Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente (★★★★★)
Stranger Things (Serie de TV) (Ídem) EE.UU, 2016-2017.
17 episodios. Creada
por The Duffer Brothers.
Dirección: Matt Duffer ,Ross Duffer, Shawn
Levy, Andrew Stanton, Rebecca Thomas. Guión: Matt Duffer, Ross Duffer, Jessica Mecklenburg, Justin Doble, Alison
Tatlock, Jessie Nickson-Lopez y Kate Trefey – Elenco: Winona
Ryder, David Harbour, Matthew Modine, Finn Wolfhard, Millie Bobby Brown, Gaten Matarazzo, Caleb McLaughlin, Natalia Dyer, Charlie Heaton, Noah Schnapp,
Cara Buono, Joe Keery, Rob Morgan, John Reynolds, Joe Chrest,
Ross Partridge, Sean Astin, Paul
Reiser, Linnea Berthelsen, Brett
Gelman, Will Chase.-
Cuando una serie alcanza el nivel de exposición y difusión que Stranger
Things ha logrado en apenas dos temporadas y 17 episodios en total, es
necesario separar la paja del trigo para comenzar a ver con claridad. En la
actualidad vivimos una explosión global de opiniones en red, voces inexpertas,
pseudo críticos, videos en youtube y bla, bla, bla. Es demasiado ruido. En
nuestro comentario al filme Liga de la Justicia ya esbozamos una
radiografía de este fenómeno, aunque sin agotarlo, y tampoco lo haremos ahora;
pero es interesante notar cómo se logra influir en la opinión de las personas a
través de estas redes, de modo que el otrora consumidor audiovisual hoy orienta
sus elecciones de acuerdo a los opinadores
en red. Esto se extiende también a lo que se dice sobre la producción de las series
y películas, o sea, no a las tramas y su realización sino al making off de las mismas. Así que
despejemos ya mismo algunos nubarrones, que siempre es bueno ver claro.
Lo primero que se
advierte al ver los dos primeros episodios de Stranger Things, y que
se confirma por completo al devorarse las dos temporadas completadas hasta
ahora, es que se logra derribar el mito creado acerca de la nostalgia ochentosa
como único motivo para ambientar este cuento en ese marco temporal, junto a esa
cháchara engorrosa —y malintencionada— que le sucedió. Esta serie está
ambientada a inicios de la década de 1980 porque a sus creadores, los hermanos
Duffer, no les quedaba otra. Simple y sencillo. El tipo de historia narrada y
el anclaje emocional de los personajes para con su microcosmos resultaría
inviable en nuestra realidad líquida. Ahora un ejercicio compartido para
justificar esto: imaginemos la mutua solidaridad de estos chicos, su devoción
por el “grupo”, su amistad a prueba
de balas, el modo en que la tecnología de la década interactúa con sus vidas
pero sin abducirlos y robotizarlos como en el presente; en fin, la adorable ingenuidad con que afrontan la
vida desde su niñez. Ahora visualicemos a Eleven e imaginemos como sería
tratada por una bandita de pibes de hoy día, y si ese trato sería parecido
siquiera al que recibe de la pandilla de amigos.
También pensemos si los adultos reaccionarían a ella tal y como pasa en la serie. O.K. ¿Ya podemos responder…? Veamos, nuestra pequeña heroína sería molida a palos antes de poder enfocar siquiera sus poderes telequinéticos, luego sería violada a mansalva hasta por el predicador del pueblo. Los chicos —que solo se relacionarían con ella si sacaran algo a cambio— tras dejarla tirada hecha un guiñapo, irían cada cual a su casa a masacrarse mutuamente en facebook, instagram, tinder (o la mierda que sea), jactándose alguno de tener la última Wii, otro de poseer el iPhone 17 con app masturbatoria, y cosas por el estilo. Y de los adultos mejor ni suponer.
También pensemos si los adultos reaccionarían a ella tal y como pasa en la serie. O.K. ¿Ya podemos responder…? Veamos, nuestra pequeña heroína sería molida a palos antes de poder enfocar siquiera sus poderes telequinéticos, luego sería violada a mansalva hasta por el predicador del pueblo. Los chicos —que solo se relacionarían con ella si sacaran algo a cambio— tras dejarla tirada hecha un guiñapo, irían cada cual a su casa a masacrarse mutuamente en facebook, instagram, tinder (o la mierda que sea), jactándose alguno de tener la última Wii, otro de poseer el iPhone 17 con app masturbatoria, y cosas por el estilo. Y de los adultos mejor ni suponer.
El comisario ya
estaría inundado de cocaína, en cualquier otro lado menos en ese pueblito de
porquería, disfrutando de alguna pensión del estado por la muerte de su hijito,
olvidando su pena con prostitutas vip, aun más drogas y permanentemente
enfiestado. La mamá del chico desaparecido, casi pirucha por algunos excesos en su vida anterior, ahora lo estaría
del todo, ignorando olímpicamente a sus hijos y sin dudas devenida amante de
algún traficante de drogas para el que haría “trabajitos especiales”. Bueno, ya
basta. Dimos en la diana. Esta historia sólo podía transcurrir en esa época
precisa porque es la del estertor final de un mundo más naïf, más ingenuo, con
sinceras emociones y genuino en la calidad de sus relaciones. Una época en la
que ya existían los abusones, los prepotentes,
y en la que lamentablemente comenzaba a importar demasiado el tener por
sobre el ser, pero así y todo una época capaz de movilizar solidaridad y
compromiso para con los demás.
Aquél era un mundo
bipolar, con gobiernos de derecha en algunas potencias y el cuco del imperio
soviético rugiéndole a occidente para ocultar su inexorable disgregación,
dictaduras sudacas cayéndose a
pedazos y toda esa enorme ola de sucesos a los que llamamos devenir histórico.
Pero detrás, o mejor, debajo de todo ello, personas que si bien ya eran tan
consumistas y superficiales como hoy día —es cierto— permanecían aún dueñas de
una pulsión singularmente humana, y por ende ‘humanista’, que permitía usar todavía una palabra hoy extinguida: prójimo, que significa ‘próximo’. Stranger Things, por
tanto, resultaría inviable ambientada en el presente. Entiéndase, este crítico
no es un pesimista estricto, pero no ignora la sabiduría en aquélla ley de Murphy que reza: ‘el
optimista cree que vivimos en el mejor de los mundos posibles. El pesimista
teme que eso sea cierto’. Desde mediados de los ‘90s nuestra sociedad
global ha venido experimentando una desintegración cultural tan marcada, una
anomia profunda y anárquica, y una degradación de valores como nunca se ha
experimentado en la historia pasada. Marchamos juntos únicamente cuando unos integristas fanáticos masacran a
inocentes humoristas y dibujantes, cuando asesinan a jóvenes en un recital o se
producen otros atentados por el estilo. Pero luego que el bombardeo mediático
desaparece sigue siendo más importante fotografiar una simple hamburguesa
manducada en una vulgar casa de comidas rápidas, para de inmediato ‘subirla’ a alguna red social y mostrarle
a “otros” como nos divertimos. Los
que sí parecen creer firmemente en algo, los que profesan una ideología
concreta, destruyen y asolan ciudades para impedirle sesionar a su Congreso si
una posible ley no les gusta, crean grietas sociales infranqueables, sostienen
a dictadorzuelos caribeños expertos en rapiña, reescriben la historia y a sus
actores para ajustarlos al relato de su facción, o queman vivas a personas no
ya por profesar una religión diferente,
sino por militar en otra rama de la misma. No, mis amigos; el mundo de hoy no
se parece en nada a los ‘80s, y no es que nos inunde la nostalgia o apliquemos
una vara benévola a nuestros recuerdos: lo más reaccionario que veíamos
entonces era Rocky IV, que causaba risa con su nacionalismo de cartulina, o
la adorable Brigada A (The A-Team),
dónde no moría nadie y el “malo” del grupo (B.A.
Baracus, casi interpretado por Mr. T), resultaba más bueno que Lassie atada
y con bozal.
En aquélla década
se reivindicaban todavía las ideas como motor y base para el cambio social, se
creía en el poder transformador de la política y en el sustrato doctrinario que
la sostenía, pero si acaso ese basamento se tornaba fanatismo allí estaba el
amplio abanico del ‘liberal progresismo’
occidental, siempre dispuesto a poner en caja a los reaccionarios de siempre.
La sociedad toda era menos individualista (aunque ya partía hacia esos rumbos)
y tanto la cultura en general como los medios masivos podían subsistir sin el
virus de lo “políticamente correcto”
invadiéndolo todo. Por ello vemos en la serie como el ficticio pueblo de
Hawkins se desenvuelve con una lógica que únicamente resulta viable ambientada
en esos primeros años ‘80s. Por supuesto que en cada episodio nos hallaremos
con referencias visuales, culturales, mediáticas y sociológicas que —inevitable
e inexorablemente— nos remitirán a su
entorno y su época. Así que si los chicos (por ejemplo) andan siempre en grupo y montados en sus
bicis, no es que se intente copiar calculadoramente al filme E.T.
(1982, Steven Spielberg), sino que eso es exactamente lo que hacían todos los
pibes por entonces: la cuestión era explorar tu pequeño mundo junto a tus amigos y nada más. Y si además los niños
cuelgan pósteres de películas del momento, o por caso, se disfrazan de los Cazafantasmas (primer capítulo de la 2ª
temporada), no es para explotar arteramente
nuestra nostalgia juvenil, sino porque aquél magnífico filme de Ivan Reitman (Ghostbusters,1984)
resultó un fenomenal suceso de masas y causó una explosión tanto mediática como
social que carece de equivalentes actuales, porque la hipermagnificación que experimenta hoy día cada pseudo tanque
hollywoodense (principalmente a través de las redes digitales) no existía en
ese entonces. Los éxitos masivos ocurrían de manera más genuina y por causa de
sus propios méritos intrínsecos. Una adenda a esto, que no carece de importancia,
es que gran parte del público de esta serie es muy joven, de entre 20 y 30
años, y son personas que conocen aquéllas pelis y esas series tan sólo por relojearlas en algún canal de cable o
por haberse topado con algún polvoriento DVD en la casa de sus padres. No
parece ser la intención de los productores venderles dichos clásicos; es más,
para este grupo etario cualquier época en la que no exista un smartphone es la
Edad Media.
Stranger
Things no trata de universos paralelos, demogorgons o niñas con
poderes. La serie trata sobre el huevo de la serpiente. ¿Que cuál serpiente? Sencillo:
nuestro presente. Todos los anteriores párrafos pretenden demostrar eso,
precisamente. El mundo oscuro donde está atrapado Will Byers es nuestro reino
mágico de la hiperconectividad, en el que nuestro aislamiento, alienación y
soledad resultan inversamente proporcionales a cada “me gusta”, cada “clic”,
cada “amigo virtual” que sumamos segundo
a segundo mientras el mundo verdadero se desmorona a nuestro alrededor. Puede
sonar excesivamente filosófico, pero pueden creer que es así. Veamos: los
chicos juegan siempre en grupo, están juntos a cada momento; incluso los viejos
walkie-talkie simbolizan esa unión
indestructible, porque aquél perimido sistema te mantenía en contacto directo,
en estado de alerta y atención (no por nada era un juguete basado en un
dispositivo militar…). Hoy el grupo
es puramente virtual, de facebook, whatsapp o lo que sea; no se anda en bici ni
es posible alejarse demasiado, la inseguridad compagina nuestras vidas y, por
supuesto, a la infancia. Como contracara, los pibes de barrios y familias
marginales o pobres sí que están todo el tiempo en la calle, sin control y a la
buena de Dios. Y así acaban, presos de adicciones, malas juntas y carentes tanto de límites como de amor.
Desde el ‘otro lado’ Will encuentra la forma de
comunicarse, vence todo obstáculo y se conecta con quienes ama y lo aman. Si
hay chances de salvarlo esa conexión será clave para ello, pero veremos luego
que dicho enlace se debilita poco a poco y que el pequeño refugio que el niño
ha creado se desmorona velozmente. No caben dudas del motivo: él está en el otro lado, que simboliza nuestro presente, donde cada relación genuina,
cada conexión íntima se diluye inexorablemente. Que va, si en un programa de
tele veraniego dedicado a formar parejas, se acaban de presentar dos personas
que fingieron ser perfectos desconocidos, pasaron por todas las pruebas y
acabaron formalizando la unión. Apenas unas horas después estallaron las redes
sociales: eran marido y mujer desde hace más de una década (o algo así) y
fingieron no conocerse únicamente para aparecer en televisión y de paso hacerse
con algunos obsequios. ¿Qué otro ejemplo más patético de superficialidad,
desconexión y aislamiento del sentido común podríamos brindar? ¿No es acaso la
cruel cercanía a esta realidad futura la que acosa a Will en su cautiverio; no
es esto que vivimos lo que conforma la materia
misma del otro lado?
En cuanto al
entorno geográfico y su correlato socio político, hallamos que Hawkins se ubica
en Indiana, un Estado que si bien se aleja del estricto modelo esclavista,
elitista y precapitalista de los Estados del sur/sureste, causantes en parte de
la guerra civil, conserva sin embargo muchas de las características de aquélla
cultura conservadora, racista y snob. Está lejos del sur profundo —es
cierto— pero igualmente lejos de Nueva
York o Boston, y por ello mismo navega por aguas mucho menos liberales. Los
hermanos Duffer nos presentan astutamente
a esta pequeña ciudad aparentemente estable y previsible en lo sociocultural, habitada
por ciudadanos modelo que representan lo mejor de la “yanquinidad al palo”, y que cubren
solidariamente los baches de la conducta errática de
algunos descarriados (como lo es la mamá del chico desaparecido), pero donde
todo acaba matizado, ‘normalizado’ y
cobijado por los aparentemente férreos lazos sociales de la comunidad. Este es un
mundo aparentemente idílico en el casi todo está en su lugar, pero dónde
rápidamente se irán filtrando las gotas sucias de la realidad desnuda.
Cuando, como ya
apuntamos, desaparece uno de los 4 miembros de un grupo de amiguitos
inseparables, todos ellos nerds que sufren sus buenos abusos en la escuela, el
aparentemente estable universo de Hawkins se verá desbaratado y puesto patas
arriba. Todo ocurre poco después de la fuga de una extraña y aterradora
criatura de la planta de energía cercana, sitio que en realidad encubre un
misterioso y peligroso experimento (tanto
como a la organización que lo prohíja), cuyos alcances resultarán
inimaginables. Pero no sólo dicha criatura huirá de allí, sino también una niña
tan enigmática como desvalida, dueña sin embargo de sorprendentes poderes
telequinéticos y cuyo destino inmediato será vital para los eventos de ambas
temporadas.
Desde el inicio
mismo la trama imbrica las vidas privadas de cada familia con la desaparición
de Will Byers, de modo que esa ausencia inesperada motivará conductas que luego
se verán como una película en negativo de sus existencias aparentemente
perfectas. Allí nada ni nadie es lo que parece, sea para bien o sea para mal, y
todos presentan múltiples facetas que surgirán a medida que el peligro los
confronte con ellos mismos, sus íntimos
fantasmas y su real temple. En la segunda temporada, de hecho, se
incorporarán varios personajes de gran riqueza —uno de ellos verdaderamente
peligroso— pero en esta serie hasta la aparentemente más irredenta conducta
esconde motivaciones que, de algún modo, disculpan al que la posee. Otro, un
buen hombre otrora víctima de bullying, mostrará a su debido tiempo un temple y
una voluntad de sacrificio digna de aquéllos a los que denominamos “héroes”. Pero no podemos explayarnos
más; nos hemos extendido demasiado. Si
acaso parece que omitimos hablar de Eleven no es porque carezca de interés o
resulte poco importante para la trama: por el contrario, todo gira
absolutamente a su alrededor, y la actuación de la ya adolescente Millie Bobby
Brown deja con la boca abierta, tanto que debería inspirarle miedito a Meryl
Streep. Unos años más y la dejará sin empleo.
En cuanto a los
rubros técnicos, decir que todos son impecables es quedarse corto, ya que la
serie posee una factura visual, una ambientación, un diseño de arte y una
fotografía ciertamente perfectas. Apenas si algunos efectos en CGI resultan un
tanto rutinarios en la segunda temporada, pero eso tiene que ver sencillamente con
el límite presupuestario propio de todo producto para la pequeña pantalla.
Seguramente un poco más creciditos para entonces, solo cabrá esperar hasta algo
más de mediados de año para disfrutar otra vez de estos chicos y sus pesadillas
hechas realidad. Estamos todos invitados a su
mundo, porque en cuanto a ese ‘otro’,
es más que probable que ya estemos en él.-
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