Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente
(★★★★★)
La
vida de Adèle. (La Vie d’Adèle) Francia,
2013. Dirección: Abdellatif
Kechiche. Guion: Abdellatif Kechiche y Ghalya Lacroix
sobre el comic book “Le bleu est une
couleur chaude’’, de Julie Maroh. Elenco: Léa Seydoux, Adèle Exarchopoulos,
Salim Kechiouche, Mona Walravens, Jérémie Laheurte. Duración: 178 minutos. Calificación: apta para mayores de 16 años, con reservas.
afiche americano del filme |
Adèle es una
jovencita de 17 años que vive con sus padres en Lille, al norte de Francia. Es
una familia marcadamente proletaria y ya desde el vamos la cámara nos conduce
por la rutina de la adolescente, sus clases en la escuela normal, sus amigas
obscenas e hipócritas, su primer amor.
Sus cenas familiares son otra cosa: Kechiche es meticuloso al extremo
mostrándonos al núcleo familiar reunido a la mesa, sus diálogos banales, la
contagiosa fruición con que Adèle devora los spaghettis que su papá amasa,
—prólogo a la misma pasión que, multiplicada, la joven pondrá en el amor—, la
tele siempre encendida y tantas otras sutilezas que, en ocasiones, incluso
escapan al espectador.
Adèle observa el mundo, intenta participar de él como puede, procura entender, y como ya apuntamos, come, bebe, fuma, se masturba, llora; todo ello frente a una cámara impiadosa que la sigue con la estoicidad de un sabueso, que la rodea y la abarca, que nos la entrega tan total e integradoramente que nos acojona ferozmente. Desde el vamos, Kechiche enlaza su discurso narrativo con el texto de “La Princesa de Clèves”, de La Fayette, y “Vida de Marianne”, de Marivaux, del cual extraerá la idea de predestinación que se hará carne en Adèle. Esas primeras secuencias en la escuela serán clave. Las palabras de los docentes adelantan el espíritu del drama. “Antígona es una niña”, dirá la profesora de literatura, y eso no pasará inadvertido. Si la hija de Edipo es condenada a muerte por anteponer las leyes divinas a las humanas, Adèle pondrá la pasión a la que se cree destinada —como en Marivaux— por delante de si misma, incluso si ello la conduce al más profundo dolor.
Pero Adéle y Emma irán clonando los roles de los matrimonios tradicionales. El crecimiento profesional de ambas se tornará inversamente proporcional a la pasión en la pareja, asistiremos al conformismo de una y la insatisfacción creciente de la otra, una inevitable infidelidad… En fin, la vida misma, el desgaste de la convivencia y —por sobre todo— algo que se subrayaba desde el inicio mismo: las diferencias de clase y cultura. Adultas y viviendo de su propio esfuerzo, ya no alcanza con citar a Sartre, visitar museos o ir a marchas políticas. Emma necesita ver crecimiento intelectual, ambición profesional en Adèle, y ésta solo quiere sentirse amada y necesitada. Están en un curso de colisión, y cuando se produzca el choque se abrirá para nuestra heroína el más profundo abismo de dolor. Como lo ha hecho siempre, Adèle lo experimenta, lo sufre, lo asume en su cuerpo. Llora con mocos, ruega, sufre, se vuelve incapaz de combinar vida social y laboral con su alma destruida. Mucho después, cuando intente un reencuentro con Emma, buscará reconquistarla precisamente desde la más dura y cruda carnalidad. Ella necesita madurar, aprender a vivir también con su razón y menos con la pasión. Necesita entender que crecer también es soltar, dejar ir.
Adèle observa el mundo, intenta participar de él como puede, procura entender, y como ya apuntamos, come, bebe, fuma, se masturba, llora; todo ello frente a una cámara impiadosa que la sigue con la estoicidad de un sabueso, que la rodea y la abarca, que nos la entrega tan total e integradoramente que nos acojona ferozmente. Desde el vamos, Kechiche enlaza su discurso narrativo con el texto de “La Princesa de Clèves”, de La Fayette, y “Vida de Marianne”, de Marivaux, del cual extraerá la idea de predestinación que se hará carne en Adèle. Esas primeras secuencias en la escuela serán clave. Las palabras de los docentes adelantan el espíritu del drama. “Antígona es una niña”, dirá la profesora de literatura, y eso no pasará inadvertido. Si la hija de Edipo es condenada a muerte por anteponer las leyes divinas a las humanas, Adèle pondrá la pasión a la que se cree destinada —como en Marivaux— por delante de si misma, incluso si ello la conduce al más profundo dolor.
Un buen día, en la
plaza de la ciudad, nuestra protagonista verá pasar fugazmente a una mujer de
pelo azul junto a su novia, y todo cambiará para siempre. Ella, Emma —la
siempre aristocrática y bella Léa Seydoux (La Reina; Spectre) — es mayor que Adèle,
estudia Arte y pertenece a una clase social superior. Pero nada de eso
importará. La adolescente será capaz de buscarla por boliches gay hasta
hallarla y forzar el primer encuentro. Es ella también la que impulsará el
primer beso, ella la que amará locamente hasta perderse de sí misma, ella la
que colocará toda su vida en manos de Emma. Pero Emma no sólo se dejará amar,
también ella arderá de pasión, también ella se enamorará de la primitiva
sencillez del carácter de Adèle y de su entrega sincera, convirtiéndola en su
musa artística. Y en este punto es dónde llega al relato el sexo furioso,
imprescindible, abarcador. Nunca antes se habían visto en la pantalla escenas
como estas, de tal realismo y ardor. Ni siquiera en el cine porno. Y es una
lástima que la polémica que desataron a ambos lados del Atlántico, incluido
Cannes, haya ocultado parcialmente la necesidad absoluta de ellas. Porque Adèle
no experimenta el mundo a través de su yo racional o del conocimiento
académico, sino por medio de la vivencia directa y sensorial. Ella sólo
comprende y aprehende por vía de la experiencia física inmediata. Y el amor
físico abrasador, que el director nos muestra literalmente arrojando su cámara
sobre las actrices, es para Adèle la suprema experiencia definitiva y
definitoria. Claramente, la joven quedará marcada para siempre por esa
vivencia. Dicho éxtasis la ha anclado en ese gozo del que ya no podrá escapar. Más
adelante, cuando ya llevan años viviendo juntas, Adèle resistirá los embates de
Emma para impulsarla a ser más ambiciosa y de algún modo evolucionar,
esgrimiendo su derecho a ser feliz así como está, simplemente sintiendo lo que
siente y amando como ama. Reclama para sí el derecho al status quo perpetuo. Sus sentimientos son inconmovibles, y nada la
hará apartarse de ellos.
Pero Adéle y Emma irán clonando los roles de los matrimonios tradicionales. El crecimiento profesional de ambas se tornará inversamente proporcional a la pasión en la pareja, asistiremos al conformismo de una y la insatisfacción creciente de la otra, una inevitable infidelidad… En fin, la vida misma, el desgaste de la convivencia y —por sobre todo— algo que se subrayaba desde el inicio mismo: las diferencias de clase y cultura. Adultas y viviendo de su propio esfuerzo, ya no alcanza con citar a Sartre, visitar museos o ir a marchas políticas. Emma necesita ver crecimiento intelectual, ambición profesional en Adèle, y ésta solo quiere sentirse amada y necesitada. Están en un curso de colisión, y cuando se produzca el choque se abrirá para nuestra heroína el más profundo abismo de dolor. Como lo ha hecho siempre, Adèle lo experimenta, lo sufre, lo asume en su cuerpo. Llora con mocos, ruega, sufre, se vuelve incapaz de combinar vida social y laboral con su alma destruida. Mucho después, cuando intente un reencuentro con Emma, buscará reconquistarla precisamente desde la más dura y cruda carnalidad. Ella necesita madurar, aprender a vivir también con su razón y menos con la pasión. Necesita entender que crecer también es soltar, dejar ir.
El filme contiene momentos sublimes,
imposibles de enumerar aquí, especialmente cuando no se trata de una crítica de
estreno. Pero hay que aclarar sin dudarlo que esta película es única por una
razón precisa. Se trata de un tipo de cine nunca intentado antes, casi
performático, donde el espectador vive y siente lo mismo que las
protagonistas, literalmente inmerso en
la “sensorialidad” de la historia. Si
dijéramos que “La Vida de Adèle” es un drama lésbico de tres horas de
duración, tal vez, sólo tal vez, estaríamos realizando una descripción apenas
banal, aunque justa. Pero este filme monumental es algo mágico que trasciende
esa y cualquier otra categoría, confrontando al espectador e interpelándolo
como hace décadas que ninguna película lo ha hecho. Sobrepasa y supera el mero
concepto de ‘cine’, conduciéndonos
con una mano mágica e invisible por un camino que no hemos transitado antes,
una serie de vivencias tan profundamente viscerales y genuinas que nos obligan
a preguntarnos por nuestra propia capacidad de amar, madurar y respetar los
sentimientos de los demás. En
definitiva, como aprenderemos de Adèle, el amor duele, pero más duele madurar. Imprescindible.-
No hay comentarios.:
Publicar un comentario