(Ahora que STRANGER THINGS lo puso de moda)
Por Leonardo Tavani
Érase una vez un
mundo que habitaba en un tiempo muy especial, conocido como “los
años ‘80s”. En el gran territorio del norte gobernaba un señor poco
afecto a los cambios liberales, un ex actor mediocre devenido político. Como
conocía bien el paño, supo influir en la industria del cine de su terruño y
comenzaron a proliferar entonces películas bastante reaccionarias, un poquitín
violentas y con héroes ‘musculados’ a
puro esteroide y creatina. Una de esas, muy pero muy emblemática, se conoció en
los territorios sureños como “Rambo” (First Blood; 1982, Ted
Kotcheff),
y de golpe todo el cine de por allí comenzó a supurar el mismo mensaje: que en el inmenso ex imperio zarista eran todos malos malísimos, dispuestos a comerse a nuestros hijitos con páprika, que la salud pública le quitaba dinero a los ejércitos que nos salvaban de tales bestias come-niños, que los diferentes y excluidos eran veneno para el tejido social, así que mejor apalearlos, que bien merecido lo tenían por no ser ‘como la gente normal’ ; en fin, cosas así que adulaban los oídos de personas bienpensantes y un poco asustadizas, para quienes los cambios resultan vitriolo. Para colmo, allende el Atlántico Norte, en la antigua Anglia, mandaba una señora algo rígida, igual de convencida que el viejo cowboy de las mismas ideas. El cine de allí, en el que campeaba un espía al servicio de Su Majestad algo avejentado y servil, había olvidado por completo a unos señores cineastas muy pero muy revulsivos, llamados Lindsay Anderson, Tony Richardson y Karel Reisz, entre otros.
Y si todo esto ya suena muy malo, imaginen cuanto peor resultaría que un romanísimo líder religioso llegado de la Polish Land, aseverara tenazmente que todas aquéllas ideas, esos líderes y aquél estado de cosas era muy bueno y deseado por el Altísimo.
y de golpe todo el cine de por allí comenzó a supurar el mismo mensaje: que en el inmenso ex imperio zarista eran todos malos malísimos, dispuestos a comerse a nuestros hijitos con páprika, que la salud pública le quitaba dinero a los ejércitos que nos salvaban de tales bestias come-niños, que los diferentes y excluidos eran veneno para el tejido social, así que mejor apalearlos, que bien merecido lo tenían por no ser ‘como la gente normal’ ; en fin, cosas así que adulaban los oídos de personas bienpensantes y un poco asustadizas, para quienes los cambios resultan vitriolo. Para colmo, allende el Atlántico Norte, en la antigua Anglia, mandaba una señora algo rígida, igual de convencida que el viejo cowboy de las mismas ideas. El cine de allí, en el que campeaba un espía al servicio de Su Majestad algo avejentado y servil, había olvidado por completo a unos señores cineastas muy pero muy revulsivos, llamados Lindsay Anderson, Tony Richardson y Karel Reisz, entre otros.
Y si todo esto ya suena muy malo, imaginen cuanto peor resultaría que un romanísimo líder religioso llegado de la Polish Land, aseverara tenazmente que todas aquéllas ideas, esos líderes y aquél estado de cosas era muy bueno y deseado por el Altísimo.
Pero claro, el
demonio está en los detalles, y de vez en cuando se colaban algunas peliculitas
bastante peculiares, meros detallitos, de esas creadas para divertir a muchos y
satisfacer a más, pero que extrañamente —cuando uno se ponía a verlas con algo
de atención— contaban un cuentito algo diferente al esperado. Utilizaban los
mismos ingredientes que de costumbre, pero curiosamente el cóctel resultante
presentaba un sabor inesperado. Algo ácido, para ser precisos. Veamos por qué.
Imaginen por ejemplo a una pandilla de chicos, casi casi preadolescentes
(igualitos a esos de Stranger Things, ¡sabrá Dios de dónde sacaron la idea sus
creadores...!), que están a punto de perder sus casas porque un capitalista
local se quedó con las hipotecas.
Y bien, nuestros héroes encontrarán un viejo mapa, el del tesoro del Tuerto Willie, pirata que asoló esas costas de Nueva Inglaterra tres siglos atrás. Y antes que cante el gallo saldrán en su búsqueda para salvar a sus resignados e impotentes padres de la bancarrota y el desalojo (Los Goonies; 1985, Richard Donner). Porque en estas singulares películas, como ya sugerimos, los adultos son o bien incapaces de estar a la altura de los ideales y las necesidades de sus hijos, o bien se convirtieron en políticos y/o empresarios sordos y ciegos ante una sociedad que reclamaba a gritos una nueva sensibilidad y una ética renovada. Estos señores grandes ya no pueden cuidar realmente de sus hijos, porque antes que nada han renunciado a sus viejos ideales.
Como imaginarán, al gran cacique blanco de la igualmente blanca casona
no le gustaban para nada estas desviaciones. Él prefería –por ejemplo– guerras en las galaxias, no exactamente de las galaxias.
Y bien, nuestros héroes encontrarán un viejo mapa, el del tesoro del Tuerto Willie, pirata que asoló esas costas de Nueva Inglaterra tres siglos atrás. Y antes que cante el gallo saldrán en su búsqueda para salvar a sus resignados e impotentes padres de la bancarrota y el desalojo (Los Goonies; 1985, Richard Donner). Porque en estas singulares películas, como ya sugerimos, los adultos son o bien incapaces de estar a la altura de los ideales y las necesidades de sus hijos, o bien se convirtieron en políticos y/o empresarios sordos y ciegos ante una sociedad que reclamaba a gritos una nueva sensibilidad y una ética renovada. Estos señores grandes ya no pueden cuidar realmente de sus hijos, porque antes que nada han renunciado a sus viejos ideales.
Ahora piensen en un pibe de secundaria, al que le encanta el rock y tiene una banda muy cool, excepto que a nadie le gusta su música. Vive en un pueblito dónde lo más maravilloso que puede pasar es que desembarque un circo sin payasos. Quizá por eso se volvió amigo del inventor local, un viejo loco amante de la ciencia, que se parece más a su padre que el de verdad. Porque su viejo es un fracasado sin carácter, con una esposa alcohólica e incapaz de enfrentar a Biff Tannen, su jefe y eterno bravucón del pueblo. Bueno, como los genios locos no serían tales si no inventaran algo increíble, el bueno de ‘Doc’ Brown tiene a bien diseñar una máquina del tiempo. Eso sí, con estilo. Así que el dispositivo estará en un impactante DeLorean cupé, que funcionará con plutonio y se activa al alcanzar las 88 millas por hora. Claro que Marty McFly, que de él se trata, acabará accidentalmente en 1955, donde descubrirá aspectos sorprendentes de la personalidad de sus padres.
Porque esa
exitosísima cinta (Volver al Futuro; 1985, Robert Zemeckis), parece contar un
simpatiquísimo cuentito de ciencia ficción. Pero no es así. Nos habla de la
necesidad de creer en uno mismo en medio de una sociedad que es como una
jungla. Nos enfrenta a la dualidad de nuestro carácter, a aceptar nuestros
puntos débiles para asumirlos y superarlos y a trabajar duro por lo que
realmente queremos, no con la vieja ética estoica y conservadora de siempre,
sino con la convicción de que nada se consigue mágicamente, pero vale la pena
pelear y trabajar por ello. En todo el filme se afirma la idea del trabajo en
equipo por sobre la individualidad característica de aquélla cultura norteña.
Todo eso más un futuro alcalde negro, algunos ácidos comentarios sobre el progreso puramente mercantil, una crítica larvada a la idea del “destino manifiesto” americano y algunas otras yerbas, dieron por resultado otro éxito de taquilla que además iba a contrapelo de la kultur politik. Tampoco le gustó al Big Daddy.
Todo eso más un futuro alcalde negro, algunos ácidos comentarios sobre el progreso puramente mercantil, una crítica larvada a la idea del “destino manifiesto” americano y algunas otras yerbas, dieron por resultado otro éxito de taquilla que además iba a contrapelo de la kultur politik. Tampoco le gustó al Big Daddy.
Ahora visualicen a
un muchachito de New Jersey sin padre, que llega con su madre a Los Ángeles en
busca de mejores horizontes laborales para ella. Van a parar a un condominio en
Reseda que tiene por portero a un anciano nipón bastante peculiar. Daniel
LaRusso es un joven adaptado, con amigos y vida social más que normal.
Pero aquí pasa a ser un outsider despreciado, un recién llegado molesto y casi sin dinero, un pecado imperdonable en la ciudad del lujo y el glamour. Apenas llegado, el muchacho comete el error de fijarse en una chica hermosa y con dinero, ex novia del bravucón de la ciudad que lidera una temible banda con sus amigos, todos alumnos del dojo de karate del ex sargento Kreese.
Víctima de bullying hasta niveles intolerables, entrará en su vida por fin el sabio Sr. Miyagi, héroe de guerra del ejército norteamericano durante la 2ª guerra mundial. Él será no sólo maestro y mentor, sino también un modelo paterno, un amigo fiel y el que enseñe a Daniel a creer en sí mismo. Aunque podría parecer que contaba únicamente la historia de un chico que aprende karate para derrotar a unos abusadores, El Karate Kid: Momento de Decisión (1984, John G. Avildsen) resultó una saludable y refrescante historia sobre la amistad y el amor entre personas de clases y mundos diferentes; acerca de la locura de quienes sólo creen en la guerra y la violencia como respuesta a todo ( Kreese siente que la guerra jamás terminó, y forma a sus muchachos en la creencia de que el oponente es el enemigo, que no merece piedad y que la victoria amerita cualquier esfuerzo, incluida la trampa); y por último, algo que hoy parece perdido sin remedio: la confianza del aprendiz en la sabiduría del maestro y la esperanzada entrega a sus métodos, —que si pueden parecer abstrusos en ocasiones—, conducen a mucho más que al dominio de un arte o una disciplina: nos depositan en el camino de la madurez y el autoconocimiento.
Pero aquí pasa a ser un outsider despreciado, un recién llegado molesto y casi sin dinero, un pecado imperdonable en la ciudad del lujo y el glamour. Apenas llegado, el muchacho comete el error de fijarse en una chica hermosa y con dinero, ex novia del bravucón de la ciudad que lidera una temible banda con sus amigos, todos alumnos del dojo de karate del ex sargento Kreese.
Víctima de bullying hasta niveles intolerables, entrará en su vida por fin el sabio Sr. Miyagi, héroe de guerra del ejército norteamericano durante la 2ª guerra mundial. Él será no sólo maestro y mentor, sino también un modelo paterno, un amigo fiel y el que enseñe a Daniel a creer en sí mismo. Aunque podría parecer que contaba únicamente la historia de un chico que aprende karate para derrotar a unos abusadores, El Karate Kid: Momento de Decisión (1984, John G. Avildsen) resultó una saludable y refrescante historia sobre la amistad y el amor entre personas de clases y mundos diferentes; acerca de la locura de quienes sólo creen en la guerra y la violencia como respuesta a todo ( Kreese siente que la guerra jamás terminó, y forma a sus muchachos en la creencia de que el oponente es el enemigo, que no merece piedad y que la victoria amerita cualquier esfuerzo, incluida la trampa); y por último, algo que hoy parece perdido sin remedio: la confianza del aprendiz en la sabiduría del maestro y la esperanzada entrega a sus métodos, —que si pueden parecer abstrusos en ocasiones—, conducen a mucho más que al dominio de un arte o una disciplina: nos depositan en el camino de la madurez y el autoconocimiento.
Finalmente, porque
todo cuentito tiene que concluir, escuchen como en esa tierra encantada de los
‘80s algunos de sus propagandistas más fieles cacareaban muy alto y fuerte que
esa tierra allende el Río Grande era el vergel de las libertades y el oasis del
bienestar absoluto.
Como muchos cineastas efectivamente concordaban con ello, sin duda se sintieron más que halagados cuando asistieron a los cines para ver la siguiente historia. Ocurre que un buen día llega a la generosa Nueva York un circo de la funestísima Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, más conocida por sus siglas, URSS. Se trataba del antiguo imperio Zarista, entonces dominado por los acólitos de un oscuro pensador judío alemán, cuyo nombre actualmente se ha perdido, pero se supone era Karl Gustav Plusvalía.
Pues bien, en dicho circo, fuertemente custodiado para que ningún soviético osara fugarse del paraíso de la Libertad Proletaria, tocaba el saxo un señor llamado Vladimir Ivanoff (Robin Williams). Al bueno de Vladimir pareció gustarle más de la cuenta el estilo de vida decadente, burgués, oligárquico, consumista, degenerado y altamente capitalista de la Gran Manzana. Así que se las ingenió para defeccionar de sus captores (¡¡¡Perdón, quisimos decir PATRIA!!! Ofrecemos las más sinceras disculpas al Politik Komisariat Forster), y quedarse a vivir entonces en la tierra de la burgués decadencia aunque más no fuera como inmigrante ilegal.
Como muchos cineastas efectivamente concordaban con ello, sin duda se sintieron más que halagados cuando asistieron a los cines para ver la siguiente historia. Ocurre que un buen día llega a la generosa Nueva York un circo de la funestísima Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, más conocida por sus siglas, URSS. Se trataba del antiguo imperio Zarista, entonces dominado por los acólitos de un oscuro pensador judío alemán, cuyo nombre actualmente se ha perdido, pero se supone era Karl Gustav Plusvalía.
Pues bien, en dicho circo, fuertemente custodiado para que ningún soviético osara fugarse del paraíso de la Libertad Proletaria, tocaba el saxo un señor llamado Vladimir Ivanoff (Robin Williams). Al bueno de Vladimir pareció gustarle más de la cuenta el estilo de vida decadente, burgués, oligárquico, consumista, degenerado y altamente capitalista de la Gran Manzana. Así que se las ingenió para defeccionar de sus captores (¡¡¡Perdón, quisimos decir PATRIA!!! Ofrecemos las más sinceras disculpas al Politik Komisariat Forster), y quedarse a vivir entonces en la tierra de la burgués decadencia aunque más no fuera como inmigrante ilegal.
Pero no se llegará a tanto. Nuestro muchacho conseguirá un
legalísimo empleo como guardia de seguridad en las tiendas Bloomingdale’s, esas
horripilantes catedrales del consumismo occidental. De a poco, Vladimir
constatará que su vida anterior no se parecía en nada a un paraíso; de hecho,
advertirá, un paraíso del que no se
puede salir es casi casi un infierno. Pero también observará con ojo atento las
contradicciones y ambigüedades de esa patria de las libertades civiles, en la
que de tanta libertad a veces te dejan demasiado solo cuando necesitás de una
mano.
Porque esta magnífica comedia dramática llamada Moscú en Nueva York (Moscow on the Hudson; 1984, Paul Mazursky) no le ahorra dardos a la cultura de EEUU. Sabe mostrar todo lo de bueno que tiene en su interior, pero también refleja sus miserias, sus prejuicios e ideologías algo rígidas; en fin, todo lo verdaderamente humano de una cultura que en ocasiones se torna demasiado autocomplaciente.
Porque esta magnífica comedia dramática llamada Moscú en Nueva York (Moscow on the Hudson; 1984, Paul Mazursky) no le ahorra dardos a la cultura de EEUU. Sabe mostrar todo lo de bueno que tiene en su interior, pero también refleja sus miserias, sus prejuicios e ideologías algo rígidas; en fin, todo lo verdaderamente humano de una cultura que en ocasiones se torna demasiado autocomplaciente.
Y así se termina
esta breve guía de viaje por las ideas de ciertas peliculitas de aquélla década
dorada, que les hemos narramos cual simple ‘bedtime
story’. La tierra mágica de los ‘80s resultó una galaxia muy vasta,
pletórica de contradicciones pero a la vez llena de misterios para descubrir,
en especial cuando de cine se trata. Porque verán, queridos niños, muchas de
esas pelis que juntan más polvo que una bitcoin en las plataformas de
streaming, —o que todavía se adquieren en DVD, Blu-Ray y vaya uno a saber en
que otro nuevo formato destinado al inmediato olvido—, se tornaron actualmente
en verdaderos clásicos modernos, perlitas que le dan una bofetada tal a las
mega gansadas de hoy día, que debería causarle vergüenza ajena a los ejecutivos
y productores que mandan en la gran
tierra del norte.
Y bien, aquí tienen
4 imprescindibles filmes que les recomendamos vivamente, divertidos pero con
inteligencia; pero ojo, si no hacen caso y corren a verlas, se los devorará el
Demogorgon y los sumirá en las tinieblas. ¡Faltaba más!-
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