LA VERDADERA HISTORIA DE JAMES BOND EN EL CINE – 58 AÑOS AL SERVICIO SECRETO DE ENTRETENER (1ra PARTE)



Por LEONARDO L. TAVANI
En abril del presente año iba a producirse el estreno mundial de No Time To Die, la vigesimoquinta película de una saga multimillonaria que redefinió para siempre la acción, la aventura, el exotismo y la sofisticación. Pandemia mediante, el próximo mes de octubre (aunque podría retrasarse a noviembre, según se aclara) Daniel Craig se pondrá su traje “Saville Row” por última vez y todos nosotros podremos asistir a esta increíble alquimia que ha hecho posible que un personaje surgido de la literatura popular de principios de los años ‘50s siga saludablemente vigente casi 60 años después, cuando los desestabilizadores cambios tecnológicos, culturales y comunicacionales de los últimos 20 años han dejado en el olvido tantas y tantas sagas quizás más prestigiosas. Con nuestra garantía personal de brindarles información histórica veraz y basada en fuentes confiables, mucha de la cual dará por tierra con datos erróneos repetidos hasta el hartazgo por toda la web, los invitamos cordialmente a dar un paseo por la trama secreta del nacimiento de la serie de películas más fascinantes que pudieran concebirse: las de James Bond, agente 007 con licencia para matar, al Servicio Secreto de Su Majestad.

INTRODUCCIÓN - ¿Quién es Bond?
            Él, apenas cubierto con una toalla anudada a la cintura, penetra en la alcoba del cuarto de hotel y apunta con su arma a la figura que se halla en la cama. Cuando se enciende la luz se descubre a una despampanante rubia totalmente desnuda, siquiera escondida entre las sábanas de seda. Luego de intercambiar un par de sarcasmos, ella susurra: “Mi nombre es Tatiana, pero mis amigos me llaman Tania”. A lo que el espía replica: “Los míos me llaman Bond, James Bond”. Y a continuación, sexo a espuertas. Esta maravillosa y lacónica secuencia pertenece a De Rusia Con Amor (From Russia With Love, 1963; Terence Young), segunda película de la saga más célebre, longeva y rentable de la historia del cine, y es un ejemplo perfecto de la por entonces novedosa y rupturista narrativa que los filmes “Bond” llevaron a las pantallas de todo el mundo. No se trataba de realismo ni mucho menos, sino de extrema sofisticación: sofisticación sexista, por cierto, lo que en este caso no quiere significar nada malo. Los tiempos eran otros y la actual conciencia de género (un poco desmadrada, todo hay que decirlo…) no existía ni por asomo, así que la mirada masculina de la saga —o falocéntrica, si lo prefieren—no debería escandalizar a nadie, aunque también es cierto que el sexismo al que aludimos es radicalmente diferente a lo que cualquier persona pueda imaginar desde esta parte del siglo XXI. Los filmes del agente 007, en su origen, eran sexistas porque representaban una clara y definida fantasía masculina, y una a la que la mujer estaba particularmente invitada. Por dos horas el espectador varón podía soñar con ser y hacer todo aquello que la moral occidental le tenía vedado: tener sexo a la carta con fabulosas mujeres salidas de las páginas de Playboy, matar sin pestañar, conducir coches rutilantes y moverse en los ambientes más chic y sofisticados. Y todo ello, cómo no, sin la menor reconvención moral o social. James Bond, agente 007 al servicio secreto de Su Majestad, es un machista irredento, ególatra y seguro de sí mismo, bastante indisciplinado y amante del lujo y la sofisticación, seductor profesional y semental en serie… pero a pesar de todo ello, o mejor dicho, precisamente a causa de ello, resulta decididamente atractivo e imposible de ignorar. Como leímos alguna vez en un sitio que hemos olvidado, ante su “perfume de virilidad” caen rendidas todas las féminas pero también la mayoría de los hombres, que no pueden menos que envidiar o cuando menos admirar la aplomada autosuficiencia de su poderosa personalidad. Pero atención, que no todas estas características resultaban tan marcadas en su alter ego literario, el que muy a menudo mostraba signos bastante más humanos que su sosías de celuloide; lo que ocurrió entonces es tan sencillo de explicar cómo difícil de que se materialice en la realidad (al menos en la mayoría de los casos registrados por la historia cinematográfica): que el proyecto se topó —por una vez— con el intérprete sencillamente perfecto para darle vida. Sin él, sin Sean Connery, James Bond, agente 007, sería hoy un recuerdo lejano de una saga de dos o tres películas perdidas en la nebulosa de los muy beatniks años ‘60s.
Connery en la secuencia de apertura de "Goldfinger" (1964)
 El personaje y el actor se toparon mutuamente y dieron vida a una criatura que los superó a ambos. Bond, James Bond, el espía de la pantalla grande, sigue vivo porque alguna vez se corporizó en ese inmenso actor escocés, quien —muy a su pesar, ya que pasó a detestar a su criatura— lo definió de tal inmensa manera que ha sido capaz de traspasar océanos de décadas con la pura fuerza animal de su magnética figura. Los jóvenes que jamás han visto una de sus películas son fans del personaje pura y sencillamente porque él lo trajo a la vida por primera vez. Su fantasma insufla oxígeno en los pulmones de aquellos intérpretes que son tan Bond como Silvio Soldán. Cuando Connery/Bond logra convencer a Helga Brandt (Karin Dor), temible asesina de Spectre, de que no lo mate y se alíe con él, toma el bisturí con que ella iba a degollarlo y, al tiempo que corta suavemente el bretel de su vestido (indicando indisimuladamente lo que vendrá…), susurra sobre su hombro izquierdo estas palabras: “las cosas que hago por Inglaterra…”. Y al decirlo, la platea estalla en aplausos. La secuencia, parte del filme Sólo Se Vive Dos Veces (You Only Live Twice, 1967; Lewis Gilbert), es otro claro ejemplo de ese juego cómplice que el actor y su personaje establecían con la platea, permitiéndole una pátina de sana desmitificación —por cierto— pero también sosteniendo ese permanente guiño burlón hacia sus admiradores. Por oposición, y salvo unas pocas situaciones en las que brilló con luz propia, Roger Moore se mantuvo tantos años en el rol acaso por hacer todo lo contrario que su antecesor: el inglés jugaba las situaciones más descabelladas con un inconfundible tono de divertido desdén, diciéndole a la platea —implícitamente— que él tampoco se creía las cosas que estaban ocurriendo en pantalla. Y en cuanto a las mujeres, teniendo en cuenta además que su aspecto físico sólo resistió a sus dos primeros filmes (1973 y1974) —a partir del tercero, La Espía Que Me Amó (The Spy Who Loved Me, 1977; Lewis Gilbert), la decadencia física del actor resultaba inexcusable— el bueno de Roger se comportaba con ellas de modo radicalmente diferente, en clave paternal, y lo cierto es que la mayoría de las veces parecía más bien  desear hallarse frente a la chimenea, tomando su lechita con Nesquick, que haciéndole el amor a la chica de turno. Amén de su innegable carisma, los años Moore mantuvieron viva la saga quizás más por su imagen extra cinematográfica (todos los que íbamos entonces al cine lo admirábamos más por ser el Simon Templar de El Santo o el Brett Sinclair de Dos Tipos Audaces, series que todavía se emitían de relleno por la tele), que por su particular manera de encarnar y encarar al personaje creado por Ian Fleming. La suya, indudablemente, fue la etapa de la infantilización de la saga, que pasó de ser un claro ejemplo de cómic para adultos a un “cartoon” cuasi infantil plagado de fuegos artificiales y papel picado. “Del brutal Connery al jubilado Moore”, escribía Ramón Freixas en un artículo aparecido en Penthouse (edición española de 1987), y la frase no puede ser más acertada. Volvemos, pues, al principio de nuestra tesis para responder a la siguiente cuestión: ¿cómo pudo sobrevivir al tiempo, y a los cambios en las modas y la cultura de masas, una saga que se descafeinó tanto y tan marcadamente durante los ‘70s y parte de los ‘80s…? Lo repetimos: la inmensa sombra iconográfica de aquella soberbia construcción encarnada por Sean Connery, sumada a la verdadera revolución estilística y argumental que implicaron esos primeros 4 filmes consecutivos (indudablemente los mejores, que se estrenaron entre 1962 y 1965), pudo con absoluto éxito extenderse tanto en el tiempo como en el imaginario popular  para así llegar hasta nuestros días, “bendiciendo” a todo aquel que se calce la Walter PPK 7.65 en la sobaquera. Pero bueno, basta ya de cháchara y vayamos de una vez a la génesis de nuestra historia: Bienvenidos a la genuina historia de James Bond, agente 007 al Servicio Secreto de Su Majestad. Comienza el show.
Ian Fleming posando con la ´primera edición de "Sólo Para sus Ojos"
FLEMING y LA CREACIÓN DEL PERSONAJE
Ian Lancaster Fleming (1908-1964), el tercero entre cuatro hermanos y creador del personaje que nos ocupa, nació en Londres y estudió en Eton y Sandhurst; posteriormente viajó a Múnich y Ginebra para aprender idiomas y establecer contactos diplomáticos. Hermano del viajero y aventurero Peter Fleming, fue corresponsal de la agencia Reuter en Moscú (1929-1933), y agente de bolsa y cambio en Londres hasta que estalló la II Guerra Mundial, momento en que fue nombrado asesor del jefe de inteligencia naval. Después de la guerra fue redactor jefe del área de política internacional de The Sunday Times, hasta que se estableció en Jamaica. A partir de ese momento decidió dedicarse a la escritura, siendo su primer intento la ficcionalización de una operación subrepticia que se le ocurrió en Estoril, Portugal, en 1941. Ya hemos hablado del autor en nuestro artículo acerca de la miniserie Fleming: El Hombre que Sería Bond, de la BBC, y a él los remitimos. Pero allí nos reservamos esta simpática pero también reveladora anécdota, que pinta la psicología del escritor mejor que ninguna otra cosa. Es sabido que desde los prolegómenos de la 2ª Guerra Mundial Portugal coqueteó fuertemente con el régimen Nazi, para el que dicho país presentaba un serio interés estratégico, dado que el tungsteno, el cobre y el caolín (sus principales reservas metalíferas) resultaban clave para la elaboración del armamento alemán. A pesar de que en 1939 y 1940 Salazar firmó con España sendos tratados, el primero para asegurar la no agresión entre ambas naciones y el segundo para establecer la mutua neutralidad en la gran contienda, lo cierto es que las actividades nazis en el pequeño país nunca decayeron y su gobierno fue claramente simpatizante del Eje durante todo el conflicto. Recién a finales de 1943, cuando las fuerzas alemanas estaban bastante debilitadas, Portugal permitió a regañadientes que los Aliados utilizaran las Azores como base de paso y reaprovisionamiento.
Sobrecubierta desplegada de la 1ra edición inglesa de la novela. Fleming diseñó la tapa.
 Pero volvamos a 1941. Fleming estaba en Estoril asistiendo a su superior, Lord John Godfrey, Almirante de la Royal Navy, quien supervisaba el departamento de espionaje naval y se hallaba allí en medio de una misión diplomática clasificada. Jugador experto y empedernido, Fleming se pasó noches enteras desplumando alemanes que se paseaban por el casino de la ciudad como si fuera su casa. Sobornando a algunos soplones, el futuro autor descubre que —aprovechando el clima tenso pero necesariamente neutral en que se vivía— los nazis habían armado una cuasi improvisada organización que se dedicaba a promover las apuestas entre los acaudalados visitantes y los mejores jugadores de entre la oficialidad germana. Resulta que las ganancias, sorprendentemente altas, eran manejadas por esta improvisada organización para reforzar los constantes sobornos a los funcionarios portugueses, comprar armamento clandestino y seducir a los empresarios mineros privados, especialmente a los dos o tres que monopolizaban el mercado del tungsteno. Fleming le transmite las nuevas a Lord Godfrey y le plantea una idea arriesgada: aprovechando las buenas migas que ha establecido con los jugadores alemanes planea proponerles una partida de póker limitada cuyo ingreso consista en una obscena cantidad de dinero, la cual será (en forma de pozo) la atractiva presea para el ganador. Fleming intuye que los nazis con los que viene tratando durante esas noches, venales y menos comprometidos con el fanatismo de Berlín, preferirán usar todos los fondos para ganar una fortuna y —he ahí el ‘anzuelo’ de la operación— quedarse luego con una parte importante del pastel. ¿El objetivo? Arruinar toda la operación subterránea alemana y dejarlos sin dinero. A Godfrey no le gustó la idea en un principio pero acabó por autorizarla, y mediante comunicación cifrada con Londres solicitó una suma importante para disponer de ella. Resumiendo los hechos, al cabo de cinco noches de partidas interminables, Fleming pierde por escándalo y tan sólo logra brindarle más dinero al enemigo. Solo la profunda amistad entre Godfrey y la madre de Fleming impedirá que el almirante entregue la cabeza de su subordinado a Whitehall. Esta historia, que nunca pudo quitarse de la cabeza, resultó más de una década después la base del argumento de Casino Royale (1953), primera novela del ciclo Bond. Con el telón de fondo de la Guerra Fría, su trama presenta una operación a desarrollarse en la ficticia ciudad francesa de Royale-les-Aux, en la que un individuo llamado Le Chiffre comanda una red de juego y soborno al servicio de la KGB, pero quien —sin embargo— se queda con una parte importante de las ganancias ocultándoselas al Kremlin. Pero Le Chiffre ha perdido fortunas por causa del desbaratamiento de una red de prostitución y drogas que regenteaba con el dinero birlado a los soviéticos, y desesperado por recuperar fondos para que sus superiores no lo manden matar, organiza una mega partida vip para asegurarse el triunfo y la recuperación del dinero. El MI6 envía a uno de sus agentes ‘Doble 0’, clave que significa que su portador posee licencia para matar, quien es —supuestamente— el mejor apostador del Departamento: se trata de James Bond, agente 007, encubierto como un representante de ventas de Universal Exports. En la novela aparecerán varios personajes que serán fijos en el universo literario Bond, tales como Félix Leiter, el espía de la CIA que se convertirá —casi sin dudas— en su único amigo, así como también René Mathis, jefe del Deuxiéme Bureau, el departamento de inteligencia francés.
'Casino Royale' (1954, CBS) A la izquierda, Barry Nelson como Bond, y a la derecha Peter Lorre como LeChiffre
            Casino Royale resulta una historia endeble, que a poco más de la mitad del libro llega a su conclusión y se topa con la necesidad de rellenar espacio hasta el forzado final, en el que nuestro héroe (que se recupera de la feroz tortura a que lo sometió el villano) descubre que su enamorada es una doble gente, luego de leer la carta que le ha dejado poco antes de suicidarse. Muchos de sus parlamentos resultan toscos y las elucubraciones de Bond lo muestran bastante menos inteligente de lo que el cine lo ha pintado. Pero las fortalezas (futuras) de Fleming ya se hallan allí: descripciones vívidas del jet-set, de los gustos culinarios de sus personajes e incluso de sus hábitos más íntimos, continuas expresiones en francés y demás idiomas, etc., etc. Explícita en demasía para 1953, la desfachatez con que narra la relación entre el agente y Vesper Lynd le atraería miles de lectores y, en definitiva, sellaría el estilo de su autor. Lanzada modestamente y sin nada de publicidad (se puso a la venta el 13 de abril de 1953, editada por Jonathan Cape), la obra se afianzó en el boca a boca y de pronto, cuando otras pasaban a ediciones de bolsillo por apenas unos peniques, Casino Royale despega y logra varias ediciones más en formato estándar. La suerte de Bond, y la de Fleming, estaba echada (En EE UU, en cambio, el libro se lanzó al año siguiente y no tuvo tanta suerte al principio. Sus editores debieron, incluso, rebautizar a Bond como Jimmy y lo hicieron pasar como un agente de la CIA trabajando en comisión para el servicio británico. De ahí que la versión televisiva para el programa de CBS “Clímax!” (1954) adaptara  la trama con esos mismos cambios. Recién tres años después, cuando Fleming ya había logrado una buena reputación en América merced a sus dos libros posteriores, la novela sería reeditada con el texto sin retocar). El editor inglés, por lo tanto, exigió más del personaje y el autor no se negó en absoluto a ello. De allí en adelante, ciertamente, las características de su criatura irían afianzándose con cada entrega. Sus novelas no son en modo alguno una representación realista del mundo del espionaje internacional ni del servicio de inteligencia británico, antes bien, resultan una serie de fantasías más o menos adornadas con altas dosis de exotismo, erotismo, detalles snobs, personajes extravagantes y locaciones estrafalarias. Pero el atractivo mayor en ellas es, precisamente, James Bond. ¿Y quién es Bond? Veamos, pues: la creación de 007 se produce en un momento histórico tan preciso como inherente a sus características, la primera parte de la Guerra Fría, aunque su autor prefiriera usualmente disparar las tramas hacia territorios menos realistas e incluso fantasiosos. Más allá de las más recientes especulaciones, que incluyen la teoría según la cual el espía de ficción estaría inspirado en la vida y figura de Porfirio Robirosa (o Rubirosa, no hay acuerdo en esto, ya que figura de ambas formas en diferentes fuentes y documentos personales), el enigmático playboy y supuesto agente dominicano, James Bond fue realmente su idealizado alter ego, quien haría en la ficción todas las proezas que su autor no pudo ni supo hacer en la realidad. 007, al menos en sus perfiles amatorios y de bont-vivant, estaba moldeado a imagen y semejanza del gran amigo de Fleming, Ivar Bryce, y su eufónico nombre lo tomó de un libro que encontró en Jamaica, un tratado sobre aves de las Indias Occidentales escrito por el ornitólogo norteamericano James Bond. Físicamente contaría con muchas señas propias, pero en cuanto a su rostro se inspiró en el cantante y actor americano Hoagy Carmichael (el pianista en Tener y No Tener/ To Have and Have Not, 1944), aunque en palabras de Vesper Lynd su aspecto resulta “más frío y cruel”. De todos modos necesitaríamos de toda la Enciclopedia Británica para analizar la influencia que sobre el personaje y el propio Fleming tenía Ivar Bryce. Amigos y compañeros de estudios desde la infancia, siempre se ha sospechado que la única “claudicación” del novelista en cuanto a sus hábitos heterosexuales habría sido con su tan querido amigo. En una época esto llegó a ser un secreto a voces, pero el prestigio que su creación le trajo post mortem endureció notablemente a sus herederos, quienes pasaron a controlar manu militari todos los datos biográficos de Fleming. Sin embargo, nada puede ocultar que más allá de la celebérrima frialdad de la madre del autor (Fleming la llamaba “M” para no tener que decirle “mother” en ninguna ocasión. Como una cierta y privada venganza pasó a denominar con esa inicial al jefe de Bond en los libros), la distancia real entre ambos se debió a un verano en que ella habría encontrado a los amigos en situación embarazosa, allá por sus días en Eton. Hijo de una familia acaudalada venida parcialmente a menos, Bryce era lo que en “porteño básico” se denominaba un “bala perdida”, todo un “Isidoro Cañones” que solía darse la gran vida con dinero ajeno, muy en especial el de Fleming, quien no se lo negó jamás, por absurdas que fueran sus peticiones
Connery junto a Gert Froebe en "Goldfinger"
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Pero sigamos con el personaje. Para más señas digamos que domina el alemán y el francés (aunque por razones chauvinistas procura no hablarlos), además de japonés y algo de ruso. Hijo de su tiempo, su “racismo es de buena ley” (Freixas): odia a los rusos y a los chinos, desprecia a los negros y a los norteamericanos los mira con inocultable desdén; aunque su auténtica obsesión son los italianos, de quienes afirma en un pasaje de El Espía que Me Amó, “los italianos son unos inútiles que visten camisas horrendas y se pasan el día perfumándose y comiendo spaguettis”. Claro que como a todo inglés bien nacido le fascinan las marcas (aunque, adviértase, no es estrictamente un snob), y sólo lee el TIMES o el LONDON EXPRESS, usa reloj Rolex, encendedor Ronson y maquinilla Gillette Platino; sus cigarrillos son especiales, una mezcla de tabacos turcos y balcánicos preparados para él por Morley’s, del número 83 de Grosvenor Street, identificados por tres anillos dorados. Se viste con los mejores sastres de Saville Row y encarga sus camisas a Turnbull y Asser. Vive en un coqueto y amplio departamento en el barrio londinense de Chelsea, tiene un ama de llaves que lleva décadas a su servicio más una diligente secretaria privada, cuenta con un sólido fideicomiso y disfruta además de las suculentas ganancias que invariablemente obtiene en los más exclusivos salones de juego. Sibarita empedernido y fino gourmet, “al Dom Perignon del ’46 acompañado de caviar Beluga del Caspio, le sigue su trago favorito, el Vodka Martini agitado, no revuelto; también bebe calvados, ginger ale con tónica y bourbon con hielo. Es un atleta completo; esquía a la perfección, es submarinista, experto jinete, cinturón negro de judo y además un verdadero maestro en el arte del lanzamiento de cuchillos, a los que esconde preferentemente en el interior de sus mangas”. “En su presentación tiene 38 años, 1,87 mts de estatura, su cabello es negro y presenta una cicatriz blanca en la mejilla izquierda, la que suele frotarse con el dedo índice derecho cuando está pensativo o preocupado. Es un amante profesional, un verdadero semental, aunque su vida amorosa resulta muy escasa: se casaría sólo una vez, en 1962, con Tracy Draco, Condesa Teresa de Vicenzo, pero su matrimonio duraría apenas dos horas al ser asesinada su cónyuge”. (Freixas, op.cit.) En su debut literario, como vimos, Bond se enamoraba de Vesper Lynd, quién luego se revelaría doble agente de SMERSH. Ella se suicida, presa del remordimiento dado que está verdaderamente enamorada del agente, lo que causa el endurecimiento sentimental de 007. Fleming lo ejemplifica con un epílogo excelente y a la vez osado para la época. El espía está informando a la Central sobre los últimos sucesos y al explicar lo ocurrido con Vesper, concluye lacónicamente: “¡Sí, maldición, he dichomuerta”! La puta ha muerto”. De todos modos, será un hecho que los mejores parlamentos y las más originales ideas del autor irían siempre a parar a labios de sus villanos, personajes usualmente fascinantes, de retorcido pasado y siempre, o casi, portadores de alguna deformidad o particularidad física. Las tres tetillas de Francisco Scaramanga o las manos metálicas del Dr. No son apenas una muestra de un largo catálogo al que Fleming sabía aderezar como nadie.
Connery y Ursula Andress en una foto publicitaria de "Dr. No" (1962)
 En cuanto a lo primero, precisamente Dr. No —tanto la película como el libro— resulta un perfecto ejemplo de lo afirmado: en el pasaje de la cena, cuando el villano y el héroe se ven las caras por vez primera, este le reprocha su conducta con obviedades indignas de una gran inteligencia, mientras que las mejores réplicas le pertenecen al Dr. No: “Este, Oeste… apenas puntos cardinales que las grandes potencias explotan para su beneficio”; o también, burlándose de 007, “Usted no es más que otro estúpido policía que insiste inútilmente en provocarme”. Con el tiempo y el paso de las historias su autor lo volvería algo más reflexivo y sutil, aunque por regla general se trataría siempre de un personaje más definido por la osadía de sus acciones y la rigidez de sus ideas que por su capacidad filosófica o reflexiva. Lo que sí es cierto, empero, es que a medida que la salud de Fleming y su relación conyugal se iban deteriorando por igual un cierto dramatismo —otrora ausente— se infiltraría sutilmente en sus últimas tramas. En You Only Live Twice, por ejemplo (novela en la que Bond halla a Blofeld oculto en Japón y con su rostro alterado quirúrgicamente), la muerte del capo de Spectre le cuesta bastante caro a 007, que sobrevive de milagro y pierde la memoria por completo. Para recuperar su pasado se aferrará a ciertas pistas y acabará en la Unión Soviética, donde la pasará bastante mal. Ahora bien, muchas de las características literarias de James Bond permanecerían incólumes en su transcripción fílmica, pero muchas otras no, y gran parte de los cambios efectuados mejoraron  notablemente al original. El Bond cinematográfico es mucho más frío y hedonista, calculador y ególatra, y por supuesto que es un machista irredento, pero disfraza estas características con un innegable encanto personal y un carisma apabullante. Pero también, por paradójico que resulte, puede ser empecinadamente leal a la mujer que se confía a él o que necesita de su ayuda. Puede usarla descaradamente para su propio placer y a su vez arriesgar la vida para salvarla del peligro en que está metida. Esa dualidad lo tornará irresistible y más de una ocasión lo pondrá en peligro. En la novela  El Espía que Me Amó (cuyos derechos Fleming vendió con la estricta prohibición de adaptar su argumento, dado que se sentía profundamente avergonzado del mismo, de modo que sólo podía utilizarse su título. Es, también, la única narración sobre el personaje escrita en primera persona, desde la óptica de la chica en cuestión, de ahí su título), Bond se toma unas vacaciones en Nueva York, hospedándose en un hotel algo alejado de sus exquisitos gustos pero útil a fin de eludir a ciertos enemigos que estarían rastreándole. A poco de llegar descubrirá que la joven ‘concierge’ está metida en un serio problema con la mafia y su vida corre peligro. A pesar de que resulta evidente que el espía no se siente tan atraído por ella como por otras conquistas, de todos modos se involucra en el asunto y —a pesar de la prohibición de Londres, que no puede encubrirlo ni aceptar conocimiento de sus actos en territorio extranjero— Bond arriesgará su vida para salvar la de la muchacha. Como se ve, estas son las contradicciones del personaje que, a la larga, lo tornarían tan fascinante como adictivo para el lector; en cierto modo, algo parecido a lo que hoy día ocurre con ciertos villanos de la ficción, de los que se dice que “amamos odiar”. Tanto en los libros como fundamentalmente en la gran pantalla, los seguidores del personaje (y muy especialmente las mujeres) podían permitirse admirar —y por qué no amar— a un individuo que la moral y las buenas costumbres imperantes calificarían por entonces como un truhán o un tunante de fuste. Y es que precisamente allí radica su magia (su “enganche”…), lo que al cabo de tantos párrafos termina por aclararle a nuestros lectores aquello que postulábamos al inicio del artículo, que tanto el sexismo como el machismo de Bond en sus primeras películas no tiene al fin de cuentas casi nada que ver con el concepto profundamente negativo que dichos términos ostentan hoy en día. Apuntemos por último, y para concluir así la sección dedicada a la génesis del personaje, que Fleming alcanzó a escribir y publicar 12 novelas, más 2 volúmenes de relatos cortos, protagonizadas por el agente 007 antes que su muerte por infarto agudo de miocardio lo sorprendiera en Canterbury, el 12 de agosto de 1964, impidiéndole ser testigo del multitudinario estreno (ocurrido menos de dos meses después) del filme Goldfinger, el gran mega éxito internacional que sellaría el destino cinematográfico de su criatura hasta nuestros días.
Gregory Ratoff, primer comprador de los derechos de Casino Royale
LA LLEGADA AL CINE
            Ian Fleming coqueteó desde muy temprano con la posibilidad de trasladar a Bond a la gran pantalla, aunque no acertaba a dar con los concejeros correctos para saber a quienes debía prestar oídos con seriedad y a quienes no. Así fue como al año siguiente de la publicación de Casino Royale permitió que su editor vendiera por migajas los derechos temporales de la novela para adaptarla en la tevé yanqui. El episodio en cuestión del ciclo citado más arriba, protagonizado por Barry Nelson como Jimmy Bond y Peter Lorre como LeChiffre, no estaba nada mal, e incluso parte de su argumento resultaba bastante fiel al libro, pero ocurre que se trataba de un envío semanal realizado en vivo (recordemos que en ese entonces aun no se había inventado la cinta magnética para video, por lo que absolutamente todos los shows pregrabados —así como las series propiamente dichas— se rodaban en celuloide a igual que cualquier película. Por su alto costo, que los ingresos de publicidad de estos ciclos no alcanzaba a cubrir, se siguieron emitiendo en vivo hasta la aparición, ya en los ‘60s, del sistema VTR), y de apenas una hora de duración, por lo que su trama acababa por simplificarse demasiado, eliminando aquellos factores que resultaban los puntos fuertes de la novela. Dejaremos para otra ocasión, entonces, la detallada narración de estas múltiples idas y vueltas, dado que insumirían mucho tiempo y espacio, y nos centraremos—en cambio— en el suceso que implicaría el espaldarazo real y definitivo para que 007 se convirtiera finalmente en una criatura de celuloide.
Primera portada norteamericana de la novela debut
 
            El momento decisivo para James Bond ocurrió con la venta de los derechos de Casino Royale a Gregory Ratoff en marzo de 1958. Ratoff era un actor devenido guionista, productor y director norteamericano, nacido en San Petesburgo, Rusia, el 20 de abril de 1897. Este prolífico individuo había producido, dirigido y protagonizado Abdullah The Great (o Abdullah’s Harem) en 1957 (en realidad la había rodado en 1955, pero era tan mala que recién la pudo estrenar 2 años después), un capricho personal que todos le advirtieron le llevaría a la ruina. Decepcionado, lleno de deudas y profundamente deprimido, antes de tomar un avión en el aeropuerto de Nueva York (en enero de 1958) busca una novelita barata para distraerse en el avión. En el puesto de ventas le llama la atención la portada del libro de marras y lo adquiere. En pleno vuelo Ratoff se convence de que ese personaje tenía lo necesario para estelarizar un filme que pudiera devolverle el prestigio rifado, y ya en Londres se contacta con su agente local para que le ubique a este tal Fleming, de quien jamás había oído hablar. Resumiendo, después de un encuentro muy cordial el autor acepta cederle los derechos de su primera historia por algo menos de u$s 50.000 más cláusulas por porcentajes. No significaba una enorme fortuna (aunque la cifra en sí era muy alta para la época), pero Ian Fleming pensaba a futuro, convencido que su creación necesitaba de un proyecto que la pusiese en el firmamento de los grandes éxitos de la pantalla. Ratoff tenía un acuerdo de distribución con Columbia Pictures, y si bien no contaba todavía con los fondos para financiar el proyecto, prefirió aceptar primero dos papeles como actor para utilizar las ganancias en la futura producción “007”. Sin embargo, los planes se dilataron cuando le llegó desde Gran Bretaña la propuesta de dirigir Oscar Wilde (1960), biopic del célebre escritor y polemista. Poco después Ratoff fallecería y sus proyectos inconclusos pasarían a manos de su gran amigo Charles K. Feldman, productor y ejecutivo en Columbia Pictures (recordemos que en ese entonces este estudio y la radiotelevisora CBS no tenían nada que ver). Feldman se interesa vivamente por el personaje y encarga un tratamiento a varios guionistas, pero a la larga todo acabará en punto muerto. Era, ciertamente, una novela difícil de adaptar, anticlimática y plagada de detalles preciosistas, que para funcionar correctamente con los medios disponibles a finales de los ‘50s tenía, por lo menos, que cambiar de raíz (en su traspaso de medio, se entiende) al personaje central y varias de sus circunstancias, cosa que Fleming se aseguró contractualmente que no ocurriera. La historia acerca de Casino Royale y la “herencia” de Ratoff es larga y sinuosa y carece de interés para este artículo. Hasta Paramount estuvo interesada en el proyecto e intentó comprárselo a Feldman cuando todo se bloqueó, pero a la larga los involucrados parecieron olvidar el asunto y James Bond pasó, una vez más, a dormir el sueño de los justos.
Harry Saltzman, el verdadero factótum
            Algo menos de 5 años después el destino se encargaría de inspirarle una idea a un productor canadiense, Harry Saltzman, quien se había establecido en Inglaterra años después de la guerra. Nacido en el seno de una familia de inmigrantes judíos, Harry vio la luz el 27 de octubre de 1915 en Sherbrooke, Quebec, Canadá (otras fuentes indican St. John, New Brunswick), pero huyó de su casa a los 15 años para unirse a una troupe de circo itinerante. Dueño de una vida fascinante, que no podemos resumir aquí, baste decir que toda su vida estuvo ligada a su interés por el mundo del espectáculo y el cine. Ya en Europa se convirtió en asistente de René Clair y fue allí que conoció a quien se convertiría en su primera esposa, Jacquelin Colin, una refugiada rumana. Viajó a EE UU en 1940 para asistir al director francés en su primera película rodada en Hollywood y aprovechó todo ese tiempo para tender puentes y establecer relaciones en el mundo del espectáculo. Al cabo viajó a Canadá y se enlistó como voluntario en la fuerza aérea. Saltzman serviría brevemente en la 2da Guerra como piloto de la Royal Canadian Air Force en territorio británico, pero sería dado de baja por razones médicas. Aunque nunca lo confirmó, parece ser que casi de inmediato pasaría a operar en la inteligencia naval. Su interés acerca del espionaje provendría, pues, de estas experiencias personales. Al finalizar la guerra Saltzman llevaría una vida errante e intentaría numerosas operaciones financieras, pero el mundo del espectáculo sería indudablemente su gran prioridad. Amigo de Sidney Newman (creador, entre otras, de Los Vengadores y Doctor Who), quien tenía infinidad de intereses en la industria televisiva canadiense, cede ante su concejo de instalarse definitivamente en Londres, lugar que según Newman le serviría a la perfección para jugar a ambos lados del atlántico.
El astro y su esposa Diane Cilento, saludando a la Princesa Margarita en la gala de estreno de"From Russia With Love" (1963)
 En efecto, como outsider resultaba muy difícil pasar a formar parte de la elite de ejecutivos en cualquiera de las dos costas americanas (la este para el negocio de la tevé, y la oeste para el del cine), pero los ingleses —en cambio— solían ser muy requeridos por su enorme capacidad para producir con escasez de recursos y en menor tiempo. Ya en Inglaterra y a la par de otros negocios, Saltzman funda una compañía y productora teatral que, tal como le había profetizado Newman, le conduciría en poco tiempo a involucrarse en la industria doméstica y luego a realizar tevé para EE UU (a finales de los ‘50s produjo Robert Montgomery Presents y Captain Gallant of the Foreign Legion). Finalmente se le abrirían las puertas de la gran pantalla con cuatro excelentes películas que lo ubicarían, finalmente, en el candelero de su nación adoptiva: The Iron Petticoat (1956), Look Back in Anger (1958), The Entertainer (1960) y la bellísima y dramática Saturday Night and Sunday Morning (1960). Pero durante los últimos meses de 1960 perdería gran parte de sus bienes a causa de la quiebra de una empresa de caballitos mecánicos para niños que había fundado junto a un socio que posteriormente lo demandaría. Estaba por nacer su tercer hijo y Saltzman necesitaba de un salvavidas urgente. En cuanto concernía a la industria cinematográfica, y como lo acababa de demostrar la Hammer Film Production, la forma de hacer dinero en Inglaterra consistía en tomar personajes muy populares y trasladarlos a la pantalla grande a todo color y con mucho efectismo argumental, aunque disimulando en lo posible una cierta escasez de recursos que tornara a esos filmes más rentables. El canadiense, lo repetimos, era un amante de los temas de espionaje y comenzó a buscar urgentemente alguna novela del género cuyos derechos se vendiesen a precios moderados. Pero había un problema, y era que productos había muchos, pero personajes populares muy pocos, y Saltzman necesitaba de un nombre (o marca) que se vendiese por sí mismo. Su intento por comprarle los derechos de Matt Helm al autor, Donald Hamilton, se dio de bruces con la noticia de que estos ya estaban en poder de Irving Allen en asociación con Columbia Pictures. A poco se encontraría con que otras opciones se hallaban igualmente bloqueadas. ¿Qué hacer, entonces? La respuesta se la brinda un amigo del editor de las más recientes novelas de Fleming, haciéndole notar lo obvio: Bond ya aparecía en formato de historieta en uno de los periódicos más importantes de Londres, se había convertido en un personaje importantísimo de la cultura popular inglesa, así pues, ¿por qué no comprarle los derechos a Fleming? El canadiense cree saber que estos están ya en poder de la Columbia, pero su interlocutor le asegura que se trata tan solo de los respectivos a la primera novela del autor. En cuestión de días, entonces, Harry Saltzman se hace con todo el efectivo que le resta y negocia con el editor la compra de todos los derechos (las novelas y cuentos ya publicados, más la opción por los futuros) por el lapso de seis meses renovables. Saltzman no tenía en ese momento los medios para producir ninguna película a menos que consiguiera un financista milagroso, pero indudablemente se trataba ahora de confiar y esperar.
Albert R. "Cubby" Broccoli, el inesperado "socio" llegado de EE UU
            Y la espera, al cabo muy corta, daría sus frutos. Nos hallamos a inicios de 1961. En Hollywood Albert Romolo "Cubby" Broccoli (Abril 5, 1909 – Junio 27, 1996), productor veterano que acababa de romper en malos términos su asociación con Irving Allen (juntos tenían la Warwick Productions), se halla también en la búsqueda de algún hit que le permita independizarse. Si bien casi no existen documentales o libros en los que se indague correctamente en los aspectos que mencionaremos a continuación, lo cierto es que Broccoli estaba cansado de los azares del sistema de producción hollywoodense y buscaba una franquicia que le brindara tanto ganancias como estabilidad “creativa”. Un reportaje brindado a Variety en 1963, luego del estreno de From Russia With Love, brinda la clave de su conducta profesional futura. Allí, el productor nacido en Queens, NY, afirmaba creer que el cine, como se lo conocía hasta entonces, tenía los días contados, y que lo más seguro para la industria consistiría en realizar películas que replicaran el fenómeno televisivo a mayor escala y mejores medios. Quizás se tratase más de un cambio psicológico o emocional puramente personal, pero lo cierto es que tanto él como luego su hija Bárbara y su hijastro Michael G. Wilson, han mantenido a través de las décadas esta curiosa “tradición” de no producir otra cosa que la saga “Bond”, conducta empresarial radicalmente diferente a la de su futuro socio, Harry Saltzman. Pero no nos adelantemos a la historia. En una cena entre colegas de la industria alguien comenta que Allen andaba tras los pasos de los derechos por el personaje de marras. Broccoli era capaz de cualquier cosa por darle esquinazo a su antiguo socio y averigua todo lo que puede acerca del tema. Si bien el espía de ficción no era todavía tan popular en EE UU, Cubby comprende que ese puede ser el camino que buscaba. En cuestión de semanas se informa acerca del estado contractual de los derechos y sin dudarlo un instante parte hacia la tierra de Shakespeare. Su intención es negociar con este canadiense y convencerlo de venderle los derechos. El agente del novelista le ha transmitido que el productor no desea transferirlos y está buscando la manera de financiar el proyecto.
Los productores, junto a Connery, celebrando el contrato firmado por Ian Fleming (sentado)
 Cuando los futuros socios se encuentran por primera vez las negociaciones se empantanan: Broccoli se empecina en producir autónomamente y Saltzman se obstina en lo mismo, solo que carece de fondos frescos y de rápida disponibilidad. Ninguno parece querer dar el brazo a torcer hasta que entra en escena Cyril Wolf Mankowitz (1924-1998), novelista, dramaturgo, guionista y productor británico, quien estaba por entonces asesorando a la United Artists en lo referente a la posible adaptación cinematográfica de una de sus novelas. Mankowitz, que se había topado antes con Saltzman precisamente en las oficinas de Stanley Sopel en United Artist (Sopel era un productor ejecutivo, ocasional guionista y por entonces director de producción del estudio), se entera de la situación y ofrece sus buenos oficios. El dramaturgo conoce a Fleming, aunque no son formalmente amigos, y es un confeso admirador de sus novelas. Convence a Sopel de reunir a ambos productores en su oficina y le sugiere unir fuerzas en cuanto a la posibilidad de que se asocien. Su intención ulterior, por cierto, era que el estudio se involucre en la producción de un filme Bond, o que por lo menos lo distribuya. “Tenía muy en claro que si se hacía bien, una película así sería un tremendo éxito. Y ello nos beneficiaría a los autores que esperábamos que nuestras obras pasaran a la pantalla grande. United Artists era un estudio abierto a los escritores británicos contemporáneos, algo que en Hollywood resultaba menos probable a menos que te llamaras Shakespeare, claro que esto sería posible siempre y cuando tuvieran alguna franquicia que les asegurase ganancias generosas. En ese tiempo, los proyectos que se presumían menos rentables se terminaban por aprobar siempre y cuando la compañía tuviera una balanza de ingresos favorable. Yo creía que James Bond podía ser el rey Midas del estudio, y visto en retrospectiva creo que no me equivoqué.” (Reportaje brindado al Daily Mirror en 1994, citado por la revista española Dirigido un año después)
Wolf Mankowitz, actor fundamental en nuestra historia
            Finalmente, la esperada segunda reunión entre los productores se realizará tal y como la planeó Mankowitz, y aunque no estuvo exenta de rispideces concluyó empero con una resolución favorable para todos: Saltzman y Broccoli unirían fuerzas y fondos, United Artist aportaría algo más del 40% del costo total (más gastos por publicidad y distribución), y al cabo de la firma de los contratos de rigor y de la ulterior conformación de las compañías que administrarían derechos, marcas y patentes, restaba tan solo elegir cuál de las novelas sería la más apta para la futura producción. James Bond comenzaba así a tomar forma concreta y se disponía a apropiarse de las pantallas de todo el mundo.
            En la segunda parte de este artículo los sorprenderemos con lo más jugoso de esta historia: 007 se vuelve de carne y hueso. La próxima semana, ¡¡¡a la misma batihora y por el mismo batiblog!!!.-

           

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