“PERRY MASON” – Un Regreso Alejado de las Fuentes, Pero Profundamente Impactante


PERRY MASON (EE UU, 2020)
Serie de HBO en 8 episodios.
Dir. y Guión: Tim Van Patten.
Prot.: Matthew Rhys, Juliet Rylance, Gayle Rankin,
Shea Whigham, Tatiana Maslany, John Lithgow.-
Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Muy Buena + (★★★★y ½)

Con Perry Mason, la nueva serie de HBO que acaba de concluir el pasado domingo, hay un problema que resulta imposible obviar. No se trata del “por qué” o del “para qué” realizarla, ya que en definitiva hablamos de uno de los más célebres personajes surgidos de la literatura popular y estos siempre retornan a la pantalla (chica o grande, indistintamente), sea de una u otra forma y ciertamente con mayor o menor fortuna según el caso. No, no se trata de nada de esto. Se trata de una cuestión más seminal, más profunda si se quiere, y es la siguiente: ¿Por qué hacerlo de esta manera? Vean, para que bien se entienda lo que vamos a explicar  daremos un breve circunloquio y pondremos como ejemplo el caso de Sherlock, la maravillosa serie en formato de telefilmes producida por la BBC, la misma que lanzó a la fama a Benedict Cumberbatch (Doctor Strange). A diferencia del abogado creado por el norteamericano Erle Stanley Gardner (1889-1970), que solo tuvo dos rostros a la hora de ser interpretado en la tevé (el mítico Raymond Burr y el fugaz Monte Markham) —en cine, en cambio, tuvo algunos más durante la década de los ‘30s: Warren William, Donald Woods y Ricardo Cortez—, el detective de Baker Street puede jactarse de una interminable lista de actores que se pusieron la pipa entre los labios, así que es normal que haya diferencias de criterio, carácter y estilos a la hora de representarlo.
Al llegar a Cumberbatch, pues, la idea de los guionistas y productores fue la de exacerbar hasta extremos patológicos aquellas características psicológicas (o bien conductuales) que Conan Doyle dejó asentadas aquí y allá a lo largo de sus narraciones. Es cierto que este Holmes siglo XXI presenta aspectos que no se encuentran en su homólogo literario, pero gran parte del acierto en cuanto a estas decisiones tiene que ver con el hecho de que este genio neurótico se mueve por una Londres radicalmente distinta a la de su ancestro. Y decimos “distinta” cuando en realidad queremos decir que los suyos parecen planetas diferentes. Así pues, y a pesar de todos los cambios y alteraciones en el planteo, cualquiera que haya leído cuando menos un par de relatos del viejo médico de Southsea descubrirá que, básicamente, se trata de un mismo personaje. Con drásticas vueltas de tuerca, por cierto, pero el mismo en esencia.
Raymond Burr, el Perry clásico, y Rhys, el actual

            Planteado entonces nuestro ejemplo espejo, volvamos pues a formular la pregunta de marras: ¿para qué retratar de esta manera al viejo y bien conocido Perry Mason? Porque, y aquí comenzamos a responderla, la nueva (y breve) producción de HBO y Team Downey echa por la borda las más de ochenta novelas sobre el personaje, sus más de cincuenta cuentos y, cómo no, la casi interminable serie que comenzó a finales de los ‘50s (CBS, 1957-’66), para retratar en cambio a un perfecto y olímpico desconocido. Porque a este señor, todo hay que decirlo, no lo conocemos en absoluto. No se parece en nada a Perry Mason, no actúa como él, no posee su pasado (y mucho menos su presente…), no reacciona como él, no tiene su ética, ni sus métodos, ni tampoco sus reacciones… O sea, aquí no está Perry Mason. En su lugar, en cambio, hay un tipo empapado en alcohol y fracaso, tan enojado consigo mismo que por momentos logra enfadar al espectador, un detective privado tan rastrero que es capaz de sobornar al forense para pillarse la corbata de un “fiambre” o sacarle alguna foto que justifique un caso. En vez de la ética a prueba de balas del “verdadero” Perry, quizás un poco pasada de moda en estos cínicos tiempos, aquí tenemos a un tipejo que hace siglos no ve a su hijo ni le pasa un céntimo a la madre, que está a punto de perder la vieja granja de sus padres porque lleva más siglos aun sin pagar un puto impuesto, y que —como él mismo lo dirá más adelante— no es que haya dejado de creer en dios, qué va, sino que “dios dejó de creer en mi… me abandonó por completo en aquella trinchera en El Marne”. No es abogado, no se baña con mucha frecuencia, se rodea de marginales y fracasados como él, suele echar a perder las pocas oportunidades que le salen al ruedo… ¡hum…! no, no hay duda alguna, estimados amigos, este definitivamente no es Perry Mason. Pero entonces, ¿quién diablos es…? La respuesta es un tanto complicada, pero merece la pena dedicarle unos párrafos. Este tipo, ésta débil excusa de ser humano a la que el inglés Matthew Rhys compone con una brillantez y un compromiso actoral fascinantes, lleva el nombre de un abogado célebre y archiconocido, pero realmente es alguien completamente diferente. Es una persona que carga con una culpa vieja y gastada de tanto blandirla contra sí mismo, cuyas raíces brotan desde las trincheras de la Gran Guerra, en la que tuvo que llevar a cabo ciertas acciones de las que jamás podrá perdonarse. Es un hombre autodestructivo y cansado, que sobrevive aceptando los encargos de E.B., el viejo abogado y mentor que le encomienda las investigaciones para sus casos más difíciles más como excusa para ayudarlo que por los resultados obtenidos. Es, también, ese hombre que Della Street —la asistente de E.B. — sabe bien que aún está por allí, en algún lugar perdido y profundo, al que quizás pueda acceder —del que quizás pueda traerlo a la superficie— el cadáver de un bebé con los párpados cocidos, ahora apenas un muñeco inerte que alguna vez fue moneda de cambio en un fallido secuestro, y que ahora reclama, desde esos ojos vacíos, algo parecido a la justicia. Aquí está, entonces, el serio problema que se nos presenta con Perry Mason (2020), una serie que —imaginamos ya lo han adivinado— es casi, casi perfecta; pero que a la vez es así de perfecta a pesar de usurpar un nombre y toda una “biografía”… una iconografía y una larguísima historia por detrás. ¿No se podía contar esta historia con otro personaje? ¿Hubiera sido tan “vendible” sin el nombre de “Perry Mason”? ¿Y para qué trastocar por completo a un personaje ficticio amado por millones de fans en todo el mundo? Y sin embargo, insistimos, aunque todas estas objeciones resulten perfectamente válidas, a partir del episodio 2 el espectador no puede ya despegar los ojos de la pantalla. Hasta el final será un rehén de este extraño, ajeno y díscolo Perry Mason, uno al que a priori no podemos reconocer ni admirar, pero al que a la larga aprenderemos a justipreciar. Y quizás algo más que eso. Esta “Perry Mason”, entonces, es una flagrante traición al personaje creado por ese abogado nacido en Massachusetts, quien (casi como su criatura) solía defender a inmigrantes mexicanos, incluso sin cobrarles. Cierto. Pero esta “Perry Mason”, también, es un amargo thriller negro, desencantado y cruel, que retrata ácidamente una época y no deja “vaca sagrada” sin derribar; un thriller que a la vez se convierte en una drama “de juicios” de tal intensidad que resulta imposible de ignorar. O sea, finalmente, que Perry Mason es una y a la vez dos. Una serie impresionante y poderosa, que no dejará indiferente a nadie, pero también una serie que lleva el nombre de un personaje señero, cuya mera pronunciación genera expectativas que esta producción quizás no pueda satisfacer. Y no por mala, ni por debilidad argumental (se entiende), sino porque ese mítico y mágico nombre propio es signo y significante de algo radicalmente diferente a lo que se ve aquí. Esta Perry Mason, paradójicamente, es tan pero tan buena que uno no puede evitar preguntarse si la “otra” Perry Mason, la que hubiera sido si se respetaba el canon de su creador y autor, habría resultado siquiera tan magnífica como lo es esta que ahora conocemos. Esto último nos lleva a la siguiente incógnita, ¿para quién está realizada Perry Mason? ¿Hacia qué público está dirigida? Porque si es al espectador adulto, mayor de 50 años, esta nueva reversión del mito sabe a vitriolo. El autor de estas líneas lo sabe por propia experiencia. No recuerda haber vuelto a ver la serie clásica después de 1977, un año antes del mundial ’78, aunque no logra precisar en cual canal ni a qué hora; y sin embargo, a pesar de tantas décadas transcurridas, tanto el carácter como el temple del Perry de Raymond Burr están grabados a fuego en su cerebro; por eso mismo sintió algo parecido a la indignación cuando se enfrentó al episodio piloto del nuevo envío. ¿Quién diantres es este tipejo que nos venden como nuestro viejo y querido “caballero andante” del Derecho? Pero si esta serie está destinada al público joven, ese que no acepta la evidencia de que nuestro planeta ya existía antes que ellos nacieran, ¿para qué rayos apelar a un personaje que desconocen y plagarla de guiños destinados a viejos fans, y no a ellos…? Esta es la paradoja que, en definitiva, el placentero visionado de estos intensísimos 8 episodios no logra resolver. Tanto a los dinosaurios nostálgicos como a los millennials y centennials esta Perry Mason los deja al cabo con una pata coja; pero así y todo, termina por imponerse a pura brillantez narrativa y tensión argumental.

            Pero basta de discusión y terminemos esta review, pues, con algo de aquello que se espera de toda crítica que se precie de tal. Allá vamos. Perry Mason hunde su paleta de opacos colores pasteles en las miserias más arraigadas en esa ciudad de Los Ángeles, verdadera Babilonia que representa lo mejor y lo peor de una nación demasiado acostumbrada a tomar atajos para llegar al éxito, esa palabreja que para EE UU representa el norte aspiracional que todo lo justifica y todo lo encubre. A horas del año nuevo, cuando 1931se despide entre estertores de alcohol clandestino, el matrimonio Dodson corre desesperado hasta el lugar en que los secuestradores de su bebé dicen haber dejado al niño. Al acercarse al pequeño Charlie el horror los inundará impiadosamente: con los párpados cosidos para que aun parezca con vida, el niño yace indefectiblemente muerto. El dinero del rescate, la friolera de u$s 100.000, desaparece. Los secuestradores, en cambio, sí aparecen, pero cosidos a balazos, y uno de ellos —a todas luces el cerebro de la operación— acaba con los sesos volados en su propio domicilio. El espectador, sin embargo, finalizará ese primer capítulo conociendo la identidad del asesino de todos ellos, ya que la verdadera cuestión a dilucidar será por qué y para quién realizó este macabro “encargo”. Perry Mason, un ex combatiente de la Gran Guerra marcado por ese pasado, abandona por un instante las fotografías tomadas “in fraganti” de estrellas de cine adúlteras para acudir al llamado de E.B., ahora  abogado del padre de la víctima, quien es acusado de complicidad en el secuestro. De allí en más, la trama revelará que algunas personas no son quienes dicen ser, que las más puras intenciones suelen estar manchadas con avaricia y orgullo, y que hasta dios puede ser rebajado al nivel de mercancía para vacilantes compradores. En este accidentado camino Perry irá descubriendo no tanto el hilo conductor del caso, sino el de su autoestima y dignidad, alguna vez perdidas por el camino del desencanto. Y también comprenderá con amargura cuán fácil resulta tomar el camino del maniqueo y señalar así las culpas ajenas con dedo admonitorio. Corrupción policial, prejuicios raciales y sexuales, congregaciones religiosas más amantes del dinero que de la “salvación” de sus feligreses, abogados conscientes de su decadente impotencia… todo esto está sabiamente dosificado en la trama y conduce a una visión tan desencantada como hiperrealista de la sociedad americana. Hay claras referencias al momento presente, algo que se viene colando en todo producto que pulula por el universo mediático actual, pero en esta ocasión la cosa adquiere sentido y no supone una mera rendición a la corrección política imperante. Es cierto que uno se sorprende al descubrir que esta Della Street (la británica Juliet Rylance, en el rol de la eterna secretaria de Mason) es lesbiana, y que Paul Drake (Chris Chalk, como el investigador privado que opera a las órdenes del abogado) resulta ahora un policía negro despreciado por sus compañeros y recelado por sus propios hermanos, y además que el fiscal Hamilton Burger (el eterno rival de Mason en las novelas y la vieja serie, aunque no aquí todavía) es gay y debe ocultarlo; pero por otro lado, tanto el buen oficio del director Tim Van Patten (Los Soprano, Sex and the City) —quien también coescribió gran parte de los episodios— como la celebrada sobriedad y sutileza con que se presentan estas realidades logran que sean aceptadas por el espectador con naturalidad y que no luzcan como meros tráficos de ideología “progre”. Porque esta Perry Mason resulta un drama policial y judicial en toda regla, plagada de personajes contradictorios, ambiciosos o simplemente hastiados de sus propias vidas, quienes echan mano de cualquier recurso a su alcance para alcanzar algo que se parezca a la felicidad, al éxito, o a la aceptación…, o a todas esas cosas juntas, por qué no. Y Perry Mason, el personaje, hace esta vez el viaje junto a todos ellos, sin juzgarlos (¡vaya paradoja para el futuro abogado!) —ya que ciertamente aprende a reconocer muchas de estas debilidades en sí mismo— pero descubriendo que el sentido de “justicia” aparece precisamente cuando se ha encontrado el propio límite, cuando ya no se pueden traspasar ciertas barreras y se logra diferenciar no ya entre “bien” y “mal” (en definitiva, conceptos absolutos, y como tales, demasiado abstractos), sino entre lo “correcto” y lo “incorrecto”. Esta transformación íntima será la responsable de que nuestro antihéroe, precisamente cuando todo parezca perdido, asuma su responsabilidad para con lo correcto y complete el examen para obtener su licencia como litigante, quizás la única forma de salvar a una madre injustamente acusada de matar a su propio hijo. Dicho así, lo entendemos, todo puede parecer algo forzado, pero el cómo se llega hasta la conclusión resulta perfectamente orgánico y creíble. Hoy día, cuando los televidentes que respetan día y hora de emisión de un producto son franca minoría, resultaría un pecado revelar mayores detalles acerca del complejo y a la vez cautivante argumento de la serie.
Juliet Rylance como la nueva e inteligentísima Della Street
            Algo más todavía: al igual que lo hacía Penny Dreadful: City of Angels, la serie que comentamos apenas dos semanas atrás, Perry Mason presenta en primerísimo plano a Alice, la predicadora evangélica que lidera (junto a su abusiva madre) la Iglesia de dios Radiante, un verdadero imperio económico que reúne en su núcleo un sinnúmero de intereses poco diáfanos. Tanto la Molly de “Penny…” como esta contradictoria Alice se basan en un personaje estrictamente real, la autotitulada Hermana Aimee Elizabeth Semple McPherson (Salford, Ontario, 9 de octubre de 1890 - Oakland, California, 27 de septiembre de 1944), quien luego de una vida de predicación errante junto a su madre y a su primer marido (se casó tres veces y tuvo dos hijos, aunque la sobrevivió solo una de ellos), se instaló en Los Ángeles hacia los años ‘20s. Allí lograría recaudar los fondos suficientes para fundar un templo impresionante, bautizado como Angelus Temple, y su congregación denominada “la iglesia cuadrangular”. Como sus émulas de ficción, Aimee utilizó la radio como forma de predicación y llegó a volverse célebre a causa de sus sermones vívidos y pasionales. También fue pionera en cuanto al acceso del pentecostalismo a la recién nacida televisión (en youtube se encuentran un par de videos suyos), y su concepto acerca de que EE UU era una nación fundada directamente por deseo divino, en base a sus preceptos, acabó por perdurar en el tiempo y convertirse en bandera ideológica de sus múltiples sucesores. Escándalos varios, estafas, abusos sexuales, depresión, crueldad materna, e incluso el secuestro del hijo de uno de los principales benefactores de su congregación (idea brillantemente reciclada en Perry Mason), dieron forma a la azarosa e intensa vida de esta mujer que falleció en circunstancias jamás aclaradas, víctima de una sobredosis de barbitúricos que la justicia, quizás demasiado apresuradamente, definió como “accidental”.
Las "Hermanas" Alice y Molly de ambas series 
 Vale la pena, a no dudarlo, adentrarse pues en la pintura descarnada que esta serie hace de la hermana Alice (excelente la canadiense Tatiana Maslany), ya que sus ambigüedades (y los métodos que usa para despertar la fe) van a la par de ese pozo negro que en la trama representan la Ley y la Justicia. Por ello, y obviamente sin adelantar nada, podemos sin embargo apuntar que el “verdadero” castigo a ciertos culpables no llega, significativamente, de la mano del camino legal, sino como resultado de sus propias actividades criminales. La una y los otros obtienen lo que merecen, o lo que buscaron, precisamente por haber forzado antes los límites de lo ético y lo razonable. Paradoja que la serie sabe explotar en su favor de un modo admirable, pueden creerlo. Para concluir, entonces, nos resta prodigar un océano de elogios a ese enorme actor que es John Lithgow (quien cumplirá 75 años el próximo 19 de octubre), cuyo E.B. resulta un verdadero placer para el espectador. Si algo se echa en falta es su prematura salida de la trama, la que si bien resulta perfectamente orgánica al relato (¿cómo se transformaría Perry en abogado si su mentor no saliera de escena…?), no deja de ser una verdadera pérdida para el espectador. ¡Ah, y una perlita…! El episodio final concluye con una versión muy “jazz soft” del inolvidable tema de la serie clásica, The Park Avenue Blues, compuesto por Fred Steiner y reversionado millones de veces, incluso por los Blues Brothers. Se trata de un guiño a los nostálgicos que enlaza el pasado con este presente no tan confortable, casi como si nos advirtieran que a pesar de todo este sigue siendo Perry Mason.

            Y ahora sí, el final. Pero antes, unas palabras todavía. Es que llegados a este punto parece razonable afirmar que al cabo hemos dado con la respuesta a nuestros interrogantes primigenios. Perry Mason 2020, la serie, es como es porque resulta hija de su tiempo. ¿Por qué, si no, James Bond sería reconvertido desde 2006 en un ser oscuro, autodestructivo, conflictuado y torturado? ¿Por qué la casi totalidad de los súper héroes de Marvel (Deadpool no cuenta, ustedes entienden…) presentan más traumas y neurosis que todos los pacientes del Borda juntos? Pues porque nuestro tiempo refleja culturalmente la angustia que nos produce la extrema duplicidad en que estamos inmersos: nunca antes en nuestra historia como especie habíamos llegado a este nivel de autoconocimiento sumado al más fantástico desarrollo científico, tecnológico, comunicacional, etc., etc., etc.,… y sin embargo, nunca como ahora estuvimos tan asediados por el odio religioso y fanático, por el terrorismo de toda índole, por el racismo y la xenofobia extremos, por los populismos autoritarios, etc., etc., etc. Nunca antes habían convivido tanto conocimiento con tanta insensatez. Y esta suerte de esquizofrenia social, si se nos permite el término, parece ser la que engendra estos personajes (y estos argumentos) en los que el conocimiento de sí no logra cuadrar con la angustia existencial. O sea, que en definitiva, Perry Mason no podría haber retornado de otra manera que cómo lo ha hecho. Aquel abogado impecable e impoluto, que jamás defendió a un culpable y cuya ética estaba más allá de cualquier discusión, no tendría lugar en nuestro mundo cínico y demasiado consciente de sus miserias. Este Perry Mason, en cambio, se parece demasiado a nosotros mismos… es, cómo dudarlo, no el héroe que merecemos o deseamos, sino el único posible. Y así entendido, todo cuadra. ¿No es cierto…?.- 

   

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