por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
The
ABC Murders – Inglaterra, 2018
Miniserie
de 3 episodios producida
por
BBC y Amazon Prime.
Con:
John Malkovich, Tara Fitzgerald,
Rupert Grint y Andrew Buchan.-
Hemos
visto The ABC Murders, la impactante y estremecedora miniserie de la
BBC estrenada a finales de 2018. En apenas tres episodios de una hora cada uno,
construye un universo escalofriante en donde la crueldad, la miseria y la
muerte se vuelven lugar común de la existencia humana. Tomando como base al
gran personaje creado por Agatha Christie, y apropiándose de un título menor en
su trayectoria, esta producción maravillosamente escrita por Sarah Phelps se
adueña tanto del detective, como de su mitología y su mismísima génesis
literaria, para darles una brusca e inesperada vuelta de tuerca que no sólo lo
reescribe a placer, sino que lo transforman en un vehículo absolutamente
novedoso para hablar del único tema que importa: por qué, buscando
desesperadamente a Eros, apenas si atinamos a abrazarnos a Tánatos. Demos un
paseo por ese lugar común, la muerte.
Antes
que nada, realicemos juntos un ejercicio de imaginación. Pensemos en un
personaje de ficción que el próximo año cumplirá 100 años de existencia. Se
trata de un producto de la literatura popular que ha transitado prácticamente
todo el siglo XX y ha llegado hasta nuestros días multiplicado por el cine y la
tevé. Sería más que probable que un
personaje así requiriese de un ajuste, de una vuelta de tuerca que lo tornase
menos previsible, más polisémico. De la imaginación a la realidad, tenemos que
esa criatura efectivamente “existe”, que surgió de la mente y la pluma de
Agatha Christie, que se llama Hércules Poirot y ha protagonizado decenas de
novelas y relatos cortos ideados por la gran dama británica. Poirot es un
peculiar detective privado belga, afincado en Londres, un individuo algo
misógino y un tanto misántropo, decididamente elitista y definitivamente snob.
Sibarita consumado, cínico y de figura poco agraciada —la que disimula con el
extremo cuidado que pone tanto en su vestimenta como en los detalles, tales
como su legendario bigote— Poirot es un obsesivo de las pequeñas células
grises, que es como llama a las neuronas. Su profunda capacidad de observación,
unida a su asombrosa habilidad para hallar patrones específicos en lo que sólo
parece ser una serie de hechos inconexos, lo convierten en un detective
imbatible, capaz de desenredar cualquier maraña, incluso la más abstrusa. Si a
eso sumamos su comprensible escasa fe en la humanidad, se entenderá por qué
jamás se deja embaucar por las apariencias.
Poirot
debutó en la primera novela de Mrs. Christie, “El Misterioso Crimen de Styles” (1920), y desde entonces se
convirtió en una manía para los lectores británicos, quienes siempre querían
más de este rechoncho y vanidoso belga que se movía a sus anchas entre la
nobleza y la aristocracia. Fue, sin dudas, la edad de oro de la “novela
problema”, la variante literaria del género policial que ponía el acento en la
resolución de un crimen a modo de un enorme rompecabezas para armar. Christie
fue una maestra en este subgénero, al que dotó de dignidad y vida propia,
aunque también es cierto que lo estratificó como nadie lo había hecho hasta
entonces. Nótese que mucho antes que ella, en 1907, el ex periodista francés
Gastón Leroux publica la genial novela “El Misterio del Cuarto Amarillo”,
que si bien participa de absolutamente todos los tópicos de la “novela
problema”, presenta una “movilidad argumental”, una agilidad y variedad
narrativa que ya preanuncian a la novela negra. Agatha masificará esta variante
y la hará ultra popular, pero también la dejará fijada como el mosquito
antediluviano atrapado en ámbar. Para la época de su crisis personal, cuando
desapareció por varios días —sin dudas a causa de la insalvable disolución del
vínculo con su marido, Archibald Christie, de quien finalmente se divorciaría,
a regañadientes, en 1928— la autora, sin que ello afecte a sus ventas, venía
recibiendo variadas críticas acerca de cierta “previsibilidad” en sus tramas:
se le objetaba que el/la culpable acababa siendo siempre el personaje menos
obvio, el de apariencia más inocente, lo que, paradójicamente, volvía
relativamente fácil adivinarlo. Algo hay de cierto en todo esto, pues porque
apenas iniciados los años ‘30s, cuando ya llevaba toda una década como
escritora, sus historias —las que, sin embargo, no renunciaron jamás a su
“formato” de fondo— se tornaron más sofisticadas en cuanto a la percepción de
la culpabilidad de los personajes. El más claro ejemplo es Muerte en el Nilo (Death on the Nile, 1937)(sigue breve spoiler),
sin temor a equivocarnos la mejor novela de toda su carrera, en la que el
culpable (que de hecho, son dos) resulta ser la persona más obvia, la peor
enemiga de la asesinada, Lynette Ridgeway. Agatha se luce torciendo las cosas
de modo que el lector, que sospecha con razón, se vea impedido de tomar el
camino correcto o hacerle caso a su intuición.
Pues
bien, a pesar que diciembre de 2017 nos pescó con una muy sólida y atractiva
remake de Crimen en el Expreso de Oriente (Murder on the Orient Express), la que presentaba, además, una
deliciosa actuación de Kenneth Branagh como Hércules Poirot, se entiende que
más allá de este oasis en el desierto, y del hecho de que a pesar de todo, los
argumentos basados en la autora inglesa siguen rindiendo en taquilla, tanto
Poirot como el universo en que habita necesitaban un inteligente giro
copernicano. ¡Y vaya si lo obtuvieron! The ABC Murders se apropia
osadamente del detective belga y hace con él un pase de magia que lo
metamorfosea en alguien más, en un ser angustiado por el pasado, decadente y
solitario. Parafraseando al ‘gordo’ Soriano (quien a su vez cita una réplica de
Marlowe en “El Largo Adiós”, de Chandler), este Poirot es un ser “triste, solitario y final”. Una criatura
que, lo descubriremos al final, tiene más que sobrados motivos para descreer de
la capacidad humana para el bien, y aún menos motivos para perdonar a dios por
su ‘divina’ prescindencia. Si Graham Greene, en una de sus novelas de posguerra
–El
Ministerio del Miedo—, decía “no es posible amar a la humanidad, sólo se
puede amar a las personas”, este desgarrado Poirot (del que
difícilmente pueda decirse que “ame” a algo o a alguien) apenas si se aferra a
un aséptico afecto por escasas, poquísimas personas, el cual esgrime más por
empecinada lealtad que por legítima emotividad. Con los rasgos cansados y un
cuerpo que ya muestra el paso inclemente del tiempo, John Malkovich conmueve y consigue
nuestra absoluta adhesión desde el primer instante en pantalla. A los diez, o
quince, minutos de metraje del primer episodio, ya se está en condiciones de
afirmar que ningún otro actor en este planeta hubiera podido construir este
subyugante Hércules Poirot, no al menos con la estremecedora convicción y la
solidez interpretativa con que lo
construye este enorme actor nacido en Benton, Illinois, un 9 de
diciembre de 1953. Malkovich se apodera de la pantalla y brinda una lección de
contención, poder de transmisión y convicción. Sin él, sin su arrollador talento, The ABC Murders —a pesar de su
solidez argumental—sería un producto notoriamente menor. Por supuesto no está
solo, y cada intérprete británico que engalana esta miniserie demuestra
cabalmente el por qué los admiramos con tanta intensidad. Pero decíamos antes
que esta trama da un giro inesperado y sorprendente a la mismísima obra de
Agatha Christie, lo que trataremos de explicar a continuación.
La
acción de The ABC Murders se ubica primariamente en Londres, en el año
1933. Mientras que en ese mismo año, en la vida real, Poirot reinaba como nunca
en los libros de su autora, en esta oscurísima ficción el detective privado se
halla en franca decadencia, vilipendiado por la opinión pública y despreciado
por todo Scotland Yard. Está viejo y carga con todas las íntimas humillaciones
que ello conlleva. Sus pequeñas sublevaciones consisten en gestos tan fútiles
como pueriles, tales como teñir chapuceramente su bigote y barba perilla, o
intentar deambular por la ciudad con el aire de gravedad y pompa propios de
alguien que se sabe imprescindible. Pero ya no es así; este ser humano —que
otrora divertía a la aristocracia con fiestas privadas en las que oficiaba como
maestro de ceremonias de crímenes ficticios, suerte de juego de roles para
millonarios diletantes— es ahora despreciado precisamente por aquellas orgías
de petulancia. Se convirtió en una rémora incómoda de un mundo que le daba la
espalda a la parte útil de la sociedad, la que en verdad pagaba los impuestos y
sostenía la fiesta de unos pocos. Unas pocas pinceladas bastan, sobre todo si
se tienen suficientes conocimientos acerca de la historia británica del siglo
XX, para que entendamos cómo la primera posguerra le brindó visibilidad y peso
específico a dos clases sociales que, durante el conflicto bélico, pagaron
absolutamente todo el costo humano y material del mismo. Este metamorfoseado
Poirot, preso en su laberinto, pertenece a ese mundo tan indiferente al
sufrimiento del prójimo, tan fascinado con su propio y aristocrático ombligo,
que ya no puede sino producir desprecio. Y de pronto sucede algo que quiebra el
silencio. Una carta, y luego otra, y otra, y otra… Alguien que firma como
“ABC”, alguien que conoce a Poirot íntima y sutilmente, lo acosa, se burla de
su estado moral, lo reta a descubrirlo, le advierte de sus próximos crímenes.
El belga acude a la policía, pero en Scotland Yard —humillados durante años por
la prensa, que usaba al detective como ariete contra la institución— le
devuelven la cortesía del desprecio más alevoso. El inspector Japp, su único
viejo amigo y solitario defensor, se ha retirado. Irá a visitarlo, más para no
sentirse un paria que para encontrar respuestas. Un infarto masivo acabará con
Japp durante la visita. Poirot ya no sólo está aislado, sino que parece viajar
con la muerte en sus propios bolsillos. Crome, el joven inspector que ocupa el
cargo del muerto, se encarga de ignorar cualquier ayuda del belga; además, le
hará la vida imposible con una facilidad asombrosa. Y, tal como se preveía, los
crímenes comienzan, todos ellos aparentemente al azar, todos siguiendo un
macabro plan que no vamos a develar. Y con cada uno, una nueva carta íntima,
uniendo con un lazo carmesí al detective acabado y las víctimas. Pero hay un
patrón más profundo, uno menos obvio que la metodología criminal elegida por el
asesino. Y ese patrón es el propio Poirot. En los espejos se halla el infierno.
A no dudarlo.
The
ABC Murders resulta una obra maestra de suspenso, drama personal y
crescendo narrativo. A diferencia de las novelas de su autora, en las que no
había ni ápice de crítica social o genuino drama humano (no al menos en la
mayoría; hubo excepciones), esta historia enlaza los crímenes con una
despiadada radiografía de la sociedad de su tiempo, la que ni siquiera se
ahorra el recuerdo de un movimiento racista y xenófobo anti inmigración, el que
realmente actuó y creció en esa época. Poirot, mientras intenta seguir los
pasos del criminal, se topa a cada rato con personas que portan el prendedor
con el logotipo de esta verdadera organización “pre-nazi”, o con los furiosos
afiches callejeros que escupen su odio hacia los extranjeros. Cuando una
vecina, miembro de esta facción, intente entregarle una carta que le ha llegado
por error, el belga le dirá: “¿Cómo se atreve a presentarse a mi puerta portando
esa insignia?”, a lo que la mujer responderá, “¡oh! ¡Usted no nos molesta en
absoluto! ¡Sólo esos simios que nos invaden!”. ¿Algo ha cambiado desde
entonces…? En fin, mientras la trama brinda momentos tan ácidos como este, ten
certeramente agrios y desencantados, por otro lado también se encarga de
mostrar las miserias humanas más abyectas. Hay para todos los gustos. El
supuesto criminal, que ha tomado una habitación en una casa de pensión, halla
que su patrona es una alcohólica soez y ruin, quien vende a su única hija por un
chelín la hora sin que se le mueva un músculo por la vergüenza. Mientras le
ladra al recién llegado las supuestas normas éticas de su casa, las que deberá
seguir a rajatabla, al mismo tiempo le asegura la total eficacia de los
servicios sexuales de su hija. En otro lugar, en la casa de un noble cuya
familia se las trae, una simple secretaria hace todo lo que está a su alcance
para conseguir el favor erótico de su jefe, precisamente ahora que su esposa
—enferma de cáncer de pulmón—va a dejarlo viudo: no vaya a ser cosa que el
dinero, las joyas y las pieles de la próxima difunta caigan en manos “menos”
avariciosas… Cuando el coqueteo no funcione como se esperaba, el siguiente
objetivo será el hermano menor del futuro viudo. Pero el guión de Sarah Phelps,
al que se puede acusar de cualquier cosa excepto de maniqueísmo o
simplificación, se encarga de poner las cosas en su lugar y sabe bien como
sugerirnos que, por muy venenosa que sea, Thora (que así se llama nuestra
arribista) no hace otra cosa que asegurarse un futuro en medio de una sociedad
que no le deja muchas opciones, no si se ha nacido sin un pene entre las
piernas.
The
ABC Murders entabla un lazo perverso entre el asesino y el perseguidor,
uno que delata la forzada capa de barniz con que la cultura y las normas
sociales cubren al individuo, de modo que se camuflen sus instintos y pulsiones
más primarias. Desde que nuestros ancestros bajaron de los árboles para
asentarse en la pradera, hemos sido primero presas, y luego —casi de inmediato—
predadores; y esta memoria genética parece brotar súbitamente por las
purulentas grietas de nuestra consciencia, por los resquicios que le dejamos al
placer animal y al deseo insatisfecho. Estas elucubraciones pueden parecerle
ajenas al objeto que nos ocupa a nuestros lectores, pero lo cierto es que son
por demás atinadas: cuando vean el epílogo de esta historia, con el criminal y
su némesis frente a frente, comprenderán cuan acertadas son estas reflexiones.
Los motivos para haber obrado como lo hizo, las insensatas justificaciones con
que camufla sus designios, la perversa relación que cree obstinadamente haber
entablado con Poirot… todo ello proviene de una zona, de un lugar primario y
animaloide que nuestra civilización pretende sencillamente que no existe, pero
que, indudablemente, está allí, acechándonos. Esperando su oportunidad. Aquí,
en este momento final de la miniserie, se halla otra de las absolutas
genialidades que la conforman. La explicación de los motivos personales, de la
propia trama criminal, que emprende el homicida, escapa a todos los lugares
comunes del género, no ya a los habituales en la autora. Y aun así, cuando
Poirot ha finalmente enfrentado el rostro del horror, todavía le quedará una
cuenta pendiente, el corrimiento del velo de la negación y la aceptación del
pasado. El secreto de Hércules Poirot, su verdadera identidad —identidad como parte sustancial de
aquello que nos conforma humanos— saldrá a la luz únicamente para confirmar que
nuestra vocación por la muerte se impone a la pulsión de vida. Sorpresa
infinita y de múltiples lecturas, la historia personal del belga, que jamás se
percibe antojadiza o forzada, cierra un círculo que nos mueve a formular
preguntas, a encarar nuestro espejo sin que el vapor lo empañe. En esta feroz
y, por qué no, cruel deconstrucción del personaje, la propia Agatha Christie
—si viviera— se reconciliaría con su criatura. Para quienes lo ignoran, les
contamos que en 1975, a menos de un año de su muerte, Agatha Christie publica
la novela Telón, en la que Poirot muere no sin antes verse forzado,
creyendo hacer un bien, a cometer un crimen. Todo se descubre por una carta
póstuma que le deja a su viejo amigo Hastings, que está desolado por el trágico
final de su compañero. La verdad es que Telón estaba escrita y guardada en
una caja fuerte desde poco antes de finales de los años ‘30s, con instrucciones
para entregarse a su editor si algo le pasaba.
Es fácil deducir el secreto y
sádico placer que la autora sentiría cada vez que su creación literaria obtenía
un nuevo triunfo entre sus lectores, toda vez que sólo ella sabía que su odiada
criatura estaba genuinamente muerta y enterrada, que los laureles que cosechaba
no le valían nada. Esta enfermiza relación entre el autor y su personaje, que
la padecieron —entre otros— Conan Doyle vs Holmes y Rider Haggar vs Allan
Quatermain, se hubiera esfumado por completo del espíritu de la novelista
nacida en Torquay si esta trama le hubiera sido inspirada por aquel entonces.
Por lo demás, huelga elogiar la espléndida competencia de los rubros técnicos
en esta magnífica miniserie: su factura integral es impecable, la ambientación
conmociona por el realismo de su construcción, la música enmarca las imágenes y
las preña de sentido… pero si un trabajo debe ser destacado por el rigor y la
suma competencia del mismo, ese es el del director Alex Gabassi, quien hace
gala de una sobriedad estilística y una intrínseca comprensión de la esencia
dinámica de la historia que se le ha confiado. A no dudarlo, pues, The ABC
Murders es una sólida experiencia de visión obligatoria que conmoverá los
cimientos básicos de la aparente confianza de cada espectador. No se la debe
dejar pasar. Sabrán agradecernos.-
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