ahora nos ocuparemos de la opresiva Chernobyl (Excelente ★★★★★), brillante y escalofriante miniserie de 5 episodios que cuenta en primera persona, y por vez primera con la información completa y veraz acerca de las causas de la explosión, las vicisitudes de la horrorosa tragedia de la central nuclear de Chernóbil (ciudad del norte de Ucrania, entonces todavía parte de la URSS), ocurrida la madrugada del 26 de abril de 1986. La trama toma los diarios clandestinos (grabados en cassettes de audio) que filtró a occidente antes de suicidarse el científico nuclear Valery Legasov, quien se ahorcó el 26 de abril de 1988, exactamente dos años después de la tragedia. De no hacerlo, el cáncer que lo consumía se hubiera encargado de él en poco tiempo más. Sus palabras en el prólogo de la miniserie, que de hecho son las últimas del epílogo, reflejan fielmente el único “mensaje” que esta aterrorizante producción pretende dejar: no hay que temerle al costo de la verdad, hay que temer el costo de las mentiras. Legasov, quien aquel año sería enviado a Austria para dar una conferencia “tranquilizadora”, en la que ocultó y distorsionó información vital por presión del gobierno soviético y la KGB, fue el experto “gentilmente obligado” por el gobierno de Gorbachov para asesorar y acompañar al ministro de energía Boris Scherbina (Stellan Skarsgard), quien murió víctima de complicaciones oncológicas causadas por la radiación el 22 de agosto de 1990. El relato, de una verosimilitud perturbadora, sigue de manera sistémica a un puñado de personajes (estrictamente reales y con sus verídicos nombres) que se ven inmersos en la progresión de la tragedia, tales como uno de los bomberos enviado a lo que (en un principio) se creía apenas un incendio en la planta. Tanto él como su esposa, con sus trágicos destinos, sirven de ejemplo a la magnitud del horror deshumanizante que padecieron tantos millares más. Por otra parte, Legasov, Scherbina y un par más de personalidades retratadas aquí, componen la parte “gubernamental” de la historia, la que muestra descarnadamente cómo se ocultó la verdad, se minimizó la cuantía del siniestro y se cargó la culpa sobre los hombros de un par de ineptos —que lo eran, sin dudas— pero que no representaban otra cosa que un engranaje más en la burocrática y autoritaria ineficacia de un Estado elefantiásico e incapaz de interpelarse a sí mismo.

 Ya en el episodio uno el espectador no puede evitar recordar las recientísimas y bufonescas declaraciones de ese canalla llamado Nicolás Maduro, quien continuó su descenso a los infiernos de la estupidez acusando a espías de EE UU por el mega corte de energía padecido en Venezuela meses atrás. Como todos los payasos totalitarios, como todos los estados autoritarios, Maduro recrea la realidad a su antojo y evita reconocer que ya no pueden generar ni procesar energía porque su dictadura (heredera de las políticas irracionales de su idolatrado antecesor) ha pulverizado el sano equilibrio capitalista que se ilustra en el ciclo “inversión-sostenimiento en el tiempo de políticas serias-impuestos y tarifas sensatas-reinversión y mejoramiento del sistema”. Aunque la tragedia de 1986 sea mucho peor por las consecuencias humanas y medioambientales que implicó, implica e implicará (dentro de 500 años los niveles de radiación a más de 40 km a la redonda de la planta seguirán estando muy por encima de lo tolerable por el organismo humano), la analogía con las desventuras sufridas por el pueblo caribeño bien valen el enojo de algún lector ‘padeciente’ de “ideologitis” (‘dícese de la inflamación aguda de la ideología’, usualmente dañina tanto para el paciente como para su entorno). La URSS, madre de todos los regímenes totalitarios del siglo XX y el actual, permitió —gracias a su discurso y praxis tendientes a endiosar ficticiamente al proletariado interpretando y pervirtiendo el pleno sentido del término “igualdad”; lo que en la práctica significó “darle poder” a burócratas resentidos, ignorantes henchidos de orgullo por “tener una cuota de dicho poder” y lameculos del politburó, quienes preferirían (y prefirieron…) que un tercio del planeta se contaminara con radiación a “poner en riesgo su posición”— que la sobredimensionada estructura que creó alrededor de su “utopía comunista”, y la subsecuente persecución ideológica necesaria para hacerla posible y sostenerla en el tiempo, se colocaran por delante de la eficiencia operativa y de los mismísimos seres humanos y sus necesidades. Los que proclamaban venir a liberar al hombre de la asquerosa esclavitud capitalista-burguesa, acabaron por someterlo aun más humillantemente a la imposibilidad de pensar por sí mismo, a someterse a la autoridad omnímoda del estado, la delación como cultura y la obediencia ciega y sin cuestionamientos. Esta disquisición de filosofía política es precisamente la que se desprende de cada fotograma de Chernobyl, miniserie que nos alerta acerca del peligro más grande que enfrentamos como especie: la necesidad que tenemos de que otros piensen por nosotros mismos y los espeluznantes límites que traspasamos para lograrlo y “justificarlo”. La URSS, incluso en ese período —en el que empezaba la glasnot, o sea el deshielo— puso tanto en este como en otros casos al “Estado” por delante del individuo, o sea, al tutor de la ideología y al garante del “sistema” por encima de las necesidades del pueblo, que debería ser el verdadero destinatario de toda política y toda praxis gubernamental. En fin, indicando que cinematográficamente hablando Chernobyl es una producción sencillamente perfecta y emocionante, hemos dejado ese aspecto en un segundo plano porque si algo ejemplifica sus logros mejor que ninguna otra cosa, eso es la profunda discusión humanista y política que su visionado provoca. Aún así, y como nota al margen, destaquemos el apabullante crescendo dramático del implacable episodio final, verdadera obra maestra que deja al televidente completamente escalofriado. Imprescindible y obligatoria.

            Ahora nos ocuparemos de La Chica del Tambor / The Little Drummer Girl (AMC y BBC, 2018) (Muy Buena ★★★★), miniserie de 6 episodio que adapta por vez primera para la pantalla chica la célebre novela de John LeCarré. Llevada al cine en 1984 por George Roy Hill (director de la ya mítica El Golpe/ The Sting; 1973) con resultados ambiguos, la trama de la nueva versión transcurre en 1979, luego de un atentado terrorista a la residencia de un diplomático israelí en Berlín Occidental. Un pequeño comando de Inteligencia del Mossad viaja a la ciudad para montar una red que logre desbaratar la célula palestina culpable del hecho. Para lograr la infiltración echarán mano de una joven actriz del ‘under’ apodada Charlie, quien venía coqueteando con grupos pro palestinos desde un tiempo antes, asistiendo a sus mítines y reuniones clandestinas. Su reclutamiento será un proceso poco ortodoxo, en el que estarán en juego cosas más profundas que la ideología o el odio racial. Producida, entre otros, por los dos hijos mayores del novelista y por él mismo, la historia —a pesar de contar con todo el tiempo del mundo para su exposición— tropieza más de una vez con idénticos obstáculos que el filme de los ‘80s; especialmente en los dos primeros episodios, innecesariamente densos y algo desparejos. A diferencia de Diane Keaton, que entonces subrayaba demasiado tanto las características morales como la personalidad de Charlie, la británica Florence Pugh realiza una tarea conmovedora y de un vitalismo apabullante. Su personaje resulta contradictorio, lleno de agujeros que busca llenar con lo que puede, camaleónico y ambiguo tanto arriba como debajo del escenario, alguien que vive otras vidas para tolerar la propia. Pugh entrega una actuación que deja con la boca abierta y que además otorga el absoluto interés que la producción genera. Ella y Michael Shannon (el Zod de Man of Steel) representan la cota actoral más alta de esta miniserie, teniendo este último un dificultoso reto, el de volver creíble un personaje que debe tomar decisiones éticamente cuestionables para obtener el resultado buscado. Por otra parte, Alexander Skarsgard —hijo de Stellan y usualmente muy buen intérprete— entrega un personaje que resulta seco y distante, y que si bien así se supone que aparente ser, aquí nos referimos a la monolítica “monogestualidad” con que lo encara. Por momentos se le hace muy difícil al espectador creer realmente que este agente parcialmente retirado, reclutado otra vez por lo delicado de la operación, pueda despertar las ambiguas pasiones que supuestamente enciende en Charlie, así como tampoco logra transmitir cabalmente las tensiones internas que le provoca verla en brazos de su objetivo. Así y todo, nuestra calificación se debe a que, a pesar de ciertas ambigüedades argumentales y una parcial morosidad del relato en sus primeros tres envíos, La Chica del Tambor se yergue por sobre sus pocos defectos y entrega un relato bastante sólido, que siempre —aún con titubeos— sostiene el interés y que, especialmente en el extenso y angustiante segmento en El Líbano, logra justificar con creces su visionado. Muy, muy sólida como relato de espionaje, presentando ese tipo de historia tan cara a Le Carré (y además, realista), que consiste en el drama privado de aquellas personas ordinarias reclutadas para el “servicio” (caso su “El Honorable Colegial”, “El Amante Ingenuo y Sentimental”, “El Espía Perfecto”, “La Casa Rusia” o “el Infiltrado”, todas ellas presentando civiles que se ven envueltos en un juego peligroso cuyas reglas ponen otros); y por otro lado amargamente escéptica, desencantada y pesimista en su mensaje. Despareja por momentos, interesante siempre, The Little Drummer Girl no será perfecta, pero se acerca tanto que bien vale la pena y el tiempo invertido en verla. Una perlita.

            Ahora toca el turno de la magnífica Gentleman Jack (2019) (Excelente ★★★★★), producción de la BBC presentada por HBO, creada y escrita íntegramente por Sally Wainwright basándose en los diarios íntimos de Anne Lister. Estamos en Halifax, 1832, y Anne Lister es la heredera legal de Shibdon Hall y sus tierras anexas. Se trata de un hombre encerrado en el cuerpo de una mujer, una aberración para la Inglaterra victoriana y puritana, cuya vida fue un intento desenfrenado por romper moldes, escandalizar al prójimo y asumir la mayor autonomía sobre su propia vida. No le fue fácil, indudablemente, pero Anne dejó una detallada bitácora de su vida, logros y derrotas en sus extensos diarios, escritos y compilados a lo largo de toda su vida. Consciente de lo explosivo de su contenido, lo escribió con un sistema propio de taquigrafía, lo que hizo imposible decodificarlos hasta cerca de la década de los ‘80s. Si bien a cualquier lector le es lícito creer que esta es una producción que aprovecha el clima de época, y por ello tildarla de oportunista, lo cierto es que nada está más lejos de sus genuinas intenciones. Aunque el mensaje pro igualitario está presente, ¡y cómo evitarlo! (atento a su tema), Gentleman Jack habla en realidad de la Libertad, así con mayúsculas, y de la libertad, así con minúsculas, y de cómo luchar por obtener la primera y conquistar la segunda, para así ser seres humanos integrales, no divididos ni por el “deber ser”, las ideologías, las religiones o el “statu quo”. La irlandesa Suranne Jones merece todos los premios del planeta por su vívida, comprometida y apabullante interpretación de esta mujer pre-transgénero que no le tuvo miedo al qué dirán ni a la discriminación, y que peleó más que un hombre por su libertad de elección y sus propios derechos. Contada casi como un thriller, en el que se mezclan elementos como el robo del carbón de sus vetas por parte de un magistrado todopoderoso y corrupto, un inquilino violento que acaba como los cerdos (¡ya verán a qué nos referimos!), etc, etc, todo ello se inmiscuye —empero— en el eje de esta historia, que es la pasión primero, y el amor después, que nacerá entre Lister y Anne Walker (Sophie Rundle, impecable en este rol), una frágil y triste heredera que deberá sufrir horrores antes de atreverse a romper las tradiciones más sólidas. Narrada con un oficio superlativo, fotografiada como los dioses, dueña de un guión simplemente perfecto, los 8 episodios de esta primera temporada resultan una fiesta para el espectador inteligente, y un desafío para todo aquel que ose poner en entredicho sus monolíticas convicciones. Dueña de una libertad de pensamiento tan vívida como la de protagonista, Gentleman Jack se yergue como una serie digna de discusión (amén de difusión, claro está), y una capaz de divertir, maravillar, hacer pensar y hasta romper moldes ancestrales, que no es poca cosa. Decir más sobre ella sería hacerle flaco favor, ya que la gran fortaleza de esta serie consiste en la hipnótica cualidad que provee su visionado, una tanda de ocho orgasmos de una hora de duración cada uno… Y ya se sabe, dos cosas hay que no pueden explicarse sino experimentarse, el dolor de muelas y el éxtasis sexual. Así pues, qué mejor que disfrutar de esta astuta, inteligente y atrapante producción; tan, pero tan parecida al placer que no nos podemos negar a ella: hay que sucumbir de lleno en sus brazos. Simplemente perfecta.-



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