La Vida de Adèle: Una pasión abrasadora en un film esplendoroso

Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente (★★★★)

La vida de Adèle. (La Vie d’Adèle) Francia, 2013.                        Dirección: Abdellatif Kechiche. Guion: Abdellatif Kechiche y Ghalya Lacroix sobre el comic book “Le bleu est une couleur chaude’’, de Julie Maroh. Elenco: Léa Seydoux, Adèle Exarchopoulos, Salim Kechiouche, Mona Walravens, Jérémie Laheurte. Duración: 178 minutos. Calificación: apta para mayores de 16 años, con reservas.
  
afiche americano del filme
La Vida de Adèle”, filme del director franco magrebí Abdelatiff Kechiche (Juegos de amor esquivo; Cous-Cous), ganadora absoluta de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2013, es una de las experiencias cinematográficas mas perturbadoras y movilizantes que el cine contemporáneo ha brindado a nivel mundial. Las tres horas de su metraje vuelan como un barrilete enamorado del viento, incluso con sus planos eternos, sus secuencias interminables y su cámara nerviosa y fascinada ante su protagonista, la monumental, sorprendente y casi extraterrestre Adèle Exarchopoulos, —la actriz debutante que encandiló a director, co estrella, técnicos y medio mundo—, en cuyo honor y gloria fue rebautizado el personaje protagónico. Porque si algo resalta en este filme imprescindible, es la absorbente presencia de Exarchopoulos destilando un magnetismo animal y salvaje, vital y desgarrado a la vez, desparramando en cada plano y en cada momento una mirada demoledora, que transmite con una verosimilitud y un realismo agobiante toda su carga de insatisfacción y búsqueda, deseo y decepción, placer y dolor.  
            Adèle es una jovencita de 17 años que vive con sus padres en Lille, al norte de Francia. Es una familia marcadamente proletaria y ya desde el vamos la cámara nos conduce por la rutina de la adolescente, sus clases en la escuela normal, sus amigas obscenas e hipócritas, su primer amor.  Sus cenas familiares son otra cosa: Kechiche es meticuloso al extremo mostrándonos al núcleo familiar reunido a la mesa, sus diálogos banales, la contagiosa fruición con que Adèle devora los spaghettis que su papá amasa, —prólogo a la misma pasión que, multiplicada, la joven pondrá en el amor—, la tele siempre encendida y tantas otras sutilezas que, en ocasiones, incluso escapan al espectador.

         
   Adèle observa el mundo, intenta participar de él como puede, procura entender, y como ya apuntamos, come, bebe, fuma, se masturba, llora; todo ello frente a una cámara impiadosa que la sigue con la estoicidad de un sabueso, que la rodea y la abarca, que nos la entrega tan total e integradoramente que nos acojona  ferozmente. Desde el vamos, Kechiche enlaza su discurso narrativo con el texto de “La Princesa de Clèves”, de La Fayette, y “Vida de Marianne”, de Marivaux, del cual extraerá la idea de predestinación que se hará carne en Adèle. Esas primeras secuencias en la escuela serán clave. Las palabras de los docentes adelantan el espíritu del drama. “Antígona es una niña”, dirá la profesora de literatura, y eso no pasará inadvertido. Si la hija de Edipo es condenada a muerte por anteponer las leyes divinas a las humanas, Adèle pondrá la pasión a la que se cree destinada —como en Marivaux— por delante de si misma, incluso si ello la conduce al más profundo dolor.

            Un buen día, en la plaza de la ciudad, nuestra protagonista verá pasar fugazmente a una mujer de pelo azul junto a su novia, y todo cambiará para siempre. Ella, Emma —la siempre aristocrática y bella Léa Seydoux (La Reina; Spectre) — es mayor que Adèle, estudia Arte y pertenece a una clase social superior. Pero nada de eso importará. La adolescente será capaz de buscarla por boliches gay hasta hallarla y forzar el primer encuentro. Es ella también la que impulsará el primer beso, ella la que amará locamente hasta perderse de sí misma, ella la que colocará toda su vida en manos de Emma. Pero Emma no sólo se dejará amar, también ella arderá de pasión, también ella se enamorará de la primitiva sencillez del carácter de Adèle y de su entrega sincera, convirtiéndola en su musa artística. Y en este punto es dónde llega al relato el sexo furioso, imprescindible, abarcador. Nunca antes se habían visto en la pantalla escenas como estas, de tal realismo y ardor. Ni siquiera en el cine porno. Y es una lástima que la polémica que desataron a ambos lados del Atlántico, incluido Cannes, haya ocultado parcialmente la necesidad absoluta de ellas. Porque Adèle no experimenta el mundo a través de su yo racional o del conocimiento académico, sino por medio de la vivencia directa y sensorial. Ella sólo comprende y aprehende por vía de la experiencia física inmediata. Y el amor físico abrasador, que el director nos muestra literalmente arrojando su cámara sobre las actrices, es para Adèle la suprema experiencia definitiva y definitoria. Claramente, la joven quedará marcada para siempre por esa vivencia. Dicho éxtasis la ha anclado en ese gozo del que ya no podrá escapar. Más adelante, cuando ya llevan años viviendo juntas, Adèle resistirá los embates de Emma para impulsarla a ser más ambiciosa y de algún modo evolucionar, esgrimiendo su derecho a ser feliz así como está, simplemente sintiendo lo que siente y amando como ama. Reclama para sí el derecho al status quo perpetuo. Sus sentimientos son inconmovibles, y nada la hará apartarse de ellos.
           
Pero Adéle y Emma irán clonando los roles de los matrimonios tradicionales. El crecimiento profesional de ambas se tornará inversamente proporcional a la pasión en la pareja, asistiremos al conformismo de una y la insatisfacción creciente de la otra, una inevitable infidelidad… En fin, la vida misma, el desgaste de la convivencia y —por sobre todo— algo que se subrayaba desde el inicio mismo: las diferencias de clase y cultura. Adultas y viviendo de su propio esfuerzo, ya no alcanza con citar a Sartre, visitar museos o ir a marchas políticas. Emma necesita ver crecimiento intelectual, ambición profesional en Adèle, y ésta solo quiere sentirse amada y necesitada. Están en un curso de colisión, y cuando se produzca el choque se abrirá para nuestra heroína el más profundo abismo de dolor. Como lo ha hecho siempre, Adèle lo experimenta, lo sufre, lo asume en su cuerpo. Llora con mocos, ruega, sufre, se vuelve incapaz de combinar vida social y laboral con su alma destruida. Mucho después, cuando intente un reencuentro con Emma, buscará reconquistarla precisamente desde la más dura y cruda carnalidad. Ella necesita madurar, aprender a vivir también con su razón y menos con la pasión. Necesita entender que crecer también es soltar, dejar ir.

             El filme contiene momentos sublimes, imposibles de enumerar aquí, especialmente cuando no se trata de una crítica de estreno. Pero hay que aclarar sin dudarlo que esta película es única por una razón precisa. Se trata de un tipo de cine nunca intentado antes, casi performático, donde el espectador vive y siente lo mismo que las protagonistas,  literalmente inmerso en la “sensorialidad” de la historia. Si dijéramos que “La Vida de Adèle” es un drama lésbico de tres horas de duración, tal vez, sólo tal vez, estaríamos realizando una descripción apenas banal, aunque justa. Pero este filme monumental es algo mágico que trasciende esa y cualquier otra categoría, confrontando al espectador e interpelándolo como hace décadas que ninguna película lo ha hecho. Sobrepasa y supera el mero concepto de ‘cine’, conduciéndonos con una mano mágica e invisible por un camino que no hemos transitado antes, una serie de vivencias tan profundamente viscerales y genuinas que nos obligan a preguntarnos por nuestra propia capacidad de amar, madurar y respetar los sentimientos de los demás.  En definitiva, como aprenderemos de Adèle, el amor duele,  pero más duele madurar. Imprescindible.-     

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