Por LEONARDO L. TAVANI
Al cabo de dos décadas de aventuras fabulosas, pioneros, indios asesinos y héroes sin mácula, el decenio de 1950 vería con asombro el surgimiento de un novel estilo narrativo y temático para el ya transido género norteamericano por excelencia, el western. Y esto no ocurrió por una graciosa casualidad, sino que acaeció a resultas de una serie de tensiones profundas en el seno de la sociedad norteamericana de posguerra, una sociedad que abría los ojos por vez primera a sus miserias culturales y políticas; una clase media que emergió de la inocencia insular que le era propia para hallar no solo un mundo ferozmente dividido en polarizantes ideologías, sino también a una “culta y refinada” Europa capaz de engendrar genocidios, dictadores y racismos varios.
A este panorama
internacional y a su propia y polémica participación en la segunda gran
contienda, la intelligentsia progresista
demócrata, tanto de centro como de izquierda, asistía con asombro a la ruptura del cascarón del huevo de la serpiente: en casa, —en el paraíso de las Libertades
Civiles y la Democracia—, coexistía un universo de racismo, violencia, paranoia
estatal y persecución; esta última representada claramente en los Comités de
Actividades Antinorteamericanas, liderados por el obsesivo Senador McCarthy, de funesta
memoria.
Su particular ensañamiento con los hombres del cine y la cultura, obligándoles a testificar aún contra su voluntad, —y forzando polémicas delaciones que aún hoy dividen y opacan la memoria de muchos actores y directores[1]—, causaron una rápida reacción en las huestes de Hollywood, que a pesar de las listas negras, la censura previa de guiones, —y peor aún, el encarcelamiento de numerosos guionistas, actores y directores—, respondió con un valiente tratamiento de historias urticantes y claramente simbólicas de la realidad política. Eso si, que nadie se llame a engaño: no se trató de una reacción masiva ni abrumadora, la situación no lo permitía. Pero resultó persistente y continuada, y fue precisamente en el western donde mejor se plasmó la metáfora contestataria, algo que nadie que haya visto “A LA HORA SEÑALADA” (High Noon, 1952) puede ignorar. La gran película de Fred Zinneman demostró que se podía tratar el tema de la persecución del ciudadano y su soledad ante el poder con talento, creatividad y no poco coraje.
Su particular ensañamiento con los hombres del cine y la cultura, obligándoles a testificar aún contra su voluntad, —y forzando polémicas delaciones que aún hoy dividen y opacan la memoria de muchos actores y directores[1]—, causaron una rápida reacción en las huestes de Hollywood, que a pesar de las listas negras, la censura previa de guiones, —y peor aún, el encarcelamiento de numerosos guionistas, actores y directores—, respondió con un valiente tratamiento de historias urticantes y claramente simbólicas de la realidad política. Eso si, que nadie se llame a engaño: no se trató de una reacción masiva ni abrumadora, la situación no lo permitía. Pero resultó persistente y continuada, y fue precisamente en el western donde mejor se plasmó la metáfora contestataria, algo que nadie que haya visto “A LA HORA SEÑALADA” (High Noon, 1952) puede ignorar. La gran película de Fred Zinneman demostró que se podía tratar el tema de la persecución del ciudadano y su soledad ante el poder con talento, creatividad y no poco coraje.
EL HÉROE SOLITARIO
Al inicio de este trabajo se deslizó
un concepto que será vital para nuestro estudio. Dijimos que el Western es el
género cinematográfico propiamente norteamericano por excelencia, el que define
mejor que ninguno la visión fundacional que la sociedad norteamericana posee de
sí misma. El paradigma que encarna el hombre del oeste bravo tiene su epifanía
suprema en la figura de Theodore Roosevelt, el mítico Presidente del país
durante el período de 1901 a 1909, cuya fama y leyenda trascendió las fronteras
del continente para llegar incluso al mundo árabe. Roosevelt luchó duramente
contra el trust económico de las incipientes corporaciones de entonces, terció
a favor del proletariado en célebres batallas sindicales de la época y defendió
como nadie los recursos naturales del país, llegando a convertir centenares de
hectáreas boscosas en Parques Nacionales. A la vez, su amor por la vida
solitaria, sus famosas escapadas de caza sin compañía alguna y sus
indiscutibles méritos como héroe de la Guerra contra Cuba de 1898, hicieron de
su persona un modelo iconográfico perenne, un ejemplo a seguir por cualquier
patriota; y al mismo tiempo, en el decurso de su tránsito a la mitología, se
asociaba indefectiblemente su figura a la de los pioneros del medio oeste, hombres
solitarios, perseverantes, leales y honestos, en lucha no solo contra el medio
hostil sino contra los poderosos que se adueñaban de la tierra, el ganado y las
comunicaciones.
Durante la década de 1930 y
principios de la de los ‘40s el cine yanqui
se inclinó a tratar temas adultos
y comprometidos, rodando dramas sociales basados en novelas u obras teatrales
de gran impacto. De hecho, el propio John Ford, maestro de los western
aventureros y pasatistas, dirigió en 1940 a un muy joven Henry Fonda en “Vñas
de Ira” (The Grapes of Wrath),
una cruda adaptación de la novela de Pearl S. Buck. Poco antes, en 1936, Archie Mayo estrenaba su dura
versión de la obra de Robert Sherwood, “El Bosque
Petrificado” (The Petrified
Forest), que incluía una actuación escalofriante de un Bogart aun lejano
del Rick de “Casablanca” (1942, Michael Curtiz). Si el mundo del oeste se representaba todavía
de otra forma, fue por sobre todo a causa de la necesidad social de mantener un
espacio mítico y atemporal, casi irreal, en cuyos precisos límites siempre
triunfaban el bien y los buenos, los villanos eran siempre castigados y los
indios resultaban tan crueles que podía justificarse su histórica masacre y
posterior segregación. Los estudios de Hollywood entendían a la perfección esa
autocomplacencia cultural de la clase media que llenaba los cines, y sus
productos tendían invariablemente a satisfacer esa mitología socio cultural.
EL NUEVO WESTERN
Llegados
a este punto se impone resumir las ideas ya expuestas. Se ha dicho que el
espíritu primal norteamericano se resume a la perfección en el pionero del
medio oeste del país. Este hombre icónico es básicamente solitario, honesto,
emprendedor. Busca por sobre todo su progreso personal y familiar, y solo ulteriormente
el grupal o regional, que él
identifica por sobre todo con el pueblo o bien el estado al que pertenece, pero
casi nunca con la Nación, ya que esta le importa en parte —justo es decirlo—
pero la percibe lejana, incluso opuesta a los intereses locales y propios. Es
un hombre que cree con firmeza en pocas verdades: la Biblia, la familia y la
supremacía de su raza. A este prototipo, como dijimos, se asoció la figura de
Roosevelt como su encarnación más cabal y al pionero del Oeste como su
representación popular.
Pero el género Western no
reflejaba en nada esta imago mundi
particular durante los ‘30s, ya que apelaba a emociones y creencias aún más
básicas de la cultura popular, —quizás un eco narcisista de la mirada
autocomplaciente de la sociedad americana acerca de su historia—; por ello será
recién en la década de 1950, como se apuntó al inicio de este trabajo, que se
plasmará por fin dicho paradigma cultural en las pantallas del país. La segunda
posguerra —ya se dijo—, reveló una herida con pus que los norteamericanos
dificultaron aceptar, y el western resultó el ambiente perfecto para retornar a
un modelo tanto de nación como de ciudadano, que recuperara nostálgicamente el
ideal norteamericano por antonomasia. Claro que es justo decir que el western
de entonces logró mucho más que eso, incluso si no se lo propuso en un
principio; se acercó a problemas como el abuso de poder, la alianza de las
corporaciones con los Estados regionales, el racismo y la prepotencia del
dinero (el Capitalismo sin frenos ni controles) frente a la ley y el individuo.
Así entonces, el western cinematográfico de los ‘50s y primeros años ‘60s
definió y canonizó una figura ímproba, insobornable e individualista: el Héroe
Solitario y sin nombre. Vayamos a su encuentro.
EL ROSTRO IMPENETRABLE
1- Sin lugar a dudas es Alan Ladd el primer actor
en interpretar al entonces nuevo paradigma del héroe del oeste. Su personaje de
“Shane” en “El Desconocido” (Shane;
George Stevens, 1949), impactó fuertemente tanto en el público como en la misma
industria cinematográfica. Shane llegaba a un pueblo dominado por la violencia
y la ambición de un terrateniente voraz, que sembraba el terror con sus
pistoleros a sueldo y la prepotencia de sus dólares. Venía de la nada, de la NO CIVILIZACIÓN, algo perfectamente
ilustrado con la escena inicial de créditos, en la que se ven las lejanas y
nevadas montañas y la inmensa pradera salvaje, mientras que allá a lo lejos
apenas se divisa entre espejismos causados por el sol la figura de un jinete
solitario y fantasmal: es Shane, el desconocido. Y el hecho de que poco después
sepamos su nombre no significará gran cosa, porque seguirá siendo para todos un
misterio, un enigma; no viene de ningún lugar, no parece ir a ningún otro en
concreto, la soledad es su compañera, y por sobre todo, jamás revelará sus
verdaderos sentimientos ni su auténtica naturaleza.
Shane es un hombre de ningún lugar, que comprende amargamente que el
bálsamo de un amor o una familia le está vedado. Carga con un pasado que
pretende olvidar, pero ni su conciencia ni las circunstancias se lo permiten.
Para proteger a aquéllos que le han dado un techo y comida deberá recurrir,
paradójicamente, a la misma violencia de la que parece escapar. Y peor aún, la
pasión apenas disimulada por la mujer de su benefactor y la influencia equívoca
sobre el hijo de aquéllos, le obligan a apurar la partida. La orgía final de
violencia y muerte, en la que Shane resulta herido, no representa otra cosa que
su siempre infructuoso afán de redención; el héroe intenta resolver la
situación injusta en la que se involucró desde un principio, para luego marchar
al exilio simbólico de la pradera: Shane hace por los otros, por los Hombres Buenos y Cristianos, lo
que la moralidad de estos les impide, y como única paga obtiene una bala y un
viaje a ninguna parte. No pertenece a la CIVITÀS, no pertenece al colectivo, no
pertenece a nadie. Pero la Civilización
necesita de él tanto como le rechaza. Shane es, al fin de cuentas, un
desclasado, un hombre sin Dios, un hombre en busca de su propia sombra.
2- Comenzando su serie de
westerns “elegíacos”, el gran John
Ford se entrega al invaluable aporte de John Wayne para encarnar a Ethan Edwards en “Más Corazón Que Odio” (The Searchers, 1956), impecable drama
psicológico acerca de un hombre obsesionado con hallar a su sobrina Debby,
cautiva de los indios, y vengar la muerte de su hermano y familia.
Con un profundo fundido en negro se abre este filme, —a partir del cual
se comienza a apreciar un tenue haz de luz—, que al fin se revela como el
oscuro interior de una casa cuya puerta se abre desde dentro. Allí delante, en el
recuadro de luz que penetra la pantalla, se atisba la figura de Ethan/Wayne. Es
la cuñada quién sale a recibirlo, él no entra a la cabaña inmediatamente: hacerlo sería
aceptar su participación en la familia, y por ende en la sociedad, cosa
imposible para Ethan. Este hombre torturado ama secretamente a su cuñada, y ese
amor que él siente culpable e innoble lo aleja de su hermano y el resto de la
familia. Y al igual que Shane, su sentimiento perpetuo de culpa e impureza lo
lleva a hundirse en lo único que conoce y sabe hacer, el mundo del ejército y
las armas.
Un ataque indio al pueblo causará la muerte de su hermano y el rapto de su pequeña sobrina de 3 años. Ethan liderará entonces a los “Searchers”, una fuerza voluntaria de rastreadores que intentará ubicar a la tribu nómada, cazarla y —si es posible—, rescatar a la niña. Pero pasarán quince años sin hallar más que rastros inútiles y participando de matanzas varias, por lo que el grupo de los rastreadores se disolverá, —quedando sólo Ethan y un joven amigo de la familia tras la tribu, encarnado por Jeffrey Hunter—, al tiempo que la obsesión del ya viejo tío se torna enfermiza y patética. Como sin dudas la niña ya tiene la edad justa el jefe indio habrá hecho de ella una de sus concubinas, de acuerdo a sus propias costumbres, y Ethan ansía encontrarla sólo para matarla y así “limpiar” su impureza, su propia impureza, la que proyecta cual espejo deformante en el recuerdo de Debby.
El filme posee momentos brillantes y muchos de sus logros y diálogos no pueden ser trasladados al papel, pero sorprenderá siempre la forma arriesgada con que el guión de esta película se enfrentó al tema del racismo, los prejuicios sociales y religiosos; y además, —no poca cosa—, a una visión freudiana de la culpa y el deseo reprimidos. Claro está que Ethan no matará a su sobrina, ya que a último momento asomará una débil chispa de humanidad en él, y al final del filme volverá otra vez a la pradera, solo, sin unirse a la familia reencontrada. Porque esta clase de hombres no tienen lugar en una habitación ni en un hogar, ámbitos incapaces de contener las fuerzas abrasadoras de sus crudas pesadillas y sus demonios personales.
3- En 1948 el gran
Howard Hawks presentaba Río Rojo (Red River), impecable drama familiar inmerso en un paisaje
imponente y basado en una novela de Borden Chase, aunque todos reconocieran a
posteriori que “Motín a Bordo” (Mutiny on
the Bounty, 1935. Frank Lloyd) era
la verdadera inspiración para este magnífico guión. Una vez más es el enorme
John Wayne, tantas veces infravalorado por la crítica, quien carga con un rol
difícil y áspero, el del autoritario ganadero Tom Dunsom, al que compone con
una honestidad actoral única. Montgomery
Clift, —en su debut en pantalla—, es Matthew Garth, su hijo adoptivo, vástago
bastardo de la fallecida mujer de Dunsom. El filme se desarrolla durante una
titánica caravana para trasladar ganado
vivo, atravesando territorio indio hostil y enfrentando desafíos de toda
índole. Pero el verdadero enemigo está dentro de los personajes, con un
ranchero que sólo conoce la autoridad ciega y el despotismo como medio de
control, incapaz de expresar o permitirse siquiera un atisbo de
sentimentalismo, en guerra con su hijastro, —al que entiende débil y
pusilánime—, al tiempo que lo culpa secretamente de la muerte de su mujer.
Por otra parte, Matt es un muchacho cuya conciencia preanuncia la ética renovada del siglo XX, se pregunta sobre la validez del sistema de creencias y valores en que se crió, desprecia el régimen tiránico de su padrastro y compite con este por el perdido amor de la madre y esposa muerta. Ignorando las órdenes del Pater Familias, desafiando su autoridad e incluso su aptitud y experiencia para lidiar con los problemas de la travesía, Matt rompe con el status quo, se afirma como individuo y reclama a gritos su derecho a ser, si no amado, cuando menos aceptado. Nótese que aquí no hablamos de un héroe oscuramente violento o un pistolero que busca su redención, ni nada por el estilo. Si el personaje de Matt representa para nosotros al héroe solitario y sin nombre es por su filiación directa con el paradigma cultural surgido en los ‘50s. El western, por poco que se lo entienda, no es un género sobre pistoleros, tiroteos o indios en armas. Incluye también todo eso, pero en verdad se trata sobre todo de la lucha del individuo en y contra un medio hostil, un territorio de promisión apenas conquistado a sus tribus originarias; y cómo esta porción enorme de la joven Nación va creando sus propias reglas, sus nuevos y crueles amos, sus leyes sin ley. En definitiva, el drama de la supervivencia y la odisea de crear una legítima “sociedad” en unas tierras que le dan la espalda a la “refinada civilización” que representan los estados del norte y el este del país.
Por otra parte, Matt es un muchacho cuya conciencia preanuncia la ética renovada del siglo XX, se pregunta sobre la validez del sistema de creencias y valores en que se crió, desprecia el régimen tiránico de su padrastro y compite con este por el perdido amor de la madre y esposa muerta. Ignorando las órdenes del Pater Familias, desafiando su autoridad e incluso su aptitud y experiencia para lidiar con los problemas de la travesía, Matt rompe con el status quo, se afirma como individuo y reclama a gritos su derecho a ser, si no amado, cuando menos aceptado. Nótese que aquí no hablamos de un héroe oscuramente violento o un pistolero que busca su redención, ni nada por el estilo. Si el personaje de Matt representa para nosotros al héroe solitario y sin nombre es por su filiación directa con el paradigma cultural surgido en los ‘50s. El western, por poco que se lo entienda, no es un género sobre pistoleros, tiroteos o indios en armas. Incluye también todo eso, pero en verdad se trata sobre todo de la lucha del individuo en y contra un medio hostil, un territorio de promisión apenas conquistado a sus tribus originarias; y cómo esta porción enorme de la joven Nación va creando sus propias reglas, sus nuevos y crueles amos, sus leyes sin ley. En definitiva, el drama de la supervivencia y la odisea de crear una legítima “sociedad” en unas tierras que le dan la espalda a la “refinada civilización” que representan los estados del norte y el este del país.
Por último, volviendo a este film, aunque la película tiene brillantes escenas de tiroteos, peleas y dramáticos obstáculos para la caravana, son sin duda alguna los duelos verbales, las miradas torvas y los silencios ominosos entre ambos protagonistas los que se adueñan de la pantalla, convirtiendo a “Río Rojo” no solo en el mejor Western de toda la carrera de Hawks, sino en una cruda metáfora de la sustitución totémica de la imagen paterna.
4- En 1953 el gran director Anthony Mann presentaba a su actor fetiche,
el enorme James Stewart, en la inolvidable “Lanza Rota” (The Naked Spur). Ya habían hecho juntos
otros filmes del género (como la impecable ‘Winchester 73’, 1950
o ‘The
Man from Laramie’, 1955), y aún después compartirían alguno más. Pero
si tantos críticos -como Leonard Maltin-
consideran a este el mejor western jamás filmado por algo será. Y eso es porque
presenta a un personaje profundo y oscuro, un cazador de recompensas que por
supuesto vive según sus propias reglas, dicta su propia moral y se apega a su
estrecha visión del mundo sin considerar siquiera otra opción posible. Su
criatura, el hosco Howard Kemp, debe atrapar al buscado Ben Vandergroat,
interpretado por el gran Robert Ryan. Si la búsqueda ya le traerá demasiados problemas al protagonista, ni que
hablar cuando se le una un grupo de “socios” a la fuerza. El choque entre las
ambiciones de todos, el retorcido concepto que cada uno tiene de lealtad
–pervertido hasta el infinito- y el singular código de conducta de Howard, que
de ningún modo lo convierte en el “bueno”,
desnudará poco a poco la inadaptación total y la triste inutilidad de estas
personas para con una sociedad moderna como la que ya existía entonces en el
Este. Como de costumbre, una mujer pondrá una cuota de inquietud en la vida de
este ser voluntariamente aislado del mundo; pero el personaje que encarna
Janeth Leigh, Lina Patch, no es ni una damisela en peligro ni una mujer
íntegramente noble. En este microcosmos nadie lo es. Y cuando el supuesto
malhechor ya esté en poder del caza recompensas, aparte de las traiciones
varias que se gestarán, comenzará a no quedar nada claro quién es el ‘malo’ y quién el ‘bueno’. El maniqueísmo de aquél mundo que se acaba se esfuma
también como la niebla al amanecer. Un filme sin fisuras.
CONCLUSIÓN
El Western cinematográfico seguiría produciendo excelentes muestras de
su poder icónico y simbólico durante toda la década de 1950 e incluso gran
parte de la siguiente. Grandes e inolvidables filmes como la ya citada “Winchester
73” (ídem, 1950) y “Horizontes Lejanos” (The Far Country, 1955), ambas de Anthony
Mann; “The Tin Star” (1957, también de Mann) impresionante filme que
combina el idealismo y honestidad de un joven Sheriff (Anthony Perkins) con el
escepticismo de un caza recompensas de vuelta de todo (Henry Fonda); “Flecha
Rota” (Broken Arrow, 1950; Delmer
Daves), “The Tall T” (“El árbol de
la Horca”, 1953; Budd Boetticher) y la elegíaca, cruel y violenta “La Pandilla Salvaje” (The Wild Bunch), —la brutal obra maestra
y amarga despedida fílmica al western que pergeño Sam Peckinpah en 1969—,
ilustran perfectamente la mutación experimentada gradualmente por el género. Sin
embargo, su poderosa transformación narrativa y temática le provocaría una
encerrona que dispararía ciertas paradojas para la industria de Hollywood. La
nueva generación de directores, —surgida de la TV—, con exponentes tales como
Arthur Penn, John Frankenheimer o Sydney Lumet, reencauzaron tanto el género
policial como el testimonial imprimiendo un estilo narrativo seco y casi
documental, de profundo verismo, cuyos alcances dramáticos llegan a su cumbre
en 1973 con “El Exorcista” (The
Exorcist), la obra maestra de William Friedkin (y antes con El Padrino, 1972, de Coppola), conclusión de un movimiento
creativo y temático no deliberado que renovó la dramaturgia cinematográfica
norteamericana.
Ante este panorama el Western comenzaba a envejecer, porque los parámetros que su propia esencia le imponía limitaban su potencialidad narrativa. Ya Robert Aldrich, director de una generación inmediatamente anterior a la recién citada, le había impreso un giro notable al viejo género con filmes como “Los Cuatro de Texas” (The Texas Four, 1963), con Sinatra, Dean Martin y Anita Eckberg, o “La venganza de Ulzana” (Ulzana’s Raid, 1972), con Burt Lancaster. Más no se podía hacer. Años después, el cine del oeste mutó hacia terrenos cuasi fantásticos, o incluso absurdos, ejemplificados en “El Juez de la Horca” (The Life and Times of Judge Roy Bean, 1972; John Huston). En este período, tal vez el único híbrido narrativo entre dos mundos y estilos haya sido Pequeño Gran Hombre (Litte Big Man, 1970; Arthur Penn) gran película protagonizada por Dustin Hoffman. Incluso el mismo Peckinpah daría un giro definitivo para con su propia concepción del western cuando rodó la inclasificable (pero muy digna y disfrutable) “La Balada del Desierto” (The Ballad of Cable Hogue, 1970), filme que simbolizaba en sus protagonistas, Cable (Jason Robards Jr) y Hildy (Stella Stevens), la dramática y a la vez patética transición del mundo del oeste bravo al nuevo y tecnológico siglo XX. Y además, cosa no menos importante, como la naciente centuria preña de nuevas y modernas aspiraciones a algunas personas, a la vez que otras, como el infortunado Cable, resultan esclavos de una manera de entender la vida que ha quedado anclada en el viejo mundo del que ya no pueden ni quieren escapar.
Ante este panorama el Western comenzaba a envejecer, porque los parámetros que su propia esencia le imponía limitaban su potencialidad narrativa. Ya Robert Aldrich, director de una generación inmediatamente anterior a la recién citada, le había impreso un giro notable al viejo género con filmes como “Los Cuatro de Texas” (The Texas Four, 1963), con Sinatra, Dean Martin y Anita Eckberg, o “La venganza de Ulzana” (Ulzana’s Raid, 1972), con Burt Lancaster. Más no se podía hacer. Años después, el cine del oeste mutó hacia terrenos cuasi fantásticos, o incluso absurdos, ejemplificados en “El Juez de la Horca” (The Life and Times of Judge Roy Bean, 1972; John Huston). En este período, tal vez el único híbrido narrativo entre dos mundos y estilos haya sido Pequeño Gran Hombre (Litte Big Man, 1970; Arthur Penn) gran película protagonizada por Dustin Hoffman. Incluso el mismo Peckinpah daría un giro definitivo para con su propia concepción del western cuando rodó la inclasificable (pero muy digna y disfrutable) “La Balada del Desierto” (The Ballad of Cable Hogue, 1970), filme que simbolizaba en sus protagonistas, Cable (Jason Robards Jr) y Hildy (Stella Stevens), la dramática y a la vez patética transición del mundo del oeste bravo al nuevo y tecnológico siglo XX. Y además, cosa no menos importante, como la naciente centuria preña de nuevas y modernas aspiraciones a algunas personas, a la vez que otras, como el infortunado Cable, resultan esclavos de una manera de entender la vida que ha quedado anclada en el viejo mundo del que ya no pueden ni quieren escapar.
Ahora
bien, con tal panorama y en medio de semejante agotamiento y confusión creativa,
no era de extrañar que un verdadero talento italiano, —el gran e inolvidable Sergio
Leone—, diera el puntapié inicial para un controvertido nuevo sub género, el
del SPAGUETTI
WESTERN,
una desprejuiciada y ácidamente violenta contracara del cine del Oeste,
que al amparo de la inconfundible música del enorme Ennio Morricone debutó en
las pantallas con “Por Un Puñado De Dólares” (1964), comienzo del estrellato
absoluto para Clint Eastwood, icono moderno del Héroe Solitario y Sin Nombre,
que llegaría a extremos de violencia y sadismo perversos en películas como “La
Venganza del Muerto” (1973) o “El Fugitivo Josey Walles” (1976),
ambas dirigidas y protagonizadas por el propio Eastwood.
[1] El director
Elia Kazan, responsable del gran clásico “Un Tranvía llamado Deseo”, padeció
décadas de ostracismo por nombrar a regañadientes a un par de viejos afiliados
al PC americano, mientras que la figura del actor Gary Cooper no se vio
afectada, mas allá de alguna polémica puntual, a pesar de haber testificado con
mayor y sincero entusiasmo.-
[2] El Duque o “The Duke”, fue el apodo que había legítimamente ganado
John Wayne, el gran ícono del Cowboy americano y símbolo a su vez del propio
ser nacional de aquél país. Acusado injustamente de ultra derechista, hoy se ha
reconocido lo errado de ese concepto, rescatando tanto dichos como hechos que
evidenciaban todo lo contrario; y se ha
revalorizado además su gran entereza en la lucha que libró por casi dos décadas
contra el cáncer.-
Excelente artículo y felicitaciones por el blog, realmente muy enriquecedor para los amantes del cine y la TV. El héroe solitario y "sin nombre" (el desconocido) es un arquetipo universal, que del western se ha trasladado a otros géneros que copian su estructura. Qué es si no esa joya post apocalíptica llamada "Mad Max II: The road warrior": un western, con el héroe "desconocido" (el pistolero) que llega en el momento justo para proteger a una pacífica comunidad de los malos, los salvajes de la carretera. Cordial saludo.
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