Por Leonardo Tavani
Calificación: Mala (★)
ZOOLANDER Nº
2 (ídem) EE.UU., 2016. 102 min.
Dirección:
Ben Stiller – Fotografía: Daniel Mindel – Música: Theodore Shapiro – Elenco: Ben Stiller, Owen
Wilson, Will Ferrell, Penélope Cruz, Kristen Wiig,
Fred Armisen, Kyle Mooney, Milla
Jovovich, Christine Taylor, Justin Theroux, Nathan Lee Graham, Cyrus Arnold, Billy Zane,
Jon Daly, Sting, Benedict Cumberbatch, Justin Bieber, Olivia Munn, Ariana Grande, Demi Lovato,
Kim Kardashian, Kanye West,
Madalina Ghenea, Katie Couric, Christiane Amanpour, Kiefer Sutherland, Susan Boyle, Willie Nelson, Katy Perry,
Alexander Skarsgård, John
Malkovich, Susan Sarandon, Neil deGrasse
Tyson, Anna Wintour. – Paramount.-
La crítica
cinematográfica es una profesión de riesgo. Puede sonar pomposo y exagerado, lo
sabemos, pero no por ello menos cierto. Por caso, después de ver un engendro
como Zoolander
Nº 2, el crítico puede sufrir desde una apoplejía, un paro
cardiorrespiratorio o un ACV, hasta una
pueril aunque olorosa diarrea. Y todo para que ustedes, los espectadores,
eviten tal esperpéntica experiencia. O para que la abracen avisados. No hay de
qué.
Ahora en serio.
Todo comenzó en 1996, cuando la célebre revista Vogue organizaba su entrega
anual de premios a la moda y el diseño. Como es usual, además del desfile de
rigor con las últimas colecciones del momento, el evento contaría con selectos
números artísticos. Uno de ellos, una sorpresa ideada por los productores,
consistió en contratar a Ben Stiller para aparecer subrepticiamente en la
pasarela, interpretando a un modelo masculino paradójicamente poco guapo,
narcisista y altamente estúpido: Derek Zoolander. Resultó un éxito total, todas
las personalidades de la moda se divirtieron y tanto la tele como los
periódicos no pararon de hablar del evento durante semanas. Esto le dio una
idea a Stiller, que deseaba no tanto parodiar sino satirizar a ese mundillo de
vanidades y oropeles. Así nació Zoolander (2001), una ácida
radiografía acerca de la cultura de los ‘90s y la modernidad líquida. Si por
años se había denunciado la explotación de la mujer como mero objeto, Zoolander
traspasaba a los varones dicho rol vacuo, esclavizándolos a la dictadura de la
imagen, el consumismo feroz y la ausencia total de ideas, ideologías o
creencias. El “ámate a ti mismo” de
las filosofías new age llevado a
extremos sicóticos, lo que se envolvía en el oropel de una aventura al mejor
estilo 007 y plena de comedia inteligente.
Quince años después, —tal vez para exorcizar los fantasmas de la escasa repercusión de La Vida Secreta de Walter Mitty (2015) (remake de la peli de 1947, protagonizada nada menos que por Danny Kaye y Virginia Mayo; y dirigida por Norman Z. MacLeod) —, el bueno de Ben aceptó co escribir, protagonizar y dirigir la irredimible bazofia que nos ocupa. ¿Qué ocurrió para que lo que fue una vez una idea revulsiva, cuestionadora del rol masculino en una realidad superficial y anestesiada, deviniera en esta desabrida e insulsa idiotez, carente de todo sentido y sensatez? Tal vez la respuesta sea demasiado obvia: dólares. Con estudios y productoras controladas por gigantescas corporaciones multiempresariales, ya casi no hay lugar para el riesgo o la creatividad. Todo está signado por estudios de mercadotecnia e informes de riesgo financiero; nada queda librado al azar. Por el contrario, las consultoras de marketing te dicen antes que la cinta exista si va a resultar un éxito o no. Así es imposible producir cine. Y sin embargo, cada año hay un puñado de buenas películas, con nobles intenciones y bastante originalidad, pero la norma mayoritaria corre por la vereda de la sombra.
En Zoolander
Nº 2 nada en absoluto funciona. No existe algo que pueda definirse
realmente como guión. Sólo inacabables cameos de primeras figuras, tantas como
para preguntarse cómo diablos hicieron para convencerlas de participar en esta
escoria abominable, además de presentar escenas desconectadas entre si, sin
coherencia ni organicidad interna; chistes que causan vergüenza ajena y algunas
supuestas escenas de acción que parecen rodadas por Ed Wood desde su tumba.
Pero lo peor de todo son las actuaciones. La bella y talentosa Penélope Cruz no
merecía esto; uno tiende a pensar que aceptó rodar sin leer el guión, quizás
atraída por los pergaminos del protagonista y director, pero nada justifica su
presencia aquí. Sin una tutoría eficaz, la española hace lo que puede con un
personaje absurdo, que para colmo ni siquiera fue cuidado por los encargados de
continuidad: en un par de planos el lunar que tiene en el rostro aparece del
lado contrario al que estaba en un principio. Una vergüenza.
En cuanto al
protagonista, dan ganas de correrlo a palos hasta Alaska. Que sea el hijo de
dos geniales actores y comediantes como Jerry Stiller y Anne Meara solo empeora
este bochorno. Cómo alguien que lleva en
sus genes el don del talento cómico pudo pergeñar algo así, es un
misterio digno de Ágatha Christie. Actúa en piloto automático, sin gracia ni
convicción; dirige aun peor, con un sentido errático de la coherencia narrativa
e imprimiendo al pseudo relato un desequilibrio interno permanente. Owen Wilson
al menos parece tomarse en serio sus cuitas como adicto sexual, pero ni su
Hansel ni el patético Mugatu de Will Ferrell se salvan de la quema. Pensar que
en el primer filme este personaje resultaba una saludable parodia de los
eternos villanos Bond, un maléfico barón de la moda capaz de todo por imponer
su estilo y su empresa; y ahora, cuando aparece en pantalla, uno desea enviarlo
con Austin Powers, a ver si el espía lo despacha junto al Dr. Evil. Y ni que
hablar del breve cameo de Milla Jovovich, que en la original aportaba una
presencia animal, magnética y llena de locura, como la lugarteniente y custodio
de Mugatu: ahora apenas da lástima, en una pelea cuerpo a cuerpo que merece el
olvido. En fin, sean obedientes y no vean este engendro por nada del mundo. De
lo contrario, los antidiarreicos se agotarán en las farmacias.-
Disponible On-Demand y DVD
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