El western americano de los '50s: apogeo del héroe sin nombre

Por LEONARDO L. TAVANI
                    
                       
Al cabo de dos décadas de aventuras fabulosas, pioneros, indios asesinos y héroes sin mácula, el decenio de 1950 vería con asombro el surgimiento de un novel estilo narrativo y temático para el ya transido género norteamericano por excelencia, el western. Y esto no ocurrió por una graciosa casualidad, sino que acaeció a resultas de una serie de tensiones profundas en el seno de la sociedad norteamericana de posguerra, una sociedad que abría los ojos por vez primera a sus miserias culturales y políticas; una clase media que emergió de la inocencia insular que le era propia para hallar no solo un mundo ferozmente dividido en polarizantes ideologías, sino también a una “culta y refinada” Europa capaz de engendrar genocidios, dictadores y racismos varios. 
                         A este panorama internacional y a su propia y polémica participación en la segunda gran contienda, la intelligentsia progresista demócrata, tanto de centro como de izquierda, asistía  con asombro a la ruptura del cascarón del huevo de la serpiente:  en casa, —en el paraíso de las Libertades Civiles y la Democracia—, coexistía un universo de racismo, violencia, paranoia estatal y persecución; esta última representada claramente en los Comités de Actividades Antinorteamericanas, liderados por el  obsesivo Senador McCarthy, de funesta memoria.
Su particular ensañamiento con los hombres del cine y la cultura, obligándoles a testificar aún contra su voluntad, —y forzando polémicas delaciones que aún hoy dividen y opacan la memoria de muchos actores y directores[1]—, causaron una rápida reacción en las huestes de Hollywood, que a pesar de las listas negras, la censura previa de guiones, —y peor aún, el encarcelamiento de numerosos guionistas, actores y directores—, respondió con un valiente tratamiento de historias urticantes y claramente simbólicas de la realidad política. Eso si, que nadie se llame a engaño: no se trató de una reacción masiva ni abrumadora, la situación no lo permitía. Pero resultó persistente y continuada, y fue precisamente en el western donde mejor se plasmó la metáfora contestataria, algo que nadie que haya visto “A LA HORA SEÑALADA” (High Noon, 1952) puede ignorar. La gran película de Fred Zinneman demostró que se podía tratar el tema de la persecución del ciudadano y su soledad ante el poder con talento, creatividad y no poco coraje.


EL HÉROE SOLITARIO

                                                Al inicio de este trabajo se deslizó un concepto que será vital para nuestro estudio. Dijimos que el Western es el género cinematográfico propiamente norteamericano por excelencia, el que define mejor que ninguno la visión fundacional que la sociedad norteamericana posee de sí misma. El paradigma que encarna el hombre del oeste bravo tiene su epifanía suprema en la figura de Theodore Roosevelt, el mítico Presidente del país durante el período de 1901 a 1909, cuya fama y leyenda trascendió las fronteras del continente para llegar incluso al mundo árabe. Roosevelt luchó duramente contra el trust económico de las incipientes corporaciones de entonces, terció a favor del proletariado en célebres batallas sindicales de la época y defendió como nadie los recursos naturales del país, llegando a convertir centenares de hectáreas boscosas en Parques Nacionales. A la vez, su amor por la vida solitaria, sus famosas escapadas de caza sin compañía alguna y sus indiscutibles méritos como héroe de la Guerra contra Cuba de 1898, hicieron de su persona un modelo iconográfico perenne, un ejemplo a seguir por cualquier patriota; y al mismo tiempo, en el decurso de su tránsito a la mitología, se asociaba indefectiblemente su figura a la de los pioneros del medio oeste, hombres solitarios, perseverantes, leales y honestos, en lucha no solo contra el medio hostil sino contra los poderosos que se adueñaban de la tierra, el ganado y las comunicaciones.
                                                 

     Está claro que el cine de las décadas de 1930 y 1940 no reflejó con fidelidad el paradigma antes comentado. Predominaba entonces el puro escapismo y espectáculo, la acción y la aventura, mientras que en los guiones de esas películas campeaba un maniqueísmo furioso, con buenos y malos definidos en trazos gruesísimos e ingenuos, demonizando innecesariamente la figura del indio. Hubo excepciones, claro está: “La Caravana del Oeste” (The Big Trail, 1930. Raoul Walsh), o incluso “La Diligencia”, de Ford (The Stagecoach, 1939), son muestras precisas de otra mirada sobre los personajes del oeste. Pero este abordaje naïf y maniqueo al universo del western, era posible porque el cine norteamericano de entonces se hallaba aún en estado de inocencia y se nutría de los relatos a medio camino entre lo periodístico y la fábula, que tanto pulularon a fines del siglo XIX, redactados por curiosos personajes que decían haber seguido durante meses, —e incluso años—, a los antihéroes cuyas vidas semi novelaban. Es desde estas dudosas fuentes que nos llegaron los primeros relatos sobre personajes tan cuestionables como William H. Bonney (Billy “The Kid”), Pat Garret, William Ansom, Broncho Billy (ulteriormente cambiado a ‘Bronco’) y Barret “Butch” Cassidy, por citar solo algunos. 

                             Durante la década de 1930 y principios de la de los ‘40s el cine yanqui se inclinó a tratar temas adultos y comprometidos, rodando dramas sociales basados en novelas u obras teatrales de gran impacto. De hecho, el propio John Ford, maestro de los western aventureros y pasatistas, dirigió en 1940 a un muy joven Henry Fonda en “Vñas de Ira” (The Grapes of Wrath), una cruda adaptación de la novela de Pearl S. Buck. Poco  antes, en 1936, Archie Mayo estrenaba su dura versión de la obra de Robert Sherwood,  “El Bosque Petrificado” (The Petrified Forest), que incluía una actuación escalofriante de un Bogart aun lejano del Rick de “Casablanca” (1942, Michael Curtiz).  Si el mundo del oeste se representaba todavía de otra forma, fue por sobre todo a causa de la necesidad social de mantener un espacio mítico y atemporal, casi irreal, en cuyos precisos límites siempre triunfaban el bien y los buenos, los villanos eran siempre castigados y los indios resultaban tan crueles que podía justificarse su histórica masacre y posterior segregación. Los estudios de Hollywood entendían a la perfección esa autocomplacencia cultural de la clase media que llenaba los cines, y sus productos tendían invariablemente a satisfacer esa mitología socio cultural.

EL NUEVO WESTERN
                                             Llegados a este punto se impone resumir las ideas ya expuestas. Se ha dicho que el espíritu primal norteamericano se resume a la perfección en el pionero del medio oeste del país. Este hombre icónico es básicamente solitario, honesto, emprendedor. Busca por sobre todo su progreso personal y familiar, y solo ulteriormente el grupal o regional, que él identifica por sobre todo con el pueblo o bien el estado al que pertenece, pero casi nunca con la Nación, ya que esta le importa en parte —justo es decirlo— pero la percibe lejana, incluso opuesta a los intereses locales y propios. Es un hombre que cree con firmeza en pocas verdades: la Biblia, la familia y la supremacía de su raza. A este prototipo, como dijimos, se asoció la figura de Roosevelt como su encarnación más cabal y al pionero del Oeste como su representación popular.

                                         Pero el género Western no reflejaba en nada esta imago mundi particular durante los ‘30s, ya que apelaba a emociones y creencias aún más básicas de la cultura popular, —quizás un eco narcisista de la mirada autocomplaciente de la sociedad americana acerca de su historia—; por ello será recién en la década de 1950, como se apuntó al inicio de este trabajo, que se plasmará por fin dicho paradigma cultural en las pantallas del país. La segunda posguerra —ya se dijo—, reveló una herida con pus que los norteamericanos dificultaron aceptar, y el western resultó el ambiente perfecto para retornar a un modelo tanto de nación como de ciudadano, que recuperara nostálgicamente el ideal norteamericano por antonomasia. Claro que es justo decir que el western de entonces logró mucho más que eso, incluso si no se lo propuso en un principio; se acercó a problemas como el abuso de poder, la alianza de las corporaciones con los Estados regionales, el racismo y la prepotencia del dinero (el Capitalismo sin frenos ni controles) frente a la ley y el individuo. Así entonces, el western cinematográfico de los ‘50s y primeros años ‘60s definió y canonizó una figura ímproba, insobornable e individualista: el Héroe Solitario y sin nombre. Vayamos a su encuentro.

 EL ROSTRO IMPENETRABLE

                                                   1- Sin lugar a dudas es Alan Ladd el primer actor en interpretar al entonces nuevo paradigma del héroe del oeste. Su personaje de “Shane” en “El Desconocido” (Shane; George Stevens, 1949), impactó fuertemente tanto en el público como en la misma industria cinematográfica. Shane llegaba a un pueblo dominado por la violencia y la ambición de un terrateniente voraz, que sembraba el terror con sus pistoleros a sueldo y la prepotencia de sus dólares. Venía de la nada, de la NO CIVILIZACIÓN, algo perfectamente ilustrado con la escena inicial de créditos, en la que se ven las lejanas y nevadas montañas y la inmensa pradera salvaje, mientras que allá a lo lejos apenas se divisa entre espejismos causados por el sol la figura de un jinete solitario y fantasmal: es Shane, el desconocido. Y el hecho de que poco después sepamos su nombre no significará gran cosa, porque seguirá siendo para todos un misterio, un enigma; no viene de ningún lugar, no parece ir a ningún otro en concreto, la soledad es su compañera, y por sobre todo, jamás revelará sus verdaderos sentimientos ni su auténtica naturaleza.

                                     Shane es un hombre de ningún lugar, que comprende amargamente que el bálsamo de un amor o una familia le está vedado. Carga con un pasado que pretende olvidar, pero ni su conciencia ni las circunstancias se lo permiten. Para proteger a aquéllos que le han dado un techo y comida deberá recurrir, paradójicamente, a la misma violencia de la que parece escapar. Y peor aún, la pasión apenas disimulada por la mujer de su benefactor y la influencia equívoca sobre el hijo de aquéllos, le obligan a apurar la partida. La orgía final de violencia y muerte, en la que Shane resulta herido, no representa otra cosa que su siempre infructuoso afán de redención; el héroe intenta resolver la situación injusta en la que se involucró desde un principio, para luego marchar al exilio simbólico de la pradera: Shane hace por los otros, por los Hombres Buenos y Cristianos, lo que la moralidad de estos les impide, y como única paga obtiene una bala y un viaje a ninguna parte. No pertenece a la CIVITÀS, no pertenece al colectivo, no pertenece a nadie. Pero la Civilización necesita de él tanto como le rechaza. Shane es, al fin de cuentas, un desclasado, un hombre sin Dios, un hombre en busca de su propia sombra.

                             2-   Comenzando su serie de westerns “elegíacos”, el gran John Ford se entrega al invaluable aporte de John Wayne para encarnar a Ethan Edwards en “Más Corazón Que Odio” (The Searchers, 1956), impecable drama psicológico acerca de un hombre obsesionado con hallar a su sobrina Debby, cautiva de los indios, y vengar la muerte de su hermano y familia.
                                     Con un profundo fundido en negro se abre este filme, —a partir del cual se comienza a apreciar un tenue haz de luz—, que al fin se revela como el oscuro interior de una casa  cuya puerta  se abre desde dentro. Allí delante, en el recuadro de luz que penetra la pantalla, se atisba la figura de Ethan/Wayne. Es la cuñada quién sale a recibirlo, él no entra  a la cabaña inmediatamente: hacerlo sería aceptar su participación en la familia, y por ende en la sociedad, cosa imposible para Ethan. Este hombre torturado ama secretamente a su cuñada, y ese amor que él siente culpable e innoble lo aleja de su hermano y el resto de la familia. Y al igual que Shane, su sentimiento perpetuo de culpa e impureza lo lleva a hundirse en lo único que conoce y sabe hacer, el mundo del ejército y las armas.
                                    
    Un ataque indio al pueblo causará la muerte de su hermano y el rapto de su pequeña sobrina de 3 años. Ethan liderará entonces a los Searchers, una fuerza voluntaria de rastreadores que intentará ubicar a la tribu nómada, cazarla y —si es posible—, rescatar a la niña. Pero pasarán quince años sin hallar más que rastros inútiles y participando de matanzas varias, por lo que  el grupo de los rastreadores se disolverá, —quedando sólo Ethan y un joven amigo de la familia tras la tribu, encarnado por Jeffrey Hunter—, al tiempo que la obsesión del ya viejo tío se torna enfermiza y patética. Como sin dudas la niña ya tiene la edad justa el jefe indio habrá hecho de ella una de sus concubinas, de acuerdo a sus propias costumbres, y Ethan ansía encontrarla sólo para matarla y así “limpiar” su impureza, su propia impureza, la que proyecta cual espejo deformante en el recuerdo de Debby.
                                           
   El filme posee momentos brillantes y muchos de sus logros y diálogos no pueden ser trasladados al papel, pero sorprenderá siempre la forma arriesgada con que el guión de esta película se enfrentó al tema del racismo, los prejuicios sociales y religiosos; y además, —no poca cosa—, a una visión freudiana de la culpa y el deseo reprimidos. Claro está que Ethan no matará a su sobrina, ya que a último momento asomará una débil chispa de humanidad en él, y al final del filme volverá otra vez a la pradera, solo, sin unirse a la familia reencontrada. Porque esta clase de hombres no tienen lugar en una habitación ni en un hogar, ámbitos incapaces de contener las fuerzas abrasadoras de sus crudas pesadillas y sus demonios personales.

                                              3-  En 1948 el gran Howard Hawks presentaba Río Rojo (Red River), impecable drama familiar inmerso en un paisaje imponente y basado en una novela de Borden Chase, aunque todos reconocieran a posteriori que “Motín a Bordo” (Mutiny on the Bounty, 1935.  Frank Lloyd) era la verdadera inspiración para este magnífico guión. Una vez más es el enorme John Wayne, tantas veces infravalorado por la crítica, quien carga con un rol difícil y áspero, el del autoritario ganadero Tom Dunsom, al que compone con una honestidad actoral  única. Montgomery Clift, —en su debut en pantalla—, es Matthew Garth, su hijo adoptivo, vástago bastardo de la fallecida mujer de Dunsom. El filme se desarrolla durante una titánica caravana  para trasladar ganado vivo, atravesando territorio indio hostil y enfrentando desafíos de toda índole. Pero el verdadero enemigo está dentro de los personajes, con un ranchero que sólo conoce la autoridad ciega y el despotismo como medio de control, incapaz de expresar o permitirse siquiera un atisbo de sentimentalismo, en guerra con su hijastro, —al que entiende débil y pusilánime—, al tiempo que lo culpa secretamente de la muerte de su mujer.
Por otra parte, Matt es un muchacho cuya conciencia preanuncia la ética renovada del siglo XX, se pregunta sobre la validez del sistema de creencias y valores en que se crió, desprecia el régimen tiránico de su padrastro y compite con este por el perdido amor de la madre y esposa muerta. Ignorando las órdenes del Pater Familias, desafiando su autoridad e incluso su aptitud y experiencia para lidiar con los problemas de la travesía, Matt rompe con el status quo, se afirma como individuo y reclama a gritos su derecho a ser, si no amado, cuando menos aceptado. Nótese que aquí no hablamos de un héroe oscuramente violento o un pistolero que busca su redención, ni nada por el estilo. Si el personaje de Matt representa para nosotros al héroe solitario y sin nombre es por su filiación directa con el paradigma cultural surgido en los ‘50s. El western, por poco que se lo entienda, no es un género sobre pistoleros, tiroteos o indios en armas. Incluye también todo eso, pero en verdad se trata sobre todo de la lucha del individuo en y contra un medio hostil, un territorio de promisión apenas conquistado a sus tribus originarias; y cómo esta porción enorme de la joven Nación va creando sus propias reglas, sus nuevos y crueles amos, sus leyes sin ley. En definitiva, el drama de la supervivencia y la odisea de crear una legítima “sociedad” en unas tierras que le dan la espalda a la “refinada civilización” que representan los estados del norte y el este del país.
                                                                        
   Por último, volviendo a este film, aunque la película tiene brillantes escenas de tiroteos, peleas y dramáticos obstáculos para la caravana, son sin duda alguna los duelos verbales, las miradas torvas y los silencios ominosos entre ambos protagonistas los que se adueñan de la pantalla, convirtiendo a “Río Rojo” no solo en el mejor Western de toda la carrera de Hawks, sino en una cruda metáfora de la sustitución totémica de la imagen paterna.

                                               4- En 1953 el gran director Anthony Mann presentaba a su actor fetiche, el enorme James Stewart, en la inolvidable “Lanza Rota” (The Naked Spur). Ya habían hecho juntos otros filmes del género (como la impecable ‘Winchester 73’, 1950 o ‘The Man from Laramie’, 1955), y aún después compartirían alguno más. Pero si tantos críticos  -como Leonard Maltin- consideran a este el mejor western jamás filmado por algo será. Y eso es porque presenta a un personaje profundo y oscuro, un cazador de recompensas que por supuesto vive según sus propias reglas, dicta su propia moral y se apega a su estrecha visión del mundo sin considerar siquiera otra opción posible. Su criatura, el hosco Howard Kemp, debe atrapar al buscado Ben Vandergroat, interpretado por el gran Robert Ryan. Si la búsqueda ya le traerá  demasiados problemas al protagonista, ni que hablar cuando se le una un grupo de “socios” a la fuerza. El choque entre las ambiciones de todos, el retorcido concepto que cada uno tiene de lealtad –pervertido hasta el infinito- y el singular código de conducta de Howard, que de ningún modo lo convierte en el “bueno”, desnudará poco a poco la inadaptación total y la triste inutilidad de estas personas para con una sociedad moderna como la que ya existía entonces en el Este. Como de costumbre, una mujer pondrá una cuota de inquietud en la vida de este ser voluntariamente aislado del mundo; pero el personaje que encarna Janeth Leigh, Lina Patch, no es ni una damisela en peligro ni una mujer íntegramente noble. En este microcosmos nadie lo es. Y cuando el supuesto malhechor ya esté en poder del caza recompensas, aparte de las traiciones varias que se gestarán, comenzará a no quedar nada claro quién es el ‘malo’ y quién el ‘bueno’. El maniqueísmo de aquél mundo que se acaba se esfuma también como la niebla al amanecer. Un filme sin fisuras.


CONCLUSIÓN
                                                                           El Western cinematográfico seguiría produciendo excelentes muestras de su poder icónico y simbólico durante toda la década de 1950 e incluso gran parte de la siguiente. Grandes e inolvidables filmes como la ya citada Winchester 73” (ídem, 1950) y “Horizontes Lejanos” (The Far Country, 1955), ambas de Anthony Mann; “The Tin Star” (1957, también de Mann) impresionante filme que combina el idealismo y honestidad de un joven Sheriff (Anthony Perkins) con el escepticismo de un caza recompensas de vuelta de todo (Henry Fonda); “Flecha Rota” (Broken Arrow, 1950; Delmer Daves), “The Tall T” (“El árbol de la Horca”, 1953; Budd Boetticher) y la elegíaca, cruel  y violenta “La Pandilla Salvaje” (The Wild Bunch), —la brutal obra maestra y amarga despedida fílmica al western que pergeño Sam Peckinpah en 1969—, ilustran perfectamente la mutación experimentada gradualmente por el género. Sin embargo, su poderosa transformación narrativa y temática le provocaría una encerrona que dispararía ciertas paradojas para la industria de Hollywood. La nueva generación de directores, —surgida de la TV—, con exponentes tales como Arthur Penn, John Frankenheimer o Sydney Lumet, reencauzaron tanto el género policial como el testimonial imprimiendo un estilo narrativo seco y casi documental, de profundo verismo, cuyos alcances dramáticos llegan a su cumbre en 1973 con El Exorcista” (The Exorcist), la obra maestra de William Friedkin (y antes con El Padrino, 1972, de Coppola), conclusión de un movimiento creativo y temático no deliberado que renovó la dramaturgia cinematográfica norteamericana.
Ante este panorama el Western comenzaba a envejecer, porque los parámetros que su propia esencia le imponía limitaban su potencialidad narrativa. Ya Robert Aldrich, director de una generación inmediatamente anterior a la recién citada, le había impreso un giro notable al viejo género con filmes como “Los Cuatro de Texas” (The Texas Four, 1963), con Sinatra, Dean Martin y Anita Eckberg, o “La venganza de  Ulzana” (Ulzana’s Raid, 1972), con Burt Lancaster. Más no se podía hacer. Años después, el cine del oeste mutó hacia terrenos cuasi fantásticos, o incluso absurdos, ejemplificados en “El Juez de la Horca” (The Life and Times of Judge Roy Bean, 1972; John Huston). En este período, tal vez el único híbrido narrativo entre dos mundos y estilos haya sido Pequeño Gran Hombre (Litte Big Man, 1970; Arthur Penn) gran película protagonizada por Dustin Hoffman. Incluso el mismo Peckinpah daría un giro definitivo para con su propia concepción del western cuando rodó la inclasificable (pero muy digna y disfrutable) “La Balada del Desierto” (The Ballad of Cable Hogue, 1970), filme que simbolizaba en  sus protagonistas, Cable (Jason Robards Jr) y Hildy (Stella Stevens), la dramática y a la vez patética transición del mundo del oeste bravo al nuevo y tecnológico siglo XX. Y además, cosa no menos importante, como la naciente centuria preña de nuevas y modernas aspiraciones a algunas personas, a la vez que otras, como el infortunado Cable, resultan esclavos de una manera de entender la vida que ha quedado anclada en el viejo mundo del que ya no pueden ni quieren escapar.  

                                                                           Ahora bien, con tal panorama y en medio de semejante agotamiento y confusión creativa, no era de extrañar que un verdadero talento italiano, —el gran e inolvidable Sergio Leone—, diera el puntapié inicial para un controvertido nuevo sub género, el del SPAGUETTI WESTERN,  una desprejuiciada y ácidamente violenta contracara del cine del Oeste, que al amparo de la inconfundible música del enorme Ennio Morricone debutó en las pantallas con “Por Un Puñado De Dólares” (1964), comienzo del estrellato absoluto para Clint Eastwood, icono moderno del Héroe Solitario y Sin Nombre, que llegaría a extremos de violencia y sadismo perversos en películas como “La Venganza del Muerto” (1973) o “El Fugitivo Josey Walles” (1976), ambas dirigidas y protagonizadas por el propio Eastwood.
                                                                         

  Rápidamente el Western italo-hispano fue perdiendo calidad, sorpresa y coherencia estilística, aspectos que poseyó sólo cuando sus riendas estuvieron en manos de directores como el propio Leone, Enzo Barboni (que firmaba como “E. B. Clucher”), Sergio Corbucci (el director de la ya mítica “Django”, 1966; con Franco Nero) o Tonino Valerii. El mercado yanqui le dio rápidamente la espalda, pero lamentablemente eso no significó un resurgimiento del Western americano puro, como cabría esperar. Comenzados los años ‘80s un filme como “Silverado” (1985, Lawrence Kasdan), divertido pero insustancial, no hizo nada por evitar su decadencia. Solo Eastwood rescataría la olvidada figura del héroe mítico y sin nombre, en una suerte de revisión de “Shane, el Desconocido”: “El Jinete Pálido” (1985), pequeña perlita hoy ignorada en la que su personaje central, —el enigmático “Predicador”— se mostraba como una suerte de ángel de venganza en busca de una redención que le era negada. Es precisamente este filme tardío el que marca la despedida definitiva de un tipo de personaje cuya tierra de promisión se halló exclusivamente en la época de la segunda posguerra, sintetizando en si mismo serias denuncias sociales, acres despertares a la adultez cultural y nostálgicas añoranzas de un quimérico paraíso perdido. Que ese “Paraíso” estaba brutal y definitivamente extraviado, lo sintetizó como nadie el mismísimo Clint Eastwood, brindando esa amarga y escéptica despedida al Western que se tituló “Los Imperdonables” (The Unforgiven,1992).
(Dedicado a la memoria de “El DUKE”)[2]
                              

                                            




[1] El director Elia Kazan, responsable del gran clásico “Un Tranvía llamado Deseo”, padeció décadas de ostracismo por nombrar a regañadientes a un par de viejos afiliados al PC americano, mientras que la figura del actor Gary Cooper no se vio afectada, mas allá de alguna polémica puntual, a pesar de haber testificado con mayor y sincero entusiasmo.-
[2] El Duque o “The Duke”, fue el apodo que había legítimamente ganado John Wayne, el gran ícono del Cowboy americano y símbolo a su vez del propio ser nacional de aquél país. Acusado injustamente de ultra derechista, hoy se ha reconocido lo errado de ese concepto, rescatando tanto dichos como hechos que evidenciaban todo lo contrario;  y se ha revalorizado además su gran entereza en la lucha que libró por casi dos décadas contra el cáncer.-

1 comentario:

  1. Excelente artículo y felicitaciones por el blog, realmente muy enriquecedor para los amantes del cine y la TV. El héroe solitario y "sin nombre" (el desconocido) es un arquetipo universal, que del western se ha trasladado a otros géneros que copian su estructura. Qué es si no esa joya post apocalíptica llamada "Mad Max II: The road warrior": un western, con el héroe "desconocido" (el pistolero) que llega en el momento justo para proteger a una pacífica comunidad de los malos, los salvajes de la carretera. Cordial saludo.

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