Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente
(★★★★★)
BABY, el
Aprendiz del Crimen (‘Baby Driver’), USA, 2017.
Dirección y
Guión: Edgar Wright– Elenco: Ansel
Egort, Kevin Spacey, Jaime Foxx, Lily Palmer, Eiza Gonzalez, Jon Hamm.-
Después de ver Baby Driver dan ganas de gritar bien fuerte “¡al fin una peli como la gente!”. Y no es que escasee el buen cine, lo que falta es simplemente ‘el cine’. En este espacio ya hemos calificado gratamente a muy buenos productos, pero lo cierto es que nunca dejan de ser secuelas, precuelas, pre-pre-precuelas, secuelas de la precuela, superhéroes traumados, superhéroes chistosos, distopías oscurísimas o cine de animación. Y no nos olvidamos de la película de terror de la semana, que va. Así que si no te cansaste de la enumeración, lee lo que sigue. Porque esta magnífica película policial ultra creativa, —sólida como una roca, con criaturas que sintonizan de inmediato con el espectador—, no es otra cosa que un vivificante regreso al cine de género, con el agregado de un personaje central hijo de su tiempo, con la lógica y el manejo tecnológico de la postmodernidad líquida, que sin embargo carga con traumas del pasado tan tradicionales e imperecederos como la buena música.
Porque la música,
queridos amigos, es vital para esta historia. Y está tan bien entroncada en el
relato, tan brillantemente entrelazada en la vida de nuestro protagonista y en
su raíd criminal, que deja al primer Tarantino como un tontuelo copión. Y no es
casual que nombremos al culposo amiguito de Harvey Weinstein, porque esta peli
denota con claridad haber aprendido de muchos maestros, y también del tío
Quentin por supuesto, pero sabiamente evita los recientes y notorios errores de
estilo de sus últimos filmes. En especial, esa tendencia tan suya a remarcar y
subrayar la ya agobiante ‘intertextualidad’
de sus cintas, algo que se patentiza precisamente en la utilización a veces
demasiado artificial de las canciones populares. Pero volvamos a Baby
Driver.
Baby, que así dice
llamarse (lo que es un decir, porque el muchacho casi no habla), es un huérfano
con una anormal habilidad para el volante y una adicción patológica a la
música.Un día roba el coche equivocado para hacer de las suyas, encuentra merca
en la cajuela pero la tira al diablo —ya que eso a él le importa un pepino—, y
el capo di tutti di capi (un siempre
magnífico Kevin Spacey; dejando de lado las recientes malas noticias sobre su
conducta sexual) decide que no se puede desperdiciar tanto talento y lo obliga
a pagar su deuda siendo chofer de los robos que organiza. Cuando la haya
cubierto, lo dejará en paz. O no. Ya veremos. Lo cierto es que todo esto lo
sabremos después y en menos tiempo de lo que llevó escribirlo, ya que el filme
arranca en pleno atraco a un banco, con nuestro jovencito sincronizando en un
iPod la banda sonora perfecta para cada momento del asalto.
La huida posterior es una fiesta visual, haciendo papilla a la basura serial de Rápido y Furioso, dónde las carreras son tan artificiales como una banana de plástico. Claro está que algo saldrá mal en el momento justo y los planes de Baby se irán al cuerno. El muchacho ha conocido a la chica de sus sueños, ella lo acepta tal como es, pero el mundo criminal que ha creído poder surfear escondido dentro de la burbuja de su música, se le derrumba como castillo de naipes. Y manejará la situación como pueda, porque este Baby no es más inteligente que todos nosotros (error en que caen tantas películas), sino que en la mejor tradición hichcockiana, nuestro antihéroe es profunda y humanamente real, y sólo cuenta con sus propios y naturales dones. Que en su caso no son pocos, pero tampoco tantos.
La huida posterior es una fiesta visual, haciendo papilla a la basura serial de Rápido y Furioso, dónde las carreras son tan artificiales como una banana de plástico. Claro está que algo saldrá mal en el momento justo y los planes de Baby se irán al cuerno. El muchacho ha conocido a la chica de sus sueños, ella lo acepta tal como es, pero el mundo criminal que ha creído poder surfear escondido dentro de la burbuja de su música, se le derrumba como castillo de naipes. Y manejará la situación como pueda, porque este Baby no es más inteligente que todos nosotros (error en que caen tantas películas), sino que en la mejor tradición hichcockiana, nuestro antihéroe es profunda y humanamente real, y sólo cuenta con sus propios y naturales dones. Que en su caso no son pocos, pero tampoco tantos.
Mejor no adelantar nada más, porque una vez que nos encontramos con un filme tan creativo es mejor no quemarlo. Baste decir que si los rubros técnicos son impecables, los que se llevan las palmas son los actores. Ansel Elgort compone un Baby mitad niño mitad adulto, que carga con un pasado familiar horrible pero lo compensa con un mundo interior riquísimo, en el que la música es motor, sentido y significante. Jon Hamm (Mad Men; Bridesmaids) está impecable como un ladrón con pasado, enamorado de Darling, su compañera en el crimen, quien encandila la pantalla desde la piel de Eiza Gonzalez. Este crítico confiesa ignorar de dónde diablos salió esta bomba sexy, pero puede augurar que comienza una carrera imparable para ella. Cuando menos, su presencia animal captura la atención y llena la pantalla en cada una de sus apariciones, cosa de la que no pueden jactarse muchas otras que se convirtieron en estrellas recientemente. Por último, aplauso, medalla y vítores para Jaime Foxx (Django Unchained; White House Down), que ratifica sus laureles en la piel de un asesino de temer, cuya presencia en escena produce un cierto escalofrío, una sensación de inseguridad permanente.
El director Wright
(Bienvenidos
al fin del mundo; Arma Fatal), por su parte, redondea
un trabajo para premiar y elogiar hasta el cansancio. Narra con pulso ejemplar,
cuenta el cuento desde la óptica de Baby pero sin las remanidas narraciones en
off tan en boga hoy día, y no imposta ni remarca el mundo interior del muchacho
protagonista. Cada cosa que este hace, desde ir a comprar café canturreando con
el iPod en las orejas hasta esconder su dinero en un agujero del piso, se
advierte connatural y ajustado a su personalidad. El guión tampoco hace
concesiones, y si tiene que castigar algunas conductas lo hará sin caer en corrección política
alguna, ni tampoco con ese molesto espíritu didáctico de pacotilla propio de
estos tiempos conservadores, sino como algo tan natural y elemental que sería imposible que no le suceda a estos
personajes, porque cada acción encuentra su premio o su castigo, según sea el
caso, y ningún final feliz se consigue sin sacrificios. En fin, una película
para no dejar pasar. Una fiesta a la que estamos invitados, y más vale no
faltar.-
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